En cuanto a tiempo, en cuanto a distancia, lo que se dice el hecho
material de transportarse de un lugar a otro en el espacio, era
ciertamente muy fácil para P. (como lo llamaba el director de la
escuela cuando, fuertes nudillos, bigote tembloroso, lo reprendía)
llegar hasta su casa. Y sin embargo, ¡tan difícil! Y no; no es que
fuera débil o enfermo. Aparte de una imperceptible y poco molesta
deformación craneana era un niño como todos los demás.
Era el ambiente de
su casa lo que le disgustaba; el aspecto no diré sombrío, pero
tampoco agradable de las dos habitaciones; su oscuridad y el fino
polvo que lo invadía todo, hasta su nariz, haciéndole consciente la
respiración; y algún mal olor definible, constante, que flotaba por
todos los rincones; todo esto acompañado a la monótona asistencia
de su madre: “Debes estudiar tus lecciones, debes estudiar, debes”,
eran motivos suficientes para convertir en difícil y odiosa la
simple tarea del regreso.
Notaba en cambio el
alborozo, el contento de sus compañeros —ocho, nueve, once años—
cuando llegaba el momento en que todavía el sol bien alto
abandonaban el viejo caserón de aulas estrechas y lleno de maestros
—ahora tan distantes, tan irreales— cuyos nombres olvidaba, o ha
olvidado, tan fácilmente como la precisa ubicación de mares de
colores y ríos imposibles.
Mi casa —creo que
ya lo dije— quedaba a unas pocas cuadras, tal vez cuatro y unos
pasos más, de la escuela. Tal vez cinco. No lo puedo decir con
certeza, pues es inútil que trate de recordar alguna vez en que haya
hecho el recorrido directamente. Solía yo entonces, lo acostumbraba,
lo necesitaba, como se desprende de los primeros párrafos de este
relato, hacer un gran rodeo antes de llegar.
Al salir de clases
me iba por lo general a los mercados, donde me extasiaba viendo las
frutas amarillas y rojas y oyendo —y aprendiendo— las bárbaras
expresiones de las verduleras; o a los barrancos, en los que se
escuchan extraños y misteriosos ruidos justo a la hora en que el sol
se pone; o, a veces, a las iglesias, en las que había santos
(algunos mutilados. Nunca supe si así fueron en vida o si su
manquedad se debía a efectos del tiempo en el material de que
estaban construidos y santas que me inspiraban un natural terror, que
todavía siento.
Tenía como medida
de tiempo esperar a que el sol se ocultara por completo antes de
acercarme a mi casa. La puerta estaba siempre abierta; mi madre la
abría desde temprano —quizá no la cerraba nunca— para que yo
no interrumpiera con mi llamado su labor de crochet. No formaba parte
de mis conocimientos en esa época el hecho de que la hora de la
caída del sol va variando de día en día. Por esta razón, en
junio, cuando los días se alargan y parece que no van a terminar
nunca, llegaba tan tarde que mi madre algunas veces, preocupada por
lo que pudiera acontecerme, estaba esperándome a la puerta. Entonces
me azotaba con un poco de furia y me clavaba las uñas en los brazos
mientras me reprendía. Pero a pesar de los golpes y de las
reprimendas yo nunca entendí que el sol pudiera atrasarse y seguía
llegando tarde, en ocasiones con los pies llenos de barro y empapado
por los insultantes aguaceros del verano, que en mi país se llama
invierno.
Fue durante unas
vacaciones —ansiadas todo el año, pronto insoportables— cuando
tuve conciencia cabal de que en mi casa no marchaban muy bien las
cosas.
Mi padre estaba
ausente. Recordé, confirmé entonces, que se ausentaba con
frecuencia. Y tuve la sensación de que a pesar de que cuando no
estaba ella parecía más tranquila, mi madre —¡imposible,
imposible!— mentía un poco al asegurarme que él estaba trabajando
en tal o cual ciudad del interior, trabajando para traer muchas
monedas de oro a la casa que —y esto sea dicho sin afán de
crítica— bien las necesitaba, por lo que yo podía entender. Yo
preguntaba entonces que cuándo iba a ser eso, y ella callaba, o
hablaba de otra cosa, o me mandaba estudiar, o me regañaba (con la
evidente intención de desviar el curso de mi pensamientos) por algo
que yo había hecho —o deshecho— mucho tiempo atrás.
