Jimmy Turner canturreaba alegremente, quizá con cierta estridencia,
cuando entró en la sala de recepción.
-¿Está el viejo
aguafiestas ahí dentro? -preguntó, acompañando la interrogación
con un guiño que hizo sonrojar de agradecimiento a la bonita
secretaria.
-Así es; y
esperándole. -Le indicó una puerta en la que estaba escrito en
gruesas letras negras, “Frank McCutcheon, director general, Correos
del Espacio Unido”.
Jim entró.
-Hola, capitán,
¿qué pasa ahora?
-Oh, es usted.
-McCutcheon levantó la vista de su mesa, mordisqueando un maloliente
cigarro-. Siéntese.
McCutcheon le miró
fijamente por debajo de sus tupidas cejas. Ni aun los residentes más
antiguos recordaban haber visto reír al “viejo aguafiestas”,
como le designaban todos los miembros de Correos del Espacio Unido,
aunque los rumores aseguraban que había sonreído, cuando era
pequeño, al ver caer a su padre de un manzano. En aquel momento, su
expresión hacía creer que el rumor era exagerado.
-Ahora, escuche,
Turner -bramó-. Correos del Espacio Unido piensa inaugurar un nuevo
servicio y usted ha sido elegido para abrir el camino. -Haciendo caso
omiso a la mueca de Jimmy, continuó-: De ahora en adelante, el
correo venusiano funcionará todo el año.
-¡Cómo! Siempre he
creído que era la ruina, desde el punto de vista financiero,
repartir el correo venusiano, excepto cuando Venus estaba a este lado
del Sol.
-Claro -admitió
McCutcheon-, si seguimos las rutas ordinarias. Pero podríamos cortar
directamente a través del sistema sólo con aproximarnos lo bastante
al Sol. ¡Y aquí interviene usted! Se ha fabricado una nueva nave
que está equipada para llegar a sólo treinta millones de kilómetros
del Sol y que podrá mantenerse indefinidamente a esta distancia.
Jimmy le interrumpió
con nerviosismo:
-No corra tanto,
aguaf…, señor McCutcheon, no acabo de comprenderlo. ¿De qué
clase de nave se trata?
-¿Cómo quiere que
yo lo sepa? No me he escapado de ningún laboratorio. Por lo que me
han dicho, emite una especie de campo magnético que encauza las
radiaciones del Sol alrededor de la nave. ¿Lo entiende? Todo se
desvía. El calor no te alcanza. Puedes permanecer allí para siempre
y estar más fresco que en Nueva York.
-Oh, ¿de veras?
-Jimmy se mostraba escéptico-. ¿Ha sido comprobado, o quizá han
dejado ese pequeño detalle para mí?
-Naturalmente que ha
sido comprobado, pero no bajo las actuales condiciones solares.
-Entonces está
descartado. He hecho mucho por Correos, pero esto es el límite. No
estoy loco,
todavía.
McCutcheon se puso
rígido.
-¿Debo recordarle el juramento que hizo al entrar en
el servicio, Turner? “Nuestro vuelo a través del espacio...”
-”...nunca debe
ser detenido por nada excepto la muerte” -terminó Jimmy-. Lo sé
tan bien como usted y también me doy cuenta de que es muy fácil
citarlo desde un cómodo sillón. Si es usted idealista hasta este
punto, puede hacerlo usted mismo. Por lo que a mí respecta, está
descartado. Y si quiere, puede echarme a patadas. Conseguiré otro
trabajo así de pronto -chasqueó los dedos airadamente.
La voz de McCutcheon
se transformó en un suave murmullo.
-Vamos, vamos,
Turner, no se apresure. Todavía no ha oído todo lo que tengo que
decirle. Roy Snead será su compañero.
-¡Uf! ¡Snead! Pero
si ese fanfarrón no tendría agallas para aceptar un trabajo como
éste ni dentro de un millón de años. Cuénteme algún otro cuento
de hadas.
-Bueno, en realidad,
ya ha aceptado. A mí se me ocurrió que usted podría acompañarle,
pero veo que él tenía razón. Insistió en que usted se echaría
atrás. Al principio pensé que no lo haría.
McCutcheon le hizo
un gesto de despedida y se enfrascó de nuevo con indiferencia en el
informe que estaba estudiando cuando Jimmy entró. Este dio media
vuelta, vaciló, y entonces regresó.
-Espere un poco,
señor McCutcheon; ¿quiere decir que Roy irá realmente? -éste
asintió, al parecer todavía absorto en otros asuntos, y Jimmy
explotó-: ¡Vamos, ese tipo vil, zanquilargo y tramposo! ¡Así que
cree que soy demasiado cobarde para ir! Bien, yo le enseñaré.
