Julia se acomoda en su
asiento. Frente a ella duerme una pareja madura. La cabeza de ella
traquetea abandonada en el hombro de su compañero. Julia, con
disimulo, los contempla. Tras tres matrimonios, ninguno duradero,
sabe que no está hecha para compartir una vida; sí momentos,
intensos tal vez, pero pasajeros. Se conoce y se acepta, pero a veces
siente envidia de quienes son capaces de recorrer juntos su camino.
Abre un libro. Se concentra en la lectura hasta que una sacudida del
vagón la hace levantar la vista. Sus vecinos también la han
advertido: ella se agita en sueños y él, sin despertarse, con la
precisión que da la costumbre, le pasa el brazo detrás de los
hombros y la estrecha contra sí. A través de la ventanilla la luz
vespertina baña de placidez sus rostros.
El
tren comienza a desacelerar. La mujer abre los ojos. Su expresión se
tiñe de sorpresa e, inmediatamente, de azoro.
−Disculpe,
por favor… es que…
−Nada
que disculpar, señora −responde él, sobresaltado−. Espere, le
bajo la maleta.
Julia
la ve salir, sonrojada, nerviosa, recién expulsada del paraíso.
Después mira al hombre un instante, lo justo para ver cómo lo
estremece una desolación infinita.
Esta noche te cuento. Septiembre, 2018.
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