Si la memoria no me engaña y puedo considerarme aún un hombre
cuerdo, con la normal capacidad para interpretar los signos del
calendario y del reloj, precisaré que fue hace diez días y nueve
horas exactamente cuando cometí el error.
El error, la
torpeza, el desatino, pueden parecer nimios y excusables. Pero no lo
son, y de poco me ha servido, en este fin de semana de absoluto
retiro, achacar la culpa a otros, a los amigos, al azar, al temible
helicón (del que hablaré luego) o a cierta irritante familiaridad
que se crea en los bares. Porque el hecho es que conocí a Ángela,
Ángela me gustó, y en lugar de invitarla a un lugar cualquiera, un
café confortable y anodino, no se me ocurrió nada mejor que
llevarla al menos anónimo de los antros: el bar en el que no me hace
falta quedar con antelación para encontrarme con mi gente. Sí, digo
bien, mi gente. Esa gente que sabe -o por lo menos cree saber lo
suficiente acerca de uno mismo como para, con la mayor naturalidad,
hablar más de la cuenta en el momento menos oportuno. Pero, como he
dicho antes, les excuso. La culpa es mía, sólo mía y de mi
timidez, quise llevar a Ángela al altillo del Griffith, el bar de
encima de un cine en el que me reúno con mi gente, para demostrarle
tal vez un par de cosas. Primero, que Aureliana, le encargada del
local, me conoce. (¡Qué tontería!, podría pensar más de uno.
Pero no, sabiendo de mi timidez, no les parecería ninguna tontería.)
Ángela, pensé, esta chica fabulosa con la que me acabo de
encontrar, se sentirá como en su casa en el bar del Griffith.
Aureliana me conoce, sabe lo que bebo, la cantidad exacta de hielo
con el whisky, el medio dedo de agua que unas veces necesito y otras
no. Y luego aparecerán los amigos, pensé. Pensé en los amigos en
abstracto y pensé también: “Me encantará que Ángela conozca a
mis amigos y mis amigos a Ángela, después de un tiempo prudencial,
cuando hayamos hablado ya de todo lo hablable y se acerque el momento
de proponer otra copa en otro lugar, momento en que suelen asaltarme
infinidad de dudas e inseguridades”. De modo que llegamos a las
once en punto, una hora discreta. Pedí un whisky con hielo y,
mientras ella se preguntaba lo que iba a consumir, me propuse
interrogarla sobre su vida, sobre su trabajo, sobre cualquier cosa.
-Un batido de
plátano -dijo de pronto.
Me disgustó que
Ángela no probara el alcohol. Eso ponía las cosas un poco
difíciles. Yo diciendo tontería tras tontería, y ella, cada vez
más sobria, más nutrida y vitaminada, observándome -observándonos,
porque pronto llegarían los amigos- como un juez implacable y
justiciero. Me había ocurrido en alguna ocasión y los resultados no
podían haber sido más desalentadores. Pensé en aquellos momentos
en hacerme con una guía nocturna de granjas y cafeterías, cuando
Aureliana se aproximó con un vaso largo de color repulsivo y lo
depositó sobre la mesa.
-Está muy cargado
-dijo sonriendo.
Ángela no entendió
el chiste, tal vez quien no lo entendiera fuese yo o, seguramente,
había poco que entender. Pero Aureliana -¿por qué se me habría
ocurrido acudir aquella noche al Griffith?- quiso mostrarse
encantadora y añadió:
-Me refiero a que he
utilizado un plátano doble. Espero que te guste.
A Ángela no le
gustó. Aguardó a que Aureliana regresara canturreando a la barra y
me miró con una extraña expresión entre divertida y nauseabunda.
