Osácar era azul marino,
suave, medio calvo y del tamaño de un niño de dos años. Más que
un oso, parecía un cordero maltrecho, hijo de tortuga y gusarapo.
Guiñaba un ojo desde que perdió el botón, y la tela de su cabeza
tenía bolsas de besos sobados, de mordiscos contenidos.
El
día que aprendió a no volar, alguien se asustó al verlo salir por
la ventana, expulsado de las camas y de las colchas por ser foco de
pulgas. Tocó el suelo con la levedad del peluche, con el ruido que
haría un puñado de arroz; mientras la gente sonreía aliviada.
Luego miró alrededor y reventó hastiado en un millón de litros de
mocos, de babas y de lágrimas nuestras, que había guardado con todo
el cariño.
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