Los hechos, según Arganza, ocurrieron hace unos veinte años en una
población del interior de no más de mil almas. Era su primer
destino, y mi buen amigo, recién salido de una universidad en la que
no había destacado precisamente por su amor al estudio, sentía
auténticos accesos de terror cuando, fuera de las horas de consulta,
alguien golpeaba la puerta de la casa y voceaba su nombre. En
aquellos momentos Arganza palidecía, se ponía a temblar como una
hoja, y pronunciaba en voz alta las únicas palabras capaces de
devolverle la fe en sí mismo: “Ojalá no sea nada”. Luego, un
tanto más calmado, bajaba las escaleras y abría la puerta de la
calle. Pero se guardaba muy bien de dejar traslucir la segunda parte
de su inconfesable deseo: “… O todo lo contrario. Ojalá esté
muerto”.
La suerte, desde los
primeros días, se le mostró propicia. En seis meses de ejercicio
tan solo se vio obligado a atender algunas amigdalitis sin
importancia, un ictus apoplégico y un par de fracturas que resolvió
con éxito. Arganza empezó a cobrar confianza, no tanto en sus
conocimientos como en la férrea salud de los hombres del campo, se
felicitó por haber escogido un destino tan apacible y dejó,
paulatinamente, de emplear sus noches en devorar con avidez revistas
de actualización médica y olvidados libros de texto. Una madrugada,
sin embargo, volvió a sentir el inconfundible cosquilleo del miedo.
Habían golpeado a la puerta con impertinente impaciencia, con una
rudeza impropia de un campesino. Desde la ventana distinguió la
silueta de un guardia civil iluminada por la luna, y un
estremecimiento recorrió su cuerpo.
-¿Es grave?
-preguntó.
El civil enarcó las
cejas:
-¡Como que está
muerto!
Mi amigo respiró
hondo.
Avanzaron por la
calle principal, cruzaron la Plaza y se detuvieron por fin frente a
un cobertizo iluminado. En el interior un hombre yacía en el suelo
empapado de sangre. Una de sus manos sostenía sin fuerzas un puñal
teñido de rojo. La otra reposaba inerte sobre un papel arrugado en
el que Arganza, con sólo inclinarse, pudo leer con claridad: “Que
a nadie se culpe de...”. El resto se hallaba sumergido en el
charco púrpura.
Cumpliendo con las
inevitables formalidades, el médico rodeó la muñeca del difunto,
colocó los dedos bajo la mandíbula, constató la inexistencia de
reflejo pupilar y, tal vez para convencerse a sí mismo de la
importancia de sus conocimientos, confirmó lo que todos sabían con
un tajante: “Está muerto”. Después miró a la pareja de
civiles, volvió sobre el difunto e, impresionado por la sangrienta
inmolación, decidió tomarse un respiro y darse una vuelta por la
Plaza.
No habían pasado
más de diez minutos cuando regresó al tétrico cobertizo. Uno de
los guardias se hallaba en pie, con la carta arrugada temblando entre
sus manos y una mezcla de sorpresa y terror dibujada en el rostro.
Pero sobre el charco de sangre no había cadáver alguno.
-¿Y bien? -preguntó
Arganza.
El hombre tardó un
buen rato en responder.
-Mi compañero está
despertando al juez de paz y yo me he ausentado unos minutos. Sólo
unos minutos.
Era demasiado
absurdo para creerse realmente despierto. El médico se restregó los
ojos. Pero ni el civil se desvaneció ni el cadáver hizo acto de
presencia.
-¿Qué puede haber
ocurrido aquí? -preguntó.
El guardia señalaba
ahora en dirección al suelo.
-Son huellas -dijo
uno de los dos.
El reguero de sangre
conducía la interior de la vivienda, retornaba después al cobertizo
y se perdía al fin en la oscuridad de las calles desiertas. Sin
atreverse a levantar la vista, siguieron a la luz de una linterna el
siniestro camino. A pocos metros se detuvieron. El cadáver estaba
allí, junto a la puerta cerrada de un caserón en sombras. Yacía en
el suelo, y su aspecto no difería en nada del hombre de quien, poco
antes, Arganza constatara su defunción. Con la salvedad de que ahora
vestía una americana impecable y el olor de la muerte se confundía
con un perfume intenso y dulzón.
El extraño suceso
no tuvo, por fortuna, repercusión alguna en la carrera de mi amigo.
La pareja de civiles, temerosa de haber incurrido en falta por el
breve abandono del cadáver, guardó un silencio tan culpable como
ejemplar, Arganza extendió el certificado de defunción en el zaguán
del caserón donde había tenido lugar la segunda muerte del suicida,
y el asunto se dio por zanjado y concluido cuando el vigoroso finado
recibió, al cabo de unos días, modesta sepultura fuera del recinto
del camposanto, junto a los restos de un maestro librepensador, un
miembro del maquis y un presunto hijo del rector, a quien la memoria
colectiva atribuía un ateísmo irreversible y militante.
A esta altura del
relato el médico solía detenerse, mirar de soslayo al ocasional
auditorio y añadir:
-Estaba muerto.
Desde el primer momento vi que estaba muerto. Tan muerto como que yo
estoy ahora aquí, entre vosotros.
Luego rellenaba la
cazoleta de la pipa del mejor tabaco holandés y aspiraba una
bocanada de humo con visible deleite.
-Una bonita historia
de amor.
En los pueblos las
noticias se propagan a la velocidad del rayo. Nadie, fuera de los
amedrentados civiles y del asombrado médico, llegó a conocer la
primera parte de la historia. Pero en la segunda existían ya de por
sí suficientes datos para ocupar las conversaciones mañaneras del
mercado y las tertulias nocturnas del café. El difunto vestía un
americana nueva, una prenda costosa sobre la que no había dudado en
derramar, con generosidad, chorros de perfume de olor persistente.
Como si la localidad se hallase en fiestas o si se dispusiera a
asistir a un baile. Pero todo lo que hizo el pobre difunto fue
vestirse de esa guisa para morir junto a la puerta de una de las casa
principales de la Plaza: precisamente la vivienda de alcalde y su
mujer, una agraciada muchacha obligada, por la pobreza, a entregar su
juventud a un arrugado sesentón a quien la Naturaleza no había
consolado de su infortunio con el regalo de la esperada descendencia.
Algunos aseguraban haber visto desde sus ventanas cómo el joven
desesperado, momentos antes de expirar, intentaba aferrarse a la
aldaba y pedir auxilio. Otros lo rebatían con energía, porque no
pedía auxilio. Se limitó a pronunciar un nombre de mujer y
acariciar, en su caída, el portón que nunca en vida le había sido
abierto.
-Una historia de
amor -decía Arganza. Y aspiraba de nuevo una bocanada de humo- … O
de odio, de venganza. Del odio más aberrante que jamás haya podido
albergar corazón alguno.