-Un plátano gemelo
-murmuró-. Ha querido decir plátanos gemelos…
Y enseguida, como
accionada por un resorte, empezó a enumerar toda suerte de
fenómenos, para ella repugnantes, con los que nos mortificaba la
Madre Naturaleza. Primero está el plátano, aquellos plátanos
siameses que Aureliana acababa de dejar sobre la mesa en forma de
batido. Y ahora recordaba de pronto una ocasión, de pequeña, en el
comedor del colegio… La monja le había servido de la cesta una
fruta de esas características y ella se negó a probarla, a tocarla,
a mirarla siquiera. En el mercado -porque a menudo, me contó era
ella quien se encargaba de hacer la compara para la familia- no
permitía jamás que le vendieran los productos en bolsas
precintadas. Todo lo contrario. Ella misma seleccionaba las piezas
una a una -aunque en algunos puestos estuviera prohibido tocar el
género y más de una vez hubiera sido reprendida por la vendedora-,
no fuera que la monstruosidad apareciera luego en su casa en forma de
patata, de tomate, de berenjena… Pero había algo peor. Le había
ocurrido hacía muy poco y todavía no podía evocarlo sin
estremecerse. (Le ofrecí un sorbito de whisky y Ángela lo bebió
como una autómata.) Sí, existían algunos productos contra los que
no valían precauciones ni cautelas. Porque el otro día, ese día
aciago, acababa de adquirir como siempre una docena de huevos. Y
luego, ya en la cocina, cuando se disponía a hacerse una tortilla,
no tuvo más remedio que comprobar con horror que aquella inofensiva
e nocente cáscara contenía en su interior nada menos que dos yemas.
Dos. Exactamente iguales. Repulsiva e insospechadamente iguales.
En aquel mismo
instante, supongo, hubiera debido reaccionar, dejar el importe de
nuestras consumiciones sobre la mesa y llevarme a Ángela lo más
lejos posible de Aureliana y del Griffith. Pero no fui lo
suficientemente rápido. Oí mi nombre, me volví y reconocí
consternado, a través del cristal, los mitones rojos de Violeta
Imbert lanzándome un saludo desde el vestíbulo del cine. Demasiado
tarde. Ya Violeta Imbert y Toni Pujol subían a toda prisa el tramo
de escaleras que les separaba del bar. Me había puesto pálido.
Ángela, para mi desgracia, no se daba cuenta de nada. Miraba hacia
el vacío y proseguía impertérrita:
-He dicho
“exactamente iguales”. Pero no es del todo cierto. Mientras las
dos yemas convivieron en el interior de la cáscara, es decir, toda
su vida, estaba condenadas a contemplarse la una en la otra. Una, en
cierta forma, era parte de la otra. Y su fin, el lógico fin para el
que nacieron, para el que estaban destinadas, parecía todavía más
angustioso: fundirse fatalmente en una tortilla, abandonar sus rasgos
primigenios -iguales, idénticos, calcados-, entregarse a un abrazo
mortal y reparador, y volver a lo que nunca fueron pero tenían que
haber sido. Un Algo Único, Indivisible… O, tal vez, todo lo
contrario -aquí Ángela bajó misteriosamente el tono-: reproducir,
sobre la sartén, su dualidad congénita e inquietante.
No sé si me encogí
de hombros, si asentí con la cabeza o si no hice nada en absoluto.
Me sentía nervioso.
-Me refiero
-continuó poniendo buen cuidado en mediar sus palabras- a que, en
lugar de una tortilla, podría haber estado pensando en un huevo
frito. Si, ¿por qué no? Un huevo frito. Y entonces las dos yemas
hubieran perecido de la misma forma en la que siempre vivieron. Una
al lado de la otra. Aprisionadas ahora por la clara. Dos hermanitas
vestidas de organdí…
Mis amigos acababan
de sentarse en aquel instante. Hice las presentaciones de rigor un
poco alterado. Violeta, Toni, Ángela, Marcos… Marcos soy yo.
