El día amaneció
extraordinariamente gris y frío. El hombre abandonó el camino
principal del Yukon y empezó a trepar por la empinada cuesta. En
ella había un sendero apenas visible y muy poco frecuentado, que se
dirigía al Este a través de una espesura de abetos. La pendiente
era muy viva. Al terminar de subirla, el viajero se detuvo para tomar
aliento y trató de ocultarse a sí mismo esta debilidad consultando
su reloj. Eran las nueve. No había el menor atisbo de sol, a pesar
de que ni una sola nube cruzaba el cielo. El día era diáfano, pero
las cosas parecían cubiertas por un velo intangible, por un algo
sutilmente lóbrego que lo entenebrecía todo y cuya causa era la
falta de sol. Pero esto no preocupaba al caminante. Estaba ya
acostumbrado. Llevaba varios días sin ver el globo radiante y sabía
que habrían de transcurrir algunos más para que se asomase un poco
por el Sur, sobre la línea del horizonte, volviendo a desaparecer en
seguida.
El
viajero miró hacia atrás. El Yukon tenía allí una anchura de más
de kilómetro y medio, y estaba cubierto por una capa helada de un
metro de espesor, sobre la que se extendía otra de nieve, igualmente
densa. La superficie helada del río era de una blancura deslumbrante
y se extendía en suaves ondulaciones formadas por las presiones
contrarias de los hielos. De Norte a Sur, en toda la extensión que
alcanzaba la vista, reinaba una ininterrumpida blancura. Sólo una
línea oscura, fina como un cabello, serpenteaba y se retorcía hacia
el Sur, bordeando una isla cubierta de abetos; después cambiaba de
rumbo y se dirigía al Norte, siempre ondulando, para desaparecer, al
fin, tras otra isla, cubierta de abetos igualmente. Esta línea
oscura y fina era un camino, el camino principal que, después de
recorrer más de ochocientos kilómetros, conducía por el Sur al
Paso de Chilcoot (Dyea) y al agua salada, y por el Norte a Dawson,
tras un recorrido de ciento doce kilómetros. Desde aquí cubría un
trayecto de mil seiscientos kilómetros para llegar a Nulato, y otro
de casi dos mil para terminar en St. Michael, a orillas del mar de
Behring. Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un
cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el
cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral
– causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque
estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién
llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él,
sino porque era un hombre sin imaginación. Despierto y de
comprensión rápida para las cosas de la vida, sólo le interesaban
estas cosas, no su significado. Cincuenta grados bajo cero
correspondían a más de ochenta grados bajo el punto de congelación.
Esto le impresionaba por el frío y la incomodidad que llevaba
consigo, pero la cosa no pasaba de ahí. Tan espantosa temperatura no
le llevaba a reflexionar sobre su fragilidad como animal de sangre
caliente, ni a extenderse en consideraciones acerca de la debilidad
humana, diciéndose que el hombre sólo puede vivir dentro de
estrechos limites de frío y calor; ni tampoco a filosofar sobre la
inmortalidad del hombre y el lugar que ocupa en el universo. Para él,
cincuenta grados bajo cero representaba un frío endemoniado contra
el que había que luchar mediante el uso de manoplas, pasamontañas,
mocasines forrados y gruesos calcetines. Para él, cincuenta grados
bajo cero eran simplemente… eso: cincuenta grados bajo cero. Que
pudiera haber algo más en este hecho era cosa que nunca le había
pasado, ni remotamente, por la imaginación.
Al
disponerse a continuar, escupió para hacer una prueba, y oyó un
chasquido que le sobresaltó. Escupió nuevamente y otra vez la
saliva crujió en el aire, antes de caer en la nieve. Sabía que a
cincuenta grados bajo cero la saliva se helaba y producía un
chasquido al entrar en contacto con la nieve, pero esta vez el
chasquido se había producido en el aire. Sin duda, y aunque no
pudiera precisar cuánto, la temperatura era inferior a cincuenta
grados bajo cero. Pero esto no le importaba. Su objetivo era una
antigua localidad minera situada junto al ramal izquierdo del
torrente de Henderson, donde sus compañeros le esperaban. Ellos
habían llegado por el otro lado de la línea divisoria que marcaba
el límite de la comarca del riachuelo indio, y él había dado un
rodeo con objeto de averiguar si en la estación primaveral sería
posible encontrar buenos troncos en las islas del Yukon. Llegaría al
campamento a las seis; un poco después del atardecer ciertamente,
pero sus compañeros ya estarían allí, con una buena hoguera
encendida y una cena caliente preparada. Para almorzar ya tenía
algo. Apretó con la mano el envoltorio que se marcaba en su
chaqueta. Lo llevaba bajo la camisa. La envoltura era un pañuelo en
contacto con su piel. Era la única manera de evitar que las galletas
se helasen. Sonrió satisfecho al pensar en aquellas galletas,
empapadas en grasa de jamón y que, partidas por la mitad, contenían
gruesas tajadas de jamón frito.
Penetró
entre los gruesos troncos de abeto. El sendero apenas se distinguía.
Había caído un palmo de nieve desde haber pasado el último trineo,
y el hombre se alegró de no utilizar esta clase de vehículos, pues
a pie podía viajar más de prisa. A decir verdad, no llevaba nada,
excepto su comida envuelta en el pañuelo. De todos modos, aquel frío
le molestaba. «Hace frío de verdad», se dijo, mientras frotaba su
helada nariz y sus pómulos con su mano enguantada. La poblada barba
que cubría su rostro no le protegía los salientes pómulos ni la
nariz aquilina, que avanzaba retadora en el aire helado. Pisándole
los talones trotaba un perro, un corpulento perro esquimal, el
auténtico perro lobo, de pelambre gris que, aparentemente, no se
diferencia en nada de su salvaje hermano el lobo. El animal estaba
abatido por aquel frío espantoso. Sabía que aquel tiempo no era
bueno para viajar. Su instinto era más certero que el juicio del
hombre. En realidad la temperatura no era únicamente algo inferior a
cincuenta grados bajo cero, sino que se acercaba a los sesenta. El
perro, naturalmente, ignoraba por completo lo que significaban los
termómetros. Es muy posible que su cerebro no registrase la aguda
percepción del frío intensísimo que captaba el cerebro del hombre.
