“Miro al cielo soberbio,
encapotado. Llueve levemente y hay algunos pájaros volando. Pero ninguno es el
mirlo blanco. Hará ya diez años desde que lo vi. Yo estaba aquí,
inevitablemente en el mismo sitio, y él vino a posarse en mi mano. Fue un
instante. Un segundo. Menos. Sé que era un mirlo blanco. El mirlo blanco que
han buscado generaciones de hombres y monstruos. Y se posó aquí, en mi mano, con
su plumón de seda y su blancura celeste. En mi mano. Ni siquiera pude decirle
“detente, espera, escucha…” o “rescátame, sé que eres el mirlo blanco, el dador
de ánima, de aliento, de vida…”. Nada. Enseguida emprendió el vuelo. Pero yo
sigo esperando, eternamente esperando, a que vuelva a mi mano el mirlo blanco y
me dé el alma.”
Todo esto piensa la
estatua junto a la que me he sentado, en este parque, en esta tarde de cielo
soberbio, encapotado, en la que llueve levemente.
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