Tengo una buena y mala
noticia. La buena es que existe la vida (o algo parecido) después de
la vida. La mala es que Jean-Claude Villeneuve es necrófilo.
Me sobrevino la muerte en una
discoteca de París a las cuatro de la mañana. Mi médico me lo
había advertido pero hay cosas que son superiores a la razón.
Erróneamente creí (algo de lo que aún ahora me arrepiento) que el
baile y la bebida no constituían la más peligrosa de mis pasiones.
Además, mi rutina de cuadro medio en FRACSA contribuía a que cada
noche buscara en los locales de moda de París aquello que no se
encontraba en mi trabajo ni en lo que la gente llama vida interior:
el calor de una cierta desmesura. Pero prefiero no hablar o hablar lo
menos posible de eso. Me había divorciado hacía poco y tenía
treintaicuatro años cuando acaeció mi deceso. Yo apenas me di
cuenta de nada. De repente un pinchazo en el corazón y el rostro de
Cecile Lamballe, la mujer de mis sueños, que permanecía
impertérrito, y la pista de baile que daba vueltas de forma por
demás violenta absorbiendo a los bailarines y a las sombras, y luego
un breve instante de oscuridad.
Después
de todo siguió tal como lo explican en algunas películas y sobre
este punto me gustaría decir algunas palabras.
En
vida no fui una persona inteligente ni brillante. Sigo sin serlo
(aunque he mejorado mucho). Cuando digo inteligente en realidad
quiero decir reflexivo. Pero tengo un cierto empuje y un cierto
gusto. Es decir, no soy un patán. Objetivamente hablando, siempre he
estado lejos de ser un patán. Estudié empresariales, es cierto,
pero eso no me impidió leer de vez en cuando una buena novela, ir de
vez en cuando al teatro, y frecuentar con más asiduidad que el común
de la gente las salas cinematográficas. Algunas películas las vi
por obligación, empujado por mi ex esposa. El resto las vi por
vocación de cinéfilo.
Como
tantas otras personas yo también fui a ver Ghost,
no sé si la recuerdan, un éxito en taquilla, aquella con Demi Moore
y Whoopy Goldberg, esa a donde a Patrick Swayze lo matan y el cuerpo
queda tirado en una calle de Manhattan, tal vez un callejón, en fin,
una calle sucia, mientras el espíritu de Patrick Swayze se separa de
su cuerpo, en un alarde de efectos especiales (sobre todo para la
época), y contempla estupefacto su cadáver. Bueno, pues a mi
(efectos especiales aparte) me pareció una estupidez. Una solución
fácil, digna del cine americano, superficial y nada creíble.
Cuando
me llegó mi turno, sin embargo, fue exactamente eso lo que sucedió.
Me quedé de piedra. En primer lugar, por haberme muerto, algo que
siempre resulta inesperado, excepto, supongo, en el caso de algunos
suicidas y después por estar interpretando involuntariamente una de
las peores escenas de Ghost. Mi experiencia, entre otras mil cosas,
me hace pensar que tras la puerilidad de los norteamericanos a veces
se esconde algo que los europeos no podemos o no queremos entender.
Pero después de morirme no pensé en eso. Después de morirme de
buen grado me hubiera puesto a reír a gritos.
Uno
a todo se acostumbra y además aquella madrugada yo me sentía
mareado o borracho, no por haber ingerido bebidas alcohólicas la
noche de mi deceso, que no lo hice, fue mas bien una noche de jugos
de piña mezclados con cerveza sin alcohol, sino por la impresión de
estar muerto, por el miedo de estar muerto y no saber qué
venía
después. Cuando uno se muere el mundo real se mueve un poquito y eso
contribuye al mareo. Es como si de repente cogieras unas gafas con
otra graduación, no muy diferente de la tuya, pero distintas. Y lo
peor es que tú
sabes que son tus gafas las
que has cogido, no unas gafas equivocadas. Y el mundo real se mueve
un poquito a la derecha, un poquito para abajo, la distancia que te
separa de un objeto determinado cambia imperceptiblemente, y ese
cambio uno lo percibe como un abismo, y el abismo contribuye a tu
mareo pero tampoco importa.