Porque pronto, entre
los vecinos, la figura del suicida enamorado dejó paso a la del
amante ofendido. Ahora el cartero creía recordar de súbito un dato
importante y esclarecedor. Más de una vez había recogido en el
buzón del pueblo correspondencia destinada a una de las casas del
propio pueblo. Era extraño. Pero él vivía demasiado atareado para
pararse a pensar y, aunque sorprendido, había optado por introducir
las cartas en la saca de reparto sin prestar demasiada atención a la
dirección ni al remitente. Ciertos pétalos de rosas mustias,
esparcidos al azar sobre la tierra que cobijaba al discutido
enamorado -y al maestro, al residente y al hijo del rector-,
sirvieron como pretexto para asestar el golpe definitivo sobre la
cada vez más debatida pasividad de la alcaldesa. Alguien, con
voluntad conciliadora, intentó hacerse oír: ¿por qué no pensar en
una ráfaga de viento capaz de transportar, por encima del muro del
cementerio, frágiles pétalos de rosa procedentes de cualquiera de
las tumbas de los afortunados que habían recibido cristiana
sepultura? Pero los ánimos se hallaban demasiado enardecidos para
rendirse ante una explicación tan simple, y la imagen de la virtuosa
veinteañera, a quien, hasta hacía muy poco, todos compadecían, fue
cobrando con irremisible rapidez los rasgos de una bíblica adúltera,
de una castiza malcasada, de una perversa devoradora de hombres a los
que seducía con los encantos de su cuerpo para abandonarlos tras
saciar sus inconfesables apetitos. El día, en fin, en que una vieja,
parapetada tras sus gruesas gafas de carey, aseguró haber
distinguido, en la noche sin lunas, la figura de una mujer envuelta
en una capa negra merodeando por las cercanías del camposanto,
todos, hasta los más prudentes, identificaron aquella loca fantasía
con los remordimientos de la malmaridada, negaron a los vientos la
capacidad de manifestarse por ráfagas y, con el plácet del párroco,
sufragaron una serie de misas por el alma del desdichado, con la
firme convicción de que, en el umbral de la muerte, la fe había
retornado a su espíritu afligido consiguiendo pronunciar -aunque
sólo fuera con el corazón- el Dulce Nombre de Jesús.
-A la mujer, como
todos habréis adivinado ya, no le quedó otra salida que abandonar
el pueblo.
Con estas palabras,
Arganza solía poner punto final a su relato. Era su historia,
posiblemente su única historia, la narración de unos hechos que mi
querido amigo se veía competido a escupir con calculada
periodicidad. Pero algunos de los que habíamos tenido ocasión de
escucharle unas cuantas veces sabíamos que, en otros tiempos, su
historia poseía una pequeña coda que ahora, cada vez con mayor
frecuencia, el narrador solía olvidar.
Porque el médico, a
su vez, había decidido abandonar el pueblo. Pidió el traslado,
aguardó pacientemente la confirmación del destino y quiso la
casualidad que, en la fecha escogida para partir, coincidiera en el
vagón del tren con la vilipendiada mujer, compendio de maldades y
perversiones. Arganza, sin dudarlo un instante, se inclinó
cortésmente y le tendió la mano. Pero su acto no obtuvo la lógica
y esperada reacción. La mujer le dirigió una mirada rebosante de
asombro, entrelazó los dedos, un punto de desdén dilató fugazmente
sus pupilas y, volteando la cabeza hacia la ventanilla, prefirió la
visión de la comunidad, que tan cruelmente la expulsaba de su seno,
a la mano tendida del joven médico que, en aquellos momentos,
empezaba a sentir el insufrible rubor del ridículo. Cuando Arganza
abandonó el vagón de cola y se instaló a la cabeza del tren, no se
paró a pensar que el recelo y el resentimiento se habían señoreado
de aquella criatura. De repente, sus recuerdos se habían teñido de
rojo: se vio a sí mismo, inclinado sobre el cadáver del suicida,
bajo la atenta mirada de los civiles, pronunciando el incuestionable
“Está muerto”. Y deseó, con todas sus fuerzas, que el tren
ganara velocidad y que el pueblo en cuestión no hubiera existido
nunca.
-Supongo que
servirá -dijo Arganza.
Le sonreí. Su
pequeña historia había experimentado, con el tiempo, ciertas y
significativas variaciones, de las que la omisión del encuentro
final en el tren no era más que una previsible consecuencia. Mi
amigo sabía dónde marcar el acento, cómo enfatizar, cuándo debía
detenerse, encender la pipa y tomarse un respiro. Y así, la figura
de aquel joven, inexperto y asustado médico iba adquiriendo, día a
día, mayor juventud, inexperiencia y miedo: el extraño caso del
cadáver que se acicala y perfuma más allá de la muerte pasaba a
desempeñar un papel secundario; y la desgraciada e indefensa
alcaldesa, cuya hermosura se acrecentaba por momentos, terminaba
erigiéndose en la víctima-protagonista de odios ancestrales,
envidias soterradas y latentes anhelos de pasionales y escandalosos
acontecimientos. Arganza había conseguido arrinconar lo inexplicable
en favor de un simple, común y cotidiano drama rural.
-Por lo menos
-añadió riendo-, para romper el hielo.
La iniciativa de
reunirnos aquella noche en casa no había partido de mí, aunque,
desde luego, la provocó ingenuamente Arganza. Nos habíamos
encontrado en la terraza del Café del Puerto. Mi amigo preguntaba a
un anciano pescador por sus achaques reumáticos, yo leía el
periódico en la única mesa soleada y, de pronto, una sombra que yo
creí un nubarrón me obligó a alzar la vista. Jezabel, mi
inseparable compañera de colegio, mi discreta amiga de facultad, se
hallaba de pie ante mí sonriéndome con la superioridad que, hacía
ya un buen tiempo, me había aconsejado reducirla a la categoría de
antigua conocida. Le presenté a Arganza y ella le saludó como si le
conociera de toda la vida. Fue entonces cuando el cielo se volvió
repentinamente oscuro, un trueno retumbó sobre nuestras cabezas y el
primer chaparrón de septiembre anegó por igual vasos, platos, copas
y las hojas del periódico tras el que pensaba refugiarme. Al
cobijarnos en el interior, creo recordar que el médico dijo algo
semejante a: “Se acabó el verano. A partir de ahora sólo nos
queda reunirnos en torno a una chimenea y contar historias de duendes
y aparecidos”. El resto fue demasiado rápido para que yo pudiera
reaccionar. Jezabel extrajo una libreta de su bolso, me preguntó por
mi dirección, yo se la di con vaguedades, inquirió acerca de la
existencia de una chimenea, yo asentí. Pero no me dio tiempo a
explicar que estaba condenada; un elemento de decoración inútil en
un chalet de alquiler; una casa desprovista de las mínimas
comodidades. Cuando abandonamos el café, Jezabel subió a su coche y
prometió: “A las nueve en punto. A lo mejor tengo que cargar con
mi prima. No te importa, ¿verdad?”. Y el rumor del auto me dejó
con la obligada réplica en la boca.