Aceptaré el trabajo y apostaré diez dólares contra un níquel
venusiano a que se pone enfermo en el último minuto.
-¡Estupendo!
-McCutcheon se levantó y le estrechó la mano-. Sabía que entraría
en razón. El mayor Wade tiene todos los detalles. Creo que partirán
dentro de unas seis semanas, y como yo salgo hacia Venus mañana,
probablemente nos veremos allí.
Jimmy salió, aún
indignado, y McCutcheon se puso en comunicación con la secretaria.
-Ah, señorita
Wilson, póngame con Roy Snead en el visor.
Al cabo de unos
minutos de espera, se encendió una luz de señales roja. Se conectó
el visor y el moreno y apuesto Snead apareció en la visiplaca.
-Hola, Snead -gruñó
McCutcheon-. Ha perdido la apuesta, Turner ha aceptado el trabajo.
Por poco se muere de risa cuando le he dicho que usted no creía que
fuese. Envíeme los veinte dólares, por favor.
-Espere un poco,
señor McCutcheon -el rostro de Snead se congestionó de furia-.
¿Para qué decir a ese imbécil de remate que no iré? Seguro que lo
ha hecho usted, traidor. Pues iré, pero vaya preparando otros veinte
y le apuesto a que todavía cambiará de parecer. Pero yo sí que iré
-Roy Snead seguía gesticulando cuando McCutcheon desconectó.
El director general
se retrepó en el sillón, tiró el despedazado cigarro, y encendió
uno nuevo. Su rostro conservaba su expresión agria, pero hubo una
nota de gran satisfacción en su tono cuando dijo:
-¡Ah! Ya sabía que
eso los convencería.
Fue una pareja
cansada y sudorosa la que dirigió la gran nave Helios a
través de la órbita de Mercurio. A pesar de la amistad superficial
impuesta por las semanas que llevaban solos en el espacio, Jimmy
Turner y Roy Snead apenas se dirigían la palabra. Añadamos a esta
hostilidad oculta el calor del hinchado Sol y la torturante
incertidumbre del resultado del viaje y tendremos a una pareja
verdaderamente desdichada.
Jimmy escudriñaba
con cansancio las numerosas esferas que tenía frente a sí, y,
apartando de un manotazo un húmedo mechón de cabello que le caía
sobre los ojos, gruñó:
-¿Qué marca ahora
el termómetro, Roy?
-Cincuenta y dos
grados centígrados y sigue subiendo -fue el gruñido que recibió
como respuesta.
Jimmy blasfemó con
rabia.
-El sistema de
refrigeración trabaja al máximo, el casco de la nave refleja el 95%
de la radiación solar y sigue en los cincuenta. -Hizo una pausa-. El
indicador de la gravedad señala que todavía estamos a unos
cincuenta y cinco millones de kilómetros del Sol. Veinticinco
millones de kilómetros antes de que el campo deflector sea efectivo.
La temperatura todavía subirá a sesenta y cinco grados. ¡Es una
bonita perspectiva! Comprueba los desecadores. Si el aire no es
completamente seco, no duraremos demasiado.
-¡Y pensar que
estamos en la órbita de Mercurio! -la voz de Snead era ronca-. Nadie
se había acercado tanto al Sol hasta ahora. Y nosotros vamos a
acercarnos aún más.
-Ha habido muchos
que han estado tan cerca y todavía más -recordó Jimmy-, pero ellos
perdieron el control y aterrizaron en el Sol. Friedländer,
Debuc, Anton… -su voz se desvaneció en un amargo silencio.
Roy se movió con
desasosiego.
-¿Hasta qué punto
es efectivo este campo deflector, Jimmy? Tus alegres pensamientos no
son muy tranquilizadores, ¿sabes?
-Bueno, ha sido
experimentado bajo las condiciones más adversas que los técnicos
del laboratorio pudieron idear. Yo lo he presenciado. Ha sido bañado
en una radiación parecida a la solar a una distancia de veinte
millones de kilómetros. El campo funcionó a la perfección.
Enfocaron la luz hacia él para que la nave se tornara invisible. Los
hombres de dentro de la nave afirmaron que todo el exterior se había
tornado invisible y que el calor no les alcanzaba. Es curioso, sin
embargo, que el campo no funciona más que bajo ciertas intensidades
de radiación.
-Pues espero que así
ocurra -gruñó Roy-. Si el viejo aguafiestas piensa asignarme este
itinerario…, perderá su mejor piloto.
-Perderá sus dos
mejores pilotos -corrigió Jimmy.
Los dos guardaron
silencio y el Helios siguió su ruta.
