domingo, 2 de febrero de 2020

Diógenes también. Augusto Monterroso.

En cuanto a tiempo, en cuanto a distancia, lo que se dice el hecho material de transportarse de un lugar a otro en el espacio, era ciertamente muy fácil para P. (como lo llamaba el director de la escuela cuando, fuertes nudillos, bigote tembloroso, lo reprendía) llegar hasta su casa. Y sin embargo, ¡tan difícil! Y no; no es que fuera débil o enfermo. Aparte de una imperceptible y poco molesta deformación craneana era un niño como todos los demás.
Era el ambiente de su casa lo que le disgustaba; el aspecto no diré sombrío, pero tampoco agradable de las dos habitaciones; su oscuridad y el fino polvo que lo invadía todo, hasta su nariz, haciéndole consciente la respiración; y algún mal olor definible, constante, que flotaba por todos los rincones; todo esto acompañado a la monótona asistencia de su madre: “Debes estudiar tus lecciones, debes estudiar, debes”, eran motivos suficientes para convertir en difícil y odiosa la simple tarea del regreso.
Notaba en cambio el alborozo, el contento de sus compañeros —ocho, nueve, once años— cuando llegaba el momento en que todavía el sol bien alto abandonaban el viejo caserón de aulas estrechas y lleno de maestros —ahora tan distantes, tan irreales— cuyos nombres olvidaba, o ha olvidado, tan fácilmente como la precisa ubicación de mares de colores y ríos imposibles.
Mi casa —creo que ya lo dije— quedaba a unas pocas cuadras, tal vez cuatro y unos pasos más, de la escuela. Tal vez cinco. No lo puedo decir con certeza, pues es inútil que trate de recordar alguna vez en que haya hecho el recorrido directamente. Solía yo entonces, lo acostumbraba, lo necesitaba, como se desprende de los primeros párrafos de este relato, hacer un gran rodeo antes de llegar.
Al salir de clases me iba por lo general a los mercados, donde me extasiaba viendo las frutas amarillas y rojas y oyendo —y aprendiendo— las bárbaras expresiones de las verduleras; o a los barrancos, en los que se escuchan extraños y misteriosos ruidos justo a la hora en que el sol se pone; o, a veces, a las iglesias, en las que había santos (algunos mutilados. Nunca supe si así fueron en vida o si su manquedad se debía a efectos del tiempo en el material de que estaban construidos y santas que me inspiraban un natural terror, que todavía siento.
Tenía como medida de tiempo esperar a que el sol se ocultara por completo antes de acercarme a mi casa. La puerta estaba siempre abierta; mi madre la abría desde temprano —quizá no la cerraba nunca— para que yo no interrumpiera con mi llamado su labor de crochet. No formaba parte de mis conocimientos en esa época el hecho de que la hora de la caída del sol va variando de día en día. Por esta razón, en junio, cuando los días se alargan y parece que no van a terminar nunca, llegaba tan tarde que mi madre algunas veces, preocupada por lo que pudiera acontecerme, estaba esperándome a la puerta. Entonces me azotaba con un poco de furia y me clavaba las uñas en los brazos mientras me reprendía. Pero a pesar de los golpes y de las reprimendas yo nunca entendí que el sol pudiera atrasarse y seguía llegando tarde, en ocasiones con los pies llenos de barro y empapado por los insultantes aguaceros del verano, que en mi país se llama invierno.
Fue durante unas vacaciones —ansiadas todo el año, pronto insoportables— cuando tuve conciencia cabal de que en mi casa no marchaban muy bien las cosas.