Recurrí a esa estupidez con toda la intención del mundo. Había
observado en algunos tímidos -y también en algunos imbéciles-
cierta extraña obsesión por presentarse a sí mismos seguida de una
media sonrisa de complicidad. En realidad era como decir: “Somos
tan amigos...”. O esperar a que los otros añadiera: “Mucho
gusto. ¡Quién lo iba a sospechar!”. Me daba igual que Violeta o
Toni decidieran que me había vuelto idiota; que me hallaba azorado
ante la belleza de mi nueva amiga y que intentaba disimular mi
torpeza con semejante intervención. Lo único que pretendía era
acabar con el amenazante monólogo de Ángela, desviarla cuanto antes
del asunto. Y si ellos, los recién llegado, concluían lo que había
imaginado antes, mejor que mejor. Violeta se las ingeniaría para
dejarnos solos y las cosas no pasarían de ahí. Luego yo me llevaría
a Ángela a cualquier discoteca.
-Me parece que
interrumpimos -dijo Violeta.
-No, claro que no
-intervino Ángela-. Hablábamos de tonterías.
Respiré aliviado.
Ángela hurgaba ahora en el interior de su bolso. Supuse que buscaba
una polvera, un pintalabios, una agenda… Sacó un recorte de
prensa.
-Apareció en el
periódico de ayer -dijo- y, no
sé por qué, pero… en esta noticia hay algo que me impresiona.
Se caló unas gafas de montura metálica y arrugó la nariz. La
encontré mucho más atractiva aún que horas antes, cuando todavía
no se me había ocurrido la feliz idea de invitarla al Griffith. Hice
un gesto a Aureliana para que me trajera otra copa.
-Veréis -dijo Ángela-, escuchadme. Venía en la sección de
sucesos.
Y, acto seguido, me dirigió una mirada, que devolví con una
sonrisa, y leyó.
DOS HERMANAS GEMELAS APARECEN MUERTAS EN EL DORMITORIO DE SU CASA. EL
SUICIDIO SE PRODUJO HACE SIETE MESES.
Los cadáveres de María Asunción y María de las Mercedes Puig
Llofriu presentaban el aspecto de dos momias. Dejé exhausto la copa
sobre la mesa.
“...Los
cadáveres de María Asunción y María de las Mercedes Puig Llofriu
presentaban el aspecto de dos momias cuando, en la mañana de ayer,
fueron descubiertas por la policía tras forzar las puertas del piso.
Hacía siete meses que no se sabía nada de ellas. Impresos y
facturas se amontonaban en el buzón y las ventanas exteriores de la
vivienda aparecían cerradas desde entonces. Esos extremos, sin
embargo, no habían puesto en guardia a los vecinos. Las gemelas,
solteras y de unos cincuenta años de edad, no solían relacionarse
con nadie, apenas ventilaban la casa y, en los últimos años, les
había sido cortado el suministro de luz y de agua. Todo parece
indicar que, incapaces de solventar su penosa situación económica,
optaron, a mediados de agosto, por poner fin a sus vidas.”
Bien.
Ángela se revelaba un tanto monotemática, era cierto, aunque ese
pequeño detalle, en otras circunstancias, tal vez no hubiera dejado
de tener su gracia. En otras circunstancias, desde luego. Ahora yo me
sentía intranquilo y molesto, deseando con todas mis fuerzas que
llegara alguien más, alguien completamente ebrio o alguien con mucho
que contar. Un accidente, una película… Que Aureliana, ofendida,
recogiera el batido despreciado y, entonces, antes de que se volviera
sobre el motivo del rechazo, antes de que regresáramos a las
verduras, a las frutas o a las yemas, yo aprovecharía para proponer
un cambio, un lugar repleto de gente en el que no pudiésemos hacer
otra cosa que beber. Pero Ángela seguía hablando. Acababa de doblar
el recorte y se preguntaba en voz alta, con cierta soltura de
especialista, por el medio empleado por las gemelas suicidas.