Pero el animal contaba con su instinto. Experimentaba una vaga y
amenazadora impresión que se había adueñado de él por entero y le
mantenía pegado a los talones del hombre. Su mirada ansiosa e
interrogante seguía todos los movimientos, voluntarios e
involuntarios, de su compañero humano. Parecía estar esperando que
acampara, que buscara abrigo en alguna parte para encender una
hoguera. Sabía por experiencia lo que era el fuego y lo deseaba.
A
falta de él, de buena gana se habría enterrado en la nieve y se
habría acurrucado para evitar que el calor de su cuerpo se
dispersara en el aire. Su húmedo aliento se había helado, cubriendo
su piel de un fino polvillo de escarcha. Especialmente sus fauces, su
hocico y sus pestañas estaban revestidos de blancas partículas
cristalizadas. La barba y los bigotes rojos del viajero aparecían
igualmente cubiertos de escarcha, pero de una escarcha más gruesa,
pues era ya compacto hielo, y su volumen aumentaba de continuo por
efecto de las cálidas y húmedas espiraciones. Además, el hombre
mascaba tabaco, y el bozal de hielo mantenía sus labios tan juntos,
que, al escupir, no podía expeler la saliva a distancia. A
consecuencia de ello, su barba cristalina, amarilla y sólida como el
ámbar, se iba alargando paulatinamente en su mentón. De haber
caído, se habría roto en mil pedazos como si fuera de cristal. Pero
aquel apéndice no tenía importancia. Era el precio que habían de
pagar en aquel inhóspito país los aficionados a mascar tabaco.
Además, él ya había viajado en otras dos ocasiones con un frío
horroroso. No tanto como esta vez, desde luego; pero también
extraordinario, pues, por el termómetro de alcohol de Sixty Mile,
supo que se habían registrado de cuarenta y seis a cuarenta y ocho
grados centígrados bajo cero.
Recorrió
varios kilómetros a través de la planicie cubierta de bosque, cruzó
un amplio llano cubierto de flores negruzcas y descendió por una
viva pendiente hasta el lecho helado de un arroyuelo. Estaba en el
Henderson Creek y sabía que le faltaban dieciséis kilómetros para
llegar a la confluencia. Consultó nuevamente su reloj. Eran las
diez. Avanzaba a casi seis kilómetros y medio por hora, y calculó
que llegaría a la bifurcación a las doce y media. Decidió almorzar
cuando llegase, para celebrarlo. El perro se pegó de nuevo a sus
talones, con la cola hacia bajo -tanto era su desaliento-, cuando el
viajero siguió la marcha por el lecho del río. Los surcos de la
vieja pista de trineos se veían claramente, pero más de un palmo de
nieve cubría las huellas de los últimos hombres que habían pasado
por allí. Durante un mes nadie había subido ni bajado por aquel
arroyuelo silencioso. El hombre siguió avanzando resueltamente.
Nunca sentía el deseo de pensar, y en aquel momento sus ideas eran
sumamente vagas. Que almorzaría en la confluencia y que a las seis
ya estaría en el campamento, con sus compañeros, era lo único que
aparecía con claridad en su mente. No tenía a nadie con quien
conversar y, aunque lo hubiese tenido, no habría podido pronunciar
palabra, pues el bozal de hielo le sellaba la boca. Por lo tanto,
siguió mascando tabaco monótonamente, mientras aumentaba la
longitud de su barba ambarina.
De
vez en cuando pasaba por su cerebro la idea de que hacía mucho frío
y de que él jamás habría sufrido los efectos de una temperatura
tan baja. Durante su marcha, se frotaba los pómulos y la nariz con
el dorso de su enguantada mano. Lo hacía maquinalmente, una vez con
la derecha y otra con la izquierda. Pero, por mucho que se frotara,
apenas dejaba de hacerlo, los pómulos primero, y poco después la
punta de la nariz, se le congelaban. Estaba seguro de que se le
helarían también las mejillas. Sabía que esto era inevitable y se
recriminaba por no haberse cubierto la nariz con una de aquellas
tiras que llevaba Bud cuando hacía mucho frío. Con esta protección
habría resguardado también sus mejillas. Pero, en realidad, esto no
importaba demasiado. ¿Qué eran unas mejillas heladas? Dolían un
poco, desde luego, pero la cosa no tenía nunca complicaciones
graves.
Por
vacío de pensamientos que estuviese, el hombre se mantenía alerta y
vigilante; así pudo advertir todos los cambios que sufría el curso
del riachuelo: sus curvas, sus meandros, los montones de leña que lo
obstruían… Al mismo tiempo, miraba mucho dónde ponía los pies.
Una vez, al doblar un recodo, dio un respingo, como un caballo
asustado, se desvió del camino que seguía y retrocedió varios
pasos. El arroyo estaba helado hasta el fondo – ningún arroyo
podía contener agua en aquel invierno ártico -, pero el caminante
sabía que en las laderas del monte brotaban manantiales cuya agua
discurría bajo la nieve y sobre el hielo del arroyo. Sabía también
que estas fuentes no dejaban de manar ni en las heladas más
rigurosas, y, en fin, no ignoraba el riesgo que suponían. Eran
verdaderas trampas, pues formaban charcas ocultas bajo la lisa
superficie de la nieve, charcas que lo mismo podían tener diez
centímetros que un metro de profundidad. A veces, una sola película
de hielo de un centímetro de espesor se extendía sobre ellas y esta
capa de hielo estaba, a su vez, cubierta de nieve. En otros casos,
las capas de hielo y agua se alternaban, de modo que, perforada la
primera, uno se iba hundiendo cada vez más hasta que el agua, como
ocurría a veces, le llegaba ala cintura.
