El corneta tocó la diana, toque de silencio, poco
antes del alba. Delfino lloraba. Pidió que le trajeran a su mujer, pero se lo
negaron. Marcos había sido el primero en llegar al patio, escoltado por los
guardias. Preguntó: “¿Y no ha venido el cobarde del auditor? ¿Y no era tan hombre?”
Delfino se abrazó al sacerdote. Los caracoles deambulaban por la cornisa del
muro blanco del cuartel de Matamoros. (Hasta ese momento, Suárez había pensado:
qué me van a fusilar éstos a mí. Pero ahora se le habían aflojado las rodillas)
Del lado de afuera, un niño estaba sentado de
espaldas contra el muro, con la cabeza aplastada contra el muro, los ojos muy
abiertos, no podía pestañear, no sentía el frío, y a su lado había un perro con
las orejas paradas.
Les dieron cigarrillos a los tres. “Delfino, no
llores”, dijo Marcos. Los sacerdotes de la Orden de la Merced se despidieron
seis veces.
-No, padre -dijo Marcos-. De espaldas no. De frente.
Suárez decidió que era mejor ayudar a que le
colocaran la venda. Las lágrimas de Delfino corrían bajo la venda. Marcos no
quiso que le pusieran ninguna venda. Suárez preguntó:
-¿Qué hora es? ¿Cuánto falta?
-Cinco minutos.
Un pájaro jugaba, en el cielo oscuro; abría y
cerraba las alas, anunciaba con júbilo el nacimiento del día. Ellos no lo
veían. Lo escucharon cantar. Cantaba como si los convocara. Antes, en la celda,
Marcos había querido volver hacia las personas y los lugares a lo que había
pertenecido cuando estaba vivo, pero ahora paseaba la mirada por los rostros de
los soldados del pelotón, las dos filas de a diez, uno por uno, todos iguales,
escuchaba gritar pelotón, fiiirmes,
gritar fila de adelanteee, gritar rooodilla en tierraaa, los veía mover
los cerrojos de las carabinas, los soldados a un metro y medio listos para
abrirle un boquete en el cuerpo, y todo el tiempo se sentía lejos de los
soldados y lejos de la ceremonia y de todo, había estado lejos desde antes de
putear al auditor y de plantarse frente al muro con las manos atadas: lejos,
pero muy lejos, mucho más allá de cualquier viaje y de cualquier tiempo y de
cualquier destino. Miró a Delfino, que seguía llorando porque no entendía.
Marcos le había dicho: “Los hombres no lloran”, pero en realidad había querido
decirle: “Los muertos no lloran, Delfino”. Marcos escuchó gritar apunteeen y la vida no era un juego de
sombras chinas contra la pared de la memoria, ni era un calor de humo de
cigarrillo en el pecho, no era nada. Entonces el oficial gritó fuegoooo y hubo un silencio largo y
estúpido.
Cuando
estalló la descarga, todos los tiros como un solo tiro, la primera claridad del
día ya se arrastraba, neblinosa, a la altura del suelo. El oficial dijo proceda y el cabo se inclinó sobre el
cuerpo de Marcos. Marcos lo vio por entre la cortina de sus propias pestañas:
lo vio por espacio de dos segundo y sin embargo hubiera podido describirlo con
todo lujo de detalles, como si lo hubiera estado mirando durante años. El cabo
apretó los dientes y le apuntó al corazón.Vagamundo y otros relatos. Eduardo Galeano, 1998.
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