Los pisos de goma de las
zapatillas no dejan mucho, dejan más otras cosas: las botellas, las
guerreras de caqui y las botas de caballero. Con los pisos de goma de
las zapatillas no sale una de pobre; se va tirando, y ya es bastante,
porque una, no hay que engañarse, ya no es la que fue y ya está
para poco. Ampliando el negocio, las ganancias no tardarían en
dejarse ver. A una lo que le gustaría era disponer de unos cuartos
para explotar la sastrería y reponer existencias. La sastrería sí
deja sus beneficios y, además, es más limpia y provechosa. La ropa
usada, sobre todo si es de caballero, deja más margen. En un
pantalón, al que no se le clareen los fondillos, se pueden ganar dos
duros y hasta tres. Cuando mi Esteban dejó este valle de lágrimas,
le saqué a su sastrería para el entierro y para el luto, y aún me
sobró.
Encarnación
Ortega Ripollet, alias Mahoma, era feliz con sus filosofías.
Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, tenía tres aficiones: la
filosofía, el vino de Valdepeñas y un vidriero fontanero de la
calle del Amparo que, la verdad sea dicha, no estaba nada, pero que
nada mal.
El
vidriero fontanero de la calle del Amparo se llamaba Estanislao, y
había querido ser matador de reses bravas (novillos y toros).
-Pero,
hombre, Estanislao -le decían sus amigos-, ¿tú no te percatas de
que con ese nombre no se puede ser torero?
-¡Anda,
y por qué no! ¡Lo que hace falta para la tauromaquia es arte y
echarle valor! ¿Qué tendrá que ver el nombre?
Estanislao
de Dios había conocido a la Encarna en un baile de los de caballero
tres pesetas y señoritas por rigurosa invitación.
-¿Baila
usted, joven?
-Y
esto, ¿qué es?
-Nada:
un mambo. Todo seguido.
La
Encarna y Estanislao pronto intimaron, porque, como Estanislao decía,
tenían muchos puntos comunes en contacto.
-¿Eh?
-Pues
nada, que tenemos muchos puntos comunes en contacto.
La
Encarna puso un gesto de circunstancias.
-Pero
sin propasarse, ¿eh?
El
Estanislao, al día siguiente, le dijo a la Encarna que habían
nacido el uno para el otro.
-¡Qué
tío, cómo habla! -le explicaba Mahoma a una clienta.
-¿Y
cómo es?
-¿Que
cómo es? Pues, ¿cómo le diría a usted? ¿Ve usted al marqués de
la Valdivia? Pues igual de fino, aunque peor trajeado. ¡Un tipazo! Y
lo que es más importante, ¡todo un caballero!
-Bueno,
bueno, pues que la cosa marche y que sean ustedes muy dichosos…
Encarnación
Ortega Ripollet entornó los ojos y se calló.
A
la Encarna, un día, le dijo el Estanislao:
-Oye,
Encarna, chata: he pensado que debías ampliar el negocio. A mí me
parece que lo mejor era atender la sastrería. Al tiempo que vamos se
encuentran abrigos y americanas en buen precio; en el invierno valen
el doble.
-Si…
-Pues
claro. Si a ti te parece podíamos formar sociedad. Yo tengo una
cartilla en la caja de ahorros, una miseria, y si tú quieres la
invertimos en la sastrería.
La
Encarna estaba emocionada; los pisos de goma de las zapatillas no
daban más que para ir mal tirando.
-Bueno, si a ti te parece…
El
Estanislao, al día siguiente, se fue a la caja de ahorros y retiró
sus cuartos.
-Oiga -le dijo al de la ventanilla-, ¿a cuánto
asciende?
Y
el de la ventanilla sacó un lápiz para echar la cuenta de los
intereses y le respondió:
-A
dos mil ciento diecisiete con sesenta y tres.
El
Estanislao dejó una con sesenta y tres y se llevó el resto.
-No
es mucho -le dijo a la Encarna-, pero para arrancar ya tienes.
-¡Anda,
pues claro! ¡Muchas habrán arrancado con menos!
La
Encarna, con sus cuartos guardados en el escote, empezó las primeras
compras.
-¿Seis
duros por esta americana? ¡Usted está loco, pollo! Por esta
americana no le puedo dar a usted más de seis pesetas, si las
quiere.
-¿Seis
pesetas?
-Sí,
hijo, seis pesetas y al contado, y ni una más. ¡Pero si esto es
algodón y del peor!
-¡Hombre,
señora! ¡Será algodón, pero, vamos, seis pesetas! ¿Da usted
cuatro duros?
-No.
Esa americana no vale más de seis pesetas. Mire usted, para no
discutir, ¿quiere usted siete cincuenta?
-Pues
hombre, no. Con siete cincuenta, ¿a dónde voy?