De
aquí que retrocediera, presa de un pánico repentino: había notado
que la nieve cedía bajo sus pies y, seguidamente, su oído había
captado el crujido de la oculta capa de hielo. Mojarse los pies
cuando la temperatura era tan extraordinariamente baja suponía algo
tan molesto como peligroso. En el mejor de los casos, le impondría
una demora, pues se vería obligado a detenerse con objeto de
encender una hoguera, ya que sólo así podría quitarse los
mocasines y los calcetines para ponerlos a secar, permaneciendo con
los pies desnudos. Se detuvo para observar el lecho del arroyo y sus
orillas y llegó a la conclusión de que el agua venía por el lado
derecho. Reflexionó un momento, mientras se frotaba la nariz y las
mejillas, y seguidamente se desvió hacia la izquierda, pisando
cuidadosamente, asegurándose de la firmeza del suelo a cada paso que
daba. Cuando se hubo alejado de la zona peligrosa, se echó a la boca
una nueva porción de tabaco y prosiguió su marcha de seis
kilómetros y medio por hora. En las dos horas siguientes de viaje se
encontró con varias de aquellas fosas invisibles. Por regla general,
la nieve que cubría las charcas ocultas formaba una depresión y
tenía un aspecto granuloso que anunciaba el peligro. Sin embargo,
por segunda vez se salvó el viajero por milagro de una de ellas. En
otra ocasión, presintiendo el peligro, ordenó al perro que pasara
delante. El animalito se hacía el remolón y clavaba las patas en el
suelo cuando el hombre le empujaba. Al fin, viendo que no tenía más
remedio que obedecer, se lanzó como una exhalación a través de la
blanca y lisa superficie. De pronto, se hundió parte de su cuerpo,
pero el animal consiguió alcanzar terreno más firme. Tenía
empapadas las patas delanteras y al punto el agua que las cubría se
convirtió en hielo. Inmediatamente empezó a ladrar, haciendo
esfuerzos desesperados para fundir la capa helada. Luego se echó en
la nieve y procedió a arrancar con los dientes los menudos trozos de
hielo que habían quedado entre sus dedos. El instinto le impulsaba a
obrar así, pues sus patas se llagarían si no las despojaba de aquel
hielo. El animal no podía saber esto y se limitaba a dejarse llevar
de aquella fuerza misteriosa que surgía de las profundidades de su
ser. Pero el hombre estaba dotado de razón y lo comprendía todo:
por eso se quitó el guante de la mano derecha y ayudó al perro en
la tarea de quitarse aquellas partículas de agua helada. Ni siquiera
un minuto tuvo sus dedos expuestos al aire, pero de tal modo se le
entumecieron, que el hombre se quedó pasmado al mirarlos.
Lanzando
un gruñido, se apresuró a calzarse el guante y al punto empezó a
golpear furiosamente su helada mano contra su pecho. A las doce, el
día alcanzaba allí su máxima luminosidad, a pesar de que el sol se
hallaba demasiado hacia el Sur en su viaje invernal rumbo al
horizonte que debía trasponer. Casi toda la masa de la tierra se
interponía entre el astro diurno y Henderson Creek, región donde el
hombre puede permanecer al mediodía bajo un cielo despejado sin
proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto, llegó el
viajero a la confluencia. Estaba satisfecho de su marcha. Si mantenía
este paso, estaba seguro de que se reuniría con sus compañeros a
las seis de la tarde. Se quitó la manopla y se desabrochó la
chaqueta y la camisa para sacar el paquete de galletas. No tardó más
de quince segundos en realizar esta operación, pero este breve lapso
fue suficiente para que sus dedos expuestos a la intemperie quedasen
insensibles. En vez de ponerse la manopla, golpeó repetidamente la
mano contra su pierna. Luego se sentó en un tronco cubierto de
nieve, para comer. Las punzadas que había notado en sus dedos al
caldearlos a fuerza de golpes cesaron tan rápidamente, que se
sorprendió. Ni siquiera había tenido tiempo de morder la galleta.
Volvió a darse una serie de golpes con la mano en la pierna y de
nuevo la enfundó en la manopla, descubriéndose la otra mano para
comer. Intentó introducir una galleta en su boca, pero el bozal de
hielo se lo impidió.
Se
había olvidado de que tenía que encender una hoguera para fundir
aquel hielo. Sonrió ante su estupidez y, mientras sonreía, notó
que el frío se iba infiltrando en sus dedos descubiertos. También
advirtió que la picazón que había sentido en los dedos de los pies
al sentarse iba desapareciendo, y se preguntó si esto significaría
que entraban en calor o que se helaban. Al moverlos dentro de los
mocasines, llegó a la conclusión de que era lo último. Se puso la
manopla a toda prisa y se levantó. Estaba un poco asustado. Empezó
a ir y venir, pisando enérgicamente hasta que volvió a sentir
picazón en los pies. La idea de que hacía un frío horroroso le
obsesionaba. En verdad, aquel tipo que conoció en Sulphur Creek no
había exagerado cuando le habló de la infernal temperatura de
aquellas regiones. ¡Pensar que entonces él se había reído en sus
barbas! Indudablemente, nunca puede uno sentirse seguro de nada.
