A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que
hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto.
Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la
carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone
aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la
sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca
gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce
con el número de habitación, inocente recurso de la gerencia para impedir que
los clientes se las echaran al bolsillo.
El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un
mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar
unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso
compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña
ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba
por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría
tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles
eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente
calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora
de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y
que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada
en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la
encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el
número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una
enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas
en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo
tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como
todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o
menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó
sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro
mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en
conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio
principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó
y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros
minutos en que todavía quedan las sobras de la noche y del sueño, pensó que en
algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la
recepción y que hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas
de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo
estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos
puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra
puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y
revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía
coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor
resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el
raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio
una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de
la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires
antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos
negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos
películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna
parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de
cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que
había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del
hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la
calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo.
Sin inquietud, pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se
desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario
ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A
Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su
primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio
estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en
tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de
familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su
vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a
la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que
como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de
disimular su existencia como una mujer que cree taparse poniéndose las manos en
el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del
nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella,
golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su
madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría
también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la
puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o
cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya
hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran
las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el
llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer
movimiento fue de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico
no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse.
Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la
luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El
sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de
la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que
en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la
señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se
le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna
parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya
había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una
serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un
lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño
estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses, aunque no llorara
con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido.
Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de
cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso,
sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el
llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera
sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el
desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del
día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del
llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la
mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono
ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta
con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al
arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido
entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras
incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado
por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
«Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba
Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El
gerente se quedó mirándolo.
—¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños
en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía
estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo
estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A
lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar»,
pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan
rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
—Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o
cualquier otra cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos
anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó
fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar
los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente
terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que
Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un
diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires.
Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte
sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el
armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían.
Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes
dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que
todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su
ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la
casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de
pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo
de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo
mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se
podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo
escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no
tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos;
entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba
dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos
golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién
cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no
creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido.
Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su
arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño,
consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la
cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía
imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa
realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y
los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo,
Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y
monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres
sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad
a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La
mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre
sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que
fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una
pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone
se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese
ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el
silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que
lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció
demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido
imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el
armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y
descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de
pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que
venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un
silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo
precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un
chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de
alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las
diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de
una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un
baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a
Petrone se le antojó de desconcierto.
—¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional
que apenas disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando
apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
—De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el
gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se
sabe con las mujeres.
—No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era
físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose
del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer
se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí
mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él
quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de
excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de
vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la
mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con
los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era
más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo
imaginario.
Final del juego. Julio Cortázar, 1956.
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