Siempre afirmo y no soy la
única, decía la Sra. Estocolmo, que la vida tiene el sentido
que uno le quiera dar, o sea, no tiene ninguno. Después de esta
declaración la gente se removía en sus asientos y se escuchaba
alguna que otra tosecilla nerviosa. Claro, claro, decía
alguien en lontananza. El malestar que provocaba duraba bastante más
que la frase y a menudo había alguien que atajaba y casi no dejaba
concluir la perfecta dicción de la Sra. Estocolmo con un: Bueno,
bueno, o cualquier coletilla conciliadora. En una de esas
sesiones de terapia de grupo se alzó la Sra. Dinamarca y dijo: La
vida no tiene ningún sentido ni siquiera el que uno le pueda
otorgar, porque incluso cuando se le otorga un sentido éste no deja
de ser falso, no deja de ser un sucedáneo del posible sentido
verdadero que desconocemos absolutamente. La gente ya empezó a
bramar: eso es un sofisma, y cosas por el estilo.
...
La
Sra. Estocolmo retomó el mando y dijo: estamos aquí para darnos
fuerzas no para quitárnoslas, recuerden el sentido último, ese sí,
de nuestra terapia. Se hizo un silencio sepulcral en la sala,
aunque casi todos habían pedido ser incinerados al acabar la
terapia.
Yo
viví atormentada la pubertad, dijo la Sra. Noruega, porque mi
hermano pequeño era un psicópata de tomo y lomo y siempre pensaba
que nos iba a asesinar a mi madre y a mi durante la noche y porque
muchas mañanas mi madre me confesaba que había estado a punto de
dejar el gas encendido para que todos muriéramos sin darnos cuenta.
Y yo le contestaba: Oh no, yo quiero vivir, quiero vivir, tal era
mi ingenuidad de entonces pobre pajarillo aún en el nido de la
locura cotidiana de un hogar aparentemente normal.
...
El
Sr. Finlandia se levantó indignado y dijo: si vamos a entrar en
cuestiones personales…
Entremos,
entremos, agregó la Sra. Estocolmo, ¿por qué no? Hable, por
favor, Sr. Finlandia. Pues yo el día nacional patrio estuve a punto
de tirarme por el balcón después de haber ingerido barbitúricos y
otras drogas legales. La Sra. Estocolmo dijo con suavidad:
estamos aquí para darnos ánimos, Sr. Finlandia. Alguien más quiere
explicar su experiencia fallida. No, se oyó la vocecilla
de una anciana, sólo quiero saber a qué hora va a ser porque ya
me he olvidado. Otra vez el silencio era de hielo y se necesitaba
un abremares para cortarlo. Esta vez la Sra. Estocolmo se limitó a
sonreír con la más convincente de sus sonrisas y dijo: Vamos a
cenar, querida Sra. Suecia, y después todo se cumplirá según han
dejado escrito en sus cláusulas. Y tomaron una exquisita y
última cena y cuentan que a nadie le tembló el pulso, quizá porque
el vino era muy bueno y el champagne excelente.
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