Dan
ganas de llorar o rezar. Los primeros minutos del fantasma son
minutos de nocaut inminente. Quedas como un boxeador tocado que se
mueve por el ring en el dilatado instante en que el ring se está
evaporando. Pero luego te tranquilizas y generalmente lo que sueles
hacer es seguir a la gente que va contigo, a tu novia, a tus amigos,
o, por el contrario, a tu cadáver.
Yo
iba con Cecile Lambelle, la mujer de mis sueños, iba con ella cuando
me morí y a ella la vi antes de morirme, pero cuando mi espíritu se
separó de mi cuerpo ya no la vi por ninguna parte. La sorpresa fue
considerable y la decepción mayúscula, sobre todo si lo pienso
ahora, aunque entonces no tuve tiempo para lamentarlo. Allí estaba,
mirando mi cuerpo tirado en el suelo en una pose grotesca, como si en
medio del baile y del ataque al corazón me hubiera desmadejado del
todo, o como si no hubiera muerto de un paro cardíaco
sino lanzándome de la azotea de un rascacielos, y lo único que
hacía
era mirar y dar vueltas y caerme, pues me sentía absolutamente
mareado, mientras un voluntario de los que nunca faltan me hacía
la respiración artificial ( o se la hacía
a mi cuerpo) y luego otro me golpeaba el corazón y luego a alguien
se le ocurría desconectar la música y una especie de murmullo de
desaprobación recorría toda la discoteca, bastante llena pese a lo
avanzado de la noche, y la voz grave de un camarero o de un tipo de
seguridad ordenaba
que nadie me tocara, que había que esperar la llegada de la policía
y del juez, y aunque yo estaba grogui me hubiera gustado decirles que
siguieran intentándolo, que siguieran reanimándome, pero la gente
estaba cansada y cuando alguien nombró a la policía todos se
echaron para atrás y mi cadáver se quedó solo en un costado de la
pista, con los ojos cerrados, hasta que un alma caritativa me echó
un mantel por encima para cubrir eso que ya estaba definitivamente
muerto.
Después
llegó la policía y unos tipos que certificaron lo que ya todo el
mundo sabía,
y después llegó el juez y sólo entonces yo me di cuenta de que
Cecile Lamballe se había esfumado de la discoteca, así que cuando
levantaron mi cuerpo y lo metieron en una ambulancia, yo seguí a los
enfermeros y me introduje en la parte de atrás del vehículo
y me perdí con ellos en el triste y exhausto amanecer de París.
Qué
poca cosa me pareció entonces mi cuerpo o mi ex cuerpo (no sé como
expresarme al respecto), abocado a la maraña de la burocracia de la
muerte. Primero me llevaron a los sótanos de un hospital aunque a
ciencia cierta no podría asegurar que aquello fuera un hospital, en
donde una joven con gafas ordenó que me desnudaran y luego, ya sola,
estuvo mirándome y tocándome durante unos instantes. Luego me
pusieron una sábana
y en otra habitación sacaron una copia completa de mis huellas
dactilares. Luego me volvieron a llevar a la primera sala, en donde
no había nadie esta vez y en donde permanecí un tiempo que a mí
me pareció largo y que no sabría medir en horas. Tal vez sólo
fueran unos minutos, pero yo cada vez estaba más
aburrido.
Al
cabo de un rato vino a buscarme un camillero negro que me llevó a
otro piso subterráneo, en donde me entregó a un par de jovenzuelos
también vestidos de blanco, pero que desde el primer momento, no sé
por qué, me dieron mala espina. Tal vez fuera la manera de hablar,
pretendidamente sofisticada, que delataba a un par de artistas
plásticos de ínfima categoría, tal vez fueran los pendientes
hexagonales que sugerían de forma vaga unos animales escapados de un
bestiario fantástico y que aquella temporada usaban los modernos que
circulan por las discotecas a las que yo con irresponsable frecuencia
acudí.
