domingo, 23 de febrero de 2020

La noche de Jezabel. Cristina Fernández Cubas.

Los hechos, según Arganza, ocurrieron hace unos veinte años en una población del interior de no más de mil almas. Era su primer destino, y mi buen amigo, recién salido de una universidad en la que no había destacado precisamente por su amor al estudio, sentía auténticos accesos de terror cuando, fuera de las horas de consulta, alguien golpeaba la puerta de la casa y voceaba su nombre. En aquellos momentos Arganza palidecía, se ponía a temblar como una hoja, y pronunciaba en voz alta las únicas palabras capaces de devolverle la fe en sí mismo: “Ojalá no sea nada”. Luego, un tanto más calmado, bajaba las escaleras y abría la puerta de la calle. Pero se guardaba muy bien de dejar traslucir la segunda parte de su inconfesable deseo: “… O todo lo contrario. Ojalá esté muerto”.
La suerte, desde los primeros días, se le mostró propicia. En seis meses de ejercicio tan solo se vio obligado a atender algunas amigdalitis sin importancia, un ictus apoplégico y un par de fracturas que resolvió con éxito. Arganza empezó a cobrar confianza, no tanto en sus conocimientos como en la férrea salud de los hombres del campo, se felicitó por haber escogido un destino tan apacible y dejó, paulatinamente, de emplear sus noches en devorar con avidez revistas de actualización médica y olvidados libros de texto. Una madrugada, sin embargo, volvió a sentir el inconfundible cosquilleo del miedo. Habían golpeado a la puerta con impertinente impaciencia, con una rudeza impropia de un campesino. Desde la ventana distinguió la silueta de un guardia civil iluminada por la luna, y un estremecimiento recorrió su cuerpo.
-¿Es grave? -preguntó.
El civil enarcó las cejas:
-¡Como que está muerto!
Mi amigo respiró hondo.
Avanzaron por la calle principal, cruzaron la Plaza y se detuvieron por fin frente a un cobertizo iluminado. En el interior un hombre yacía en el suelo empapado de sangre. Una de sus manos sostenía sin fuerzas un puñal teñido de rojo. La otra reposaba inerte sobre un papel arrugado en el que Arganza, con sólo inclinarse, pudo leer con claridad: “Que a nadie se culpe de...”. El resto se hallaba sumergido en el charco púrpura.
Cumpliendo con las inevitables formalidades, el médico rodeó la muñeca del difunto, colocó los dedos bajo la mandíbula, constató la inexistencia de reflejo pupilar y, tal vez para convencerse a sí mismo de la importancia de sus conocimientos, confirmó lo que todos sabían con un tajante: “Está muerto”. Después miró a la pareja de civiles, volvió sobre el difunto e, impresionado por la sangrienta inmolación, decidió tomarse un respiro y darse una vuelta por la Plaza.
No habían pasado más de diez minutos cuando regresó al tétrico cobertizo. Uno de los guardias se hallaba en pie, con la carta arrugada temblando entre sus manos y una mezcla de sorpresa y terror dibujada en el rostro. Pero sobre el charco de sangre no había cadáver alguno.
-¿Y bien? -preguntó Arganza.
El hombre tardó un buen rato en responder.
-Mi compañero está despertando al juez de paz y yo me he ausentado unos minutos. Sólo unos minutos.
Era demasiado absurdo para creerse realmente despierto. El médico se restregó los ojos. Pero ni el civil se desvaneció ni el cadáver hizo acto de presencia.
-¿Qué puede haber ocurrido aquí? -preguntó.
El guardia señalaba ahora en dirección al suelo.
-Son huellas -dijo uno de los dos.
El reguero de sangre conducía la interior de la vivienda, retornaba después al cobertizo y se perdía al fin en la oscuridad de las calles desiertas. Sin atreverse a levantar la vista, siguieron a la luz de una linterna el siniestro camino. A pocos metros se detuvieron. El cadáver estaba allí, junto a la puerta cerrada de un caserón en sombras. Yacía en el suelo, y su aspecto no difería en nada del hombre de quien, poco antes, Arganza constatara su defunción. Con la salvedad de que ahora vestía una americana impecable y el olor de la muerte se confundía con un perfume intenso y dulzón.
El extraño suceso no tuvo, por fortuna, repercusión alguna en la carrera de mi amigo. La pareja de civiles, temerosa de haber incurrido en falta por el breve abandono del cadáver, guardó un silencio tan culpable como ejemplar, Arganza extendió el certificado de defunción en el zaguán del caserón donde había tenido lugar la segunda muerte del suicida, y el asunto se dio por zanjado y concluido cuando el vigoroso finado recibió, al cabo de unos días, modesta sepultura fuera del recinto del camposanto, junto a los restos de un maestro librepensador, un miembro del maquis y un presunto hijo del rector, a quien la memoria colectiva atribuía un ateísmo irreversible y militante.
A esta altura del relato el médico solía detenerse, mirar de soslayo al ocasional auditorio y añadir:
-Estaba muerto. Desde el primer momento vi que estaba muerto. Tan muerto como que yo estoy ahora aquí, entre vosotros.
Luego rellenaba la cazoleta de la pipa del mejor tabaco holandés y aspiraba una bocanada de humo con visible deleite.
-Una bonita historia de amor.
En los pueblos las noticias se propagan a la velocidad del rayo. Nadie, fuera de los amedrentados civiles y del asombrado médico, llegó a conocer la primera parte de la historia. Pero en la segunda existían ya de por sí suficientes datos para ocupar las conversaciones mañaneras del mercado y las tertulias nocturnas del café. El difunto vestía un americana nueva, una prenda costosa sobre la que no había dudado en derramar, con generosidad, chorros de perfume de olor persistente. Como si la localidad se hallase en fiestas o si se dispusiera a asistir a un baile. Pero todo lo que hizo el pobre difunto fue vestirse de esa guisa para morir junto a la puerta de una de las casa principales de la Plaza: precisamente la vivienda de alcalde y su mujer, una agraciada muchacha obligada, por la pobreza, a entregar su juventud a un arrugado sesentón a quien la Naturaleza no había consolado de su infortunio con el regalo de la esperada descendencia. Algunos aseguraban haber visto desde sus ventanas cómo el joven desesperado, momentos antes de expirar, intentaba aferrarse a la aldaba y pedir auxilio. Otros lo rebatían con energía, porque no pedía auxilio. Se limitó a pronunciar un nombre de mujer y acariciar, en su caída, el portón que nunca en vida le había sido abierto.