Mi padre estaba ausente. Recordé, confirmé entonces, que se ausentaba con frecuencia. Y tuve la sensación de que a pesar de que cuando no estaba ella parecía más tranquila, mi madre —¡imposible, imposible!— mentía un poco al asegurarme que él estaba trabajando en tal o cual ciudad del interior, trabajando para traer muchas monedas de oro a la casa que —y esto sea dicho sin afán de crítica— bien las necesitaba, por lo que yo podía entender. Yo preguntaba entonces que cuándo iba a ser eso, y ella callaba, o hablaba de otra cosa, o me mandaba estudiar, o me regañaba (con la evidente intención de desviar el curso de mi pensamientos) por algo que yo había hecho —o deshecho— mucho tiempo atrás.
Estoy seguro de que no debería decir esto, ciertamente mi padre era un pícaro, lo que se llama un verdadero pícaro. Sentía el orgullo de serlo y gozaba tratando de aumentar su mala fama que por lo demás nadie le regateaba ya entre el vecindario.
Creo que ningún otro niño (excepto mi hijo) ha tenido un padre como el mío. ¿Se podría, acaso, llamar padre lo que yo tuve?
Él mismo, durante mucho tiempo, trató de que la idea de que yo era su hijo no se afirmara en mi cabeza. Aún puedo ver, sentir con claridad, esta escena repetida muchas veces en la misma forma: llegaba por las noches cuando ya todo el mundo dormía en la vieja casa de vecindad, completamente borracho, llenando toda la habitación, con su respirar fuerte y fatigado, de un abominable olor a vino devuelto. Cierro los ojos y puedo verlo caminando haciendo el menor ruido posible, como un fantasma, con el dedo índice puesto sobre los labios para indicar silencio, mientras se tambaleaba de un lado para otro sin perder jamás por completo el equilibrio.
Un extraño que lo viera entonces pensaría que se trataba de un borracho hasta cierto punto considerado y, sobre todo, respetuoso del sueño ajeno. Pero su silencio y sus ademanes no respondían por desgracia a cualidades tan recomendables en un bebedor. Encerraban más bien un sentido diabólico. No tenían más objeto que el de sorprender la presencia de un amante ilusorio en el cuarto de mi madre.
Era su obsesión por aquel tiempo. Más tarde he comprobado que no era ésta la única. En cierta ocasión (entre muchas), algún tiempo antes, había abandonado por completo nuestra casa seguro de que todos nosotros —mi madre, yo, el perro— tramábamos asesinarlo mientras estuviera dormido. Aunque después he pensado que mi madre debió haberlo hecho, tal sospecha era absurda e infundada, pues ella lo amaba.
Cuando terminaba por convencerse (él lo creía así) de que había sido burlado una vez más y de que el amante era más astuto o menos trasnochador que él, se llegaba hasta el catre en que yo dormía y me tomaba en sus brazos sacudiéndome con furia, haciéndome daño con su aliento y con sus suaves manos de holgazán. Yo prorrumpía entonces en interminables chillidos capaces de despertar a la ciudad entera. Pero él no quedaba contento hasta que me golpeaba a su gusto durante largo rato, gritando: “¡No eres hijo mío, no eres hijo mio!”, como si quisiera convencer a los vecinos y convencerme a mí, un niño de seis años, de que era hijo no de una madre como todos los niños, sino de una (la palabra la aprendí más tarde) de una puta.
Mamá terminaba siempre por ir en mi rescate apartándome de aquella voz y de aquel aliento alcohólico, lo que yo le agradecía desde el fondo de mi corazón. Me quedaba entonces con el cuerpo recogido, temblando de frío y sin poder dormir, nervioso, asustado, viendo extrañas cosas en la oscuridad hasta mucho tiempo después. Por lo general sollozaba largamente —a ratos ya sin ganas—, para que mi madre me tuviera lástima, para que me compadeciera y para hacer que ella llorara, también, un poquito.
Por lo reiterado de aquellas situaciones llegué a pensar que en efecto mi padre no era mi padre. Sólo se me hacía difícil comprender cómo, no siendo yo su hijo, me pegaba en aquella forma sin que nunca se le hubiera ocurrido hacer lo mismo, ni una sola vez, con los otros chicos de la vecindad, que sin duda alguna tampoco lo eran.
