viernes, 26 de julio de 2019

La nueva vida de Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma. Camilo José Cela.

Los pisos de goma de las zapatillas no dejan mucho, dejan más otras cosas: las botellas, las guerreras de caqui y las botas de caballero. Con los pisos de goma de las zapatillas no sale una de pobre; se va tirando, y ya es bastante, porque una, no hay que engañarse, ya no es la que fue y ya está para poco. Ampliando el negocio, las ganancias no tardarían en dejarse ver. A una lo que le gustaría era disponer de unos cuartos para explotar la sastrería y reponer existencias. La sastrería sí deja sus beneficios y, además, es más limpia y provechosa. La ropa usada, sobre todo si es de caballero, deja más margen. En un pantalón, al que no se le clareen los fondillos, se pueden ganar dos duros y hasta tres. Cuando mi Esteban dejó este valle de lágrimas, le saqué a su sastrería para el entierro y para el luto, y aún me sobró.
Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, era feliz con sus filosofías. Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, tenía tres aficiones: la filosofía, el vino de Valdepeñas y un vidriero fontanero de la calle del Amparo que, la verdad sea dicha, no estaba nada, pero que nada mal.
El vidriero fontanero de la calle del Amparo se llamaba Estanislao, y había querido ser matador de reses bravas (novillos y toros).
-Pero, hombre, Estanislao -le decían sus amigos-, ¿tú no te percatas de que con ese nombre no se puede ser torero?
-¡Anda, y por qué no! ¡Lo que hace falta para la tauromaquia es arte y echarle valor! ¿Qué tendrá que ver el nombre?
Estanislao de Dios había conocido a la Encarna en un baile de los de caballero tres pesetas y señoritas por rigurosa invitación.
-¿Baila usted, joven?
-Y esto, ¿qué es?
-Nada: un mambo. Todo seguido.
La Encarna y Estanislao pronto intimaron, porque, como Estanislao decía, tenían muchos puntos comunes en contacto.
-¿Eh?
-Pues nada, que tenemos muchos puntos comunes en contacto.
La Encarna puso un gesto de circunstancias.
-Pero sin propasarse, ¿eh?
El Estanislao, al día siguiente, le dijo a la Encarna que habían nacido el uno para el otro.
-¡Qué tío, cómo habla! -le explicaba Mahoma a una clienta.
-¿Y cómo es?
-¿Que cómo es? Pues, ¿cómo le diría a usted? ¿Ve usted al marqués de la Valdivia? Pues igual de fino, aunque peor trajeado. ¡Un tipazo! Y lo que es más importante, ¡todo un caballero!
-Bueno, bueno, pues que la cosa marche y que sean ustedes muy dichosos…
Encarnación Ortega Ripollet entornó los ojos y se calló.


A la Encarna, un día, le dijo el Estanislao:
-Oye, Encarna, chata: he pensado que debías ampliar el negocio. A mí me parece que lo mejor era atender la sastrería. Al tiempo que vamos se encuentran abrigos y americanas en buen precio; en el invierno valen el doble.
-Si…
-Pues claro. Si a ti te parece podíamos formar sociedad. Yo tengo una cartilla en la caja de ahorros, una miseria, y si tú quieres la invertimos en la sastrería.
La Encarna estaba emocionada; los pisos de goma de las zapatillas no daban más que para ir mal tirando.
-Bueno, si a ti te parece…

El Estanislao, al día siguiente, se fue a la caja de ahorros y retiró sus cuartos.
-Oiga -le dijo al de la ventanilla-, ¿a cuánto asciende?

Y el de la ventanilla sacó un lápiz para echar la cuenta de los intereses y le respondió:
-A dos mil ciento diecisiete con sesenta y tres.
El Estanislao dejó una con sesenta y tres y se llevó el resto.
-No es mucho -le dijo a la Encarna-, pero para arrancar ya tienes.
-¡Anda, pues claro! ¡Muchas habrán arrancado con menos!
La Encarna, con sus cuartos guardados en el escote, empezó las primeras compras.
-¿Seis duros por esta americana? ¡Usted está loco, pollo! Por esta americana no le puedo dar a usted más de seis pesetas, si las quiere.
-¿Seis pesetas?
-Sí, hijo, seis pesetas y al contado, y ni una más. ¡Pero si esto es algodón y del peor!
-¡Hombre, señora! ¡Será algodón, pero, vamos, seis pesetas! ¿Da usted cuatro duros?
-No. Esa americana no vale más de seis pesetas. Mire usted, para no discutir, ¿quiere usted siete cincuenta?
-Pues hombre, no. Con siete cincuenta, ¿a dónde voy?
-¡Anda, y yo qué sé! Váyase usted a dar una vueltecita por el río, que siempre es económico.
El joven de la americana volvió a la carga.
-Mire usted, señora, el último precio, ¿me da usted tres duros?
La Encarna se horrorizó.
-¿Tres duros? ¡Quite usted allá! Mire usted, caballero, no se lo quería decir, pero esa americana huele a muerto.
-¡Anda! ¿Y a qué quería usted que oliese, a malvavisco? Este olor se le va en cuanto que usted la tenga colgada al aire un par de días. Después de todo, tampoco es nada malo. Vamos, ¡digo yo!
Al cabo de hora y cuarto de discusión la Encarna se quedó con la americana por nueve pesetas.
La Encarna puso un gesto conciliador.
-Ande, ande. Déjela ahí, me ha ganado usted por la simpatía…

Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, y Estanislao de Dios López, alias Vidrio, acabaron contrayendo. Cuando un hombre y una mujer se aman, ya se sabe: primero toman vermú con gambas; después, se cogen de la mano; más tarde, se aman, y al final, si no hay impedimento, contraen. Entre la Encarna y el Estanislao no había impedimento: los dos eran libres como el pájaro y, además, no eran primos, que siempre entorpece.
La pareja hizo el viaje de novios a Navalcarnero, donde la Encarna tenía una hermana muy bien casada.
-Veniros a Navalcarnero -les había dicho la hermana de la Encarna-; aquello es muy saludable.
-Bueno.
La hermana de la Encarna tenía tres hijos mayorcitos, pero uno, sobre todo, era el que más llamaba la atención. Su nombre era Maximino y tenía la cabeza gorda y una pata seca, tan seca que parecía hecha de cecina.
-El Maximino, ahí donde usted lo ve -le decía la hermana de la Encarna al Estanislao-, es más listo que el hambre. Verá usted. ¿Maximino, quieres una peseta?
-Muuu…
-¿Lo ve usted? No se le escapa ni una.
Maximino, aunque ya tenía catorce años, todavía no hablaba. Maximino lo único que decía era muuu…, muuu…, como si fuera un choto; pero su madre lo entendía muy bien.
-Eso debe ser el instinto de la maternidad -se decía el Estanislao-; a esta criatura el día que le falte la madre, lo mejor que le podía pasar es que lo pisase el tren.
Al Estanislao, eso de estar todo el tiempo escuchando mugir al Maximino, le daba mucha tristeza: El Estanislao era muy sentimental, siempre había tenido muy buenas inclinaciones.
-Oye, Encarna -le dijo un día a su señora-; yo creo que nos debíamos volver a Madrid; a mí el Maximino me trastorna, ¡qué quieres!
-¡Pero si es muy buen chico!
-Sí; yo no digo que sea malo…
La Encarna y su marido, a los dos días de la conversación sobre el Maximino, se volvieron a Madrid. En el autobús, la Encarna se puso tierna y le dijo a su marido:
-Oye, Estanislao, ¿de qué le habrá venido eso al Maximino?
-¡Anda, hija! ¿Y yo qué sé?
La Encarna hizo todo el viaje preocupada.
-¿Te mareas?
-No; me estaba acordando del Maximino. Oye, Estanislao.
-¿Qué?
-Pues que digo yo que, para que salga como el Maximino, más valdría no tener hijos, ¿verdad?
-¡Claro! El pobre Maximino es una desdicha; a la criatura no hay por dónde cogerle. Pero, vamos, si nosotros tenemos un hijo, no ha de ser así. El Maximino es lo que se llama una excepción.


El sol de primavera, que sobre el Rastro se pintaba con la amorosa y doliente color de la calderilla, sacaba destellos de frac de las chaquetas sin dueño que colgaba la Encarna en su tenderete.
-¿Tiene usted un chaleco canela en buen uso, señora?
-Sí, caballero, en mi tienda nada falta, una tiene de todo…
Encarnación tenía, efectivamente, de todo. Encarnación Ortega no se podía quejar. Encarnación Ortega Ripollet tenía un marido guapo, un puesto de propiedad, un alma de artista y, para que nada le faltase, un niño cabezota y tartaja, que decía muuu…, muuu…, por todo decir y que se parecí a su primo Maximino como una gota de agua a otra gota de agua.
Pero Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, no lo veía.
-¿Verdad, usted, que está muy crecido? -solía decir a los compradores que se acercaban a su negocio a mercar el pantalón que había dejado, como un frío y lejano suspiro, un muerto de sus mismas carnes, poco más o menos.

Nuevo retablo de don Cristobita. Camilo José Cela, 1957.
 

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