-Muy simpática tu
amiga… Encantadora.
Miré hacia el mar.
Sólo le hubiera faltado añadir muy interesante para que mi
acopio de paciencia cediera el lugar a una explosión de ira. Pero
ahora Arganza encendía su pipa por enésima vez, y yo me preguntaba
por el absurdo azar que me había llevado a encontrar a Jezabel en el
Café del Puerto… No podía esperar excesivas sorpresas de la noche
en la que se me obligaba a participar: la historia de Arganza, la
inevitable historia de Arganza, y las insípidas apostillas de
Jezabel. Miré de nuevo hacia el mar. Olas embravecidas comiéndole
terreno a la playa, haciéndome sentir la fragilidad de mi vivienda,
una casa de madera que se ponía a temblar con los vientos, por la
que pagaba el triple de lo razonable y a la que, pese a todo, no
pensaba renunciar con la llegada del otoño. “El mar”, pensé,
“por lo menos me queda el mar.” -A propósito -dijo de pronto
Arganza, pero se olvidó de precisar a propósito de qué-.
¿Conoces a ese inglés que suele merodear por la playa recogiendo
conchitas y clasificando algas?… Me he tomado la libertad de
invitarle.
Me encogí de
hombros. Jezabel se traía a una prima, Arganza invitaba a un
ridículo inglés de cazamariposas y a mí me estaba apeteciendo,
cada vez más, olvidarme de la cena, montarme en el coche e
instalarme, por una noche, en la fonda del pueblo.
-Lo he hecho por una
razón muy simple -dijo con ojillos picarones.
Y arqueando las
cejas, me señaló con la embocadura de la pipa y añadió:
-Se llama Mortimer.
En aquel momento una
racha de viento abrió de par en par los ventanales del comedor, una
lluvia de arena rellenó la pipa de mi amigo, y yo, sin saber por
qué, presentí que la velada iba a resultar mucho menos tediosa de
lo que me había temido.
-Con esta especie de
manta te encontrarás mejor -dijo Jezabel. Y envolvió al silencioso
Mortimer en la capa de mi abuelo.
Los invitados habían
llegado en tromba, calados hasta los huesos, con los zapatos perdidos
de lodo y los cabellos enmarañados y rebosantes de arena. Durante un
buen rato no hice otra cosa que rebuscar en los armarios zapatillas,
calcetines, batines y toallas, e intentar, sin demasiada convicción,
comprender el arcaico mecanismo de una estufilla eléctrica que
formaba parte de los enseres de la casa y no presentaba indicios de
haber sido utilizada en bastantes temporadas. Fuera se había
desencadenado una auténtica tempestad. Dentro, unos y otros se
esforzaban por asegurar ventanas y reforzar puertas.
-Necesitamos otro
jersey -dijo Jezabel.
Subí al dormitorio
y dejé a Arganza al cuidado de las copas, las ventanas y los
temblores de mis huéspedes. Abrí el cajón de la cómoda y no me
molestó tanto comprobar que alguien había hurgado ya entre mis
ropas, como la rápida constatación de que la prenda elegida fuera
precisamente un abrigo de mohair adquirido aquella misma
mañana. Observé la etiqueta recién arrancada y murmuré: “Maldita
Jezabel. No cambiará nunca”. Al punto me arrepentí de haber dado
rienda suelta a mi fastidio. Porque no estaba sola. Frente al espejo
se hallaba una mujer menudita y rechoncha ajustándose un kimono.
Parecía tan complacida ante su propia imagen que, al principio, no
reparó en mí, o tal vez fingió por cortesía no haber prestado
atención a mis palabras.
-¡Oh! -dijo a modo
de excusa-. Mi vestido estaba chorreando.
Le sonreí. Ella se
apresuró a presentarse.
-Soy Laura -dijo-.
Laura -repitió. Y entendí que se hallaba sumamente orgullosa de su
nombre-. Sé que has preparado una cena estupenda pero, por
desgracia… ¡estoy a régimen!
No conseguí
mostrarme sorprendida. Al bajar las escaleras, observé cómo el
ampuloso kimono se revelaba incapaz de disimular una fláccidas
redondeces que ella, sin embargo, balanceaba con cierta gracia y con
el más absoluto desenfado. La idea del régimen, comprendí
enseguida, tenía que ser una imposición de su prima. Y me divirtió
imaginar la relación entre la exuberante y espontánea Laura y la
refinada y contenida Jezabel.
-Bien -dijo
Arganza-. Por orden de edades.
Junto a la chimenea
condenada se hallaba en pie mi abrigo de mohair envolviendo el
cuerpo de un demacrado joven de ojos negros y mirada altiva. Peinaba
raya en medio, el cabello empapado producía la ilusión de un uso
desenfrenado de gomina, y si no fuera porque, al verme, se acercó
hasta mí, me hubiera creído frente a una estatua de cera o una
fotografía ampliada y macilenta de cualquiera de mis antepasados.
-Tenía muchas ganas
de conocerte -dijo, y pronunció un nombre que no conseguí retener-,
Jezabel me ha hablado mucho de ti.
De nuevo Jezabel.
Miré a mi alrededor con la secreta esperanza de no tener que toparme
con otro rostro desconocido. Laura estaba conversando con Arganza, y
Jezabel seguía empeñada en abrigar a Mortimer con la capa del
abuelo. Discretamente, me escabullí hacia la cocina. Sabía lo que
presagiaba aquel inocente por orden de edades: un pueblo de
mil almas, un extraño hecho que la razón de Arganza pretendía
minimizar, pero, sobre todo, una prueba definitiva para mi debilitado
ánimo. Encendí el horno y saqué un par de solomillos de la nevera.
Estaban congelados. Me acordé del inexistente hielo que mi amigo
pretendía romper con su relato y me reconocí dispuesta a concederle
todo el tiempo del mundo. Corté unos tacos de jamón, dispuse varias
lonchas de queso sobre una bandeja y, sin ninguna prisa, abrí todas
las latas que se me pusieron por delante. Unas risotadas, procedentes
del comedor, me enfrentaron de pronto al pantagruélico aperitivo que
acababa de preparar. Resultaba extraño. Nunca hasta entonces, que yo
recordara, el relato de Arganza había provocado la más mínima
hilaridad en su público. Pensé que, seguramente, mi amigo había
decidido arrinconar hoy su eterna historia en favor de cualquiera de
las anécdotas festivas que jalonaron su prolongada vida de
estudiantes y me arrepentí de haberme escabullido. Pero, cuando
aparecí en el comedor con la bandeja en la mano, el narrador se
hallaba en el punto de:
“… O de odio.