Estoy seguro de que
no debería decir esto, ciertamente mi padre era un pícaro, lo que
se llama un verdadero pícaro. Sentía el orgullo de serlo y gozaba
tratando de aumentar su mala fama que por lo demás nadie le
regateaba ya entre el vecindario.
Creo que ningún
otro niño (excepto mi hijo) ha tenido un padre como el mío. ¿Se
podría, acaso, llamar padre lo que yo tuve?
Él mismo, durante
mucho tiempo, trató de que la idea de que yo era su hijo no se
afirmara en mi cabeza. Aún puedo ver, sentir con claridad, esta
escena repetida muchas veces en la misma forma: llegaba por las
noches cuando ya todo el mundo dormía en la vieja casa de vecindad,
completamente borracho, llenando toda la habitación, con su respirar
fuerte y fatigado, de un abominable olor a vino devuelto. Cierro los
ojos y puedo verlo caminando haciendo el menor ruido posible, como un
fantasma, con el dedo índice puesto sobre los labios para indicar
silencio, mientras se tambaleaba de un lado para otro sin perder
jamás por completo el equilibrio.
Un extraño que lo
viera entonces pensaría que se trataba de un borracho hasta cierto
punto considerado y, sobre todo, respetuoso del sueño ajeno. Pero su
silencio y sus ademanes no respondían por desgracia a cualidades tan
recomendables en un bebedor. Encerraban más bien un sentido
diabólico. No tenían más objeto que el de sorprender la presencia
de un amante ilusorio en el cuarto de mi madre.
Era su obsesión por
aquel tiempo. Más tarde he comprobado que no era ésta la única. En
cierta ocasión (entre muchas), algún tiempo antes, había
abandonado por completo nuestra casa seguro de que todos nosotros —mi
madre, yo, el perro— tramábamos asesinarlo mientras estuviera
dormido. Aunque después he pensado que mi madre debió haberlo
hecho, tal sospecha era absurda e infundada, pues ella lo amaba.
Cuando terminaba por
convencerse (él lo creía así) de que había sido burlado una vez
más y de que el amante era más astuto o menos trasnochador que él,
se llegaba hasta el catre en que yo dormía y me tomaba en sus brazos
sacudiéndome con furia, haciéndome daño con su aliento y con sus
suaves manos de holgazán. Yo prorrumpía entonces en interminables
chillidos capaces de despertar a la ciudad entera. Pero él no
quedaba contento hasta que me golpeaba a su gusto durante largo rato,
gritando: “¡No eres hijo mío, no eres hijo mio!”, como si
quisiera convencer a los vecinos y convencerme a mí, un niño de
seis años, de que era hijo no de una madre como todos los niños,
sino de una (la palabra la aprendí más tarde) de una puta.
Mamá terminaba
siempre por ir en mi rescate apartándome de aquella voz y de aquel
aliento alcohólico, lo que yo le agradecía desde el fondo de mi
corazón. Me quedaba entonces con el cuerpo recogido, temblando de
frío y sin poder dormir, nervioso, asustado, viendo extrañas cosas
en la oscuridad hasta mucho tiempo después. Por lo general sollozaba
largamente —a ratos ya sin ganas—, para que mi madre me tuviera
lástima, para que me compadeciera y para hacer que ella llorara,
también, un poquito.
Por lo reiterado de
aquellas situaciones llegué a pensar que en efecto mi padre no era
mi padre. Sólo se me hacía difícil comprender cómo, no siendo yo
su hijo, me pegaba en aquella forma sin que nunca se le hubiera
ocurrido hacer lo mismo, ni una sola vez, con los otros chicos de la
vecindad, que sin duda alguna tampoco lo eran.