-Una historia de amor -decía Arganza. Y aspiraba de nuevo una bocanada de humo- … O de odio, de venganza. Del odio más aberrante que jamás haya podido albergar corazón alguno.
Porque pronto, entre los vecinos, la figura del suicida enamorado dejó paso a la del amante ofendido. Ahora el cartero creía recordar de súbito un dato importante y esclarecedor. Más de una vez había recogido en el buzón del pueblo correspondencia destinada a una de las casas del propio pueblo. Era extraño. Pero él vivía demasiado atareado para pararse a pensar y, aunque sorprendido, había optado por introducir las cartas en la saca de reparto sin prestar demasiada atención a la dirección ni al remitente. Ciertos pétalos de rosas mustias, esparcidos al azar sobre la tierra que cobijaba al discutido enamorado -y al maestro, al residente y al hijo del rector-, sirvieron como pretexto para asestar el golpe definitivo sobre la cada vez más debatida pasividad de la alcaldesa. Alguien, con voluntad conciliadora, intentó hacerse oír: ¿por qué no pensar en una ráfaga de viento capaz de transportar, por encima del muro del cementerio, frágiles pétalos de rosa procedentes de cualquiera de las tumbas de los afortunados que habían recibido cristiana sepultura? Pero los ánimos se hallaban demasiado enardecidos para rendirse ante una explicación tan simple, y la imagen de la virtuosa veinteañera, a quien, hasta hacía muy poco, todos compadecían, fue cobrando con irremisible rapidez los rasgos de una bíblica adúltera, de una castiza malcasada, de una perversa devoradora de hombres a los que seducía con los encantos de su cuerpo para abandonarlos tras saciar sus inconfesables apetitos. El día, en fin, en que una vieja, parapetada tras sus gruesas gafas de carey, aseguró haber distinguido, en la noche sin lunas, la figura de una mujer envuelta en una capa negra merodeando por las cercanías del camposanto, todos, hasta los más prudentes, identificaron aquella loca fantasía con los remordimientos de la malmaridada, negaron a los vientos la capacidad de manifestarse por ráfagas y, con el plácet del párroco, sufragaron una serie de misas por el alma del desdichado, con la firme convicción de que, en el umbral de la muerte, la fe había retornado a su espíritu afligido consiguiendo pronunciar -aunque sólo fuera con el corazón- el Dulce Nombre de Jesús.
-A la mujer, como todos habréis adivinado ya, no le quedó otra salida que abandonar el pueblo.
Con estas palabras, Arganza solía poner punto final a su relato. Era su historia, posiblemente su única historia, la narración de unos hechos que mi querido amigo se veía competido a escupir con calculada periodicidad. Pero algunos de los que habíamos tenido ocasión de escucharle unas cuantas veces sabíamos que, en otros tiempos, su historia poseía una pequeña coda que ahora, cada vez con mayor frecuencia, el narrador solía olvidar.
Porque el médico, a su vez, había decidido abandonar el pueblo. Pidió el traslado, aguardó pacientemente la confirmación del destino y quiso la casualidad que, en la fecha escogida para partir, coincidiera en el vagón del tren con la vilipendiada mujer, compendio de maldades y perversiones. Arganza, sin dudarlo un instante, se inclinó cortésmente y le tendió la mano. Pero su acto no obtuvo la lógica y esperada reacción. La mujer le dirigió una mirada rebosante de asombro, entrelazó los dedos, un punto de desdén dilató fugazmente sus pupilas y, volteando la cabeza hacia la ventanilla, prefirió la visión de la comunidad, que tan cruelmente la expulsaba de su seno, a la mano tendida del joven médico que, en aquellos momentos, empezaba a sentir el insufrible rubor del ridículo. Cuando Arganza abandonó el vagón de cola y se instaló a la cabeza del tren, no se paró a pensar que el recelo y el resentimiento se habían señoreado de aquella criatura. De repente, sus recuerdos se habían teñido de rojo: se vio a sí mismo, inclinado sobre el cadáver del suicida, bajo la atenta mirada de los civiles, pronunciando el incuestionable “Está muerto”. Y deseó, con todas sus fuerzas, que el tren ganara velocidad y que el pueblo en cuestión no hubiera existido nunca.
-Supongo que servirá -dijo Arganza.
Le sonreí. Su pequeña historia había experimentado, con el tiempo, ciertas y significativas variaciones, de las que la omisión del encuentro final en el tren no era más que una previsible consecuencia. Mi amigo sabía dónde marcar el acento, cómo enfatizar, cuándo debía detenerse, encender la pipa y tomarse un respiro. Y así, la figura de aquel joven, inexperto y asustado médico iba adquiriendo, día a día, mayor juventud, inexperiencia y miedo: el extraño caso del cadáver que se acicala y perfuma más allá de la muerte pasaba a desempeñar un papel secundario; y la desgraciada e indefensa alcaldesa, cuya hermosura se acrecentaba por momentos, terminaba erigiéndose en la víctima-protagonista de odios ancestrales, envidias soterradas y latentes anhelos de pasionales y escandalosos acontecimientos. Arganza había conseguido arrinconar lo inexplicable en favor de un simple, común y cotidiano drama rural.
-Por lo menos -añadió riendo-, para romper el hielo.


La iniciativa de reunirnos aquella noche en casa no había partido de mí, aunque, desde luego, la provocó ingenuamente Arganza. Nos habíamos encontrado en la terraza del Café del Puerto. Mi amigo preguntaba a un anciano pescador por sus achaques reumáticos, yo leía el periódico en la única mesa soleada y, de pronto, una sombra que yo creí un nubarrón me obligó a alzar la vista. Jezabel, mi inseparable compañera de colegio, mi discreta amiga de facultad, se hallaba de pie ante mí sonriéndome con la superioridad que, hacía ya un buen tiempo, me había aconsejado reducirla a la categoría de antigua conocida. Le presenté a Arganza y ella le saludó como si le conociera de toda la vida. Fue entonces cuando el cielo se volvió repentinamente oscuro, un trueno retumbó sobre nuestras cabezas y el primer chaparrón de septiembre anegó por igual vasos, platos, copas y las hojas del periódico tras el que pensaba refugiarme. Al cobijarnos en el interior, creo recordar que el médico dijo algo semejante a: “Se acabó el verano. A partir de ahora sólo nos queda reunirnos en torno a una chimenea y contar historias de duendes y aparecidos”. El resto fue demasiado rápido para que yo pudiera reaccionar. Jezabel extrajo una libreta de su bolso, me preguntó por mi dirección, yo se la di con vaguedades, inquirió acerca de la existencia de una chimenea, yo asentí. Pero no me dio tiempo a explicar que estaba condenada; un elemento de decoración inútil en un chalet de alquiler; una casa desprovista de las mínimas comodidades. Cuando abandonamos el café, Jezabel subió a su coche y prometió: “A las nueve en punto. A lo mejor tengo que cargar con mi prima. No te importa, ¿verdad?”. Y el rumor del auto me dejó con la obligada réplica en la boca.