La temperatura
aumentaba: 54, 55, 56. Después, tres días más tarde, con el
mercurio rozando los 65 grados, Roy anunció que se estaban
aproximando a la zona crítica, donde la radiación solar alcanzaba
la intensidad suficiente para excitar el campo.
Los dos aguardaron,
con la mente sumida en una concentración febril, y el pulso latiendo
apresuradamente.
-¿Ocurrirá de
repente?
-No lo sé.
Tendremos que esperar.
A través de las
portillas, sólo se veían las estrellas. El Sol, tres veces mayor a
como se ve desde la Tierra, lanzaba sus rayos cegadores sobre metal
opaco, pues en aquella nave, especialmente diseñada, las portillas
se cerraban automáticamente cuando incidía una radiación potente.
Y entonces las
estrellas empezaron a desaparecer. Lentamente, en primer lugar, las
más mortecinas se desvanecieron… después las más brillantes: la
estrella polar, Régulo, Arturo, Sirio. El espacio aparecía en la
más completa oscuridad.
-Funciona -susurró
Jimmy.
Apenas había
pronunciado estas palabras, cuando las portillas que miraban hacia el
Sol se abrieron. ¡El Sol había desaparecido!
-¡Ah! Ya estoy más
fresco -Jimmy Turner dio rienda suelta a su júbilo-. Chico, ha
funcionado a la perfección. Si pudieran adaptar este campo deflector
a todas las intensidades, disfrutaríamos de una invisibilidad
perfecta. Sería un arma de guerra muy efectiva. -Encendió un
cigarrillo y se recostó sensualmente.
-Pero mientras tanto
volamos a ciegas -insistió Roy.
Jimmy sonrió
paternalmente.
-No debes
preocuparte por eso, niño guapo. Ya me he ocupado de todo. Estamos
en una órbita alrededor del Sol. Dentro de dos semanas, nos
encontraremos en el lado opuesto y entonces los cohetes nos
impulsarán fuera de este anillo, encaminándonos rápidamente a
Venus -estaba muy satisfecho de sí mismo-. Dejémoslo para Jimmy
“Cerebro” Turner. Te llevaré en dos meses, en vez de los seis
reglamentarios. Ahora estás con el mejor piloto de Correos.
Roy se echó a reír
maliciosamente.
-Oyéndote,
cualquier diría que tú haces todo el trabajo. Todo lo que haces es
llevar la nave por la ruta que yo he trazado. Tú eres
el mecánico; yo soy el cerebro.
-Oh, ¿de verdad?
Cualquier estudiante para piloto puede trazar una ruta. Pero se
necesita un hombre para pilotar la nave.
-Bueno, ésa es tu
opinión. Sin embargo, ¿quién está mejor pagado, el piloto o el
que traza las rutas?
Jimmy encajó
aquella derrota y Roy salió triunfalmente de la cabina de mandos.
Ajeno a todo esto, el Helios seguía su ruta.
Durante dos días,
todo transcurrió a la perfección; pero el tercero, Jimmy
inspeccionó el termómetro y movió la cabeza con desconfianza y
preocupación. Roy entró, vigiló el curso de acción y levantó las
cejas con asombro.
-¿Algo va mal? -se
inclinó para leer la altura de la fina columna roja-. Sólo 37
grados. No es como para tener este aspecto de pato mareado. Por tu
expresión, creía que algo iba mal con el campo deflector y la
temperatura volvía a subir. -Se alejó con un ostentoso bostezo.
-Oh, cállate, mono
insensato. -El pie de Jimmy se levantó en una patada indiferente-.
Estaría mucho más tranquilo si la temperatura subiera. Este campo
deflector funciona demasiado bien para mi gusto.
-¡Uh! ¿Qué
quieres decir?
-Te lo explicaré, y
si me escuchas atentamente quizá lo comprendas. Esta nave
está construida igual que un termo. No se calienta más que con la
mayor de las dificultades y tampoco se enfría. -Hizo una pausa y
dejó caer sus palabras-: A temperaturas normales, esta nave no
pierde más de un grado al día si no existe ninguna fuente de calor
exterior. Es posible que, a la elevada temperatura que estábamos, el
descenso pudiera llegar a tres grados al día. ¿Me entiendes?
Roy estaba con la
boca abierta y Jimmy continuó:
-Pero esta maldita
nave ha perdido veintisiete grados en menos de tres días.
-Pero eso es
imposible.
-Allí lo marca
-señaló irónicamente Jimmy-. Te diré lo que falla. Es el campo.
Actúa como un agente repulsivo de las radiaciones electromagnéticas
y aumenta de alguna forma la pérdida de calor de nuestra nave.