-¡Anda,
y yo qué sé! Váyase usted a dar una vueltecita por el río, que
siempre es económico.
El
joven de la americana volvió a la carga.
-Mire
usted, señora, el último precio, ¿me da usted tres duros?
La
Encarna se horrorizó.
-¿Tres
duros? ¡Quite usted allá! Mire usted, caballero, no se lo quería
decir, pero esa americana huele a muerto.
-¡Anda!
¿Y a qué quería usted que oliese, a malvavisco? Este olor se le va
en cuanto que usted la tenga colgada al aire un par de días. Después
de todo, tampoco es nada malo. Vamos, ¡digo yo!
Al
cabo de hora y cuarto de discusión la Encarna se quedó con la
americana por nueve pesetas.
La
Encarna puso un gesto conciliador.
-Ande, ande. Déjela ahí, me
ha ganado usted por la simpatía…
Encarnación
Ortega Ripollet, alias Mahoma, y Estanislao de Dios López, alias
Vidrio, acabaron contrayendo. Cuando un hombre y una mujer se aman,
ya se sabe: primero toman vermú con gambas; después, se cogen de la
mano; más tarde, se aman, y al final, si no hay impedimento,
contraen. Entre la Encarna y el Estanislao no había impedimento: los
dos eran libres como el pájaro y, además, no eran primos, que
siempre entorpece.
La
pareja hizo el viaje de novios a Navalcarnero, donde la Encarna tenía
una hermana muy bien casada.
-Veniros
a Navalcarnero -les había dicho la hermana de la Encarna-; aquello
es muy saludable.
-Bueno.
La
hermana de la Encarna tenía tres hijos mayorcitos, pero uno, sobre
todo, era el que más llamaba la atención. Su nombre era Maximino y
tenía la cabeza gorda y una pata seca, tan seca que parecía hecha
de cecina.
-El
Maximino, ahí donde usted lo ve -le decía la hermana de la Encarna
al Estanislao-, es más listo que el hambre. Verá usted. ¿Maximino,
quieres una peseta?
-Muuu…
-¿Lo
ve usted? No se le escapa ni una.
Maximino,
aunque ya tenía catorce años, todavía no hablaba. Maximino lo
único que decía era muuu…, muuu…, como si fuera un choto; pero
su madre lo entendía muy bien.
-Eso
debe ser el instinto de la maternidad -se decía el Estanislao-; a
esta criatura el día que le falte la madre, lo mejor que le podía
pasar es que lo pisase el tren.
Al
Estanislao, eso de estar todo el tiempo escuchando mugir al Maximino,
le daba mucha tristeza: El Estanislao era muy sentimental, siempre
había tenido muy buenas inclinaciones.
-Oye,
Encarna -le dijo un día a su señora-; yo creo que nos debíamos
volver a Madrid; a mí el Maximino me trastorna, ¡qué quieres!
-¡Pero
si es muy buen chico!
-Sí;
yo no digo que sea malo…
La
Encarna y su marido, a los dos días de la conversación sobre el
Maximino, se volvieron a Madrid. En el autobús, la Encarna se puso
tierna y le dijo a su marido:
-Oye,
Estanislao, ¿de qué le habrá venido eso al Maximino?
-¡Anda,
hija! ¿Y yo qué sé?
La
Encarna hizo todo el viaje preocupada.
-¿Te
mareas?
-No;
me estaba acordando del Maximino. Oye, Estanislao.
-¿Qué?
-Pues
que digo yo que, para que salga como el Maximino, más valdría no
tener hijos, ¿verdad?
-¡Claro!
El pobre Maximino es una desdicha; a la criatura no hay por dónde
cogerle. Pero, vamos, si nosotros tenemos un hijo, no ha de ser así.
El Maximino es lo que se llama una excepción.
El
sol de primavera, que sobre el Rastro se pintaba con la amorosa y
doliente color de la calderilla, sacaba destellos de frac de las
chaquetas sin dueño que colgaba la Encarna en su tenderete.
-¿Tiene
usted un chaleco canela en buen uso, señora?
-Sí,
caballero, en mi tienda nada falta, una tiene de todo…
Encarnación
tenía, efectivamente, de todo. Encarnación Ortega no se podía
quejar. Encarnación Ortega Ripollet tenía un marido guapo, un
puesto de propiedad, un alma de artista y, para que nada le faltase,
un niño cabezota y tartaja, que decía muuu…, muuu…, por todo
decir y que se parecí a su primo Maximino como una gota de agua a
otra gota de agua.
Pero
Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, no lo veía.
-¿Verdad,
usted, que está muy crecido? -solía decir a los compradores que se
acercaban a su negocio a mercar el pantalón que había dejado, como
un frío y lejano suspiro, un muerto de sus mismas carnes, poco más
o menos.
Nuevo retablo de don Cristobita. Camilo José Cela, 1957.
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