Frente a donde vivíamos
había una casa pintada. No es verdad que yo lo leyera y después lo aprovechara
para hacer un cuento. En aquella época, Granada acababa bruscamente en
descampados y cortijos abandonados, como todas las ciudades pequeñas. Nosotros
vivíamos cerca de ese limes inolvidable.
Aunque nos daba reparo
pasar frente a ella, no había otro camino para ir a la escuela y aún a los
cortijos, sin dar un oneroso rodeo. Además, no podíamos evitar echar un vistazo
a las ventanas y el portal, tan bien pintados sobre aquella pared donde,
durante años, solo habían campeado carteles encolados en paneles publicitarios.
Nuestro padre trabajaba
haciendo seguros y, cada cierto tiempo, nos trasladábamos de ciudad. Así,
también nos fuimos de allí, para siempre. Con el tiempo, dejamos de hablar y de
pensar en la casa pintada sin una vergüenza inconfesable y retrospectiva.
Crecimos, cada uno siguió su propia vida, y aquel episodio prodigioso hubiera
caído en el olvido, de no haberme dedicado yo a escribir cuentos.
Muchos años después, por
circunstancias que no hacen al caso, volví a Granada. De repente en el hotel,
recordé el cuento de la casa pintada, así que decidí ir a echar un vistazo. Sin
muchas esperanzas, pues todo habría cambiado, desaparecido por la especulación.
Mi sorpresa se convirtió
en estupor cuando comprobé que, en efecto, la vieja pared pintada era ahora un
bloque nuevo de viviendas. A unos pocos pasos de ella se levantaba nuestra
casa, la nuestra, pintada en el muro.
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