Yo no tenía ni edad. Un
niño fui para la sierra y un niño vine de allá. Al padrino mío le habían dicho
los policías:
-Oye, Tomasito. ¿Quieres
que te dure? No lo dejes salir.
Porque yo les metía
botellazos y el diablo y ellos nos perseguían a tiros. Todo el mundo era
enemigo.
Y el padrino mío me dijo:
-Te voy a mandar para el
campo, para Cárdenas.
Pero yo ya había resuelto
alzarme. Lo habíamos resuelto con el Conde y con Baltazar. Los tres nos
arrojábamos siempre desde el malecón, ¡y cómo nadábamos! Por treinta centavos
que nos pagaban los pescadores nos íbamos nadando hasta el horizonte, con los
anzuelos colgándonos de los dientes. Entonces Baltazar se reventó contra las rocas
en una zambullida y ya sólo la sangre se vio de él, la sangre que subía, y ni
el pelo le encontraron.
-Nos vamos para Oriente,
Conde. En un camión de carga. Allá en Oriente sí que vamos a inventar.
A los pocos días,
encontramos las lomas donde estaba la guerra. El campamento se mudaba todo el
tiempo y ya los guerrilleros andaban más allá de Minas de Huesito. Y yo
pregunté:
-¿Esto es un campamento?
¿Y dónde duermo? ¿Y qué como?
Y el capitán me dijo:
-¿Pero tú piensas dormir?
¿Tú piensas comer aquí? Aquí, lo que se tira mucho tiro.
-¿Y con qué?
-Eso te lo tienes que ganar.
Y yo pensé: uy. Esto está
malo. Malo que está esto. ¿Qué culpa tengo yo de que se les haya ocurrido hacer
una revolución sin armas?
Me tocó ir a contar
camiones con otro muchacho, Chavito se llamaba, que era todavía más chiquitico
que yo pero muy duro, verdá, verdá, ya llevaba rato en la cosa. Escondidos
sobre un terraplén, en un desvío de la carretera, contábamos los camiones del
ejército de la dictadura. Por allí era que ellos metían la comida y los
hierros. A Chavito yo le venía bien para contar los camiones, porque él cuando
llegaba a los trece o catorce ya se perdía.
Pasaron los meses en el
lomerío. Cada vez teníamos más gente. La bandera nuestra aparecía flameando en
los pueblitos de la sierra y los enemigos la descubrían en las tinieblas del
amanecer y no sabían cómo.
Un buen día, cerca del
Uvero, el capitán nos llamó y nos dijo:
-Oye, hace falta que
lleven este mensaje al llano.
El mensaje lo llevaba mi
compañero.
-Si te agarran, ya tú
sabes, trágatelo.
Lo llevaba debajo de una
vendita en la ceja. Le habían echado tintura colorada ahí. Caminamos y
caminamos, siempre escondiéndonos, y por fin encontramos a la gente que
buscábamos. Eran tres compañeros que venían desde la ciudad.
-Vamos a entrar al monte,
que aquí cerca están los casquitos y tienen una batería de morteros.
Uno de los compañeros
tenía una Baby Thompson, que se la había arrancado a un guardia. Y yo apuntaba
al cielo, está bueno esto, no te lo devuelvo, chico, ¡una Baby Thompson! La
verdad es que los yanquis son unos coños de su madre, pero ahí se fabricaron lo
sabroso, esa Thompson pequeñita y tan fácil de manipular: tú le metes un
pecanazo a uno con la Baby Thompson y no se para más nunca. Ésa sí que
convierte a un animal en cazador. Yo ya sabía distinguir lo bueno entre todas
las armas. Y sabía otras cosas. Sabía que uno no oye los estampidos cuando está
en combate, sino los zumbidos de abeja de las balas que pasan rozándote. Sabía
arrojar granadas. La granada es una cosa peligrosa, que tienes que saber
estirar el brazo y flexionarte para lanzarla midiendo justo la distancia,
porque después que le quitas el seguro, la granada choca con un mosquito en el
aire y es seguro que te mata ahí mismo. Todo eso sabía yo. Pero nunca había
apretado el gatillo de un fusil. ¡Y aquella Baby Thompson! Yo les estaba
apuntando a las nubes y las perseguía por la mira, sin apuro, y les perdonaba
la vida a las nubes mientras disfrutaba la Baby Thompson apretada entre las
manos y contra la cara y alzaba la mira, la graduaba, contenía la respiración,
me figuraba apretando el disparador y lanzando balas calientes contra el cielo
con aquella maravilla y hasta sentía el olor a pólvora en el aire y entonces,
de golpe, ocurrió la explosión, la explosión en los oídos, y cuando volví a
abrir los ojos, me dijeron:
-No te toques allí. No te
toques, que tienes todas las tripas para afuera.