Los
nuevos enfermeros anotaron algo en un libro, hablaron con el negro
durante unos minutos (no sé de qué hablaron) y luego el negro se
fue y nos quedamos solos. Es decir, en la habitación estaban los dos
jóvenes detrás de la mesa, rellenando formularios y parloteando
entre ellos, mi cadáver sobre la camilla, cubierto de pies a cabeza,
y yo a un lado de mi cadáver, con la mano izquierda apoyada en el
reborde metálico de la camilla, intentando pensar cualquier cosa que
contribuyera a clarificar mis días venideros, si es que iba a haber
días venideros, algo que no tenía
nada claro en aquel instante.
Después
uno de los jóvenes se acercó a la camilla y me destapó (o destapó
mi cadáver) y durante unos segundos estuvo observándome con la
expresión pensativa que nada bueno presagiaba. Al cabo de un rato
volvió a cubrirlo y arrastraron, entre los dos, la camilla hasta la
habitación vecina, una suerte de panal helado que pronto descubrí
era un depósito
en donde se acumulaban los cadáveres. Nunca hubiera imaginado que
tanta gente moría en París en el transcurso de una noche
cualquiera. Introdujeron mi cuerpo en un nicho refrigerado y se
marcharon. Yo no los seguí.
Allí,
en la morgue, me pasé todo aquel día. A veces me asomaba a la
puerta, que tenía
una ventanita de cristal, y miraba la hora en el reloj de pared de la
habitación vecina. Poco a poco fue remitiendo la sensación de mareo
aunque en algún momento tuve una crisis de pánico, en la que pensé
en el infierno y en el paraíso, en la recompensa y en el castigo,
pero esta clase de terror irrazonable no se prolongó mucho tiempo.
La verdad es que empecé a sentirme mejor.
En
el transcurso del día fueron llegando nuevos cadáveres, pero ningún
fantasma acompañaba a su cuerpo, y a eso de las cuatro de la tarde
un joven miope me hizo la autopsia y luego dictaminó las causas
accidentales de mi muerte. Debo reconocer que yo no tuve estomago
para ver como abrían mi cuerpo. Pero fui hasta la sala de autopsias
y escuché cómo
el forense y su ayudante, una chica bastante agraciada, trabajaban,
eficientes y rápidos, tal como sería
deseable que hicieran su trabajo todos los funcionarios de los
servicios públicos, mientras yo esperaba de espaldas, contemplando
las baldosas de color marfil de la pared. Después me lavaron y me
cosieron y un camillero me volvió a llevar a la morgue.
Hasta
las once de la noche permanecí allí, sentado en el suelo debajo de
mi nicho refrigerado, y aunque en algún momento pensé que me iba a
quedar dormido ya no tenida sueño ni forma de conciliarlo, y lo que
hice fue seguir reflexionando sobre mi vida pasada y sobre el
enigmático porvenir (por llamarlo de alguna manera) que tenía
delante de mí. El trasiego, que durante el día había sido como un
goteo constante aunque apenas perceptible, a partir de las diez de la
noche cesó o se mitigó de forma considerable. A las once y cinco
volvieron a aparecer los jóvenes de los pendientes hexagonales. Me
sobresalté cuando abrieron la puerta. Sin embargo ya me estaba
acostumbrando a mi condición fantasmal y tras reconocerlos seguí
sentado en el suelo, pensando en la distancia que me separaba ahora
de Cecile Lamballe, infinitamente mayor de la que mediaba entre ambos
cuando yo aún estaba vivo. Siempre nos damos cuenta de las cosas
cuando ya no hay remedio. En la vida tuve miedo de ser juguete (o
algo menos que un juguete) en manos de Cecile y ahora que estaba
muerto ese destino, antes origen de mis insomnios y de mi inseguridad
rampante, se me antojaba dulce y no carente incluso de cierta
elegancia y de cierto peso: la solidez de lo real.
Pero
hablaba de los camilleros modernos. Los vi cuando entraron en la
morgue y aunque no dejé de percibir en sus gestos una cautela que se
contradecía con su forma de ser pegajosamente felina, de pretendidos
artistas de discoteca, al principio
presté atención a sus movimientos, a sus cuchicheos, hasta que uno
de ellos abrió el nicho donde reposaba mi cadáver.