-Muy simpática tu amiga… Encantadora.
Miré hacia el mar. Sólo le hubiera faltado añadir muy interesante para que mi acopio de paciencia cediera el lugar a una explosión de ira. Pero ahora Arganza encendía su pipa por enésima vez, y yo me preguntaba por el absurdo azar que me había llevado a encontrar a Jezabel en el Café del Puerto… No podía esperar excesivas sorpresas de la noche en la que se me obligaba a participar: la historia de Arganza, la inevitable historia de Arganza, y las insípidas apostillas de Jezabel. Miré de nuevo hacia el mar. Olas embravecidas comiéndole terreno a la playa, haciéndome sentir la fragilidad de mi vivienda, una casa de madera que se ponía a temblar con los vientos, por la que pagaba el triple de lo razonable y a la que, pese a todo, no pensaba renunciar con la llegada del otoño. “El mar”, pensé, “por lo menos me queda el mar.” -A propósito -dijo de pronto Arganza, pero se olvidó de precisar a propósito de qué-. ¿Conoces a ese inglés que suele merodear por la playa recogiendo conchitas y clasificando algas?… Me he tomado la libertad de invitarle.
Me encogí de hombros. Jezabel se traía a una prima, Arganza invitaba a un ridículo inglés de cazamariposas y a mí me estaba apeteciendo, cada vez más, olvidarme de la cena, montarme en el coche e instalarme, por una noche, en la fonda del pueblo.
-Lo he hecho por una razón muy simple -dijo con ojillos picarones.
Y arqueando las cejas, me señaló con la embocadura de la pipa y añadió:
-Se llama Mortimer.
En aquel momento una racha de viento abrió de par en par los ventanales del comedor, una lluvia de arena rellenó la pipa de mi amigo, y yo, sin saber por qué, presentí que la velada iba a resultar mucho menos tediosa de lo que me había temido.


-Con esta especie de manta te encontrarás mejor -dijo Jezabel. Y envolvió al silencioso Mortimer en la capa de mi abuelo.
Los invitados habían llegado en tromba, calados hasta los huesos, con los zapatos perdidos de lodo y los cabellos enmarañados y rebosantes de arena. Durante un buen rato no hice otra cosa que rebuscar en los armarios zapatillas, calcetines, batines y toallas, e intentar, sin demasiada convicción, comprender el arcaico mecanismo de una estufilla eléctrica que formaba parte de los enseres de la casa y no presentaba indicios de haber sido utilizada en bastantes temporadas. Fuera se había desencadenado una auténtica tempestad. Dentro, unos y otros se esforzaban por asegurar ventanas y reforzar puertas.
-Necesitamos otro jersey -dijo Jezabel.
Subí al dormitorio y dejé a Arganza al cuidado de las copas, las ventanas y los temblores de mis huéspedes. Abrí el cajón de la cómoda y no me molestó tanto comprobar que alguien había hurgado ya entre mis ropas, como la rápida constatación de que la prenda elegida fuera precisamente un abrigo de mohair adquirido aquella misma mañana. Observé la etiqueta recién arrancada y murmuré: “Maldita Jezabel. No cambiará nunca”. Al punto me arrepentí de haber dado rienda suelta a mi fastidio. Porque no estaba sola. Frente al espejo se hallaba una mujer menudita y rechoncha ajustándose un kimono. Parecía tan complacida ante su propia imagen que, al principio, no reparó en mí, o tal vez fingió por cortesía no haber prestado atención a mis palabras.
-¡Oh! -dijo a modo de excusa-. Mi vestido estaba chorreando.
Le sonreí. Ella se apresuró a presentarse.
-Soy Laura -dijo-. Laura -repitió. Y entendí que se hallaba sumamente orgullosa de su nombre-. Sé que has preparado una cena estupenda pero, por desgracia… ¡estoy a régimen!
No conseguí mostrarme sorprendida. Al bajar las escaleras, observé cómo el ampuloso kimono se revelaba incapaz de disimular una fláccidas redondeces que ella, sin embargo, balanceaba con cierta gracia y con el más absoluto desenfado. La idea del régimen, comprendí enseguida, tenía que ser una imposición de su prima. Y me divirtió imaginar la relación entre la exuberante y espontánea Laura y la refinada y contenida Jezabel.
-Bien -dijo Arganza-. Por orden de edades.
Junto a la chimenea condenada se hallaba en pie mi abrigo de mohair envolviendo el cuerpo de un demacrado joven de ojos negros y mirada altiva. Peinaba raya en medio, el cabello empapado producía la ilusión de un uso desenfrenado de gomina, y si no fuera porque, al verme, se acercó hasta mí, me hubiera creído frente a una estatua de cera o una fotografía ampliada y macilenta de cualquiera de mis antepasados.
-Tenía muchas ganas de conocerte -dijo, y pronunció un nombre que no conseguí retener-, Jezabel me ha hablado mucho de ti.
De nuevo Jezabel. Miré a mi alrededor con la secreta esperanza de no tener que toparme con otro rostro desconocido. Laura estaba conversando con Arganza, y Jezabel seguía empeñada en abrigar a Mortimer con la capa del abuelo. Discretamente, me escabullí hacia la cocina. Sabía lo que presagiaba aquel inocente por orden de edades: un pueblo de mil almas, un extraño hecho que la razón de Arganza pretendía minimizar, pero, sobre todo, una prueba definitiva para mi debilitado ánimo. Encendí el horno y saqué un par de solomillos de la nevera. Estaban congelados. Me acordé del inexistente hielo que mi amigo pretendía romper con su relato y me reconocí dispuesta a concederle todo el tiempo del mundo. Corté unos tacos de jamón, dispuse varias lonchas de queso sobre una bandeja y, sin ninguna prisa, abrí todas las latas que se me pusieron por delante. Unas risotadas, procedentes del comedor, me enfrentaron de pronto al pantagruélico aperitivo que acababa de preparar. Resultaba extraño. Nunca hasta entonces, que yo recordara, el relato de Arganza había provocado la más mínima hilaridad en su público. Pensé que, seguramente, mi amigo había decidido arrinconar hoy su eterna historia en favor de cualquiera de las anécdotas festivas que jalonaron su prolongada vida de estudiantes y me arrepentí de haberme escabullido. Pero, cuando aparecí en el comedor con la bandeja en la mano, el narrador se hallaba en el punto de:
“… O de odio. Del odio más aberrante que jamás haya podido albergarse...”.