A no ser a aquella
hora, casi nunca lo veía. Acostumbraba levantarse muy tarde, cuando
yo ya estaba en la escuela cayéndome de sueño y sin comprender las
operaciones de aritmética que el maestro, sin duda seguro también
de que nosotros no éramos hijos suyos, trataba de meternos en la
cabeza a fuerza de golpes y coscorrones. Hoy me maravillo de haber
aguantado tanto y de poder repetir, aunque con titubeos y con cierto
temblor que no puedo dominar, las tablas de multiplicación.
Llego con los brazos
cargados de paquetes. Arrojo algunos sobre la cama que parece una
gran mesa de comedor cubierta con un extenso y liso mantel blanco de
crochet. Hay sobre ella unos platos. Unos grandes platos llenos de
fruta. Pero pronto descubro que no son platos sino enormes floreros
con (extrañas) rosas verdes, bordadas con hilo de seda brillante.
Me quito el
sombrero, lo tiro, y va a caer justamente en la cabeza del perro, que
se lo sacude gruñendo. (Me fijo en los ojos del perro, tienen un
raro fulgor). Después, como quién se prepara a dar una sorpresa y
con los ojos llenos de malicia, miro a mi esposa y a mi hijo (quien
se me parece extraordinariamente) y me pongo a extraer como a
escondidas, de un bolsillo interior de mi saco, algo que con gran
lentitud —con gran lentitud— va adquiriendo la forma de un
velocípedo. Mi hijo —yo— siempre ha querido uno, ¿por qué no
se lo he de dar ahora que traigo dinero en abundancia? Sólo que debe
de existir un error, pues en lugar de las tres ruedas necesarias,
oportunas, clásicas, van saliendo muchas en número infinito, una
tras otra, hasta inundar la habitación y convertirse en algo
molesto, insoportable. Pienso: un error de construcción. Un poco
avergonzado, sonrío y vuelvo a meter todo en la misma forma que
antes, sólo que al revés, en el bolsillo de mi saco. Las ruedas van
desapareciendo con metálico retintín dorado, pero las últimas —que
fueron las primeras— entran con suma dificultad oprimiéndome el
corazón, haciéndome respirar trabajosamente, casi ahogándome,
asfixiándome como un bocado de carne demasiado grande que se queda
en la garganta. Siento cómo brotan unas gotitas de sudor en mi
frente. Tengo que terminar pronto. Un rato más y caería desmayado
echando a perder la alegría de mi esposa y de mi hijo. Me obsesiona
el pensamiento de que si muero nadie sabrá desentrañar el mecanismo
del velocípedo, explicado solamente en un pedazo de papel —o
papiro— que el vendedor del aparato masticó y tragó,
ruidosamente, para que nadie pudiera divulgar el secreto de su
construcción.
Para sobrevivir
tengo que volver a sacar las ruedas, pero el mecanismo tiene otra
falla y ahora se resisten tanto a salir como a volver a su primitivo
sitio. Inspirado —inspirado— decido quitarme el saco y arrojarlo
lejos de mi —o cerca, lo mismo da—. No lo puedo hacer porque las
mangas están sujetas a mi espalda con fuertes cintas blancas. No me
gusta la camisa de fuerza. Es un aparato infernal. Me arrojo al
suelo. No es la solución. Agito con furia los pies. Siento frío.
Los dejo quietos. Cuando ya no puedo más, cuando ya no puedo menos,
empapado de sudor, lloro y grito con todas mis fuerzas. Mi esposa y
mi hijo me contemplan con enormes ojos azorados. Viene mi esposa —mi
madre—, me pasa la mano por la frente, me limpia el sudor con
suavidad, me da un poco de agua —muy poca— y me explica que
aquello se llama una pesadilla.
En los últimos
tiempos ya no me trataba tan mal, ni me insultaba. Sólo de vez en
cuando me daba un puntapié sin mucha fuerza, cuando tenía la
ocasión de hacerlo.