Roy se puso a pensar
e hizo unos rápidos cálculos mentales.
-Si lo que dices es
cierto -dijo al fin-, dentro de cinco días alcanzaremos el punto de
congelación y después pasaremos una semana en lo que corresponde al
clima invernal.
-Así es. Incluso
teniendo en cuenta la disminución del descenso térmico cuando la
temperatura baje, probablemente terminaremos con el mercurio entre
los treinta y cinco y cuarenta grados bajo cero.
Roy tragó saliva.
-¡Y a treinta
millones de kilómetros del Sol!
-Eso no es lo peor
-observó Jimmy-. Esta nave, como todas las utilizadas para viajes
dentro de la órbita de Marte, no tiene sistema de calefacción. Con
el Sol brillando furiosamente y sin otra forma de perder calor más
que por radiaciones inútiles, las naves espaciales de Marte y Venus
siempre se han caracterizado por sus sistemas de refrigeración.
Nosotros, por ejemplo, tenemos un aparato de refrigeración muy
eficaz.
-Así que nos
encontramos en un aprieto de mil diablos. Ocurre lo mismo con nuestro
traje espacial.
A pesar de la
temperatura, todavía asfixiante, los dos empezaban a sentir
escalofríos.
-Pues no voy a
soportarlo -exclamó Roy-. Voto por salir de aquí inmediatamente y
dirigirnos a la Tierra. No pueden esperar más de nosotros.
-¡Adelante! Tú
eres el teórico. ¿Puedes trazar un rumbo a esta distancia del Sol y
garantizarme que no caeremos en él?
-¡Diablos! No había
pensado en eso.
Ninguno de los dos
sabía qué hacer. La comunicación por radio no era posible desde
que habían pasado la órbita de Mercurio. El Sol estaba demasiado
cerca y su fuerte radiación habría anulado cualquier tentativa.
Así que decidieron
esperar.
Los días siguientes
transcurrieron en una continua vigilancia del termómetro, excepto
los minutos en que uno de los dos soltaba una nueva maldición sobre
la cabeza del señor Frank McCutcheon. Se permitían comer y dormir,
peor no lo disfrutaban.
Y mientras tanto, el
Helios, indiferente por completo al aprieto en que se encontraban sus
ocupantes, seguía su curso.
Tal como Roy había
predicho, la temperatura sobrepasó la línea roja que marcaba
“Congelación” hacia el final del séptimo día en el anillo de
desviación. Ambos se sintieron terriblemente preocupados cuando
ocurrió, a pesar de que lo esperaban.
Jimmy había sacado
unos cuatrocientos litros de agua del depósito. Con ellos llenó
casi todos los recipientes de a bordo.
-Quizá evitemos que
las tuberías estallen cuando el agua se congele -observó-. Y si lo
hacen, como es probable, es mejor que tengamos una reserva de agua.
Ya sabes que aún tenemos que permanecer aquí otra semana.
Y al día siguiente,
el octavo, el agua se heló. Los cubos, rebosantes de hielo, estaban
fríos y relucientes. Ambos los miraron con desesperación. Jimmy
rompió uno para abrirlo.
-Completamente
congelada -dijo, desolado y se envolvió en otra manta.
Ahora era difícil
pensar en otra cosa que no fuera el frío, siempre en aumento. Roy y
Jimmy habían requisado todas las sábanas y mantas de la nave, tras
haberse puesto tres o cuatro camisas e igual número de pantalones.
Permanecían en la
cama todo el tiempo posible, y cuando no tenían más remedio que
levantarse, se acurrucaban cerca de la pequeña estufa en busca de
calor. Incluso este dudoso placer les fue pronto denegado, pues, tal
como Jimmy observó, “la reserva de combustible es extremadamente
limitada, y necesitaremos la estufa para descongelar la comida y el
agua”.
Los accesos de
cólera eran cortos y los choques frecuentes, pero la desgracia común
impidió que siguieran discutiendo. Sin embargo fue el décimo día
cuando los dos, unidos por un odio común, se hicieron súbitamente
amigos.
La temperatura había
descendido hasta diecisiete grados bajo cero, y, por las trazas,
continuaría bajando. Jimmy se hallaba acurrucado en un rincón
pensando en las veces que, en Nueva York, se había quejado del calor
de agosto y preguntándose cómo podía haberlo hecho. Mientras
tanto, Roy había movido sus ateridos dedos las veces suficientes
para calcular que tendrían que soportar el frío durante 6.354
minutos más.
Contemplaba las
cifras con hastío y las leía a Jimmy. Este frunció el ceño y
gruñó:
-Tal como me
encuentro, no duraré ni 54 minutos así que olvídate de los 6.354.