Y en sus ojos se leía la inconfundible sensación de descanso del pecador que acaba de confesar públicamente sus faltas.
Los miré uno a uno. Más que a una cena de final de verano, me pareció asistir a la agonía de un aburrido baile de máscaras. El joven del abrigo de mohair no había abandonado su posición junto a la chimenea; a Mortimer se le notaba incómodo dentro de la capa; Jezabel, semirrecostada en el sofá, escuchaba atentamente a Arganza, y Laura no desperdiciaba ocasión para mirarse de reojo al espejo y acariciar con complacencia mi viejo kimono. Constaté que existía más de un pequeño error en la precipitada elección de vestuario. A Laura le hubiera sentado mucho mejor el abrigo que envolvía el joven demacrado, a éste la capa del abuelo y a Mortimer, tal vez, la prenda japonesa. Pero jamás a Laura. La suavidad de la seda no conseguía oscurecer la primera visión que había tenido de ella hacía menos de media hora. Vestía mi kimono, sí… Pero yo la adiviné enseguida andando por su casa con un batín de fibra guateada y el cabello agijoneado de pinzas. Jezabel, desde el sofá, acababa de poner la habitual coletilla a la narración de Arganza.
-Y la gente, en los pueblos, es ruin y mezquina -y luego, mirándome con exagerada sorpresa, añadió-: Me cuesta comprender que hayas decidido pasar el invierno aquí.
No me molesté en responder. Mortimer había logrado zafarse de la capa y recobraba ahora el desangelado aspecto de un aprendiz de explorador perdido en un jardín botánico. -Voy a contarles algo -dijo. Pero no logró hilvanar historia alguna.


Regresé de la cocina con la inquietante noticia de que el horno no funcionaba, el agua sabía a salitre y los solomillos se negaban a descongelarse. Arganza, llevándose el índice a los labios, me rogó silencioso.
Jezabel se hallaba erguida sobre uno de los almohadones del sofá hablando pausadamente, en un tono tan bajo que no logré comprender palabra de cuanto estaba contando. No había tenido la gentileza de esperarme, pero, en honor a la verdad, no me importó lo más mínimo. Agucé el oído y me enteré de que estaba refiriéndose a su bisabuela. Escuché una pormenorizada relación acerca de ojos color violeta, cabellos azabache, pómulos prominentes y labios delicados y sensuales. Bajé la vista. Las coincidencias entre la desaparecida dama y la presente Jezabel se me antojaron demasiado precisas para achacarlas al azar o a los caprichos de las leyes genéticas. Cuando terminó con su descripción, supe que la totalidad del auditorio se hallaba profundamente convencido de la radiante belleza de la bisabuela, pero, sobre todo, de los fascinantes atributos físicos de su digna descendiente.
Enrojecí. El estupor y cierto nefasto sentimiento -uno tras otro, quizá los dos a un tiempo- me habían dejado paralizada en el suelo. Me apoyé en la repisa de la chimenea. Como un espejo, el joven ojeroso me prestó su imagen envuelta en mi abrigo de mohair. Me senté en una silla.
-...Pero mi bisabuelo, el pintor, amaba por igual a su esposa y a su arte…
Escuché con discreto interés la continuación de la historia. La velada estaba transcurriendo de acuerdo con mis primeras previsiones. Arganza y Jezabel. O Jezabel y Arganza. Me pregunté por mi verdadero papel en aquella cena sin cena en la que los invitados se permitían prescindir olímpicamente de la figura del anfitrión. No llegué a encontrar una respuesta ajustada. Jezabel rememoraba ahora a su bisabuelo, fascinado ante el lienzo, ante la ilusión de vida que, día tras día, lograba plasmar en su retrato, mientras la modelo, su mujer, se consumía posando durante largas horas en un aposento húmedo y sombrío.
-Cuando, al fin, el pintor dio por concluida su obra, entró en un breve estado de trance. “Pero… ¡si es la vida misma!”, exclamó. Y luego, pálido aún, se volvió hacia su amada mujer. Y fue entonces cuando se dio cuenta… de que estaba muerta.
Una bonita historia. Edgar Allan Poe la tituló, hace más de cien años; “El retrato oval”. Y de pronto Jezabel, introduciendo algunas variaciones que en poco la favorecían, se tomaba la licencia de soltárnosla como propia y añadir, con una fingida e inadmisible modestia:
-No es tan espectacular como un cuento de vampiros o brujos, pero es un hecho real. Mis padres conservan aún el retrato. Es… ¿cómo diría yo?… Impresionante.
Me admiró el aguante y la cortesía de los presentes. Aunque ¿se trataba realmente de paciencia y caballerosidad? Arganza había adquirido una apariencia babosa. Recordaba a un perro faldero, pendiente del menor movimiento de su idolatrada dueña, dispuesto a saltarle sobre las rodillas al primer descuido. De nuevo una impertinente aflicción encendió el color de mis mejillas. Me detuve en Mortimer: se hallaba rellenando hasta el borde un vaso de Whisky, y la rojez o prominencia de sus ojos arrojaba ciertos datos de peso acerca de su silenciosa melopea. Me pregunté si la incomodidad que el inglés pretendía ahogar en alcohol procedía de la intolerable apropiación de su Jezabel u obedecía a la simple necesidad de cobrar valor para hablar en público. Me incliné por la segunda hipótesis.
¿Qué oscuro y soterrado resentimiento anidaba en el inexpugnable corazón de Jezabel? La observé con precaución, detecté un fugaz brillo de triunfo en sus pupilas y me reafirmé en la sospecha de que la burla iba dirigida exclusivamente contra mí.
Era la primera vez en mucho tiempo que veía a mi antigua amiga del colegio. Nuestro último encuentro había tenido como escenario la bulliciosa planta de un supermercado a pocos minutos de la hora de cierre. De eso haría tal vez un par de años, pero ahora reconocía ese breve fulgor en su mirada y revivía una anécdota a la que, en su momento, no concedí apenas importancia. En aquella ocasión, Jezabel se me había acercado con extemporáneas muestras de alegría.