A no ser a aquella hora, casi nunca lo veía. Acostumbraba levantarse muy tarde, cuando yo ya estaba en la escuela cayéndome de sueño y sin comprender las operaciones de aritmética que el maestro, sin duda seguro también de que nosotros no éramos hijos suyos, trataba de meternos en la cabeza a fuerza de golpes y coscorrones. Hoy me maravillo de haber aguantado tanto y de poder repetir, aunque con titubeos y con cierto temblor que no puedo dominar, las tablas de multiplicación.


Llego con los brazos cargados de paquetes. Arrojo algunos sobre la cama que parece una gran mesa de comedor cubierta con un extenso y liso mantel blanco de crochet. Hay sobre ella unos platos. Unos grandes platos llenos de fruta. Pero pronto descubro que no son platos sino enormes floreros con (extrañas) rosas verdes, bordadas con hilo de seda brillante.
Me quito el sombrero, lo tiro, y va a caer justamente en la cabeza del perro, que se lo sacude gruñendo. (Me fijo en los ojos del perro, tienen un raro fulgor). Después, como quién se prepara a dar una sorpresa y con los ojos llenos de malicia, miro a mi esposa y a mi hijo (quien se me parece extraordinariamente) y me pongo a extraer como a escondidas, de un bolsillo interior de mi saco, algo que con gran lentitud —con gran lentitud— va adquiriendo la forma de un velocípedo. Mi hijo —yo— siempre ha querido uno, ¿por qué no se lo he de dar ahora que traigo dinero en abundancia? Sólo que debe de existir un error, pues en lugar de las tres ruedas necesarias, oportunas, clásicas, van saliendo muchas en número infinito, una tras otra, hasta inundar la habitación y convertirse en algo molesto, insoportable. Pienso: un error de construcción. Un poco avergonzado, sonrío y vuelvo a meter todo en la misma forma que antes, sólo que al revés, en el bolsillo de mi saco. Las ruedas van desapareciendo con metálico retintín dorado, pero las últimas —que fueron las primeras— entran con suma dificultad oprimiéndome el corazón, haciéndome respirar trabajosamente, casi ahogándome, asfixiándome como un bocado de carne demasiado grande que se queda en la garganta. Siento cómo brotan unas gotitas de sudor en mi frente. Tengo que terminar pronto. Un rato más y caería desmayado echando a perder la alegría de mi esposa y de mi hijo. Me obsesiona el pensamiento de que si muero nadie sabrá desentrañar el mecanismo del velocípedo, explicado solamente en un pedazo de papel —o papiro— que el vendedor del aparato masticó y tragó, ruidosamente, para que nadie pudiera divulgar el secreto de su construcción.
Para sobrevivir tengo que volver a sacar las ruedas, pero el mecanismo tiene otra falla y ahora se resisten tanto a salir como a volver a su primitivo sitio. Inspirado —inspirado— decido quitarme el saco y arrojarlo lejos de mi —o cerca, lo mismo da—. No lo puedo hacer porque las mangas están sujetas a mi espalda con fuertes cintas blancas. No me gusta la camisa de fuerza. Es un aparato infernal. Me arrojo al suelo. No es la solución. Agito con furia los pies. Siento frío. Los dejo quietos. Cuando ya no puedo más, cuando ya no puedo menos, empapado de sudor, lloro y grito con todas mis fuerzas. Mi esposa y mi hijo me contemplan con enormes ojos azorados. Viene mi esposa —mi madre—, me pasa la mano por la frente, me limpia el sudor con suavidad, me da un poco de agua —muy poca— y me explica que aquello se llama una pesadilla.
En los últimos tiempos ya no me trataba tan mal, ni me insultaba. Sólo de vez en cuando me daba un puntapié sin mucha fuerza, cuando tenía la ocasión de hacerlo.