Evidentemente, el frío era espantoso. Continuó sus paseos, pisando
con fuerza y golpeándose los costados con los brazos. Al fin, se
tranquilizó al notar que se apoderaba de él un agradable
calorcillo. Entonces sacó las cerillas y se dispuso a encender una
hoguera. Se procuró leña buscando entre la maleza, allí donde las
crecidas de la primavera anterior habían acumulado gran cantidad de
ramas semipodridas. Procediendo con el mayor cuidado, consiguió que
el pequeño fuego inicial se convirtiese en crepitante fogata, cuyo
calor desheló su barba y le permitió comerse las galletas. Por el
momento había logrado vencer al frío. El perro, con visible
satisfacción, se había acurrucado junto al fuego, manteniéndose lo
bastante cerca de él para entrar en calor, pero no tanto que su pelo
pudiera chamuscarse.
Cuando
hubo terminado de comer, el viajero cargó su pipa y dio varias
chupadas con toda parsimonia. Luego volvió a ponerse los guantes, se
ajustó el pasamontañas sobre las orejas y echó a andar por el
ramal izquierdo de la confluencia. El perro mostró su disgusto
andando como a la fuerza y lanzando nostálgicas miradas al fuego.
Aquel hombre no tenía noción de lo que significaba el frío.
Seguramente, todos sus antepasados, generación tras generación,
habían ignorado lo que era el frío, el frío de verdad, el frío de
sesenta grados bajo cero. Pero el perro sí que sabía lo que era;
todos sus antepasados lo habían sabido, y él había heredado aquel
conocimiento. También sabía que no era conveniente permanecer a la
intemperie haciendo un frío tan espantoso. Lo prudente en aquel
momento era abrir un agujero en la nieve, ovillarse en su interior y
esperar que un telón de nubes cortara el paso a la ola de frío. Por
otra parte, no existía verdadera intimidad entre el hombre y el
perro. Éste era el sufrido esclavo de aquél y las únicas caricias
que de él había recibido en su vida eran las que se podían
prodigar con el látigo, que restallaba acompañado de palabras duras
y gruñidos amenazadores. Por lo tanto, el perro no hizo el menor
intento de comunicar su aprensión al hombre. No le preocupaba el
bienestar de su compañero de viaje; si miraba con nostalgia al
fuego, lo hacía pensando únicamente en sí mismo. Pero el hombre le
silbó y le habló con un sonido que parecía el restallar de un
látigo, y él se pegó a sus talones y continuó la marcha.
El
hombre empezó de nuevo a masticar tabaco y otra vez se le formó una
barba de ámbar. Entre tanto, su aliento húmedo volvía a cubrir
rápidamente sus bigotes, sus cejas, sus pestañas, de un blanco
polvillo. En la bifurcación izquierda del Henderson no parecía
haber tantos manantiales, pues el hombre ya llevaba media hora sin
descubrir el menor rastro de ellos. Y entonces sucedió lo
inesperado. En un lugar que no mostraba ninguna señal sospechosa,
donde la nieve suave y lisa hacía pensar que el hielo era sólido
debajo de ella, el hombre se hundió. Pero no muy profundamente. El
agua no le había llegado a las rodillas cuando consiguió salir de
la trampa trepando a terreno firme. Montó en cólera y lanzó una
maldición. Confiaba en llegar al campamento a las seis, y aquello
suponía una hora de retraso, pues tendría que encender fuego para
secarse los mocasines. La bajísima temperatura imponía esta
operación. Consciente de ello, volvió a la orilla y trepó por
ella. Ya en lo alto, se internó en un bosquecillo de abetos enanos y
encontró al pie de los troncos abundante leña seca que había
depositado allí la crecida: astillas y pequeñas ramas
principalmente, pero también ramas podridas y hierba fina del año
anterior. Echó sobre la nieve varias brazadas de esta leña y así
formó una capa que constituiría el núcleo de la hoguera, a la vez
que una base protectora, pues evitaría que el fuego se apagase
apenas encendido, al fundirse la nieve. Frotando una cerilla contra
un trocito de corteza de abedul que sacó del bolsillo, y que se
inflamó con más facilidad que el papel, consiguió hacer brotar la
primera llama. Acto seguido, colocó la corteza encendida sobre el
lecho de hierba y ramaje y alimentó la incipiente hoguera con
manojos de hierba seca y minúsculas ramitas.
Realizaba
esta tarea lenta y minuciosamente, pues se daba cuenta del peligro en
que se hallaba. Poco a poco, a medida que la llama fue creciendo, fue
alimentándola con ramitas de mayor tamaño. Echado en la nieve,
arrancaba a tirones las ramas de la enmarañada maleza y las iba
echando en la hoguera. Sabía que no debía fracasar. Cuando se
tienen los pies mojados y se está a sesenta grados bajo cero, no
debe fallar la primera tentativa de encender una hoguera. Si se
tienen los pies secos, aunque la hoguera se apague, le queda a uno el
recurso de echar a correr por el sendero. Así, tras una carrera de
un kilómetro, la circulación de la sangre se restablece. Pero la
sangre de unos pies mojados y a punto de congelarse no vuelve a
circular normalmente por efecto de una carrera cuando el termómetro
marca sesenta grados bajo cero: por mucho que se corra, los pies se
congelarán. El hombre sabía perfectamente todo esto. El veterano de
Sulphur Creek se lo había dicho el otoño anterior, y él recordaba
ahora, agradecido, tan útiles consejos. Sus pies habían perdido ya
la sensibilidad por completo. Para encender el fuego había tenido
que quitarse los gruesos guantes, y los dedos se le habían
entumecido con asombrosa rapidez. Gracias a la celeridad de su
marcha, su corazón había seguido enviando sangre a la superficie de
su cuerpo y a sus extremidades. Pero, apenas se detuvo, la bomba
sanguínea aminoró el ritmo. El frío del espacio caía sin
clemencia sobre la corteza terrestre, y el viajero recibía de pleno
el impacto en aquella región desprotegida. Y entonces su sangre se
escondía, atemorizada. Su sangre era algo vivo como el perro, y,
como él, quería ocultarse, huyendo de aquel frío aterrador.