Habló de lo bien que funcionaban sus asuntos, de lo mucho que se divertía viajando sin cesar, para concluir proporcionándome, con la mayor naturalidad del mundo, una lista de amigos y conocidos entre los que figuraban los nombres más famosos, ilustres o importantes del país. Cuando, por mera cortesía, le llegó el momento de interesarse por mi vida, no pude llegar más allá del obligado “bien” de compromiso. Se despidió, me besó en las mejillas y desapareció, en cuestión de segundos, por uno de los corredores. Sólo después, al pasar por caja y asistir al desfile de una serie de productos inesperados, me di cuenta de que Jezabel, en la precipitada huida, se había confundido de carrito. Pero era ya la hora del cierre. Pagué el importe de mi compra-sorpresa y atribuí a las prisas o al despiste de mi antigua amiga el irritante, molesto, pero excusable error. Sin embargo, recordaba ahora la casi imperceptible expresión de triunfo al despedirse y me asaltaba la duda de si se había tratado, en realidad, de una confusión, o si Jezabel, en uno de sus extraños juegos sólo comprensibles para sí misma, me había obligado con saña a alimentarme durante una semana a su gusto y medida. Tal interpretación, a simple vista, podía parecer absurda. Como también la posibilidad opuesta: la repentina visión de que la que fuera mi inseparable compañera de infancia escrutando el contenido de la bolsa de compra, sonriéndose ante mis necesidades o tomando nota de mis preferencias. Pero lo que acaba de ocurrir hacía escasos instantes presentaba cierto parecido con aquel inocente episodio y me obligaba a ponerme en guardia.
-...Y eso es todo -dijo Jezabel.
“El retrato oval” formaba parte de un volumen de cuentos que, con motivo de una fiesta de cumpleaños, le había regalado yo en nuestros tiempos de facultad. Por aquel entonces, Jezabel se había convertido ya, a mis ojos, en una cargante aleación de falsedad y prepotencia, en un cúmulo de frases hechas dispuesto a provocar admiración a cualquier precio. No me hallaba, por tanto, entusiasmada ante la idea de la fiesta. Pero no me sentí con fuerzas para declinar la invitación: le compré el libro y, en la dedicatoria -”A mi mejor amiga del colegio”-, pretendí aprisionar nuestra amistad en un espacio delimitado y concreto. Fue, probablemente, mi último regalo. Y ahora Jezabel, haciendo gala de un patente desprecio a la memoria, me lo devolvía burdamente disfrazado en mi propia casa. Pero había algo más. Arganza… ¿Qué conclusiones habría extraído Jezabel de mi relación con el maduro Arganza? ¿Un novio? ¿Un amante? Arganza era mucho más que eso. Mi mejor amigo, la persona con la que me gustaba charlar, pasear, a la que respetaba y quería, y junto a quien me sentía relajada, protegida y feliz. Sin embargo -y ella no podía ignorarlo- después de aquella noche me costaría un considerable esfuerzo arrinconar la expresión de carnero degollado con que el médico, pendiente del menor gesto de Jezabel, había acogido su asombroso relato. Mi antigua amiga del colegio se apuntaba un nuevo tanto en su enfermiza colección de rivalidades y triunfos. Recordé el saludo del joven ojeroso y pálido -”Jezabel me ha hablado mucho de ti”- y pensé que, probablemente, era merecedora de lástima.
-Me ha gustado- dijo Laura.
No percibí ironía en su voz. Se había aproximado a la narradora en cuclillas, sin abandonar su posición sobre el taburete, como si se hallara ante un espectáculo de títeres y quisiera hacerse con un lugar privilegiado en las primeras filas. El kimono acaba de abrírsele y dejaba al descubierto un par de muslos orondos y sonrosados. Me pareció que el joven de cera y Jezabel intercambiaban una breve mirada de repulsa. No pude evitar sonreír para mis adentros. Las rollizas piernas de Laura se convertían en el más firme atentado contra la elegancia y la exquisitez de la presunta bisabuela… ¿Materna? ¿Paterna? Era obvio que la delicada usurpadora se avergonzaba de la presente y viva muestra de su familia, y este pequeño detalle me decidió a intentar convertirla en mi cómplice. Iba a proponer a Laura que tomara la palabra. Pero ya Mortimer se había puesto en pie.
-Voy a contarles algo- dijo.
Y se inclinó levemente ante Jezabel, a quien, con toda probabilidad, tomaba por la dueña de la casa.


Arganza me lo había explicado. Mortimer hablaba a la perfección cinco o seis idiomas, unos cuantos dialectos e, incluso, un par de lenguas muertas. No obstante, su envidiable fluidez me sorprendió. Le escuché con atención:
-No sé si saben ustedes que yo nací en el condado de Essex. Pues bien, uno de nuestros condes, Robert de Devereux, favorito de la reina Isabel, fue condenado a muerte por la propia soberana. Sin embargo, no abrigo la intención de hablarles de él.
Se había sentado de nuevo y rebuscaba ahora en un desvencijado zurrón cierto papel de importancia definitiva para el inicio de su parlamento. En pocos instantes la mesa se llenó de erizos, mariposas y caballitos de mar. Laura, con la mano en la boca, ahogó una risita.
-He dicho antes que no voy a hablar del conde de Devereux, y no voy a hacerlo. Me bastará con recordar que, desde aquel sangriento suceso, acaecido en 1601, no existe una sola anciana en Chelmsford que no asegure haber sido visitada, en alguna ocasión, por el espíritu de nuestro noble ajusticiado. Sin embargo, Devereux es simplemente una aparición, acaso la más famosa, de las muchas que tienen a bien presentarse de improviso en los hogares de los plácidos habitantes del Condado. Pero yo no las temo. Por una razón muy sencillas -y aquí se detuvo, consciente de la expectación que habían levantado sus palabras, para añadir con voz muy queda-: Sé reconocerlas a primera vista.
Miré a Arganza con el vehemente deseo de guiñarle un ojo y felicitarle por su adquisición, pero mi amigo se hallaba murmurando algo al oído de Jezabel. Tras una breve pausa, Mortimer prosiguió:
-Una vez, de pequeño, vi a un hombre extremadamente alto, de aspecto taciturno, apoyado en la verja del jardín. Vestía de negro y, aunque yo me hallaba a pocos pasos removiendo la tierra de una maceta, no reparó en mi presencia ni, por tanto, me dirigió pregunta alguna. Al día siguiente, desde la ventana de mi cuarto, le volví a ver. Me pareció muy extraño que no se decidiera a llamar o a abrir la cancela y corrí a contárselo a mi madre. “Es un hombre muy blanco”, dije. “Pero no como nosotros”. Ella, sentada en un sillón del gabinete, no levantó los ojos de su labor. “¿Te refieres a que no pertenece a nuestra raza?”, preguntó con indiferencia. “No”, repuse. “Quiero decir que está pálido, muy pálido, viste de negro y es muy serio. Pero no parece enfadado.” Mi madre, entonces, interrumpió el macramé, guardó la labor en su costurero y murmuró con cierta fatiga: “Debe de ser uno de ellos”. Después, sentándome en sus rodillas, me acarició el cabello y, con una voz tranquila y dulce, añadió: “Mortimer, mi pequeño Mortimer, ya va siendo hora de que aprendas a distinguirlos. Así no podrán nada contra ti”. Y me besó en la mejilla.