Estaba en un hospitalito
improvisado, de esos de guano que teníamos en la sierra. Me amarraron las manos
a la hamaca de palo. Yo no me acordaba ni de mi nombre, pero no bien pude
hablar lo primero que se me ocurrió fue preguntar por la Thompson. La tenía
adentro del cuerpo mío. Nos habían hecho volar con un tremendo morterazo y
todos habían muerto y la Baby Thompson se me había metido, en pedacitos, por
todo el cuerpo. Todavía tengo unos hierros metidos entre los huesos. Figúrate
si me habría gustado el arma aquella.
En el hospitalito no había
más desinfectante que la gasolina de los camiones. Ése era el olor que yo
sentía, el olor a gasolina, y también el olor a podrido que se salía de las
heridas. Miraba para el cielo y veía los buitres, con sus alas desplegadas,
dando vueltas y esperando. Les veía las cabezas rojas al acecho y los picos
abiertos y tan cerca que me parecía que me guiñaban un ojo y me decían: chico,
estás sabroso tú. Yo les gritaba:
-¡Desgraciados! ¡Ustedes a
mí no me van a comer!
Estaba atado; no podía
tirarles piedras ni amenazarlos con el puño.
Tendido y amarrado, me
tenían que dar de comer en la boca. Día y noche yo escuchaba las detonaciones y
las explosiones de la guerra y pensaba: “No”, pensaba:
-Yo aquí no me quedo.
No bien me desataron, me
fui. Me fui junto con el Conde, que también estaba allí porque le habían volado
los dedos de una mano. Nos robamos un revólver y nos fuimos.
Llegamos a la columna de
Raúl. Nos llevaron al estado mayor y ahí:
-Mira, unos regados.
Nos mandaron a la
retaguardia. Yo sólo podía manejar revólveres, y apenas. Se me estaba quedando
inútil la mano, con los dedos torcidos que cada vez me dolían más. Con un brazo
arrastraba el otro brazo y con un apierna la otra pierna. Uno de los ojos ya no
me servía para hacer guiñadas.
Un día me dijeron:
-Oye, ¿tú sabes que tu
socio cayó?
¿Quién? ¿Cómo? ¿Dónde?
¿Cómo estaba vestido? Era el Conde, no era el Conde: era. La cara blanquita, su
chivita y un pie de patilla muy finito, que parecía un tipo de teatro. Le
habían metido un cañonazo en el pecho, durante un asalto a un convoy.
Cuando llegó la victoria,
entré dormido adentro de un tanque. Llegué dormido y no vi nada.
Aquel gentío, la alegría,
las banderas: nada. Me llevaron derechito al hospital, a ponerme platino en la
cadera y unas inyecciones en la nuca para mover las piernas. Allá en la sierra
me habían ligado mal las tripas y vomitaba todo.
Y vino la limpieza del
Escambray y allá me fui. Y vino lo de Playa Girón y Fidel iba en un tanque
echando maldiciones. La gente marchaba abrazando el tanque, toda la infantería
allí, para cubrirlo, y eso era al revés de lo que debía ser. Yo veía esas caras
sin uso, todos esos niños que no se sabía si iban a la gloria o a la muerte o a
dónde, y a mí no me dejaban, un oficial me dijo:
-Tú no estás en
condiciones.
-¿Qué tú crees? ¿Qué he
venido a mirar?
Le dije:
-Coño. ¿Quieres la guerra
para ti solo?
Y con la pierna buena
golpeaba este suelo.
En la confusión de la
cosa, me incorporé a la gente de Efigenio. Tuvimos muchos muertos, porque
siempre nos íbamos por encima de las líneas. A los gusanos esos había que
machacarlos duro, hasta romperlos. Ellos nos tiraban balas trazadoras como los
Garand, se veían las centelladas en la noche, y nosotros avanzando de a cuatro
o cinco y buscando las candelitas esas y después no se sabía quién tumbaba a
quién. Las nuestras eran balas oscuras, pero salían las lenguas de fuego por
las bocas de los fusiles, así que en seguida había que saltar para un costado
corriendo del fogonazo. No bien metíamos un tiro ya ellos estaban disparando,
bang bang, y yo tirado en el suelo sin casco, no sabía lo que era pelear con
casco, cómo me voy a poner un casco si yo no sé. Ellos tiraban pura ráfaga y
nosotros tiro a tiro, para no desperdiciar y porque además correr después de
una ráfaga no es nada fácil, verdá verdá, sobre todo si ya has estado tirando
un rato y el fusil no está muy limpio, la patada tremenda que tiene, ¡bup!