Del odio más aberrante que jamás haya podido albergarse...”.
Y en sus ojos se
leía la inconfundible sensación de descanso del pecador que acaba
de confesar públicamente sus faltas.
Los miré uno a uno.
Más que a una cena de final de verano, me pareció asistir a la
agonía de un aburrido baile de máscaras. El joven del abrigo de
mohair no había abandonado su posición junto a la chimenea; a
Mortimer se le notaba incómodo dentro de la capa; Jezabel,
semirrecostada en el sofá, escuchaba atentamente a Arganza, y Laura
no desperdiciaba ocasión para mirarse de reojo al espejo y acariciar
con complacencia mi viejo kimono. Constaté que existía más de un
pequeño error en la precipitada elección de vestuario. A Laura le
hubiera sentado mucho mejor el abrigo que envolvía el joven
demacrado, a éste la capa del abuelo y a Mortimer, tal vez, la
prenda japonesa. Pero jamás a Laura. La suavidad de la seda no
conseguía oscurecer la primera visión que había tenido de ella
hacía menos de media hora. Vestía mi kimono, sí… Pero yo la
adiviné enseguida andando por su casa con un batín de fibra
guateada y el cabello agijoneado de pinzas. Jezabel, desde el sofá,
acababa de poner la habitual coletilla a la narración de Arganza.
-Y la gente, en los
pueblos, es ruin y mezquina -y luego, mirándome con exagerada
sorpresa, añadió-: Me cuesta comprender que hayas decidido pasar el
invierno aquí.
No me molesté en
responder. Mortimer había logrado zafarse de la capa y recobraba
ahora el desangelado aspecto de un aprendiz de explorador perdido en
un jardín botánico. -Voy a contarles algo -dijo. Pero no logró
hilvanar historia alguna.
Regresé de la
cocina con la inquietante noticia de que el horno no funcionaba, el
agua sabía a salitre y los solomillos se negaban a descongelarse.
Arganza, llevándose el índice a los labios, me rogó silencioso.
Jezabel se hallaba
erguida sobre uno de los almohadones del sofá hablando pausadamente,
en un tono tan bajo que no logré comprender palabra de cuanto estaba
contando. No había tenido la gentileza de esperarme, pero, en honor
a la verdad, no me importó lo más mínimo. Agucé el oído y me
enteré de que estaba refiriéndose a su bisabuela. Escuché una
pormenorizada relación acerca de ojos color violeta, cabellos
azabache, pómulos prominentes y labios delicados y sensuales. Bajé
la vista. Las coincidencias entre la desaparecida dama y la presente
Jezabel se me antojaron demasiado precisas para achacarlas al azar o
a los caprichos de las leyes genéticas. Cuando terminó con su
descripción, supe que la totalidad del auditorio se hallaba
profundamente convencido de la radiante belleza de la bisabuela,
pero, sobre todo, de los fascinantes atributos físicos de su digna
descendiente.
Enrojecí. El
estupor y cierto nefasto sentimiento -uno tras otro, quizá los dos a
un tiempo- me habían dejado paralizada en el suelo. Me apoyé en la
repisa de la chimenea. Como un espejo, el joven ojeroso me prestó su
imagen envuelta en mi abrigo de mohair. Me senté en una
silla.
-...Pero mi
bisabuelo, el pintor, amaba por igual a su esposa y a su arte…
Escuché con
discreto interés la continuación de la historia. La velada estaba
transcurriendo de acuerdo con mis primeras previsiones. Arganza y
Jezabel. O Jezabel y Arganza. Me pregunté por mi verdadero papel en
aquella cena sin cena en la que los invitados se permitían
prescindir olímpicamente de la figura del anfitrión. No llegué a
encontrar una respuesta ajustada. Jezabel rememoraba ahora a su
bisabuelo, fascinado ante el lienzo, ante la ilusión de vida que,
día tras día, lograba plasmar en su retrato, mientras la modelo, su
mujer, se consumía posando durante largas horas en un aposento
húmedo y sombrío.
-Cuando, al fin, el
pintor dio por concluida su obra, entró en un breve estado de
trance. “Pero… ¡si es la vida misma!”, exclamó. Y luego,
pálido aún, se volvió hacia su amada mujer. Y fue entonces cuando
se dio cuenta… de que estaba muerta.
Una bonita historia.
Edgar Allan Poe la tituló, hace más de cien años; “El retrato
oval”. Y de pronto Jezabel, introduciendo algunas variaciones que
en poco la favorecían, se tomaba la licencia de soltárnosla como
propia y añadir, con una fingida e inadmisible modestia:
-No es tan
espectacular como un cuento de vampiros o brujos, pero es un hecho
real. Mis padres conservan aún el retrato. Es… ¿cómo diría yo?…
Impresionante.
Me admiró el
aguante y la cortesía de los presentes. Aunque ¿se trataba
realmente de paciencia y caballerosidad? Arganza había adquirido una
apariencia babosa. Recordaba a un perro faldero, pendiente del menor
movimiento de su idolatrada dueña, dispuesto a saltarle sobre las
rodillas al primer descuido. De nuevo una impertinente aflicción
encendió el color de mis mejillas. Me detuve en Mortimer: se hallaba
rellenando hasta el borde un vaso de Whisky, y la rojez o prominencia
de sus ojos arrojaba ciertos datos de peso acerca de su silenciosa
melopea. Me pregunté si la incomodidad que el inglés pretendía
ahogar en alcohol procedía de la intolerable apropiación de su
Jezabel u obedecía a la simple necesidad de cobrar valor para hablar
en público. Me incliné por la segunda hipótesis.
¿Qué oscuro y
soterrado resentimiento anidaba en el inexpugnable corazón de
Jezabel? La observé con precaución, detecté un fugaz brillo de
triunfo en sus pupilas y me reafirmé en la sospecha de que la burla
iba dirigida exclusivamente contra mí.
Era la primera vez
en mucho tiempo que veía a mi antigua amiga del colegio. Nuestro
último encuentro había tenido como escenario la bulliciosa planta
de un supermercado a pocos minutos de la hora de cierre. De eso haría
tal vez un par de años, pero ahora reconocía ese breve fulgor en su
mirada y revivía una anécdota a la que, en su momento, no concedí
apenas importancia. En aquella ocasión, Jezabel se me había
acercado con extemporáneas muestras de alegría.