Mientras el hombre caminó a paso vivo, la sangre, mal que bien,
llegó a la superficie del cuerpo, pero ahora que se había detenido,
el líquido vital se retiraba a lo más recóndito del organismo.
Las
extremidades fueron las primeras en notar esta retirada. Sus pies
mojados se congelaban a toda prisa. Los dedos de sus manos, al
permanecer al descubierto, sufrían especialmente los efectos del
frío, pero todavía no habían empezado a congelarse. Su nariz y sus
mejillas comenzaban a helarse, y lo mismo ocurría a toda su
epidermis, al perder el calor de la corriente sanguínea. Pero estaba
salvado. La congelación sólo apuntaría en los dedos de sus pies,
su nariz y sus mejillas, porque el fuego empezaba a arder con fuerza.
Lo alimentaba con ramas de un dedo de grueso. Transcurrido un minuto,
podría echar ramas como su muñeca. Entonces, podría quitarse los
empapados mocasines y, mientras los secaba, tener calientes los pies
desnudos, manteniéndolos junto al fuego… después de haberse
frotado con nieve, como es natural. Había conseguido encender fuego.
Estaba salvado. Se acordó otra vez de los consejos del veterano de
Sulphur Creek y sonrió. Este hombre le había advertido que no debía
viajar solo por el Klondike cuando el termómetro estuviese a menos
de cincuenta grados bajo cero. Era una ley. Sin embargo, allí estaba
él, que había sufrido los mayores contratiempos, hallándose solo
y, a pesar de ello, se había salvado. Pensó que aquellos veteranos,
a veces, exageraban las precauciones. Lo único que había que hacer
era no perder la cabeza, y él no la había perdido. Cualquier hombre
digno de este nombre podía viajar solo. De todos modos, era
sorprendente la rapidez con que se le helaban las mejillas y la
nariz. Por otra parte, nunca hubiera creído que los dedos pudiesen
perder la sensibilidad en tan poco tiempo. Los tenía como el corcho:
apenas podía moverlos para coger las ramitas y le parecía que no
eran suyos. Cuando asía una rama, tenía que mirarla para asegurarse
de que la tenía en la mano. Desde luego, se había cortado la
comunicación entre él y las puntas de sus dedos.
Pero
nada de esto tenía gran importancia. Allí estaba el fuego,
chisporroteando, estallando y prometiendo la vida con sus inquietas
llamas. Empezó a desatarse los mocasines. Estaban cubiertos de una
capa de hielo. Los gruesos calcetines alemanes que le llegaban hasta
cerca de las rodillas parecían fundas de hierro, y los cordones de
los mocasines eran como alambres de acero retorcidos y enmarañados.
Estuvo un momento tirando de ellos con sus dedos entumecidos, pero,
al fin, comprendiendo lo estúpido de su acción, sacó el cuchillo.
Antes de que pudiese cortar los cordones, sucedió la catástrofe. La
culpa fue suya, pues había cometido un grave error. No debió
encender el fuego debajo del abeto, sino al raso, aunque le resultaba
más fácil buscar las ramas entre la maleza para echarlas
directamente al fuego. El árbol al pie del cual había encendido la
hoguera tenía las ramas cubiertas de nieve. Desde hacía semanas no
soplaba la más leve ráfaga de aire y las ramas estaban
sobrecargadas. Cada vez que arrancaba una rama de la maleza sacudía
ligeramente al árbol, comunicándole una vibración que él no
notaba, pero que fue suficiente para provocar el desastre. En lo alto
del árbol una rama soltó su carga de nieve, que cayó sobre otras
ramas, arrastrando la nieve que las cubría. Esta nieve arrastró a
la de otras ramas, y el proceso se extendió a todo el árbol.
Formando un verdadero alud, toda aquella nieve cayó de improviso
sobre el hombre, y también sobre la hoguera, que se apagó en el
acto. Donde hacía un momento ardía alegremente una fogata, sólo se
veía ahora una capa de nieve floja y recién caída.
El
viajero quedó anonadado. Tuvo la impresión de que acababa de oír
pronunciar su sentencia de muerte. Permaneció un momento atónito,
sentado en el suelo, mirando el lugar donde había estado la hoguera.
Acto seguido, una profunda calma se apoderó de él. Sin duda, el
veterano de Sulphur Creek tenía razón. Si hubiera viajado con otro,
no habría corrido el peligro que estaba corriendo, pues su compañero
de viaje habría encendido otra hoguera. En fin, como estaba solo, no
tenía más remedio que procurarse un nuevo fuego él mismo, y esta
vez aún era más indispensable que no fallara. Aunque lo
consiguiera, no se libraría, seguramente, de perder algunos dedos de
los pies, pues los tenía ya muy helados y la operación de encender
una nueva fogata le llevaría algún tiempo. Éstos eran sus
pensamientos, pero no se había sentado para reflexionar, sino que
mientras tales ideas cruzaban su mente, se mantenía activo,
trabajando sin interrupción. Dispuso un nuevo lecho para otra
hoguera, esta vez en un lugar despejado, lejos de los árboles que la
pudieran apagar traidoramente. Después reunió cierta cantidad de
ramitas y hierbas secas. No podía cogerlas una a una, porque tenía
los dedos agarrotados, pero sí en manojos, a puñados. De este modo
pudo formar un montón de ramas podridas mezcladas con musgo verde.
Habría sido preferible prescindir de este musgo, pero no pudo
evitarlo.
Trabajaba
metódicamente. Incluso reunió una brazada de ramas gruesas para
utilizarlas cuando el fuego fuese cobrando fuerza. Entre tanto, el
perro permanecía sentado, mirándole con expresión anhelante y
triste. Sabía que era el hombre el que había de proporcionarle el
calor del fuego, pero pasaba el tiempo y el fuego no aparecía.