¡bup! ¡bup! ¡Y qué cantidad de granadas! Las granadas flotaban en los pantanos,
como los muertos y las ropas. Yo me las arreglaba para todo con la izquierda.
La derecha ya era una garra. Como ahora, que cuando algo se me cae, digo: esta
mano de mierda. Aunque a veces no es culpa de la mano.
Esta mano ya no me
acompaña. La última vez que fui al hospital para que me hicieran una mano de
goma, los médicos me la querían picar aquí por la mitad. Había unos que querían
abrirme aquí y otros que querían abrirme acá. Me tomaban las medidas y
discutían entre ellos sobre cómo me iban a picar la mano y yo me fui corriendo:
-¡Yo no soy conejo de
ustedes!
Mientras yo tenga una pierna
para correr, ningún médico me atrapa a mí. Ya me operaron siete veces desde que
volví de la sierra. ¿No les alcanza?
Sé que no estoy bien.
Cualquier día de estos me quedo dormido y no me despierto más. Yo antes no
sufría ahogos y ahora hay veces que se me queda la mente en blanco. Así, como
si me faltara la vida. A la zafra no vuelvo. Me puse a cortar caña y me ataron.
No me dejan ir a repartir el agua. Una vez me escapé a cargar naranjas y se me
abrió la herida del vientre, esta que parece una araña gigante. Me agacho y
siento la hoja de un cuchillo grande entrándome de a poco.
Pero yo tengo miedo de que
los médicos me digan:
-Te quedas en el hospital.
Y me vea trancado y sepa
que es lo último. No, no voy ni al dentista yo. Es ver los aparatos y los
médicos y toda la gente vendada y me dan unos escalofríos. Yo me muero con los
pedacitos de Baby Thompson en el cuerpo, que cuando me duelen, más que dolerme
es como si me conversaran. Y si hay otra guerra, me voy a pelear con eso allí.
Lo que anda peor es la
mano. Me duele y arde, una candela metida aquí adentro, y a veces se me enfría
y el brazo me termina en un bloque de hielo que no es mío. El aire acondicionado
me la ataca mucho. A mí me gusta ver las películas diez veces, pero en el cine
tengo que meter la mano en el bolsillo del pantalón y apretármela fuerte para
darle calor y soportar.
A Mariana, esa chiquita
que es de Oriente, le he dicho de ir al cine y me dice:
-Ahora no puedo porque
estoy trabajando. Pero mira, mañana sí.
Y entonces resulta que
mañana el que no puede soy yo, porque soy yo el que está trabajando y no voy a
ir a decirle al administrador:
-Hoy no trabajo porque me
voy al cine.
Figúrate.
-Oye, ¿pero en qué país te
crees que estás viviendo?
A veces me entra el furor
con Mariana, las ganas de decirle dos o tres cosas por lo mucho que me gusta,
pero llego hasta donde está y me quedo mudo.
-Tú ibas a decirme algo.
Tú tenías algo para decirme.
Y yo le cambio.
Sé que hay unos sapos con
los ojos enfocados en la muchachita, y yo: yo soy corto. Aunque ella me presta
una atención especial. Pero pienso: ¿Y si fallo? ¿Y si no quiere nada conmigo?
La última vez que me
operaron, yo estaba mal, mal. Quería morirme porque la muerte era el fin del
dolor que yo sentía. Y cerraba los ojos y la veía a Mariana parada al pie de mi
cama, con las manos apoyadas en el barrote de hierro, y ella me decía: vine,
viste.
-Supe que estabas enfermo.
No me preguntes cómo, pero supe.
Y entonces ella cerraba
las manos contra el barrote de hierro y se le ponían blancos los nudillos:
-Vine para decirte que te
quiero.
Yo cerraba los ojos y
pensaba en esa alegría.
Es seguro que cuando se lo
diga, ella me va a decir:
-Pero, ¿y por qué no me lo
dijiste antes?
Debe ser la falta de
coraje. Pero mañana se lo digo. Y ahora mismo voy a pasar por el trabajo de
ella. ¿Qué hora es? Para verla. Para hacerle un chiste y que se ría.
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