-Después añadió con impaciencia- me gustaría que pensaras en un
medio para salir de esto.
-Si no estuviéramos
tan cerca del Sol -sugirió Roy- podríamos poner en marcha los
motores traseros y elevarnos rápidamente.
-Sí, y si
aterrizáramos en el Sol, estaríamos muy cómodos y
calientes. ¡Eres de gran ayuda!
-Bueno, tú eres el
que se llama a sí mismo “Cerebro”, Turner. Piensa tú en
algo. Por el modo como hablas cualquiera creería que todo esto es
culpa mía.
-¡Claro que lo es,
mono vestido de hombre! Mi sano juicio me aconsejaba no hacer este
viaje de locos. Cuando McCutcheon me lo propuso, me negué
categóricamente. Sabía lo que hacía. -El tono de Jimmy era
mordaz-. ¿Y qué ocurrió? Como loco que eres, tú aceptas y te
precipitas donde un hombre sensato temería poner el pie. Y entonces,
naturalmente, yo tuve que aceptar.
“¿Y sabes lo que
debería haber hecho? -la voz de Jimmy subió de tono-. Tendría que
haberte dejado marchar solo para que te helaras, mientras yo estaba
sentado junto a un enorme fuego, regocijándome por tu suerte. Es
decir, de haber sabido lo que iba a suceder.
Una expresión de
sorpresa y amor propio ofendido apareció en el rostro de Roy.
-¿De veras? ¿Conque
ésas tenemos? Bueno, lo único que puedo decir es que tienes una
habilidad indudable para desvirtuar los hechos, pero para ninguna
otra cosa. La cuestión es que tú fuiste lo bastante estúpido como
para aceptar, y yo, pobre de mí, fui arrastrado por la fuerza de las
circunstancias.
La expresión de
Jimmy revelaba el desdén más absoluto.
-Evidentemente, el
frío te ha vuelto chiflado, aunque reconozco que no se necesita
demasiado para acabar con el poco juicio que posees.
-Escucha -contestó
Roy acaloradamente-. El 10 de octubre, McCutcheon me llamó por el
visor y me dijo que tú habías aceptado, riéndose de mí a
mandíbula batiente porque me negaba a ir. ¿Acaso lo niegas?
-Si, lo niego
rotundamente. El 10 de octubre, el aguafiestas me dijo que tú
habías decidido ir y le habías apostado que…
La voz de Jimmy se
desvaneció súbitamente y una expresión de asombro apareció en su
rostro.
-Dime…, ¿estás
seguro de que McCutcheon te dijo que yo había aceptado?
Un escalofriante
presentimiento atenazó el corazón de Roy al oír la pregunta de
Jimmy, un presentimiento que le hizo olvidar todo el frío que
sentía.
-Absolutamente
-contestó-. Te lo juro. Por eso vine.
-Pero si me dijo que
tú habías aceptado y por eso me decidí…
De pronto Jimmy se
sintió muy estúpido. Los dos cayeron en un largo y ominoso
silencio, que al fin fue roto por Roy, cuya voz temblaba de emoción.
-Jimmy, hemos sido
víctimas de un truco desdeñable, sucio y bajo. -Sus ojos se
dilataron de furia-. Hemos sido estafados, engañados… -las
palabras le fallaron, pero siguió emitiendo sonidos carentes de
sentido, que manifestaban toda la ira.
Jimmy era más
tranquilo, pero no el menos vindicativo.
-Tienes razón, Roy,
MacCutcheon nos ha jugado una mala pasada. Ha sobrepasado los límites
de la inquietud humana. Pero nos vengaremos. Cuando lleguemos, dentro
de 6.300 minutos exactos, tendremos que ajustar las cuentas al
aguafiestas.
-¿Qué haremos?
-los ojos de Roy reflejaban una alegría sanguinaria.
-Por el momento,
sugiero que le despedacemos y no dejemos de él más que diminutos
trocitos.
-No es lo bastante
horrible. ¿Y si lo metiéramos en aceite hirviendo?
-Es algo razonable;
sí, pero podría llevar demasiado tiempo. Propinémosle una buena
paliza al estilo antiguo… con manoplas.
Roy se frotó las
manos.
-Tenemos mucho
tiempo para pensar en alguna medida realmente adecuada. El muy vil,
miserable, cobarde, leproso… -El resto degeneró fluidamente hacia
lo impublicable.
Y durante los cuatro
días siguientes, la temperatura siguió bajando. El decimocuarto y
último día, el mercurio se congeló, mientras el sólido líquido
rojo indicaba con su dedo helado los cuarenta grados bajo cero.