Habló de lo bien
que funcionaban sus asuntos, de lo mucho que se divertía viajando
sin cesar, para concluir proporcionándome, con la mayor naturalidad
del mundo, una lista de amigos y conocidos entre los que figuraban
los nombres más famosos, ilustres o importantes del país. Cuando,
por mera cortesía, le llegó el momento de interesarse por mi vida,
no pude llegar más allá del obligado “bien” de compromiso. Se
despidió, me besó en las mejillas y desapareció, en cuestión de
segundos, por uno de los corredores. Sólo después, al pasar por
caja y asistir al desfile de una serie de productos inesperados, me
di cuenta de que Jezabel, en la precipitada huida, se había
confundido de carrito. Pero era ya la hora del cierre. Pagué el
importe de mi compra-sorpresa y atribuí a las prisas o al despiste
de mi antigua amiga el irritante, molesto, pero excusable error. Sin
embargo, recordaba ahora la casi imperceptible expresión de triunfo
al despedirse y me asaltaba la duda de si se había tratado, en
realidad, de una confusión, o si Jezabel, en uno de sus extraños
juegos sólo comprensibles para sí misma, me había obligado con
saña a alimentarme durante una semana a su gusto y medida. Tal
interpretación, a simple vista, podía parecer absurda. Como también
la posibilidad opuesta: la repentina visión de que la que fuera mi
inseparable compañera de infancia escrutando el contenido de la
bolsa de compra, sonriéndose ante mis necesidades o tomando nota de
mis preferencias. Pero lo que acaba de ocurrir hacía escasos
instantes presentaba cierto parecido con aquel inocente episodio y me
obligaba a ponerme en guardia.
-...Y eso es todo
-dijo Jezabel.
“El retrato oval”
formaba parte de un volumen de cuentos que, con motivo de una fiesta
de cumpleaños, le había regalado yo en nuestros tiempos de
facultad. Por aquel entonces, Jezabel se había convertido ya, a mis
ojos, en una cargante aleación de falsedad y prepotencia, en un
cúmulo de frases hechas dispuesto a provocar admiración a cualquier
precio. No me hallaba, por tanto, entusiasmada ante la idea de la
fiesta. Pero no me sentí con fuerzas para declinar la invitación:
le compré el libro y, en la dedicatoria -”A mi mejor amiga del
colegio”-, pretendí aprisionar nuestra amistad en un espacio
delimitado y concreto. Fue, probablemente, mi último regalo. Y ahora
Jezabel, haciendo gala de un patente desprecio a la memoria, me lo
devolvía burdamente disfrazado en mi propia casa. Pero había algo
más. Arganza… ¿Qué conclusiones habría extraído Jezabel de mi
relación con el maduro Arganza? ¿Un novio? ¿Un amante? Arganza era
mucho más que eso. Mi mejor amigo, la persona con la que me gustaba
charlar, pasear, a la que respetaba y quería, y junto a quien me
sentía relajada, protegida y feliz. Sin embargo -y ella no podía
ignorarlo- después de aquella noche me costaría un considerable
esfuerzo arrinconar la expresión de carnero degollado con que el
médico, pendiente del menor gesto de Jezabel, había acogido su
asombroso relato. Mi antigua amiga del colegio se apuntaba un
nuevo tanto en su enfermiza colección de rivalidades y triunfos.
Recordé el saludo del joven ojeroso y pálido -”Jezabel me ha
hablado mucho de ti”- y pensé que, probablemente, era merecedora
de lástima.
-Me ha gustado- dijo
Laura.
No percibí ironía
en su voz. Se había aproximado a la narradora en cuclillas, sin
abandonar su posición sobre el taburete, como si se hallara ante un
espectáculo de títeres y quisiera hacerse con un lugar privilegiado
en las primeras filas. El kimono acaba de abrírsele y dejaba al
descubierto un par de muslos orondos y sonrosados. Me pareció que el
joven de cera y Jezabel intercambiaban una breve mirada de repulsa.
No pude evitar sonreír para mis adentros. Las rollizas piernas de
Laura se convertían en el más firme atentado contra la elegancia y
la exquisitez de la presunta bisabuela… ¿Materna? ¿Paterna? Era
obvio que la delicada usurpadora se avergonzaba de la presente y viva
muestra de su familia, y este pequeño detalle me decidió a intentar
convertirla en mi cómplice. Iba a proponer a Laura que tomara la
palabra. Pero ya Mortimer se había puesto en pie.
-Voy a contarles
algo- dijo.
Y se inclinó
levemente ante Jezabel, a quien, con toda probabilidad, tomaba por la
dueña de la casa.
Arganza me lo había
explicado. Mortimer hablaba a la perfección cinco o seis idiomas,
unos cuantos dialectos e, incluso, un par de lenguas muertas. No
obstante, su envidiable fluidez me sorprendió. Le escuché con
atención:
-No sé si saben
ustedes que yo nací en el condado de Essex. Pues bien, uno de
nuestros condes, Robert de Devereux, favorito de la reina Isabel, fue
condenado a muerte por la propia soberana. Sin embargo, no abrigo la
intención de hablarles de él.
Se había sentado de
nuevo y rebuscaba ahora en un desvencijado zurrón cierto papel de
importancia definitiva para el inicio de su parlamento. En pocos
instantes la mesa se llenó de erizos, mariposas y caballitos de mar.
Laura, con la mano en la boca, ahogó una risita.
-He dicho antes que
no voy a hablar del conde de Devereux, y no voy a hacerlo. Me bastará
con recordar que, desde aquel sangriento suceso, acaecido en 1601, no
existe una sola anciana en Chelmsford que no asegure haber sido
visitada, en alguna ocasión, por el espíritu de nuestro noble
ajusticiado. Sin embargo, Devereux es simplemente una aparición,
acaso la más famosa, de las muchas que tienen a bien presentarse de
improviso en los hogares de los plácidos habitantes del Condado.
Pero yo no las temo. Por una razón muy sencillas -y aquí se detuvo,
consciente de la expectación que habían levantado sus palabras,
para añadir con voz muy queda-: Sé reconocerlas a primera vista.
Miré a Arganza con
el vehemente deseo de guiñarle un ojo y felicitarle por su
adquisición, pero mi amigo se hallaba murmurando algo al oído de
Jezabel. Tras una breve pausa, Mortimer prosiguió:
-Una vez, de
pequeño, vi a un hombre extremadamente alto, de aspecto taciturno,
apoyado en la verja del jardín. Vestía de negro y, aunque yo me
hallaba a pocos pasos removiendo la tierra de una maceta, no reparó
en mi presencia ni, por tanto, me dirigió pregunta alguna. Al día
siguiente, desde la ventana de mi cuarto, le volví a ver. Me pareció
muy extraño que no se decidiera a llamar o a abrir la cancela y
corrí a contárselo a mi madre. “Es un hombre muy blanco”, dije.