Entonces
me levanté y me puse a mirarlos. Con gestos de profesionales
consumados pusieron mi cuerpo en una camilla. Luego arrastraron la
camilla fuera de la morgue y se perdieron por un corredor largo, con
una suave pendiente en subida, que iba a dar directamente al parking
del edificio. Por un instante pensé que estaban robando mi cadáver.
Mi delirio de Cecile Lamballe, el rostro blanquísimo de Cecile
Lamballe, que emergía de la oscuridad del parking y les daba a los
camilleros seudoartistas el pago estipulado por el rescate de mi
cadáver. Pero en el parking no había nadie, lo que demuestra que yo
aún estaba lejos de recobrar mi raciocinio o siquiera serenidad.
Durante
unos instantes volví a sentir el mareo de los primeros minutos de
fantasma mientras los seguía con cierta timidez e inseguridad por
las inhóspitas hileras de coches. Luego metieron mi cadáver en el
maletero de un Renault gris, con la carrocería llena de pequeñas
abolladuras, y salimos del vientre de aquel edificio, que ya empezaba
a considerar mi casa, hacia la noche libérrima de París.
No
recuerdo ya por qué avenidas y calles transitamos. Los camilleros
iban drogados, según pude colegir tras un vistazo más concienzudo,
y hablaban de gente que estaba muy por encima de sus posibilidades
sociales. No tardé en
confirmar mi primera impresión: eran unos pobres diablos, y sin
embargo algo en su actitud, que por momentos parecía esperanza y por
momentos inocencia, hizo que me sintiera próximo a ellos. En el
fondo, nos parecíamos, no ahora ni en los momentos previos a mi
muerte, sino en la imagen que guardaba en mí mismo a los veintidós
años o a los veinticinco, cuando aún estudiaba y creía que el
mundo algún día se iba a rendir a mis pies.
El
Renault se detuvo junto a una mansión en unos de los barrios más
exclusivos de París. Eso, al menos, fue lo que creí. Uno de los
seudoartistas se bajó del coche y tocó un timbre. Al cabo de un
rato una voz que surgió de la oscuridad le ordenó, no, le sugirió,
que se pusiera un poco más a la derecha y que levantara la barbilla.
El camillero siguió las instrucciones y levantó la cabeza. El otro
se asomó a la ventanilla del coche y saludó con la mano en
dirección a una cámara de televisión que nos observaba desde lo
alto de la verja. La voz carraspeó (en ese momento supe que iba a
conocer dentro de poco a un hombre retraído en grado extremo) y dijo
que podíamos pasar.
Al
instante la verja se abrió con un ligero chirrido y el coche se
internó por un camino pavimentado que caracoleaba por un jardín
lleno de árboles y plantas cuyo insinuado descuido correspondía más
a un capricho que a dejadez. Nos detuvimos en uno de los laterales de
la casa. Mientras los camilleros bajaban mi cuerpo del maletero la
contemplé con desaliento y admiración. Nunca en toda mi vida había
estado en una casa
como aquella. Parecía antigua. Sin duda debía de valer una fortuna.
Poco más es lo que sé de arquitectura.
Entramos
por unas de las puertas de servicio. Pasamos por la cocina, impoluta
y fría como la cocina de un restaurante que llevara muchos años
cerrado, y recorrimos un pasillo en penumbra al final del cual
tomamos un ascensor que nos llevó hasta el sótano. Cuando las
puertas del ascensor
se abrieron allí estaba Jean-Claude Villeneuve. Lo reconocí de
inmediato. El pelo largo y canoso, las gafas de cristales gruesos, la
mirada gris que insinuaba a un niño desprotegido, los labios
delgados y firmes que delataban, por el contrario, a un hombre que
sabía
muy bien lo que quería. Iba vestido con pantalones vaqueros y
camiseta blanca de manga corta. Su atuendo me resultó chocante pues
las fotos que yo había visto de Villeneuve siempre lo mostraban
vestido con elegancia. Discreto, sí, pero elegante. El Villeneuve
que tenía ante mí, por el contrario, parecía un viejo rockero
insomne. Su andar, si embargo, era inconfundible: se movía con la
misma inseguridad que tantas veces había visto en la televisión,
cuando al final de sus colecciones de otoño-invierno o de
primavera-verano saltaba a la pasarela, se diría que casi por
obligación, arrastrado por sus modelos favoritas a recibir el
aplauso unánime del público.