Un respetuoso silencio se había adueñado de la habitación. El inglés desdoblaba ahora el papel que, desde hacía un rato, sostenía en una de sus manos.
-Esta tarde, cuando mi querido doctor ha tenido la amabilidad de invitarme a tan magnífica reunión, he tomado la precaución de anotar algunos datos de importancia. La memoria puede jugarnos malas pasadas, y debo confesar que hace ya muchos años que he dejado de preocuparme por aparecidos, fantasmas o simples visiones. Si me lo permiten, voy a consultar mis notas.
Me fijé en las piernas musculadas y peludas que asomaban por los orillos de sus bermudas e intenté imaginarlo de niño, sentado en las faldas de su madre. El silencio era total, interrumpido tan sólo por las ráfagas de viento azotando los cristales de las ventanas.
-Palidez inquietante -dijo Mortimer-. Una palidez excesiva que no puede provenir de causas naturales y una expresión en la mirada, si me permiten la ocurrencia, de tristeza infinita… Suelen mostrar una preferencia excluyente por dos colores, el blanco y el negro, con cierta ventaja a favor de este último. Si la aparición en cuestión es masculina, vestirá seguramente de negro, en un traje de buen corte aunque un tanto pasado de moda. Si la aparición es mujer, tenemos muchas probabilidades de encontrarnos frente a un traje vaporoso, un tejido liviano de color blanco, que se agite con el viento y deje entrever, discretamente, los encantos de un cuerpo del que ya no queda constancia. He dicho “muchas probabilidades”. Lo habitual es que las aparecidas gusten también del negro, de la oscuridad que acentúa su indescriptible palidez y las hace, a decir de algunos, misteriosamente bellas.
Un rayo, zigzagueando en el cielo, iluminó fugazmente la playa. Mortimer prosiguió impertérrito:
-Esos seres, o mejor, esa apariencia de seres, disponen de escasa y contada energía. Por ello acostumbran a ser parcos en palabras y astutos en la elección de lugares donde manifestarse. Suelen aparecer sentados (un balancín, el sillón más confortable de la biblioteca, por ejemplo), o de pie. Pero en tal supuesto buscarán invariablemente un apoyo. La jamba de la puerta, el alféizar de la ventana, o muy a menudo, la repisa de la chimenea…
Crucé una mirada con Arganza y a punto estuvimos los dos de volvernos hacia el joven pálido de ojos profundo. Laura, probablemente, había tenido la misma idea. Porque ahora rompía a reír como si fuera reventar, llevándose las manos al estómago, agitándose sobre el taburete y ahogando, con sus carcajadas, el silbido del viento y el repiqueteo de los cristales. Jezabel se movió inquieta en el sofá.
Ya no abrigaba la menor duda de quién había acogido, al inicio de la velada, el relato de Arganza con tanta insólita hilaridad, y no se me ocultaba la molestia que tales expansiones de alegría provocaban en el ánimo de su prima. Volví a recordar el episodio del supermercado, apoyé a Laura con una sonrisa y comprendí, con cierto placer, que a Jezabel se le estaba escapando la noche.
-Hablaba en serio- dijo Mortimer.
Se hallaba en pie, con los ojos chispeantes de cólera y un rictus de inesperada fiereza en los labios. Presentí que iba a desembarazarse del papel que sostenía con una de sus manos y del vaso que se tambaleaba en la otra para rodear el generoso cuello de la feliz y obsesiva riente. Pero no fue más que una huidiza sensación. Mortimer volvió a sentarse, Laura escondió el rostro entre las rodillas y pronto, para tranquilidad de todos, sus carcajadas se convirtieron en un apagado jadeo.
-Hablaba en serio- repitió.
La ira había dejado paso a un enfurruñamiento infantil que no podía menos que mover a compasión o ternura. Creí llegado el momento de tomar las riendas de la situación y pedirle, con toda amabilidad, que continuara transportándonos a Chelmsford, al cálido regazo de su madre o a las veleidades de los hermosos, taciturnos y enlutados visitantes. Como tantas veces a lo largo de la noche, alguien se me adelantó.
-Su relación es interesante y curiosa. Pero obsoleta.
No sé si fue el tono afectado de su voz, la constatación de que había abandonado su posición junto a la chimenea para tomar asiento en el balancín o el simple hecho de que, en aquel preciso instante, la casa se quedaran completamente a oscuras, pero cuando pronuncié un innecesario: “Es la tormenta” y el silencio más absoluto acogió mis palabras, sentí un extraño estremecimiento que nada tenía que ver con la tempestad ni con el frío.


A la luz de todas la velas que conseguimos reunir, la estancia recobró, en parte, su aspecto inofensivo. Me avergoncé de haberme dejado impresionar sin motivo, pero, no muy segura aún de la fuerza de mi temple, evité detenerme en las sombras que proyectaban nuestras figuras sobre una de las paredes.
-Si, querido amigo, fuera de un innegable interés histórico o literario, sus amables consejos, hoy en día, no nos sirven de nada.
Preferí concentrarme en la llama de una de las velas. No me hubiera gustado encontrarme con que los contornos de la mecedora, por cualquier efecto óptico perfectamente explicable, ocuparan un lugar preeminente entre nuestras siluetas reunidas en la pared.
-Insisto: de nada.
Desde el lugar en que me hallaba no podía observan con nitidez la expresión de Arganza. Pero me pareció que se había acercado aún más a Jezabel y que ésta apoyaba una de sus manos, con gesto indolente, en los hombros del abatido Mortimer. El joven de mirada profunda prosiguió:
-No podemos hablar de espíritus, espectros o fantasmas sin incurrir en un siempre desechable anacronismo. Actualmente, el más allá no necesita de apariciones tan fantásticas para manifestarse. Les pondré un ejemplo. Supongo que alguno de entre los que nos encontramos esta noche aquí habrá conocido uno de esos días en que los objetos se niegan a responder al uso para el fueron creados. La estilográfica que no funciona, los lavabos que se embozan y atascan sin causa aparente, la aspiradora que se resiste a aspirar, o el teléfono que suena sin que nadie responda al otro lado del auricular… Con frecuencia se trata simplemente del reflejo de nuestro propio malestar. Los objetos, mal llamados inanimados y con los que solemos convivir sin atender a su indudable importancia, registran, con silenciosa fidelidad, la menor variación de nuestras emociones. Pero su resistencia, por denominarla de alguna manera, tiene un límite y hay momentos en que, sobrecargados de tensión, no tienen más remedio que rebelarse. Sin embargo, su repentina indocilidad no tiene por qué responder forzosamente a nuestras secretas desazones y angustias. Y eso es, ni más ni menos, lo que creo que está ocurriendo aquí.