Cuando todo estuvo preparado, el viajero se llevó la mano al
bolsillo para sacar otro trocito de corteza de abedul. Sabía que
estaba allí, en aquel bolsillo, y aunque sus dedos helados no la
pudieron identificar por el tacto, reconoció el ruido que produjo el
roce de su guante con ella. En vano intentó cogerla. La idea de que
a cada segundo que pasaba sus pies estaban más congelados absorbía
su pensamiento. Este convencimiento le sobrecogía de temor, pero
luchó contra él, a fin de conservar la calma. Se quitó los guantes
con los dientes y se golpeó fuertemente los costados con los brazos.
Ejecutó estas operaciones sentado en la nieve, y luego se levantó
para seguir braceando. El perro, en cambio, continuó sentado, con
las patas delanteras envueltas y protegidas por su tupida cola de
lobo, las puntiagudas orejas vueltas hacia adelante para captar el
menor ruido, y la mirada fija en el hombre. Éste, mientras movía
los brazos y se golpeaba los costados con ellos, experimentó una
repentina envidia al mirar a aquel ser al que la misma naturaleza
proporcionaba un abrigo protector. Al cabo de un rato de dar fuertes
y continuos golpes con sus dedos, sintió en ellos las primeras y
leves señales de vida. La ligera picazón fue convirtiéndose en una
serie de agudas punzadas, insoportablemente dolorosas, pero que él
experimentó con verdadera satisfacción. Con la mano derecha
desenguantada pudo coger la corteza de abedul. Sus dedos, faltos de
protección, volvían a helarse a toda prisa. Luego sacó un haz de
fósforos. Pero el tremendo frío ya había vuelto a dejar sin vida
sus dedos, y, al intentar separar una cerilla de las otras, le
cayeron todas en la nieve. Trató de recogerlas, pero no lo
consiguió: sus entumecidos dedos no tenían tacto ni podían asir
nada. Entonces concentró su atención en las cerillas, procurando no
pensar en sus pies, su nariz y sus mejillas, que se le iban helando.
Al faltarle el tacto, recurrió a la vista, y cuando comprobó que
sus dedos estaban a ambos lados del haz de fósforos, intentó
cerrarlos. Pero no lo consiguió: los agarrotados dedos no le
obedecían. Se puso el guante de la mano derecha y la golpeó
enérgicamente contra la rodilla. Luego unió las dos enguantadas
manos de modo que formó con ellas un cuenco, y así pudo recoger las
cerillas, a la vez que una buena cantidad de nieve. Lo depositó todo
en su regazo, pero con ello no logró que las cosas mejorasen.
Tras
una serie de manipulaciones, consiguió que el haz de cerillas
quedase entre sus dos muñecas enguantadas, y, sujetándolo de este
modo, pudo acercarlo a su boca. Haciendo un gran esfuerzo, y entre
crujidos y estampidos del hielo que rodeaba sus labios, logró abrir
las mandíbulas. Entonces replegó la mandíbula inferior y adelantó
la superior, con cuyos dientes logró separar una de las cerillas,
que hizo caer en su regazo. Pero el esfuerzo resultó inútil, pues
no podía recogerla. En vista de ello, discurrió un nuevo sistema.
Atenazó la cerilla con los dientes y la frotó contra su pierna.
Tuvo que repetir veinte veces el intento para lograr que el fósforo
se encendiera. Entonces, manteniéndolo entre los dientes, lo acercó
a la corteza de abedul. Pero el azufre que se desprendió de la
cerilla, por efecto de la combustión, penetró en sus fosas nasales
y llegó hasta sus pulmones, produciéndole un violento ataque de
tos. La cerilla cayó en la nieve y se apagó.
«El
veterano de Sulphur Creek tenía razón», se dijo, procurando
dominar su desesperación, que aumentaba por momentos. «Cuando la
temperatura es inferior a cincuenta grados bajo cero, no se puede
viajar».
Se
golpeó las manos una contra otra, pero no consiguió despertar en
ellas sensación alguna. De súbito, se quitó los guantes con los
dientes y apresó torpemente el haz de cerillas con sus manos
insensibles, que pudo apretar una contra otra con fuerza, gracias a
que los músculos de sus brazos no se habían helado. Una vez hubo
sujetado así el manojo de cerillas, lo frotó contra su pierna. Los
sesenta fósforos se encendieron de súbito, todos a la vez. No se
podían apagar, porque la inmovilidad del aire era absoluta. El
viajero apartó la cabeza para esquivar la sofocante humareda y
acercó el ardiente manojo a la corteza de abedul. Entonces sintió
algo en su mano. Era que su carne se quemaba. Lo notó por el olor y
también por cierta sensación profunda que no llegaba a la
superficie. Esta sensación se convirtió en un dolor que se fue
agudizando, pero él lo resistió y apretó torpemente el llameante
haz de cerillas contra la corteza de abedul, que no se encendía con
la rapidez acostumbrada, porque las manos quemadas del hombre
absorbían casi todo el calor.
Al
fin, no pudo resistir el dolor y separó las manos. Entonces, los
fósforos encendidos cayeron sobre la nieve, donde se fueron apagando
entre débiles silbidos. Afortunadamente, la llama había prendido ya
en la corteza de abedul. El hombre empezó a acumular hierba seca y
minúsculas ramas sobre el incipiente fuego. Pero no podía hacer una
selección escrupulosa de la leña porque, para cogerla, tenía que
unir, a modo de tenaza, los bordes de sus dos manos. Con los dientes,
y como podía, separaba los menudos trozos de madera podrida y de
musgo verde adheridos a las ramas. Sopló para mantener encendida la
pequeña hoguera. Sus movimientos eran torpes, pero aquel fuego
significaba la vida y no debía apagarse. La sangre había abandonado
la parte exterior de su organismo, y el hombre empezó a temblar y a
proceder con mayor torpeza todavía. En esto, un puñado de musgo
verde cayó sobre la diminuta hoguera. Al tratar de apartarlo, lo
hizo tan torpemente a causa de su vivo temblor, que dispersó las
ramitas y las hierbas encendidas. Intentó reunirlas nuevamente,
pero, por mucho cuidado que trató de poner en ello, sólo consiguió
dispersarlas más, debido a aquel temblor que iba en aumento. De cada
una de aquellas ramitas llameantes brotó una débil columnita de
humo, y al fin las llamas desaparecieron. El intento de encender la
hoguera había fracasado.