“Pero no como nosotros”. Ella, sentada en un sillón del
gabinete, no levantó los ojos de su labor. “¿Te refieres a que no
pertenece a nuestra raza?”, preguntó con indiferencia. “No”,
repuse. “Quiero decir que está pálido, muy pálido, viste de
negro y es muy serio. Pero no parece enfadado.” Mi madre, entonces,
interrumpió el macramé, guardó la labor en su costurero y murmuró
con cierta fatiga: “Debe de ser uno de ellos”. Después,
sentándome en sus rodillas, me acarició el cabello y, con una voz
tranquila y dulce, añadió: “Mortimer, mi pequeño Mortimer, ya va
siendo hora de que aprendas a distinguirlos. Así no podrán nada
contra ti”. Y me besó en la mejilla.
Un respetuoso
silencio se había adueñado de la habitación. El inglés desdoblaba
ahora el papel que, desde hacía un rato, sostenía en una de sus
manos.
-Esta tarde, cuando
mi querido doctor ha tenido la amabilidad de invitarme a tan
magnífica reunión, he tomado la precaución de anotar algunos datos
de importancia. La memoria puede jugarnos malas pasadas, y debo
confesar que hace ya muchos años que he dejado de preocuparme por
aparecidos, fantasmas o simples visiones. Si me lo permiten, voy a
consultar mis notas.
Me fijé en las
piernas musculadas y peludas que asomaban por los orillos de sus
bermudas e intenté imaginarlo de niño, sentado en las faldas de su
madre. El silencio era total, interrumpido tan sólo por las ráfagas
de viento azotando los cristales de las ventanas.
-Palidez inquietante
-dijo Mortimer-. Una palidez excesiva que no puede provenir de causas
naturales y una expresión en la mirada, si me permiten la
ocurrencia, de tristeza infinita… Suelen mostrar una
preferencia excluyente por dos colores, el blanco y el negro, con
cierta ventaja a favor de este último. Si la aparición en cuestión
es masculina, vestirá seguramente de negro, en un traje de buen
corte aunque un tanto pasado de moda. Si la aparición es mujer,
tenemos muchas probabilidades de encontrarnos frente a un traje
vaporoso, un tejido liviano de color blanco, que se agite con el
viento y deje entrever, discretamente, los encantos de un cuerpo del
que ya no queda constancia. He dicho “muchas probabilidades”. Lo
habitual es que las aparecidas gusten también del negro, de la
oscuridad que acentúa su indescriptible palidez y las hace, a decir
de algunos, misteriosamente bellas.
Un rayo,
zigzagueando en el cielo, iluminó fugazmente la playa. Mortimer
prosiguió impertérrito:
-Esos seres, o
mejor, esa apariencia de seres, disponen de escasa y contada energía.
Por ello acostumbran a ser parcos en palabras y astutos en la
elección de lugares donde manifestarse. Suelen aparecer sentados (un
balancín, el sillón más confortable de la biblioteca, por
ejemplo), o de pie. Pero en tal supuesto buscarán invariablemente un
apoyo. La jamba de la puerta, el alféizar de la ventana, o muy a
menudo, la repisa de la chimenea…
Crucé una mirada
con Arganza y a punto estuvimos los dos de volvernos hacia el joven
pálido de ojos profundo. Laura, probablemente, había tenido la
misma idea. Porque ahora rompía a reír como si fuera reventar,
llevándose las manos al estómago, agitándose sobre el taburete y
ahogando, con sus carcajadas, el silbido del viento y el repiqueteo
de los cristales. Jezabel se movió inquieta en el sofá.
Ya no abrigaba la
menor duda de quién había acogido, al inicio de la velada, el
relato de Arganza con tanta insólita hilaridad, y no se me ocultaba
la molestia que tales expansiones de alegría provocaban en el ánimo
de su prima. Volví a recordar el episodio del supermercado, apoyé a
Laura con una sonrisa y comprendí, con cierto placer, que a Jezabel
se le estaba escapando la noche.
-Hablaba en serio-
dijo Mortimer.
Se hallaba en pie,
con los ojos chispeantes de cólera y un rictus de inesperada fiereza
en los labios. Presentí que iba a desembarazarse del papel que
sostenía con una de sus manos y del vaso que se tambaleaba en la
otra para rodear el generoso cuello de la feliz y obsesiva riente.
Pero no fue más que una huidiza sensación. Mortimer volvió a
sentarse, Laura escondió el rostro entre las rodillas y pronto, para
tranquilidad de todos, sus carcajadas se convirtieron en un apagado
jadeo.
-Hablaba en serio-
repitió.
La ira había dejado
paso a un enfurruñamiento infantil que no podía menos que mover a
compasión o ternura. Creí llegado el momento de tomar las riendas
de la situación y pedirle, con toda amabilidad, que continuara
transportándonos a Chelmsford, al cálido regazo de su madre o a las
veleidades de los hermosos, taciturnos y enlutados visitantes. Como
tantas veces a lo largo de la noche, alguien se me adelantó.
-Su relación es
interesante y curiosa. Pero obsoleta.
No sé si fue el
tono afectado de su voz, la constatación de que había abandonado su
posición junto a la chimenea para tomar asiento en el balancín o el
simple hecho de que, en aquel preciso instante, la casa se quedaran
completamente a oscuras, pero cuando pronuncié un innecesario: “Es
la tormenta” y el silencio más absoluto acogió mis palabras,
sentí un extraño estremecimiento que nada tenía que ver con la
tempestad ni con el frío.
A la luz de todas la
velas que conseguimos reunir, la estancia recobró, en parte, su
aspecto inofensivo. Me avergoncé de haberme dejado impresionar sin
motivo, pero, no muy segura aún de la fuerza de mi temple, evité
detenerme en las sombras que proyectaban nuestras figuras sobre una
de las paredes.
-Si, querido amigo,
fuera de un innegable interés histórico o literario, sus amables
consejos, hoy en día, no nos sirven de nada.
Preferí
concentrarme en la llama de una de las velas. No me hubiera gustado
encontrarme con que los contornos de la mecedora, por cualquier
efecto óptico perfectamente explicable, ocuparan un lugar
preeminente entre nuestras siluetas reunidas en la pared.
-Insisto: de nada.
Desde el lugar en
que me hallaba no podía observan con nitidez la expresión de
Arganza. Pero me pareció que se había acercado aún más a Jezabel
y que ésta apoyaba una de sus manos, con gesto indolente, en los
hombros del abatido Mortimer. El joven de mirada profunda prosiguió:
-No podemos hablar
de espíritus, espectros o fantasmas sin incurrir en un siempre
desechable anacronismo. Actualmente, el más allá no necesita de
apariciones tan fantásticas para manifestarse. Les pondré un
ejemplo. Supongo que alguno de entre los que nos encontramos esta
noche aquí habrá conocido uno de esos días en que los objetos se
niegan a responder al uso para el fueron creados. La estilográfica
que no funciona, los lavabos que se embozan y atascan sin causa
aparente, la aspiradora que se resiste a aspirar, o el teléfono que
suena sin que nadie responda al otro lado del auricular… Con
frecuencia se trata simplemente del reflejo de nuestro propio
malestar. Los objetos, mal llamados inanimados y con los que solemos
convivir sin atender a su indudable importancia, registran, con
silenciosa fidelidad, la menor variación de nuestras emociones. Pero
su resistencia, por denominarla de alguna manera, tiene un límite y
hay momentos en que, sobrecargados de tensión, no tienen más
remedio que rebelarse. Sin embargo, su repentina indocilidad no tiene
por qué responder forzosamente a nuestras secretas desazones y
angustias. Y eso es, ni más ni menos, lo que creo que está
ocurriendo aquí.