Los
camilleros pusieron mi cadáver sobre un diván verde oscuro y
retrocedieron unos pasos, a la espera del dictamen de Villeneuve.
Este se acercó, me destapó la cara y luego sin decir nada se
dirigió a un pequeño escritorio de madera noble (supongo) de donde
extrajo un sobre. Los camilleros recibieron el sobre, que con casi
toda probabilidad contenía una suma importante de dinero, aunque
ninguno de los dos se molestó en contarlo, y luego uno de ellos dijo
que pasarían a las siete de la mañana del día siguiente a
recogerme y se marcharon. Villeneuve ignoró sus palabras de
despedida. Los camilleros desaparecieron por donde habíamos entrado,
oí el ruido del ascensor y después silencio. Villeneuve, sin
prestarle atención a mi cuerpo, encendió un monitor de televisión.
Miré por encima de su hombro. Los seudoartistas estaban junto a la
verja, esperando a que Villeneuve les franqueara la salida. Después
el coche se perdió por la calle de aquel barrio tan selecto y la
puerta metálica se cerró con un chirrido seco.
A
partir de ese momento todo en mi nueva vida sobrenatural empezó a
cambiar, a acelerarse en fases que se distinguían perfectamente unas
de otras pese a la rapidez con que se sucedían. Villeneuve se acercó
a un mueble muy parecido a un minibar de un hotel cualquiera y sacó
un refresco de manzana. Lo destapó, comenzó a beberlo directamente
de la botella y apagó el monitor de vigilancia. Sin dejar de beber
puso música. Una música que yo nunca había oído, o tal vez si,
pero entonces la escuché con atención y me pareció que era la
primera vez: guitarras eléctricas, un piano, un saxo algo triste y
melancólico pero también fuerte, como si el espíritu del músico
no diera un brazo a torcer. Me acerqué al aparato con la esperanza
de ver el nombre del músico en la tapa del compact disc pero no vi
nada. Sólo en rostro de Villeneuve que en la penumbra me pareció
extraño, como si al quedarse solo y beber refresco de manzana se
hubiera acalorado de improvisto. Distinguí una gota de sudor en
medio de su mejilla. Una gota minúscula que bajaba lentamente hacia
el mentón. También creí percibir un ligero estremecimiento.
Después
Villeneuve dejó el vaso al lado del aparato de música y se aproximó
a mi cuerpo. Durante un rato me estuvo mirando como si no supiera qué
hacer, lo cual no era cierto, o como si intentara adivinar qué
esperanzas y deseos palpitaron alguna vez en aquel bulto envuelto en
una funda de plástico que ahora tenía a su merced. Así permaneció
un rato. Yo no sabía, siempre he sido un ingenuo, cuáles eran sus
intenciones. Si lo hubiera sabido me habría puesto nervioso. Pero no
lo sabía, de manera que me senté en uno de los confortables
sillones de cuero que había en la habitación y esperé.
Entonces
Villeneuve deshizo con extremo cuidado el envoltorio que contenía mi
cuerpo hasta dejar la funda arrugada debajo de mis piernas y luego
(tras dos o tres minutos interminables) retiró del todo la funda y
dejó mi cadáver desnudo sobre el diván tapizado en cuero verde.
Acto seguido se levantó, pues todo lo anterior lo había hecho de
rodillas, y se sacó la camisa e hizo una pausa sin dejar de mirarme
y fue entonces cuando yo me
levanté y me acerqué un poco y vi mi cuerpo desnudo, más gordito
de lo que hubiera deseado, pero no mucho, los ojos cerrados y una
expresión ausente, y vi el torso de Villeneuve, algo que pocos han
visto, pues nuestro modisto es famoso entre tantas otras cosas por su
discreción y nunca se habían publicado fotos de él en la playa,
por ejemplo, y luego busqué la expresión de Villeneuve, para
adivinar qué iba a suceder a continuación, pero lo único que vi
fue su rostro tímido, mas tímido que en las fotos, de hecho
infinitamente más tímido que en las fotos que aparecían en las
revistas de moda o del corazón.