Aquel horrible día
habían encendido la estufa, empleando toda su escasa reserva de
petróleo. Temblando y completamente helados, se agazaparon uno junto
al otro, en un intento de aprovechar hasta la última gota de calor.
Hacía varios días
que Jimmy había encontrado un par de orejeras en un rincón
olvidado, y ahora se las turnaban cada hora. Ambos se hallaban
enterrados bajo una pequeña montaña de mantas, frotándose las
manos y los pies casi helados. A medida que transcurrían los
minutos, su conversación, que versaba casi exclusivamente sobre
McCutcheon, se volvía más violenta.
-Siempre recitando
esa consigna, mil veces maldita, de Correos del Espacio: “Nuestro
vuelo a través del es...” -Jimmy se interrumpió con una furia
impotente.
-Sí y siempre
desgastando sillas en vez de salir al espacio y hacer un trabajo de
hombre, el podrido… -convino Roy.
-Bueno, saldremos de
la zona de desviación dentro de dos horas. Al cabo de tres semanas
estaremos en Venus -dijo Jimmy estornudando.
-Nunca será
demasiado pronto para mí -contestó Snead, que llevaba dos días
resollando sin cesar-. No volveré a hacer otro viaje espacial en mi
vida, excepto quizá el que me devuelva a la Tierra. Después es
esto, cultivaré plátanos en Centroamérica. Por lo menos allí se
está caliente.
-Quizá no logremos
salir de Venus, después de lo que vamos a hacerle a McCutcheon.
-No, en eso tienes
razón. Pero no importa. Venus es aún más cálido que Centroamérica
y eso es lo único que me interesa.
-Tampoco tenemos
problemas legales -Jimmy volvió a estornudar-. En Venus la pena
máxima por asesinato en primer grado es la cadena perpetua. Una
bonita, cálida y seca celda para el resto de mi vida. ¿Qué mas
podría desear?
La segunda manecilla
del cronómetro seguía su paso uniforme; los minutos pasaban. Las
manos de Roy se posaban amorosamente sobre la palanca que conectaría
los cohetes traseros para alejar al Helios del Sol y de
aquella horrible zona de desviación.
Y al fin:
-¡Adelante! -gritó
Jimmy con ansiedad-. ¡Apriétala!
Con un gran
estrépito, los cohetes se pusieron en marcha. El Helios
tembló de proa a popa. Los pilotos notaron que la aceleración les
apretaba contra el respaldo de sus asientos, y se sintieron felices.
En cuestión de minutos, el Sol volvería a brillar y ellos dejarían
de tener frío, sentirían de nuevo el bendito calor.
Sucedió antes que
se dieran cuenta de ello. Hubo un momentáneo destello de luz y
después un crujido y un clic, al cerrarse las portillas que miraban
al Sol.
-Mira -gritó Roy-,
¡las estrellas! ¡Ya hemos salido! -lanzó una estática mirada de
felicidad hacia el termómetro-. Bueno, viejo amigo, de ahora en
adelante volveremos a subir -se envolvió mejor en las mantas, pues
el frío aún persistía.
Había dos hombres
en el despacho de Frank McCutcheon en la sucursal de Venus de Correos
del Espacio Unido: el mismo McCutcheon y el anciano de cabello blanco
Zebulon Smith, inventor del campo deflector. Smith estaba hablando.
-Pero, señor
McCutcheon, es realmente de la mayor importancia que sepa cómo ha
funcionado mi campo deflector. Seguramente le habría transmitido
toda la información posible.
El rostro de
MacCutcheon era la acritud personificada mientras mordía el extremo
de uno de sus enormes cigarros y lo encendía.
-Eso, mi querido
Smith -dijo-, es justo lo que no han hecho. Desde que se alejaron del
Sol lo bastante como para establecer comunicación, he solicitado
continuos informes sobre la eficacia del campo. Pero se niegan a
contestar. Dicen que funcionan y que están vivos, añadiendo que nos
proporcionarán todos los detalles cuando lleguen a Venus. ¡ Eso es
todo!
Zebulon Smith
suspiró, decepcionado.-¿No es eso un poco insólito;
insubordinación, para llamarlo de algún modo? Creía que estaban
obligados a facilitar informes y dar todos los detalles que se les
pidieran.
-Así es. Pero son
mis mejores pilotos y bastante temperamentales. Tenemos que
concederles cierto margen. Además, les engañé para que hicieran
este viaje, bastante arriesgado por cierto, así que me siento
inclinado a ser indulgente.
-Bien, en este caso,
supongo que tendré que esperar.