Mi madre y yo
tardamos algunas semanas en darnos cuenta de que una nueva idea fija
se había apoderado de su pensamiento. Ya no buscaba amantes debajo
de las camas, ni olía los alimentos para comprobar que no habían
sido previamente envenenados, como si con olerlos hubiera podido
descubrirlo; ni tiraba los platos al suelo vociferando que no habían
sido bien lavados y que se le trataba peor que a un extraño. Había
encontrado una nueva víctima: los perros.
En efecto, de un día
para otro fue apoderándose de mi alma un profundo desprecio por
estos animales. Llegué a aborrecerlos como a ninguna otra cosa en el
mundo.
Todas las pasiones
que pude haber alimentado fueron formando en mi como un sedimento
espeso y compacto para dejar en la superficie, en la primera capa de
lo cotidiano, aquel asco, esta repulsión hacia animales tan serviles
y bajos, cuyos ojos lacrimosos y mansos y cuyas lenguas exudantes
están siempre prontos a lamer con gusto la planta que los hiere.
Mi primera víctima
(y cuántas más no han caído ya) fue nuestro propio perro, cuyo
nombre, demasiado denigrante, demasiado perruno, no quiero declarar
aquí. Ahora que lo pienso bien, creo que su nombre tuvo parte
principalísima en el desenlace. Quizá si se hubiera llamado de otro
modo yo no habría reparado en él. El nombre de un perro es tan
importante como el perro mismo. Un hombre, una mujer, pueden, si les
da la gana, y por motivos a cual más extraño y pintoresco, buscarse
otro apelativo. Esto es cuestión de gustos y con tres publicaciones
del Registro Civil en los diarios de menor circulación queda todo
arreglado. Pero un perro tiene que sufrir su nombre de por vida, a
menos que tome la decisión de lanzarse a la calle y convertirse en
un perro vagabundo, huesoso, innominado; mas ésta es una vida dura y
triste, y es evidente que son pocos los que se resignan a que los
echen de los restaurantes y de los mingitorios de las cantinas con el
genérico de¡< “perro!”, “¡perro!”, cuando no con un mal
golpe en el vientre. Recordaba yo que el viejo filósofo lo escogió
como lo más bajo y despreciable que pudiera darse: can. Y me
complacía en admirarlo por haberse dado a imitarlos para que los
hombres lo despreciaran tanto como él despreciaba a los hombres.
Llegué a leer en un libro: “Estando en una cena, hubo algunos que
le arrojaron los huesos como a perro, y él acercándose a los tales,
se les meo encima, como hacen los perros”. Odié también al viejo
cínico, ¡tan cándido!
A veces tiene uno
que decir cosas monstruosas. Esto que voy a decir es un poco
monstruoso: creo que mi padre sentía celos del animal. Asociando
algunas ideas he llegado a esta conclusión y no puedo explicarme la
muerte de Diógenes de otro modo.
En todo caso, el
perro tuvo una buena parte de culpa. ¿Quién les manda a los perros
poseer esa mirada tan húmeda, tan tierna, tan amorosa, en fin? ¿Y
quién le ordenaba al nuestro esconderse debajo de la cama en cuanto
mi padre aparecía? ¿No fuera más conveniente salir a su encuentro
(aun a riesgo de recibir una patada) en vez de provocarlo con su
inútil huida? No. Hacía siempre lo menos indicado, lo más
estúpido. En ocasiones se ponía a chillar antes de que mi padre le
pegara. No duró mucho. Mi padre no pudo soportarlo. Un día mi padre
nos sorprendió a los tres. Era una tarde calurosa. Yo repasaba con
ahínco algunas tablas de multiplicar. Mi madre hacía su infinito
trabajo de crochet. No puedo evocarla sin asociar su memoria con
aquella aguja plateada y con el ovillo de hilo blanco tirado en el
suelo, sobre un periódico. No me explico de qué modo salía de los
otros deberes domésticos, ya que me es imposible recordarla de otra
manera que tejiendo o planchando sus tejidos. Mantenía las
habitaciones inundadas de tapetes, lo que en vez de embellecerlas
(como sin duda era su propósito) les daba un aspecto pueblerino de
mal gusto.
