Hubo una vez un hombre rico
muy orgulloso de su bodega y del vino que allí había; y también
había una vasija con vino añejo guardada para alguna ocasión sólo
conocida por él.
El
gobernador del estado llegó a visitarlo, y aquél, luego de pensar,
se dijo: “Esa vasija no se abrirá por un simple gobernador”.
Y
un obispo de la diócesis lo visitó, pero él dijo para sí: “No,
no destaparé la vasija. Él no apreciará su valor, ni el aroma
regodeará su olfato”.
El
príncipe del reino llegó y almorzó con él. Mas éste pensó: “Mi
vino es demasiado majestuoso para un simple príncipe”.
Y
aún el día en que su propio sobrino se desposara, se dijo: “No,
esa vasija no debe ser traída para estos invitados”.
Y
los años pasaron, y él murió siendo ya viejo, y fue enterrado como
cualquier semilla o bellota.
El
día después de su entierro tanto la antigua vasija de vino como las
otras fueron repartidas entre los habitantes del vecindario. Y
ninguno notó su antigüedad.
Para
ellos, todo lo que se vierte en una copa es solamente vino.
El vagabundo, 1976.
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