El trío formado por
Arganza, Jezabel y Mortimer se me apareció como un bloque compacto,
un monstruo de tres cabezas que prolongaba su poder en el joven
pedante de voz afectada. Busqué la mirada cómplice de Laura: había
vuelto a ocultar la cabeza entre las redondeces de sus rodillas. Tal
vez se hallaba cansada, pensé. Tal vez intentaba por todos los medio
contener su extremada facilidad para desdramatizar las intervenciones
de los demás invitados. Me asaltó la incómoda sospecha de que, si
decidía retirarme al dormitorio, nadie me echaría en falta.
-Todos los presentes
nos sentimos tranquilos y relajados. Es decir, casi todos -y yo me
quedé con la duda de si la salvedad hacía referencia al
comportamiento de Laura o si el joven poseía la inoportuna habilidad
de leer en el pensamiento ajeno-. Nuestro entorno no tiene, por lo
tanto, rezones suficientes para registrar una sobrecarga emocional
que le conduzca a insubordinarse. Pero, de la misma forma que los
objetos registran nuestras alteraciones, poseen memoria y conocen, de
una forma muy primaria, desde luego, el significado de la palabra
“preferencia”. Tampoco olvidemos que los avances de nuestra época
(la electricidad, las telecomunicaciones…) constituyen un canal
idóneo para que fuerzas ocultas e innombrables hagan, a través de
él, acto de presencia. En uno u otro supuesto, la evidencia es
incuestionable.
El joven se
interrumpió unos instantes y, mirando al vacío, añadió con voz
grave:
-Esta casa nos está
rechazando.
Las sonoras
carcajadas de Laura no me produjeron, esta vez, el menor motivo de
regocijo. Sabía que no debía ceder a la creciente paranoia que me
hacía sentirme como único centro de una burla colectiva e intenté
serenarme. Sin embargo, no podía olvidarme del horno súbitamente
descompuesto, del inesperado corte de luz, del sorprendente
castellano de Mortimer, ni del hecho de que el joven demacrado
hubiera acudido a la cena de la mano de Jezabel. Poco podía
importarme ya que la desagradable mascarada fuera obra del azar o
estuviera sutil y hábilmente preparada. El resultado seguía siendo
el mismo. Jezabel, con la invención de la noche, se había permitido
humillarme en mi propio refugio, Arganza sucumbía desde el primer
momento al despliegue de encantos de Jezabel, y la estatua de cera,
cuando por fin rompía su mutismo para demostrarnos que no era más
que un ser de carne y hueso, se deleitaba enfrentándome a una casa
súbitamente agresiva y hostil. Me dirigí a la ventana y observé
cómo la lluvia golpeaba la carrocería de los coches estacionados
junto al porche. Deseé que me dejaran sola pero, al tiempo, temí
que lo hicieran. Las risas de Laura se me antojaban ahora inoportunas
e irritantes. Acaso, pensé, su aparente simpleza no era lo que la
movía prodigar aquellas muestras de gozo con tanta generosidad. Me
resistía a aceptarla como partícipe de la broma, pero sí, en
cambio -y esta idea iba abriéndose paso con firmeza-, la podía
adivinar asustada, tremendamente asustada por algo que yo no hubiera
acertado a intuir y que ella, desde el inicio de la noche, hubiese
captado con su sensibilidad epidérmica y salvaje. El joven se había
levantado y acababa de descolgar el auricular del teléfono.
-¿No lo decía yo?
Está averiado.
Se produjo un
significativo silencio que nadie se esforzó en romper. Me aferré a
una extravagante posibilidad: ¿por qué no pensar que aquel joven
presuntuoso no era más que un excelente prestidigitador pendiente,
ahora que su demostración había concluido, del fervoroso aplauso de
los asistentes? Arganza, a su vez, se había puesto en pie. Pero su
ojos denotaban contrariedad.
-Vaya por Dios
-dijo-. Precisamente hoy, mi día de guardia.
Y luego,
dirigiéndose a mí, como si recordara de improviso mi presencia,
añadió:
-Había dejado tu
número por si se declaraba alguna urgencia. Supongo que tendré que
irme.
Corrí al teléfono
y comprobé con desagrado que el joven no había mentido. Pero no
podía consentir que Arganza me dejara a sola con aquellos fantoches.
Las risitas de Laura empezaban a enervarme seriamente.
-Está lloviendo
-dije.
-También para mis
enfermos. ¡Qué le vamos a hacer!
Tenía que encontrar
una excusa para acompañarle. Mi mente, por desgracia, se había
quedado en blanco.
-En todo caso
-intervino Jezabel-, hace ya un buen rato que se nos aguó la fiesta.
Todos miraron a la
incansable reidora con patente impaciencia. Les noté fatigados,
malhumorados, tensos. También yo sentía los nervios a flor de piel.
Estaba preguntándome quién sería el primero en estallar cuando
Laura se interrumpió en seco.
-Lo siento -dijo.
Parecía como si,
por primera vez a lo largo de la velada, la jovial invitada se
hubiera hecho a la idea de la inoportunidad de ciertas expansiones.
Se ciñó el cinturón del kimono y, con aire contrito, retocó su
peinado frente al espejo.
-Es ya muy tarde.
Nadie, ni siquiera
Jezabel, hizo ademán de acompañarla.
-Mañana te
devolveré el vestido.
Asentí sin
atreverme a mirarla a los ojos. Cuando se internó por el pasillo,
alcancé a oír un débil “Buenas noches” y respiré hondo.
Durante unos minutos
permanecimos en reconfortante silencio, atentos al fulgor de los
relámpagos y el repiqueteo de la pipa de Arganza sobre la mesa. Creí
que había llegado la hora de las explicaciones y las excusas, y con
la mejor voluntad, me dispuse a aceptarlas. Pero Jezabel no tenía la
menor intención de disculparse. Me miró fijamente, suspiró con
cansancio y, en un tono difícil de olvidar, espetó:
-¿Hace tiempo que
conoces a Laura?
El asombro me había
dejado paralizada en el asiento. No puedo recordar cuál fue mi
primera reacción ni cómo, en una intervención atropellada y
balbuciente, logré enterar a Jezabel del desconcierto en que me
acababa de sumir su pregunta. Ella enarcó las cejas en una mezcla de
estupor e indignación.