Sus planchas,
negras, de hierro colado, se encontraban en los lugares más
inesperados y absurdos. Su labor era también una obsesión, supongo.
Cuando no trabajaba en ella movía los dedos febrilmente como si lo
estuviera haciendo, sin darse cuenta, tal como si no quisiera perder
por ningún motivo el ritmo comenzado quién sabe cuántos años
atrás. Si yo no me hubiera acostumbrado a ver la bola de hilo en el
pavimento hubiera podido creer sin dificultad que ella misma lo
producía, como las arañas.
El perro se había
tirado en un rincón sudando copiosamente por la lengua y la nariz.
El ladrillo en que
apoyaba la cabeza se llenaba de vapor a cada golpe de sus pulmones.
Sobre este vapor me gustaba escribir con el dedo las iniciales de mi
nombre, pero mi madre no siempre me permitía hacerlo: “Eres un
niño muy sucio”.
Digo que nos
sorprendió a los tres. Lo que menos esperábamos era su llegada y la
forma en que lo hizo. Llegó temprano y de muy buen humor. Sobrio.
Limpio. Sonriente. La alegría se comunica con facilidad. Nos
comunicó a todos su alegría. Daba gusto tener un padre así y por
momentos me olvidé de sus golpes.
Se quitó el
sombrero y lo lanzó con mucha gracia (así me pareció) hasta el
gancho fijo que estaba en el otro extremo de la habitación.
Después se acercó
a mi madre y la acarició pasándole la mano, lenta y suavemente, por
el cabello. Inclinándose para besarla le dijo algunas palabras que
no alcancé a oír o que no recuerdo, pero que siento no recordar
porque estoy seguro de que eran dulces y bondadosas. Cuando llegó mi
turno vino hasta mí, me dio dos palmadas en el hombro y pronunció
con una sonrisa:
-¿Qué tal?
Yo bajé la vista
sintiendo un poco de fuego en las mejillas:
-Bien, papá.
Después se sentó.
Parecía un poco avergonzado. Hacía varios meses (o años) que no lo
veíamos. Se notaba que quería hablar, seguir diciendo cosas
agradables; pero se estuvo quedo, con los ojos bien semicerrados o
bien perdidos en las vigas (un poco sucias de humo se me ocurrió)
que sostenían el techo.
Mi madre ofreció o
simplemente dijo algo. Sólo se levantó para cerrar la ventana pues
empezaba a oscurecer y un poco de viento frío había irrumpido en la
habitación. Después de esto volvió a su trabajo, en silencio.
Todos oímos con
claridad cuando el perro empezó a gruñir como acostumbran cuando
sienten una calma pesada. Estaba en una esquina, echado al estilo de
los lagartos, las cuatro patas estiradas y la panza pegada al piso,
como si el calor aún fuera excesivo.
Cuando lo oí moví
los ojos lentamente en dirección a mi padre. Sonreía. Mi madre
también lo observaba; cuando lo vio sonreír, sonrió. Cuando yo la
vi sonreír, sonreí. Entonces coincidimos todos en volver a ver al
animal, que también sonrió a su modo. Qué alivio sentí al oír
que mi padre
rompía de nuevo el
silencio haciendo sonar sus dedos con la evidente intención de que
Diógenes se le acercara.
A su llamado el
perro comenzó a moverse con lentitud, arrastrándose, empujándose
con las patas traseras. Nunca esperó que lo llegara a tratar con
tanto cariño. Imagino que hasta él mismo se daba cuenta de que mi
padre no estaba borracho como siempre, de que aquél era un día
distinto.
Mientras tanto, mi
padre, sin duda para que perdiera por completo el miedo, seguía
llamándolo con silbidos y diminutivos cariñosos: “perrito”,
“perrito”.
Ese día tuve una
vaga idea de lo que era la felicidad. Veía a mi madre contenta.