Villeneuve
se despojó de los pantalones y de los calzoncillos y se tumbó junto
a mi cuerpo. Ahí sí
que lo entendí todo y me quedé mudo de asombro. Lo que sucedió a
continuación cualquiera puede imaginárselo pero tampoco fue una
bacanal. Villeneuve me abrazó, me acarició, me besó castamente en
los labios. Me masajeó el pene y los testículos con una delicadeza
similar a la que alguna vez empleó Cecile Lamballe, la mujer de mis
sueños, y al cabo de un cuarto de hora de arrumacos en la penumbra
comprobé que estaba empalmado. Dios mío, pensé, ahora me va a
sodomizar. Pero no fue así. El modisto, para mi sorpresa, se corrió
frotándose contra uno de mis muslos. En ese momento hubiera querido
cerrar los ojos, pero no pude. Experimenté sensaciones encontradas:
disgusto por lo que veía, agradecimiento por no ser sodomizado,
sorpresa por ser Villeneuve quien era, rencor contra los camilleros
por haber vendido
o alquilado mi cuerpo, incluso vanidad por ser involuntariamente el
objeto del deseo de uno de los hombres más famosos de Francia.
Después
de correrse Villeneuve cerró los ojos y suspiró. En ese suspiro
creí percibir una ligera señal de hastío. Acto seguido se
incorporó y durante unos segundos permaneció sentado en el diván,
dándole la espalda a mi cuerpo, mientras se limpiaba con la mano el
miembro que aun goteaba. Debería darle vergüenza, dije.
Desde
que había muerto era la primera vez que hablaba. Villeneuve levantó
la cabeza, en modo alguno sorprendido o en cualquier caso con una
sorpresa mucho menor de la que hubiera experimentado yo en su lugar,
mientras con una mano buscaba las gafas que estaban sobre la moqueta.
En
el acto comprendí que me había oído. Me pareció un milagro. De
pronto me sentí
tan feliz que le perdoné su anterior lascivia. Sin embargo, como un
idiota, repetí: debería darle vergüenza. ¿Quién está ahí?,
dijo Villeneuve. Soy yo, dije, el fantasma del cuerpo al que usted
acaba de violar. Villeneuve empalideció y luego sus mejillas se
colorearon, todo de forma casi simultánea. Temí que fuera a sufrir
un ataque al corazón o que muriera del susto, aunque la verdad es
que muy asustado no se le veía.
No
hay problema, dije conciliador, está perdonado.
Villeneuve
encendió la luz y buscó por todos los rincones de la habitación.
Creí que se había vuelto loco, pues era evidente que allí sólo
estaba él y que de ocultarse otra persona éste tenía que ser un
pigmeo o aún mas pequeño que un pigmeo, un gnomo. Luego comprendí
que el modisto, contra lo que yo pensaba, no estaba loco sino que más
bien hacía gala de unos nervios de acero: no buscaba a una persona
sino un micrófono. Mientras me tranquilizaba sentí una oleada de
simpatía por él. Su forma metódica de desplazarse por la
habitación me pareció admirable. Yo en su lugar hubiera escapado
como alma que lleva el diablo.
No
soy ningún micrófono, dije. Tampoco soy una cámara de televisión.
Por favor, procure calmarse, siéntese y charlemos. Sobre todo, no
tenga miedo de mí. No voy a hacerle nada. Eso le dije y cuando
terminé de hablar me callé, vi que Villeneuve, tras vacilar
imperceptiblemente, seguía buscando. Lo dejé hacer. Mientras él
desordenaba la habitación yo permanecí sentado en uno de los
confortables sillones. Luego se me ocurrió algo. Le sugerí que nos
encerráramos en una habitación pequeña (pequeña como un ataúd,
fue el término
exacto que empleé), una habitación en donde fuera impensable la
instalación de micrófonos o cámaras y en donde yo le seguiría
hablando hasta que pudiera convencerlo de cuál era mi naturaleza o
mejor dicho mi nueva naturaleza. Después, mientras él reflexionaba
sobre mi proposición, yo pensé a mi vez que me había expresado
mal, pues en modo alguno podía llamar naturaleza a mi estado de
fantasma. Mi naturaleza seguía siendo, a todas luces, la de un ser
vivo. Sin embargo era evidente que yo no estaba vivo. Por un instante
se me ocurrió la posibilidad de que todo fuera un sueño. Con el
valor de los fantasmas me dije que si era un sueño lo mejor (y lo
único) que podía hacer era seguir soñando. Por experiencia sé que
intentar despertarse de golpe de una pesadilla es inútil y además
añade dolor al dolor o terror al terror.