-¿Mi prima? ¿Cómo
pudiste pensar que esa terrible mujer era prima mía? Yo creí que se
trataba de tu casera, de la mujer de la limpieza… ¡qué sé yo!
La había ofendido
en lo más hondo. Pero no sentí el menor amago de placer.
-Mi prima, la prima
de quien te hablé, se encuentra en estos momentos en su cama,
atiborrada de calmantes y barbitúricos, luchando contra un
insoportable dolor de muelas… ¿No te lo dije al llegar?
No. Jezabel no se
había tomado la molestia de informarme de tan irrelevantes
pormenores, y yo, en justicia, no tenía por qué achacarle culpa
alguna. Pero la noche, la configuración particular y errónea de la
noche, se revolvía de repente contra mí, escupiéndome ignoradas
frustraciones e inconfesados rencores. Comprendí que no era Jezabel
sino yo quien, en realidad, merecía compasión y, por un momento, la
habitación empezó a girar a una velocidad vertiginosa. Tan sólo
por un momento. Pronto me di cuenta de que ninguno de los invitados
había tomado la palabra para justificar la presencia de la pertinaz
y festiva reidora. Se hallaban cabizbajos, enfrascados en oscuras
cábalas que, al principio, me resistí a compartir. Pero el silencio
era demasiado plomizo, asfixiante… Ya no podía engañarme por más
tiempo. Porque nadie había oído el sonido de la llave contra la
cerradura, el batir de la puerta o el rumor de un automóvil.
Como en tantas
ocasiones en que uno se siente amenazado por la visita del terror,
evité pronunciar en voz alta la causa de nuestra común inquietud y,
al amparo de una vela, empecé por el final de cualquier actuación
detectivesca. Subí al dormitorio, pero, por más que escudriñé en
todos los rincones, no encontré las ropas empapadas a las que Laura
había hecho referencia, horas atrás, en aquella misma habitación.
Al bajar, nadie se interesó por el éxito de mis pesquisas.
Conteniendo la respiración, nos internamos por el pasillo, retiramos
el pesado sillón con que, al inicio de la noche, intentamos proteger
la puerta de las embestidas de la tempestad, dimos vuelta a la llave
y salimos al porche.
Algo, que en un
principio creí un pájaro nocturno, acababa de aletear contra los
cristales de una ventana. Nos volvimos con cautela. Suspendido de los
alambres de un tendedero, se hallaba el liviano kimono de seda
meciéndose con el viento. No pronunciamos palabra. Lo descolgué,
arrojé las pinzas lejos de mí y, sin preguntarme por la verdadera
razón de mi repentina necesidad de actividad, lo doblé con el mayor
cuidado.
-Aquí -dijo
Mortimer.
Todos miramos hacia
el suelo y, a la luz de las velas, pudimos observar una inscripción
garabateada sobre las enfangadas baldosas del porche: “GRACIAS POR
TAN MAGNÍFICA NOCHE. NUNCA LA OLVIDARÉ”. Una racha de viento y
arena sepultó, en un abrir y cerrar de ojos, las primeras y últimas
palabras. Por unos instantes, en los que el tiempo parecía haberse
detenido, sólo quedó NUNCA. El kimono se me cayó de las manos. Una
segunda ráfaga distorsionó las letras. Con la tercera, las baldosas
del porche recuperaron su aspecto habitual en un día de tormenta:
montoncitos de arena y barro, y las huellas recientes de nuestras
propias pisadas.
Cuando entramos en
la casa el fluido eléctrico se había restablecido y un manjar
trepidaba en el interior del horno de la cocina. Nos volvimos a
sentar en torno a la mesa. Mortimer temblaba como una hoja y había
adquirido el aspecto de un niño asustado. No me costó esfuerzo
alguno imaginarlo en el regazo de su madre. Un saludable rubor
campesino había teñido de púrpura las lívidas mejillas del joven
de mirada profunda. Jezabel, súbitamente demacrada, se apoyó en mi
hombro. Me fijé en las sombras oscilantes de la pared y, por un
extraño efecto que no me detuve en analizar, me pareció como si mi
amiga y yo peináramos trenzas y ambas nos halláramos inclinadas
sobre un pupitre en una de las largas y lejanas tardes de estudio.
Con el inesperado
timbre del teléfono, una brisa de cotidianeidad refrescó la
atmósfera. Arganza descolgó el auricular, invocó la tormenta, se
excusó por la imprevisible avería y, con un total dominio de la
voz, pronunció una dirección, un apellido y un número. Después
recogió sus cosas y explicó:
-Es una urgencia.
Pero a nadie le
preocupó lo más mínimo la remota posibilidad de que Arganza
estuviera pensando: “Ojalá no sea nada”. O todo lo contrario:
“Ojalá esté muerto”.
Al cabo de unos días
me encontré con Mortimer en una de sus habituales correrías por la
playa. Llevaba un zurrón repleto de conchitas y erizos y, al verme,
me dirigió un saludo entre ceremonioso y distante: “It’s a
nice day, isn’t it?”. No volví a saber de él… Por un
amigo común me enteré de que Arganza había adelantado sus
vacaciones y se hallaba en un tranquilo balneario rodeado de lagos y
montañas. También yo había decidido abandonar el pueblo. El
alquiler de la casa, el precio exigido por cuatro paredes de madera y
un desangelado mobiliario, me parecía, de repente, abusivo e
inaceptable. Regresé a Barcelona y me alegró comprobar lo a gusto
que me encontraba entre el bullicio y las gentes de una ciudad de la
que, en un momento de debilidad, había querido huir. Una mañana
reconocí el rostro del joven demacrado en una de las instantáneas
del periódico. Se llamaba Óscar Pérez, era el oscuro batería de
un modesto conjunto conocido como Los Irreductibles y su ocasional
salto a la palestra no venía motivado por nada que hiciera alusión
a sus posibles dotes musicales. Una orquesta rival, Los Perniciosos,
había acogido su última actuación con bengalas y cohetes que
apunto estuvieron, dada la angostura del local, de convertir la
chanza en catástrofe. Aquella misma tarde, por caprichos del
destino, me encontré con Jezabel en el supermercado. Instintivamente
me aferré al carrito de la compra. Pero Jezabel me saludó con
displicencia, recordó sus múltiples ocupaciones y desapareció por
uno de los corredores entre montañas de productos enlatados.
Entonces decidí
convencerme de algo de lo que, probablemente, ya todos se hallaban
convencidos. Nunca alquilé una casa junto al mar, nunca recibí
invitados en una noche de tormenta, ni nunca, en fin, asistí a la
lenta desaparición de las cinco letras que configuran la palabra
NUNCA.
Los altillos de Brumal, 1983.
No hay comentarios:
Publicar un comentario