Mi madre y yo tardamos algunas semanas en darnos cuenta de que una nueva idea fija se había apoderado de su pensamiento. Ya no buscaba amantes debajo de las camas, ni olía los alimentos para comprobar que no habían sido previamente envenenados, como si con olerlos hubiera podido descubrirlo; ni tiraba los platos al suelo vociferando que no habían sido bien lavados y que se le trataba peor que a un extraño. Había encontrado una nueva víctima: los perros.
En efecto, de un día para otro fue apoderándose de mi alma un profundo desprecio por estos animales. Llegué a aborrecerlos como a ninguna otra cosa en el mundo.
Todas las pasiones que pude haber alimentado fueron formando en mi como un sedimento espeso y compacto para dejar en la superficie, en la primera capa de lo cotidiano, aquel asco, esta repulsión hacia animales tan serviles y bajos, cuyos ojos lacrimosos y mansos y cuyas lenguas exudantes están siempre prontos a lamer con gusto la planta que los hiere.
Mi primera víctima (y cuántas más no han caído ya) fue nuestro propio perro, cuyo nombre, demasiado denigrante, demasiado perruno, no quiero declarar aquí. Ahora que lo pienso bien, creo que su nombre tuvo parte principalísima en el desenlace. Quizá si se hubiera llamado de otro modo yo no habría reparado en él. El nombre de un perro es tan importante como el perro mismo. Un hombre, una mujer, pueden, si les da la gana, y por motivos a cual más extraño y pintoresco, buscarse otro apelativo. Esto es cuestión de gustos y con tres publicaciones del Registro Civil en los diarios de menor circulación queda todo arreglado. Pero un perro tiene que sufrir su nombre de por vida, a menos que tome la decisión de lanzarse a la calle y convertirse en un perro vagabundo, huesoso, innominado; mas ésta es una vida dura y triste, y es evidente que son pocos los que se resignan a que los echen de los restaurantes y de los mingitorios de las cantinas con el genérico de¡< “perro!”, “¡perro!”, cuando no con un mal golpe en el vientre. Recordaba yo que el viejo filósofo lo escogió como lo más bajo y despreciable que pudiera darse: can. Y me complacía en admirarlo por haberse dado a imitarlos para que los hombres lo despreciaran tanto como él despreciaba a los hombres. Llegué a leer en un libro: “Estando en una cena, hubo algunos que le arrojaron los huesos como a perro, y él acercándose a los tales, se les meo encima, como hacen los perros”. Odié también al viejo cínico, ¡tan cándido!
A veces tiene uno que decir cosas monstruosas. Esto que voy a decir es un poco monstruoso: creo que mi padre sentía celos del animal. Asociando algunas ideas he llegado a esta conclusión y no puedo explicarme la muerte de Diógenes de otro modo.
En todo caso, el perro tuvo una buena parte de culpa. ¿Quién les manda a los perros poseer esa mirada tan húmeda, tan tierna, tan amorosa, en fin? ¿Y quién le ordenaba al nuestro esconderse debajo de la cama en cuanto mi padre aparecía? ¿No fuera más conveniente salir a su encuentro (aun a riesgo de recibir una patada) en vez de provocarlo con su inútil huida? No. Hacía siempre lo menos indicado, lo más estúpido. En ocasiones se ponía a chillar antes de que mi padre le pegara. No duró mucho. Mi padre no pudo soportarlo. Un día mi padre nos sorprendió a los tres. Era una tarde calurosa. Yo repasaba con ahínco algunas tablas de multiplicar. Mi madre hacía su infinito trabajo de crochet. No puedo evocarla sin asociar su memoria con aquella aguja plateada y con el ovillo de hilo blanco tirado en el suelo, sobre un periódico. No me explico de qué modo salía de los otros deberes domésticos, ya que me es imposible recordarla de otra manera que tejiendo o planchando sus tejidos. Mantenía las habitaciones inundadas de tapetes, lo que en vez de embellecerlas (como sin duda era su propósito) les daba un aspecto pueblerino de mal gusto.