Así
que repetí mi oferta y esta vez Villeneuve dejó de buscar y se
quedó quieto (contemplé con detenimiento su rostro tantas veces
visto en las revistas de papel satinado, y la expresión que vi fue
la misma, es decir una expresión de soledad y de elegancia, aunque
ahora por su frente y por sus mejillas se deslizaban unas pocas pero
significativas gotas de sudor). Salió de la habitación. Lo seguí.
En medio de un largo pasillo se detuvo y dijo ¿sigue usted conmigo?
Su voz me sonó extrañamente simpática, llena de matices que se
acercaba, por distintos caminos, a una calidez no sé si real o
quimérica.
Aquí
estoy, dije.
Villeneuve
hizo un gesto con la cabeza que no comprendí y siguió recorriendo
su mansión, deteniéndose en cada habitación y sala de estar o
rellano y preguntándome si aun estaba con él,
pregunta que yo ineluctablemente respondía en cada ocasión,
procurando darle a mi voz un tono distendido, o al menos intentando
singularizar mi voz (que en vida fue siempre una voz más bien
vulgar, del montón), influido, qué duda cabe, por la voz delgada
(en ocasiones casi un pito) y sin embargo extremadamente distinguida
del modisto. Es más,
a cada respuesta añadía, con miras a conseguir una mayor
credibilidad, detalles del lugar en que nos encontrábamos, por
ejemplo, si había una lámpara con una pantalla de color tabaco y
pie de hierro labrado, y Villeneuve asentía o me corregía, el pie
de lámpara es de hierro forjado o de hierro colado, podía decirme,
con los ojos, eso si, fijos en el suelo, como si temiera que de
improviso yo me materializara o como si no quisiera avergonzarme, y
entonces yo le decía: perdone, no me he fijado bien, o: eso quise
decir. Y Villeneuve movía la cabeza de forma ambigua, como si
efectivamente aceptara mis excusas o como si se estuviera haciendo
una idea más cabal del fantasma que le había tocado en suerte.
Y
así recorrimos toda la casa, y mientras íbamos de un sitio a otro
Villeneuve cada vez estaba o se le veía mas tranquilo y yo estaba
cada vez mas nervioso, pues la descripción de objetos nunca ha sido
mi fuerte, máxime si esos objetos no eran objetos de uso común, o
si esos objetos eran cuadros de pintores contemporáneos que
seguramente valían una fortuna pero sus autores para mí eran unos
perfectos desconocidos, o si esos objetos eran figuras que Villeneuve
había ido reuniendo después de sus viajes (de incógnito) por el
mundo.
Hasta
que llegamos a una pequeña habitación en donde no había nada, ni
un solo mueble, si una sola luz, una habitación revestida de una
capa de cemento, donde nos encerramos y quedamos a oscuras. La
situación, a primera vista, parecía embarazosa, pero para mí fue
como un segundo o un tercer
nacimiento, es decir, para mí fue el inicio de la esperanza y al
mismo tiempo la conciencia desesperada de la esperanza. Allí
Villeneuve dijo: descríbame el sitio en donde estamos ahora. Y yo le
dije que aquel lugar era como la muerte, pero no como la muerte real
sino como imaginamos la muerte cuando estamos vivos. Y Villeneuve
dijo: descríbalo. Todo
está oscuro, dije yo. Es como un refugio atómico. Y añadí que el
alma se encogía en un sitio así e iba a seguir enumerando lo que
sentía, el vacío que se había instalado en mi alma mucho antes de
morir y del que sólo ahora tenia conciencia, pero Villeneuve me
interrumpió, dijo que con eso bastaba, que me creía, y abrió de
golpe la puerta.