Contemplaba a mi padre limpio y contento. Notaba el contento en los
ojos del perro. Cuando éste recorrió toda la distancia que lo
separaba de mi padre se veía feliz. Movía la cola con fuerza
extraordinaria y emitía de vez en cuando uno que otro gruñido. Por
un momento —quizá exagerando su papel— se dio vuelta y quedó
con las patas para arriba, como queriendo demostrar todo su gozo;
pero pronto volvió a su posición normal, tal vez un poco
avergonzado. Mi padre lo acarició con un pie.
¿No tuvo él una
parte de culpa, sin que esto sea estar, Dios sabe bien que no, en su
contra? Hoy está muerto y yo debería respetar su memoria, pero
¿cómo conociendo a mi padre hizo lo que hizo? No lo afirmo, mas es
posible que su único deseo haya sido el de compartir su alegría. El
caso es que en cierto momento volvió su cabeza hacia mí. Cuando se
cansó de mirarme, o cuando yo dejé de hacerle caso, volvió sus
ojos estúpidos hacia mi madre y se estuvo así un rato, con la
lengua colgando, en espera de alguna palabra.
Entonces fue cuando
la expresión de mi padre cambió. Alargó con mucha calma su brazo
derecho hacia la mesa que estaba a su lado, tomo una de las planchas
de mi madre y la dejó caer como un rayo sobre la cabeza del animal.
Este no tuvo la más pequeña oportunidad de defensa. Ni siquiera se
movió del lugar en que estaba. Tampoco lo hizo mi madre. Ni yo. No
era necesario.
Bueno, ya pueden
imaginar esos minutos. Cuando la cola dejó de moverse, cuando mi
padre se convenció de que estaba bien muerto, se levantó
sencillamente, tomó su sombrero y se fue. Desde entonces no lo hemos
vuelto a ver.
Tal vez, en
realidad, mi marido no era tan malvado. Me inclino más bien a pensar
que estaba un tanto enfermo, aunque fuera un poco, como él mismo
diría. Su internamiento en un sanatorio, en el que después de
infatigable búsqueda lo encontré, es una de las innumerables
pruebas en que me fundo para afirmarlo.
Hoy es como un niño
obstinado en la creencia de que su padre lo tortura a causa de algún
imaginario delito cometido por su madre antes de que él naciera.
Cuando esta idea desaparezca de su mente, sanará.
Yo, por mi parte,
digo esto: uno no está libre nunca de la calumnia. Y ésta puede
venir de donde menos se sospecha, hasta de los propios hijos. Espero
que nadie dé crédito (porque hay personas dispuestas a creer
cualquier cosa, hasta la más visible mentira a toda esta insensata
patraña urdida con la pérfida intención de perjudicarme. Es fácil
notar —y sería un insulto dudar de que todos lo advirtieron— que
mi hijo empieza a mentir desde el principio, cuando se describe a sí
mismo, a sabiendas de que miente, como víctima de una “imperceptible
y poco molesta deformación craneana”. La verdad es que su cabeza
es monstruosa. Yo no tengo la culpa. Nació así. Ya desde el primer
momento nos dimos cuenta, cuando su alumbramiento fue tan difícil.
Es inocentemente
falso que asistiera a la escuela: aprendió a leer y a escribir en
casa.
Soy agente viajero.
Esto lo puede abonar la firma Rosenbaum & Co., de quienes estoy
en capacidad de mostrar hermosas cartas que, sin que yo lo merezca,
me favorecen.
Mi esposa murió
hace mucho tiempo. Mi hijo no la conoció. Se crió en brazos de mi
madre.
Y en cuanto a perros
se refiere, estoy seguro puedo certificarlo, de que nunca, excepción
hecha de Diógenes, he matado a ningún otro. Tuve que hacerlo.
Ningún perro está libre de la rabia. ¿Por qué él iba a ser una
excepción? En cualquier momento podía atacarlo esta enfermedad
que, como todos saben, se multiplica en progresión geométrica, con
tal eficacia que en poco tiempo termina con poblaciones enteras.
Si esta inmoderada
dolencia lo hubiera atacado algún día, no puedo ni siquiera pensar
qué habría sido de todos nosotros. Las consecuencias serían
incalculables.
Obras completas (y otros cuentos), 1959.
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