Sus planchas, negras, de hierro colado, se encontraban en los lugares más inesperados y absurdos. Su labor era también una obsesión, supongo. Cuando no trabajaba en ella movía los dedos febrilmente como si lo estuviera haciendo, sin darse cuenta, tal como si no quisiera perder por ningún motivo el ritmo comenzado quién sabe cuántos años atrás. Si yo no me hubiera acostumbrado a ver la bola de hilo en el pavimento hubiera podido creer sin dificultad que ella misma lo producía, como las arañas.
El perro se había tirado en un rincón sudando copiosamente por la lengua y la nariz.
El ladrillo en que apoyaba la cabeza se llenaba de vapor a cada golpe de sus pulmones. Sobre este vapor me gustaba escribir con el dedo las iniciales de mi nombre, pero mi madre no siempre me permitía hacerlo: “Eres un niño muy sucio”.
Digo que nos sorprendió a los tres. Lo que menos esperábamos era su llegada y la forma en que lo hizo. Llegó temprano y de muy buen humor. Sobrio. Limpio. Sonriente. La alegría se comunica con facilidad. Nos comunicó a todos su alegría. Daba gusto tener un padre así y por momentos me olvidé de sus golpes.
Se quitó el sombrero y lo lanzó con mucha gracia (así me pareció) hasta el gancho fijo que estaba en el otro extremo de la habitación.
Después se acercó a mi madre y la acarició pasándole la mano, lenta y suavemente, por el cabello. Inclinándose para besarla le dijo algunas palabras que no alcancé a oír o que no recuerdo, pero que siento no recordar porque estoy seguro de que eran dulces y bondadosas. Cuando llegó mi turno vino hasta mí, me dio dos palmadas en el hombro y pronunció con una sonrisa:
-¿Qué tal?
Yo bajé la vista sintiendo un poco de fuego en las mejillas:
-Bien, papá.
Después se sentó. Parecía un poco avergonzado. Hacía varios meses (o años) que no lo veíamos. Se notaba que quería hablar, seguir diciendo cosas agradables; pero se estuvo quedo, con los ojos bien semicerrados o bien perdidos en las vigas (un poco sucias de humo se me ocurrió) que sostenían el techo.
Mi madre ofreció o simplemente dijo algo. Sólo se levantó para cerrar la ventana pues empezaba a oscurecer y un poco de viento frío había irrumpido en la habitación. Después de esto volvió a su trabajo, en silencio.
Todos oímos con claridad cuando el perro empezó a gruñir como acostumbran cuando sienten una calma pesada. Estaba en una esquina, echado al estilo de los lagartos, las cuatro patas estiradas y la panza pegada al piso, como si el calor aún fuera excesivo.
Cuando lo oí moví los ojos lentamente en dirección a mi padre. Sonreía. Mi madre también lo observaba; cuando lo vio sonreír, sonrió. Cuando yo la vi sonreír, sonreí. Entonces coincidimos todos en volver a ver al animal, que también sonrió a su modo. Qué alivio sentí al oír que mi padre
rompía de nuevo el silencio haciendo sonar sus dedos con la evidente intención de que Diógenes se le acercara.
A su llamado el perro comenzó a moverse con lentitud, arrastrándose, empujándose con las patas traseras. Nunca esperó que lo llegara a tratar con tanto cariño. Imagino que hasta él mismo se daba cuenta de que mi padre no estaba borracho como siempre, de que aquél era un día distinto.
Mientras tanto, mi padre, sin duda para que perdiera por completo el miedo, seguía llamándolo con silbidos y diminutivos cariñosos: “perrito”, “perrito”.
Ese día tuve una vaga idea de lo que era la felicidad. Veía a mi madre contenta. Contemplaba a mi padre limpio y contento. Notaba el contento en los ojos del perro. Cuando éste recorrió toda la distancia que lo separaba de mi padre se veía feliz. Movía la cola con fuerza extraordinaria y emitía de vez en cuando uno que otro gruñido. Por un momento —quizá exagerando su papel— se dio vuelta y quedó con las patas para arriba, como queriendo demostrar todo su gozo; pero pronto volvió a su posición normal, tal vez un poco avergonzado. Mi padre lo acarició con un pie.