Miró
con gesto apático a su alrededor y su vista se detuvo en el perro.
El animal estaba al otro lado de la apagada hoguera. Sentado en la
nieve, no cesaba de moverse, dando muestras de inquietud, agachándose
y levantándose, adelantando ahora una pata y luego otra, sobre las
que descargaba alternativamente todo el peso de su cuerpo, y lanzando
gemidos de ansiedad. Al verle, brotó una siniestra idea en el
cerebro del hombre. Recordó la historia de un viajero que,
sorprendido por una tempestad de nieve, mató a un buey para
guarecerse en su cuerpo, cosa que hizo, logrando salvarse. Se dijo
que podía matar al perro para introducir sus manos en el cuerpo
cálido del animal y así devolverles la vida. Entonces podría
encender otra hoguera. Le llamó, pero en su voz había un matiz tan
extraño, tan nuevo para el perro, que el pobre animal se asustó.
Allí había algo raro, un peligro que la bestia, con su penetrante
instinto, percibió. No sabía qué peligro era, pero algo ocurrió
en algún punto de su cerebro que despertó en él una instintiva
desconfianza hacia su dueño. Al oír su voz, bajó las orejas y sus
gestos de inquietud se acentuaron, mientras seguía levantando y
bajando las patas delanteras.
Al
ver que no acudía a su llamada, el viajero avanzó a gatas hacia él,
insólita postura que aumentó el recelo del animal y le impulsó a
retroceder paso a paso. El hombre se sentó en la nieve y trató de
dominarse. Se puso los guantes con ayuda de los dientes y se levantó.
Tuvo que mirarse los pies para convencerse de que se sostenía sobre
ellos, pues era tal la insensibilidad de sus plantas, que no podía
notar el contacto con la tierra. Al verle de pie, las telarañas de
la sospecha que se habían tejido en el cerebro del can empezaron a
disiparse; y cuando el hombre le llamó enérgicamente, con voz que
restalló como un látigo, él obedeció como de costumbre y se
acercó a su amo. Al tenerlo a su alcance, el hombre perdió la
cabeza. Tendió súbitamente los brazos hacia el perro y experimentó
una profunda sorpresa al descubrir que no podía sujetarlo con las
manos, que sus dedos insensibles no se cerraban: se había olvidado
de que tenía las manos congeladas y se le iban helando cada vez más.
Con rápido movimiento, y antes de que el animal pudiese huir, le
rodeó el cuerpo con los brazos. Entonces se sentó en la nieve, sin
soltar al perro, que gruñía, gemía y luchaba por zafarse. Pero
esto era todo cuanto podía hacer: permanecer sentado con los brazos
alrededor del cuerpo del perro. Entonces comprendió que no podía
matarlo. No podía hacerlo de ninguna manera. Con sus manos inermes y
desvalidas, no podía sacar ni empuñar el cuchillo, ni estrangular
al animal. Lo soltó, y el perro huyó como un rayo, con el rabo
entre piernas y sin dejar de gruñir. Cuando se hubo alejado unos
doce metros, se detuvo, se volvió y miró a su amo con curiosidad,
tendiendo hacia él las orejas.
El
hombre buscó con la mirada sus manos y las halló: pendían inertes
en los extremos de sus brazos. Era curioso que tuviese que utilizar
la vista para saber dónde estaban sus manos. Empezó a mover los
brazos de nuevo, enérgicamente, y dándose golpes en los costados
con las manos enguantadas. Después de hacer esta violenta gimnasia
durante cinco minutos, su corazón envió a la superficie de su
cuerpo sangre suficiente para evitar por el momento los escalofríos.
Pero sus manos seguían insensibles. Le producían el efecto de dos
pesos inertes que pendían de los extremos de sus brazos. Sin
embargo, no logró determinar de qué punto de su cuerpo procedía
esta sensación. Un principio de temor a la muerte, deprimente y
sordo, empezó a invadirle, y fue cobrando intensidad a medida que el
hombre fue percatándose de que ya no se trataba de que se le helasen
los pies o las manos, ni de que llegara a perderlos, sino de vivir o
morir, con todas las probabilidades a favor de la muerte.
Tal
pánico se apoderó de él, que dio media vuelta y echó a correr por
el antiguo y casi invisible camino que se deslizaba sobre el lecho
helado del arroyo. El perro se lanzó en pos de él, manteniéndose a
una prudente distancia. El hombre corría sin rumbo, ciego de
espanto, presa de un terror que no había experimentado en su vida.
Poco a poco, mientras corría dando tropezones aquí y allá, fue
recobrando la visión de las cosas: de las riberas del arroyo, de los
montones de leña seca, de los chopos desnudos, del cielo… Aquella
carrera le hizo bien. Su temblor había desaparecido. Se dijo que si
seguía corriendo, tal vez se deshelaran sus pies. Por otra parte,
aquella carrera le podía llevar hasta el campamento donde sus
compañeros le esperaban. Tal vez perdiera algunos dedos de las manos
y de los pies, y parte de la cara, pero sus amigos le cuidarían y
salvarían el resto de su cuerpo. Sin embargo, a este pensamiento se
oponía otro que iba esbozándose en su mente: el de que el
campamento estaba demasiado lejos para que él pudiera llegar, pues
la congelación de su cuerpo había llegado a un punto tan avanzado,
que pronto se adueñaría de él la rigidez de la muerte. Arrinconó
este pensamiento en el fondo de su mente, negándose a admitirlo, y
aunque a veces la idea se desmandaba y salía de su escondite,
exigiendo se le prestara atención, él la rechazaba, esforzándose
en pensar en otras cosas.
