El forastero llegó sin
aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le
había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en
visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo
consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién
sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló
ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una
linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al
viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido
ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo
en este país?
-Necesito salir inmediatamente.
Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora
las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en
la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien
parecía un presidio.
-Pero yo no quiero
alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto
inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo
por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo
llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería
abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor…
-Este país es famoso por
sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos
debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la
publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias
abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta
para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan
las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las
estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las
irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier
manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que
pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a
cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen,
aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados
en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren
tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder.
Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que
pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga
el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a
T.?
-¿Y por qué se empeña
usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si
pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo.
¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto
en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que
usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas
que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por
regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del
país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…
-Yo creí que para ir a T.
me bastaba un boleto. Mírelo usted…
-El próximo tramo de los
ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona
que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un
trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni
siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
-Pero el tren que pasa por
T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En
realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos
con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio
formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser
conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a
los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace
circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios
emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre
algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales
casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón
capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los
conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los
andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes
forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los
vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre
los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la
empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes
con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los
viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de
F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno
impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los
viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales
surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron
pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de
niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy
hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir
templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que
faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de
sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las
páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que, en un viaje
de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los
constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un
abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los
pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su
enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en
hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener
en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio
que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente,
conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros
que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T.
mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que
no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones.
Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de
hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un
convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la
fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan
accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir
ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden
para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes
de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de
educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
-¿Y la policía no
interviene?
-Se ha intentado organizar
un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los
trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de
ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la
salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda
todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo
especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad
y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar
un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona
una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las
costillas.
-Pero una vez en el tren,
¿está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le
recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que
creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a
bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano
de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido
construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero
basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las
decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de
aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero
son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales
de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se
halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el
momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de
que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los
ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin
escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que
pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente
oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a T.”. Sin tomar precaución
alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
-¿Podría yo hacer alguna
cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo
que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted
al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los
pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta
denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado
actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías,
voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu
constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por
hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede
tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar
una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería
aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le
obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted
lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies
en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T.
a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted
sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si
mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un
espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean
toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil
para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen
creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo,
el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar
cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la
empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de
anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día
se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya
no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado
mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy
guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí
de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo
ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han
creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido.
Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas.
Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el
pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de
grutas, de cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para que admiren
ustedes la gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una vez que los
viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un
sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen
en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy
lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se
abandonan lotes selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes.
¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar
desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente
hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En
ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a
hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el
forastero.
El anciano echó a correr
por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para
gritar:
-¡Tiene usted suerte!
Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el
viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna
siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del
tren.
Al fondo del paisaje, la
locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
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