El trío formado por Arganza, Jezabel y Mortimer se me apareció como un bloque compacto, un monstruo de tres cabezas que prolongaba su poder en el joven pedante de voz afectada. Busqué la mirada cómplice de Laura: había vuelto a ocultar la cabeza entre las redondeces de sus rodillas. Tal vez se hallaba cansada, pensé. Tal vez intentaba por todos los medio contener su extremada facilidad para desdramatizar las intervenciones de los demás invitados. Me asaltó la incómoda sospecha de que, si decidía retirarme al dormitorio, nadie me echaría en falta.
-Todos los presentes nos sentimos tranquilos y relajados. Es decir, casi todos -y yo me quedé con la duda de si la salvedad hacía referencia al comportamiento de Laura o si el joven poseía la inoportuna habilidad de leer en el pensamiento ajeno-. Nuestro entorno no tiene, por lo tanto, rezones suficientes para registrar una sobrecarga emocional que le conduzca a insubordinarse. Pero, de la misma forma que los objetos registran nuestras alteraciones, poseen memoria y conocen, de una forma muy primaria, desde luego, el significado de la palabra “preferencia”. Tampoco olvidemos que los avances de nuestra época (la electricidad, las telecomunicaciones…) constituyen un canal idóneo para que fuerzas ocultas e innombrables hagan, a través de él, acto de presencia. En uno u otro supuesto, la evidencia es incuestionable.
El joven se interrumpió unos instantes y, mirando al vacío, añadió con voz grave:
-Esta casa nos está rechazando.
Las sonoras carcajadas de Laura no me produjeron, esta vez, el menor motivo de regocijo. Sabía que no debía ceder a la creciente paranoia que me hacía sentirme como único centro de una burla colectiva e intenté serenarme. Sin embargo, no podía olvidarme del horno súbitamente descompuesto, del inesperado corte de luz, del sorprendente castellano de Mortimer, ni del hecho de que el joven demacrado hubiera acudido a la cena de la mano de Jezabel. Poco podía importarme ya que la desagradable mascarada fuera obra del azar o estuviera sutil y hábilmente preparada. El resultado seguía siendo el mismo. Jezabel, con la invención de la noche, se había permitido humillarme en mi propio refugio, Arganza sucumbía desde el primer momento al despliegue de encantos de Jezabel, y la estatua de cera, cuando por fin rompía su mutismo para demostrarnos que no era más que un ser de carne y hueso, se deleitaba enfrentándome a una casa súbitamente agresiva y hostil. Me dirigí a la ventana y observé cómo la lluvia golpeaba la carrocería de los coches estacionados junto al porche. Deseé que me dejaran sola pero, al tiempo, temí que lo hicieran. Las risas de Laura se me antojaban ahora inoportunas e irritantes. Acaso, pensé, su aparente simpleza no era lo que la movía prodigar aquellas muestras de gozo con tanta generosidad. Me resistía a aceptarla como partícipe de la broma, pero sí, en cambio -y esta idea iba abriéndose paso con firmeza-, la podía adivinar asustada, tremendamente asustada por algo que yo no hubiera acertado a intuir y que ella, desde el inicio de la noche, hubiese captado con su sensibilidad epidérmica y salvaje. El joven se había levantado y acababa de descolgar el auricular del teléfono.
-¿No lo decía yo? Está averiado.
Se produjo un significativo silencio que nadie se esforzó en romper. Me aferré a una extravagante posibilidad: ¿por qué no pensar que aquel joven presuntuoso no era más que un excelente prestidigitador pendiente, ahora que su demostración había concluido, del fervoroso aplauso de los asistentes? Arganza, a su vez, se había puesto en pie. Pero su ojos denotaban contrariedad.
-Vaya por Dios -dijo-. Precisamente hoy, mi día de guardia.
Y luego, dirigiéndose a mí, como si recordara de improviso mi presencia, añadió:
-Había dejado tu número por si se declaraba alguna urgencia. Supongo que tendré que irme.
Corrí al teléfono y comprobé con desagrado que el joven no había mentido. Pero no podía consentir que Arganza me dejara a sola con aquellos fantoches. Las risitas de Laura empezaban a enervarme seriamente.
-Está lloviendo -dije.
-También para mis enfermos. ¡Qué le vamos a hacer!
Tenía que encontrar una excusa para acompañarle. Mi mente, por desgracia, se había quedado en blanco.
-En todo caso -intervino Jezabel-, hace ya un buen rato que se nos aguó la fiesta.
Todos miraron a la incansable reidora con patente impaciencia. Les noté fatigados, malhumorados, tensos. También yo sentía los nervios a flor de piel. Estaba preguntándome quién sería el primero en estallar cuando Laura se interrumpió en seco.
-Lo siento -dijo.
Parecía como si, por primera vez a lo largo de la velada, la jovial invitada se hubiera hecho a la idea de la inoportunidad de ciertas expansiones. Se ciñó el cinturón del kimono y, con aire contrito, retocó su peinado frente al espejo.
-Es ya muy tarde.
Nadie, ni siquiera Jezabel, hizo ademán de acompañarla.
-Mañana te devolveré el vestido.
Asentí sin atreverme a mirarla a los ojos. Cuando se internó por el pasillo, alcancé a oír un débil “Buenas noches” y respiré hondo.
Durante unos minutos permanecimos en reconfortante silencio, atentos al fulgor de los relámpagos y el repiqueteo de la pipa de Arganza sobre la mesa. Creí que había llegado la hora de las explicaciones y las excusas, y con la mejor voluntad, me dispuse a aceptarlas. Pero Jezabel no tenía la menor intención de disculparse. Me miró fijamente, suspiró con cansancio y, en un tono difícil de olvidar, espetó:
-¿Hace tiempo que conoces a Laura?


El asombro me había dejado paralizada en el asiento. No puedo recordar cuál fue mi primera reacción ni cómo, en una intervención atropellada y balbuciente, logré enterar a Jezabel del desconcierto en que me acababa de sumir su pregunta. Ella enarcó las cejas en una mezcla de estupor e indignación.