Se
asombró al advertir que podía correr con los pies tan helados que
no los sentía cuando los depositaba en el suelo descargando sobre
ellos todo el peso de su persona. Le parecía que se deslizaba sin
establecer el menor contacto con la tierra. Recordaba haber visto una
vez un alado Mercurio y se preguntó si este dios mitológico
experimentaría la misma sensación cuando volaba a ras de la tierra.
Había un serio obstáculo para que pudiera llevar a cabo su plan de
seguir corriendo hasta llegar al campamento en que sus compañeros le
esperaban, y era que no tendría la necesaria resistencia. Dio varios
traspiés y, al fin, después de tambalearse, cayó. Intentó
levantarse, pero no pudo. En vista de ello, decidió permanecer
sentado y descansar. Luego continuaría la marcha, pero no ya
corriendo, sino andando. Cuando estuvo sentado, notó que no sentía
frío ni malestar. Ya no temblaba, e incluso le pareció que un
agradable calorcillo se expandía por todo su cuerpo. Sin embargo, al
tocarse las mejillas y la nariz, no sintió absolutamente nada. Se le
habían helado y, por mucho que corriese, no las volvería a la vida.
Lo mismo podía decir de sus manos y de sus pies. Y entonces le
asaltó el pensamiento de que la congelación se iba extendiendo
paulatinamente a otras partes de su cuerpo. Trató de imponerse a
esta idea, de rechazarla, pensando en otras cosas, pues se daba
cuenta de que tal pensamiento le producía verdadero pánico, y el
mismo pánico le daba miedo. Pero la aterradora idea triunfó y
permaneció. Al fin, ante él se alzó la visión de su cuerpo
enteramente helado. Y no pudiendo sufrir semejante visión, se
levantó, no sin grandes esfuerzos, y echó a correr por el camino.
Poco a poco, fue reduciendo la velocidad de su insensata huida hasta
marchar al paso, pero como volviera a pensar que la congelación iba
extendiéndose, emprendió de nuevo una loca carrera.
El
perro no lo dejaba, le seguía pegado a sus talones. Y cuando vio que
el hombre caía por segunda vez, se sentó frente a él, se envolvió
las patas delanteras con la cola, y se quedó mirándole atentamente,
con ávida curiosidad. Al ver al animal, protegido por el abrigo que
le proporcionaba la naturaleza, el hombre se enfureció y empezó a
maldecirle de tal modo, que el perro bajó las orejas con gesto
humilde y conciliador. Inmediatamente el viajero empezó a sentir
escalofríos. Perdía la batalla contra el frío, que penetraba en su
cuerpo por todas partes, insidiosamente. Al advertirlo, hizo un
esfuerzo sobrehumano para levantarse y seguir corriendo. Pero apenas
había avanzado treinta metros, empezó de nuevo a tambalearse y
volvió a caer. Éste fue su último momento de pánico. Cuando
recobró el aliento y el dominio de sí mismo, se sentó en la nieve
y se encaró por primera vez con la idea de recibir la muerte con
dignidad. Pero él no se planteó la cuestión en estos términos,
sino que se limitó a pensar que había hecho el ridículo al correr
de un lado a otro alocadamente como – éste fue el símil que se le
ocurrió – una gallina decapitada. Ya que nada podía impedir que
muriese congelado, era preferible morir de un modo decente.
Al
sentir esta nueva serenidad, experimentó también la primera
sensación de somnolencia.
«Lo
mejor que puedo hacer -se dijo- es echarme a dormir y esperar así la
llegada de la muerte».
Le
parecía que había tomado un anestésico. Morir helado no era, al
fin y al cabo, tan malo como algunos creían. Había otras muertes
mucho peores. Se imaginó a sus compañeros en el momento de
encontrar su cadáver al día siguiente. De súbito, le pareció que
estaba con ellos, que iba con ellos por el camino, buscándole. El
grupo dobló un recodo y entonces el hombre se vio a sí mismo
tendido en la nieve con la rigidez de la muerte. Estaba con sus
compañeros, contemplando su propio cadáver; por lo tanto, su cuerpo
ya no le pertenecía.
Aún
pasó por su pensamiento la idea del tremendo frío que hacía.
Cuando volviese a los Estados Unidos podría decir lo que era frío…
Después se acordó del veterano de Sulphur Creek y lo vio con toda
claridad, bien abrigado y con su pipa entre los dientes.
-Tenías
razón, amigo; tenías razón -murmuró como si realmente lo tuviese
delante.
Seguidamente
se sumió en el sueño más dulce y apacible de su vida.
El
perro se sentó frente a él y esperó. El breve día iba ya hacia su
ocaso en un lento y largo crepúsculo. El animal observaba que no
había indicios de que el hombre fuera a encender una hoguera, y le
extrañaba, porque era la primera vez que veía a un hombre sentado
en la nieve de aquel modo sin preparar un buen fuego. A medida que el
crepúsculo iba avanzando hacia su fin, el animal iba sintiendo más
ávidamente el deseo de ver brotar las llamas de una hoguera.
Impaciente, levantaba y bajaba las patas anteriores. Luego lanzó un
suave gemido y bajó las orejas, en espera de que el hombre le
riñese. Pero el hombre guardó silencio. Entonces, el perro gimió
con más fuerza y, arrastrándose, se acercó a su dueño. Retrocedió
con los pelos del lomo erizados: había olfateado la muerte. Aún
estuvo allí unos momentos, aullando bajo las estrellas que
parpadeaban y danzaban en el helado firmamento. Luego dio media
vuelta y se alejó al trote por la pista, camino del campamento, que
ya conocía y donde estaba seguro de encontrar otros hombres que
tendrían un buen fuego y le darían de comer.
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