¿No tuvo él una parte de culpa, sin que esto sea estar, Dios sabe bien que no, en su contra? Hoy está muerto y yo debería respetar su memoria, pero ¿cómo conociendo a mi padre hizo lo que hizo? No lo afirmo, mas es posible que su único deseo haya sido el de compartir su alegría. El caso es que en cierto momento volvió su cabeza hacia mí. Cuando se cansó de mirarme, o cuando yo dejé de hacerle caso, volvió sus ojos estúpidos hacia mi madre y se estuvo así un rato, con la lengua colgando, en espera de alguna palabra.
Entonces fue cuando la expresión de mi padre cambió. Alargó con mucha calma su brazo derecho hacia la mesa que estaba a su lado, tomo una de las planchas de mi madre y la dejó caer como un rayo sobre la cabeza del animal. Este no tuvo la más pequeña oportunidad de defensa. Ni siquiera se movió del lugar en que estaba. Tampoco lo hizo mi madre. Ni yo. No era necesario.
Bueno, ya pueden imaginar esos minutos. Cuando la cola dejó de moverse, cuando mi padre se convenció de que estaba bien muerto, se levantó sencillamente, tomó su sombrero y se fue. Desde entonces no lo hemos vuelto a ver.


Tal vez, en realidad, mi marido no era tan malvado. Me inclino más bien a pensar que estaba un tanto enfermo, aunque fuera un poco, como él mismo diría. Su internamiento en un sanatorio, en el que después de infatigable búsqueda lo encontré, es una de las innumerables pruebas en que me fundo para afirmarlo.
Hoy es como un niño obstinado en la creencia de que su padre lo tortura a causa de algún imaginario delito cometido por su madre antes de que él naciera. Cuando esta idea desaparezca de su mente, sanará.
Yo, por mi parte, digo esto: uno no está libre nunca de la calumnia. Y ésta puede venir de donde menos se sospecha, hasta de los propios hijos. Espero que nadie dé crédito (porque hay personas dispuestas a creer cualquier cosa, hasta la más visible mentira a toda esta insensata patraña urdida con la pérfida intención de perjudicarme. Es fácil notar —y sería un insulto dudar de que todos lo advirtieron— que mi hijo empieza a mentir desde el principio, cuando se describe a sí mismo, a sabiendas de que miente, como víctima de una “imperceptible y poco molesta deformación craneana”. La verdad es que su cabeza es monstruosa. Yo no tengo la culpa. Nació así. Ya desde el primer momento nos dimos cuenta, cuando su alumbramiento fue tan difícil.
Es inocentemente falso que asistiera a la escuela: aprendió a leer y a escribir en casa.
Soy agente viajero. Esto lo puede abonar la firma Rosenbaum & Co., de quienes estoy en capacidad de mostrar hermosas cartas que, sin que yo lo merezca, me favorecen.
Mi esposa murió hace mucho tiempo. Mi hijo no la conoció. Se crió en brazos de mi madre.
Y en cuanto a perros se refiere, estoy seguro puedo certificarlo, de que nunca, excepción hecha de Diógenes, he matado a ningún otro. Tuve que hacerlo. Ningún perro está libre de la rabia. ¿Por qué él iba a ser una excepción? En cualquier momento podía atacarlo esta enfermedad que, como todos saben, se multiplica en progresión geométrica, con tal eficacia que en poco tiempo termina con poblaciones enteras.
Si esta inmoderada dolencia lo hubiera atacado algún día, no puedo ni siquiera pensar qué habría sido de todos nosotros. Las consecuencias serían incalculables.

Obras completas (y otros cuentos), 1959.
 

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