-Oh, no demasiado
tiempo -le aseguró McCutcheon-. Les esperamos hoy mismo, y le
aseguro que en cuanto me ponga en contacto con ellos le enviaré un
informe detallado. Después de todo, han sobrevivido durante dos
semanas a una distancia de treinta millones de kilómetros del Sol,
así que su invento es un éxito. Eso debería satisfacerle.
Smith acababa de
irse cuando la secretaria de McCutcheon entró, con una expresión
preocupada en su rostro.
-Algo va mal con los
dos pilotos del Helios, señor McCutcheon -le informó-. Acabo
de recibir una comunicación del mayor Wade desde Pallas City, donde
han aterrizado. Se han negado a asistir a los festejos que se les
había preparado, pero en cambio fletaron inmediatamente un cohete
para venir aquí, negándose a revelar la razón. Cuando el mayor
Wade trató de detenerlos, se pusieron violentos, según me dijo.
La muchacha dejó la
comunicación sobre la mesa. McCutcheon la miró superficialmente.
-¡Humm! Son
demasiado temperamentales. Bueno, hágalos entrar en cuanto lleguen.
Yo haré que dejen de serlo.
Unas tres horas más
tarde, el problema de los dos rebeldes pilotos volvió sobre el
tapete, esta vez a causa de una súbita conmoción en la sala de
espera. McCutcheon oyó las coléricas voces de dos hombres y después
las aterrorizadas protestas de su secretaria. De repente, la puerta
se abrió de par en par y Jim Turner y Roy Snead irrumpieron en el
despacho.
Roy cerró
tranquilamente la puerta y apoyó la espalda contra ella.
-No permitas que
nadie me moleste hasta que haya terminado -le dijo Jimmy.
-Nadie atravesará
esta puerta durante un buen rato -repuso sombríamente Roy-, pero
recuerda que prometiste dejar algo para mí.
McCutcheon todavía
no había pronunciado ni una palabra, pero cuando vio que Turner
sacaba casualmente un par de manoplas del bolsillo y se las ponía
con actitud resuelta, decidió que era hora de detener la comedia.
-Hola, muchachos
-dijo, con una cordialidad desacostumbrada en él-. Me alegro de
volver a verles. Tomen asiento.
Jimmy ignoró la
oferta.
-¿Tiene algo que
decir, algún postrer deseo, antes de que empiece las operaciones?
-preguntó e hizo rechinar los dientes con un desagradable sonido.
-Bueno, si me lo
ponen de este modo -dijo McCutcheon-, tendré que preguntarles
exactamente lo que significa todo esto… si no es demasiado pedir.
Quizá el deflector ha sido ineficaz y han tenido un viaje caluroso.
La respuesta que
recibió fue un resoplido de Roy y una fría mirada por parte de
Jimmy.
-Primero -dijo
éste-, ¿de quién fue la idea del odioso y repugnante engaño que
nos perpetró?
Las cejas de
McCutcheon se alzaron por la sorpresa.
-¿Se refiere a las
mentiras piadosas que les conté para convencerles de que fueran?
Pero si eso no fue nada. Simple práctica del oficio, nada más.
Todos los días hago cosas peores que esa y la gente las considera
como rutina. Además, ¿qué mal les ha hecho?
-Cuéntale nuestro
“agradable viaje”, Jimmy -apremió Roy.
-Eso es exactamente
lo que voy a hacer -fue la respuesta. Se volvió hacia McCutcheon y
adoptó un aire de mártir-. Primero, en este maldito viaje, nos
freímos en una temperatura que alcanzó los sesenta y cinco grados,
pero era de esperar y no nos quejamos; estábamos a media distancia
entre Mercurio y el Sol.
“Pero después,
entramos en esa zona donde la luz nos rodea y empezamos a perder
calor, pero no un solo grado al día tal como te enseñan en la
escuela de pilotos -se interrumpió para soltar unas cuantas
maldiciones nuevas que se le acababan de ocurrir, y luego continuó-:
Al cabo de tres días, estábamos a treinta y siete y después de una
semana, habíamos bajado de cero.
“Entonces, durante
una semana entera, siete largos días, seguimos nuestro curso a una
temperatura muy inferior a cero. El último día hacía tanto frío
que el mercurio se congeló.
La voz de Jimmy se
elevó hasta quebrarse, y en la puerta, un acceso de compasión de sí
mismo hizo que Roy lanzara un fuerte suspiro. McCutcheon permaneció
inescrutable.
Jimmy prosiguió:
-Allí estábamos
sin un sistema de calefacción, de hecho, sin calor de ninguna clase,
ni siquiera ropa caliente. Nos congelamos, maldita sea. Teníamos que
fundir la comida y derretir el agua. Estábamos rígidos, no podíamos
movernos. Le aseguro que era un infierno, con la temperatura
contraria. -Hizo una pausa, como si le faltasen las palabras.
