En
esta pieza de alquiler fue citada por el hombre que había sido su
marido; y queriendo tenerla, queriendo quedársela, él la amó y la
mató y se mató.
Publican
los diarios uruguayos la foto del cuerpo que yace tumbado junto a la
cama, Delmira abatida por dos tiros de revólver, desnuda como sus
poemas, las medias caídas, toda desvestida de rojo:
—Vamos
más lejos en la noche, vamos...
Delmira
Agustini escribía en trance. Había cantado a las fiebres del amor
sin pacatos disimulos, y había sido condenada por quienes castigan
en las mujeres lo que en los hombres aplauden, porque la castidad es
un deber femenino y el deseo, como la razón, un privilegio
masculino. En el Uruguay marchan las leyes por delante de la gente,
que todavía separa el alma del cuerpo como si fueran la Bella y la
Bestia. De modo que ante el cadáver de Delmira se derraman lágrimas
y frases a propósito de tan sensible pérdida de las letras
nacionales, pero en el fondo los dolientes suspiran con alivio: la
muerta muerta está, y más vale así.
Pero,
¿muerta está? ¿No serán sombra de su voz y eco de su cuerpo todos
los amantes que en las noches del mundo ardan? ¿No le harán un
lugarcito en las noches del mundo para que cante su boca desatada y
dancen sus pies resplandecientes?
Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.
Ya lo leí Eva
ResponderEliminarSoy aythami