-¿Mi prima? ¿Cómo pudiste pensar que esa terrible mujer era prima mía? Yo creí que se trataba de tu casera, de la mujer de la limpieza… ¡qué sé yo!
La había ofendido en lo más hondo. Pero no sentí el menor amago de placer.
-Mi prima, la prima de quien te hablé, se encuentra en estos momentos en su cama, atiborrada de calmantes y barbitúricos, luchando contra un insoportable dolor de muelas… ¿No te lo dije al llegar?
No. Jezabel no se había tomado la molestia de informarme de tan irrelevantes pormenores, y yo, en justicia, no tenía por qué achacarle culpa alguna. Pero la noche, la configuración particular y errónea de la noche, se revolvía de repente contra mí, escupiéndome ignoradas frustraciones e inconfesados rencores. Comprendí que no era Jezabel sino yo quien, en realidad, merecía compasión y, por un momento, la habitación empezó a girar a una velocidad vertiginosa. Tan sólo por un momento. Pronto me di cuenta de que ninguno de los invitados había tomado la palabra para justificar la presencia de la pertinaz y festiva reidora. Se hallaban cabizbajos, enfrascados en oscuras cábalas que, al principio, me resistí a compartir. Pero el silencio era demasiado plomizo, asfixiante… Ya no podía engañarme por más tiempo. Porque nadie había oído el sonido de la llave contra la cerradura, el batir de la puerta o el rumor de un automóvil.
Como en tantas ocasiones en que uno se siente amenazado por la visita del terror, evité pronunciar en voz alta la causa de nuestra común inquietud y, al amparo de una vela, empecé por el final de cualquier actuación detectivesca. Subí al dormitorio, pero, por más que escudriñé en todos los rincones, no encontré las ropas empapadas a las que Laura había hecho referencia, horas atrás, en aquella misma habitación. Al bajar, nadie se interesó por el éxito de mis pesquisas. Conteniendo la respiración, nos internamos por el pasillo, retiramos el pesado sillón con que, al inicio de la noche, intentamos proteger la puerta de las embestidas de la tempestad, dimos vuelta a la llave y salimos al porche.
Algo, que en un principio creí un pájaro nocturno, acababa de aletear contra los cristales de una ventana. Nos volvimos con cautela. Suspendido de los alambres de un tendedero, se hallaba el liviano kimono de seda meciéndose con el viento. No pronunciamos palabra. Lo descolgué, arrojé las pinzas lejos de mí y, sin preguntarme por la verdadera razón de mi repentina necesidad de actividad, lo doblé con el mayor cuidado.
-Aquí -dijo Mortimer.
Todos miramos hacia el suelo y, a la luz de las velas, pudimos observar una inscripción garabateada sobre las enfangadas baldosas del porche: “GRACIAS POR TAN MAGNÍFICA NOCHE. NUNCA LA OLVIDARÉ”. Una racha de viento y arena sepultó, en un abrir y cerrar de ojos, las primeras y últimas palabras. Por unos instantes, en los que el tiempo parecía haberse detenido, sólo quedó NUNCA. El kimono se me cayó de las manos. Una segunda ráfaga distorsionó las letras. Con la tercera, las baldosas del porche recuperaron su aspecto habitual en un día de tormenta: montoncitos de arena y barro, y las huellas recientes de nuestras propias pisadas.
Cuando entramos en la casa el fluido eléctrico se había restablecido y un manjar trepidaba en el interior del horno de la cocina. Nos volvimos a sentar en torno a la mesa. Mortimer temblaba como una hoja y había adquirido el aspecto de un niño asustado. No me costó esfuerzo alguno imaginarlo en el regazo de su madre. Un saludable rubor campesino había teñido de púrpura las lívidas mejillas del joven de mirada profunda. Jezabel, súbitamente demacrada, se apoyó en mi hombro. Me fijé en las sombras oscilantes de la pared y, por un extraño efecto que no me detuve en analizar, me pareció como si mi amiga y yo peináramos trenzas y ambas nos halláramos inclinadas sobre un pupitre en una de las largas y lejanas tardes de estudio.
Con el inesperado timbre del teléfono, una brisa de cotidianeidad refrescó la atmósfera. Arganza descolgó el auricular, invocó la tormenta, se excusó por la imprevisible avería y, con un total dominio de la voz, pronunció una dirección, un apellido y un número. Después recogió sus cosas y explicó:
-Es una urgencia.
Pero a nadie le preocupó lo más mínimo la remota posibilidad de que Arganza estuviera pensando: “Ojalá no sea nada”. O todo lo contrario: “Ojalá esté muerto”.


Al cabo de unos días me encontré con Mortimer en una de sus habituales correrías por la playa. Llevaba un zurrón repleto de conchitas y erizos y, al verme, me dirigió un saludo entre ceremonioso y distante: “It’s a nice day, isn’t it?”. No volví a saber de él… Por un amigo común me enteré de que Arganza había adelantado sus vacaciones y se hallaba en un tranquilo balneario rodeado de lagos y montañas. También yo había decidido abandonar el pueblo. El alquiler de la casa, el precio exigido por cuatro paredes de madera y un desangelado mobiliario, me parecía, de repente, abusivo e inaceptable. Regresé a Barcelona y me alegró comprobar lo a gusto que me encontraba entre el bullicio y las gentes de una ciudad de la que, en un momento de debilidad, había querido huir. Una mañana reconocí el rostro del joven demacrado en una de las instantáneas del periódico. Se llamaba Óscar Pérez, era el oscuro batería de un modesto conjunto conocido como Los Irreductibles y su ocasional salto a la palestra no venía motivado por nada que hiciera alusión a sus posibles dotes musicales. Una orquesta rival, Los Perniciosos, había acogido su última actuación con bengalas y cohetes que apunto estuvieron, dada la angostura del local, de convertir la chanza en catástrofe. Aquella misma tarde, por caprichos del destino, me encontré con Jezabel en el supermercado. Instintivamente me aferré al carrito de la compra. Pero Jezabel me saludó con displicencia, recordó sus múltiples ocupaciones y desapareció por uno de los corredores entre montañas de productos enlatados.
Entonces decidí convencerme de algo de lo que, probablemente, ya todos se hallaban convencidos. Nunca alquilé una casa junto al mar, nunca recibí invitados en una noche de tormenta, ni nunca, en fin, asistí a la lenta desaparición de las cinco letras que configuran la palabra NUNCA.

Los altillos de Brumal, 1983.
 

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