Lo
seguí hasta la sala principal de la casa, en donde se sirvió un
whisky y procedió a pedirme perdón, con pocas y medidas frases, por
lo que había hecho con mi cuerpo. Está usted perdonado, le dije.
Soy una persona de mente abierta. En realidad ni siquiera estoy
seguro de lo que significa tener una mente abierta, pero sentí que
era mí deber hacer tabla rasa y despejar nuestra futura relación de
culpabilidades y rencores.
Se
preguntará usted por qué hago lo que hago, dijo Villeneuve.
Le
aseguré que no tenía intención de pedirle explicaciones. Sin
embargo Villeneuve insistió en dármelas. Con cualquier otra persona
aquello se hubiera convertido en una velada de lo más desagradable,
pero quien hablaba era Jean-Claude Villeneuve, el más grande modisto
de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando
mientras oía una historia sucinta de su infancia y adolescencia, de
su juventud, de sus reservas en material sexual, de sus experiencias
con algunos hombres y con algunas mujeres, de su inveterada soledad,
de su mórbido deseo de no causar daño a nadie que tal vez encubría
el oculto deseo de que nadie le hiciese daño a él, de sus gustos
artísticos que admiré y envidié con toda mi alma, de su
inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos,
de sus primeros trabajos para una casa de alta costura, de sus viajes
iniciáticos sobre los que no quiso profundizar, de su amistad con
tres de las mejores actrices del cine europeo, de su relación con el
par de seudoartistas de la morgue que le conseguían de tanto en
tanto cadáveres con los que pasaba solo una noche, de su fragilidad,
de su fragilidad que se asemejaba a una demolición en cámara lenta
e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principal se
deslizaron las primeras luces de la mañana y Villeneuve dio por
concluida su larga exposición.
Permanecimos
en silencio durante un largo rato. Supe que ambos estábamos si no
exultantes de alegría sí razonablemente felices.
Poco
después llegaron los camilleros. Villeneuve miró al suelo y me
preguntó qué
debía hacer. Después de todo, el cuerpo que venían a buscar era el
mío. Le di las gracias por la delicadeza de preguntármelo pero al
mismo tiempo le aseguré que me encontraba más allá de esas
preocupaciones. Haga lo que suele hacer, le dije. ¿Se marchará
usted?, dijo él. Mi decisión hacía
rato que estaba tomada, sin embargo fingí reflexionar durante unos
segundos antes de decirle que no, que no me iba a marchar. Si a él
no le importaba, claro. Villeneuve pareció aliviado. No me importa,
al contrario, dijo. Entonces sonó un timbre y Villeneuve encendió
los monitores y flanqueó el paso a los alquiladores de cadáveres,
que entraron sin decir una palabra.
Agotado
por los sucesos de la noche, Villeneuve no se levantó del sofá. Los
seudoartistas lo saludaron, me pareció que uno de ellos tenía ganas
de charla, pero el otro le dio un empujón y ambos bajaron sin más a
buscar mi cadáver. Villeneuve tenía los ojos cerrados y parecía
dormido. Yo seguí a los camilleros al sótano. Mi cadáver yacía
semicubierto por la funda de la morgue. Vi cómo lo metían en ella y
lo cargaban hasta depositarlo otra vez en el maletero del coche. Lo
imaginé allí, en el frío, hasta que un pariente o mi ex mujer
acudiera a reclamarlo. Pero no hay que darle espacio al
sentimentalismo, pensé, y cuando el coche de los camilleros dejó el
jardín y se perdió en aquella calle arbolada y elegante no sentí
ni el más leve asomo de nostalgia o de tristeza o de melancolía.
Al
volver a la sala Villeneuve seguía en el sillón y hablaba solo
(aunque no tardé en descubrir que él creía que hablaba conmigo)
mientras con los brazos entrecruzados temblaba de frío. Me senté en
una silla junto a él, una silla de madera labrada y respaldo de
terciopelo, de cara a la ventana y al jardín y a la hermosa luz de
la mañana, y lo dejé seguir hablando todo lo que quisiera.
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