Roy Snead le relevó
de la carga.
-Estábamos a
treinta millones de kilómetros del Sol y yo tenía las orejas
congeladas. Congeladas, he dicho. -Sacudió amenazadoramente el puño
debajo de la nariz de McCutcheon-. Y fue culpa suya. ¡Usted nos
convención con engaños! Mientras nos helábamos, nos prometimos que
volveríamos y le daríamos su merecido, y ahora vamos a cumplir
nuestra promesa. -Se volvió hacia Jimmy-. Adelante, empieza,
¿quieres?
Jimmy gruñó un
lacónico asentimiento.
-¿Y se congelaron
durante una semana a causa de eso? -continuó McCutcheon.
Un nuevo gruñido.
Y entonces sucedió
algo muy extraño e insólito. McCutcheon, “el viejo aguafiestas”,
el hombre sin el músculo de la risa, sonrió. Realmente mostró sus
dientes en una sonrisa. Y lo que es más, la sonrisa se ensancho más
y más hasta convertirse en una verdadera carcajada, McCutcheon
compensó toda una vida de triste acritud.
Las paredes
retumbaron, los vidrios de las ventanas temblaron, y las homéricas
carcajadas no cesaron. Roy y Jimmy, completamente estupefactos, no
daban crédito a sus ojos. Un desconcertado contable asomó la cabeza
por la puerta en un acceso de temeridad y se quedó inmóvil por la
sorpresa. Otros se agolparon junto a la puerta, hablando en
asombrados susurros. ¡McCutcheon se había reído!
La hilaridad del
viejo director general se calmó gradualmente. Terminó con un súbito
ahogo y al fin volvió un rostro de color púrpura hacia sus dos
mejores pilotos, cuya sorpresa hacía rato que se había trocado en
indignación.
-Muchachos -les
dijo-, ha sido el mejor chiste que he oído en mi vida. Pueden contar
con una paga doble, los dos. -Seguía sonriendo con precisión y
había desarrollado un buen ataque de hipo.
Los dos pilotos se
quedaron fríos ante el atractivo ofrecimiento.
-¿Qué es tan
sumamente divertido? -quiso saber Jimmy-, yo no encuentro ningún
motivo de risa.
La voz de McCutcheon
se hizo melosa.
-A ver, muchachos,
antes de irme les di a cada uno de ustedes varias hojas
mimeografiadas con instrucciones especiales. ¿Qué ha sido de ellas?
La atmósfera se
llenó de un súbito desconcierto.
-No lo sé. Debí
perder las mías -murmuró Roy.
-No las leí; lo
olvidé -Jimmy estaba genuinamente consternado.
-Ya lo ven -exclamó
McCutcheon con aire de triunfo-, todo se ha debido a su propia
estupidez.
-¿Cómo se le
ocurrió? -quiso saber Jimmy-. El mayor Wade nos dijo todo lo que
teníamos que saber acerca de la nave, y por otra parte, me parece
que usted no puede decirnos nada nuevo sobre su
funcionamiento.
-Oh, ¿así lo cree?
Evidentemente Wade se olvidó de informarles sobre un pequeño
detalle que hubieran encontrado en mis instrucciones. La intensidad
del campo deflector era ajustable. Dio la casualidad de que,
cuando ustedes partieron, estaba en su punto máximo, eso es todo.
-Ahora empezaba a reír de nuevo débilmente-. Si se hubieran tomado
las molestias de leer las hojas, se hubiesen enterado de que un
sencillo movimiento de una pequeña palanca -hizo el gesto apropiado
con el pulgar- habría debilitado el campo en la cantidad deseada y
permitido que entrara tanta radiación como se quisiera.
Y ahora la risa era
más fuerte.
-Y se helaron
durante una semana porque no tuvieron el sentido común de empujar
una palanca. Y después mis mejores pilotos llegan aquí y me culpan.
¡Qué divertido! -y empezó a reír de nuevo, mientras un par de
jóvenes muy avergonzados se dirigían miradas de soslayo.
Cuando McCutcheon
volvió a su estado normal, Jimmy y Roy se habían marchado.
Abajo, en la calle
contigua al edificio, un muchacho de diez ños contemplaba, con la
boca abierta y abstracción intensa, a dos hombres jóvenes que se
hallaban comprometidos en la ocupación extraña y bastante
sorprendente de darse patadas uno a otro alternativamente.
¡Y además, eran
patadas con muy mala intención!
Un anillo alrededor del sol, 1980.
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