El día en que cenamos los tres por última vez lo
hicimos como siempre. Vimos el telediario y supimos que una bomba había explotado
en un mercado de Bagdad. Fue una cena frugal: sopa de sobre y tortilla
francesa. Mi hija preguntó qué era Bagdad y su madre le explicó que era una
ciudad donde se contaban muchos cuentos. Yo la miré por encima del vaso de
agua, y luego miré a mi hija, que sorbía la sopa, y después las imágenes del
televisor, donde varios cuerpos permanecían tendidos en una calle polvorienta,
entre chancletas y salpicones de sangre. Recogimos los restos de la cena y
luego acosté a la niña. Tragué saliva. Sentía una canica de hierro en la
garganta, pero le conté El castillo de irás y no volverás. A su edad,
era el cuento que más me gustaba. Ella me escuchó con atención. Con gravedad
infantil. La besé en la frente y apagué la luz. Mi mujer estaba terminando de
empaquetar sus cosas en el dormitorio, así que debí esperar a que acabara para
poder acostarme. Ella se acomodó en el sofá del comedor. Puse el despertador a
las ocho. Era la hora acordada. Tomé un potente ansiolítico. Me encontraba en
Bagdad, perdido entre gente que estaba a punto de morir en una explosión. Yo
trataba de advertirles del peligro que corrían cuando sonó el despertador. No
hubo escenas ni melodramas. Supongo que los efectos del ansiolítico
amortiguaron la despedida. Desayunamos en silencio. Luego, mi mujer llamó a un
taxi, y ambas abandonaron la casa. Me senté a la mesa de la cocina, frente a
las tazas sucias del desayuno. Escuché el ruido de las maletas en los escalones
y luego la voz de mi hija en el portal del edificio, pero yo sólo trataba de salir
a la superficie entre aquella polvareda de escombros.
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