¿Veneno? ¿Corte de venas? ¿Inanición pretendida y constante? En
todo caso, lo más probable es que murieran con escasos minutos de
diferencia. El término de un ciclo fatal iniciado el mismo día de
su nacimiento. La perfecta simetría: dos camas iguales, dos
camisones vaporosos y amarillentos… Aunque tampoco resultaba
aventurado
sospechar que existiera una pequeña, casi imperceptible
discrepancia. Porque la vida tenía que haber dejado forzosamente
sus huellas en aquellas antiguas muñecas encantadoras, hoy
cincuentonas momificadas. Ángela estaba dispuesta a jurar por su
honor que no murieron en idéntica posición. Una de ellas -¿María
Asunción acaso?-, rígida perfecta, como en el fondo debió de haber
sido siempre. La otra -¿María de las Mercedes?-, un tanto más
desmadejada y omisa, como nunca pudo dejar de ser… En aquel momento
mi amiga se tomó un respiro. Pero tampoco esta vez fui lo
suficientemente rápido. Toni soltó una risita de complicidad.
-Habéis
estado hablando de Cosme, claro.
No. No habíamos estado hablando de Cosme, ni veía la razón por la
que tenía que haberle hablado a Ángela de Cosme. Pero ahora ya no
había remedio.
-Cosme es mi hermano -dije sonriendo-. Mi hermano gemelo.
No
recuerdo con demasiada precisión lo que sucedió después. Sé que
me dediqué a consumir whisky tras whisky mientras Ángela, presa de
una sed insaciable, deglutía refresco tras refresco. Todo lo que
había temido estaba empezando a ocurrir. Pero Ángela no me miraba
con ojos censores e implacables ni parecí ya demasiado interesada en
proseguir con su interminable discurso. Violeta Imbert acababa de
tomar el mando de la situación. En realidad, ahora me daba cuenta,
debía de haberse sentido un tanto inquieta hasta aquel momento. En
guardia, al acecho. Como siempre que se trataba de demostrar a un
extraño su posición en el grupo de amigos. Violeta nos conocía a
todos desde hacía años. Incluso Cosme. Por eso ella, sólo ella, se
permitía, sin temor a ofenderme, desvelar las rarezas de mi doble,
relatar su secreta afición a las noches sin luna o compadecerse, en
un fastidioso tono lastimero, de lo terrible que tenía que resultar
para mí el hecho de que mi propio hermano hubiera perdido el juicio.
No añadió: “ en cierta forma es como si una parte de Marcos
estuviera enloqueciendo...”, pero adiviné enseguida que era eso
precisamente lo que estaba pensando Ángela. Yo seguí sonriendo con
cara de estúpido, intentando demostrar que me hallaba muy por encima
del problema, de mí
problema, hasta que llegaron otros amigos, cambiamos de tema y de
bar, y al fin, olvidado de Cosme y de Ángela, y dominado por los
vapores del alcohol, alcancé ese punto de brumas envidiable en el
que uno ya no sabe si tiene un hermano o tiene cinco porque, para su
felicidad, ni tan siquiera se acuerda demasiado de quién es él.
Al día siguiente desperté en mi cuarto con un tremendo dolor de
cabeza y, al tiempo, una deliciosa sensación de placidez. Ángela,
acostada a mi lado, me observaba con los ojos entreabiertos.
-¿En qué piensas?- preguntó.
No supe decirle en qué estaba pensando. Lo que hubiera podido
ocurrir la noche anterior se me aparecía demasiado confuso,
enmarañado y enigmático para atreverme a pronunciar palabra.
Intenté atar cabos en silencio. Primero, el batido; después, sus
precauciones en el mercado; luego…
-La historia de las dos pobres yemas -dije. Y me detuve en seco.
Estaba empezando a recordar.
-Angela se incorporó levemente. Su aspecto era tan fresco y
descansado como la noche anterior.
-Si es por eso -dijo-, no debes preocuparte. Terminaron bien.
Iba a abrazarme, pero se detuvo. Sus ojos volvieron a perderse en el
vacío.
-Me olvidé de la tortilla, de la sartén… y las eché por el
fregadero. Una tras otra. Una por el sumidero de la derecha; la otra
por el de la izquierda. En ese punto culminante alcanzaron la
felicidad. Venció la diferencia, ¿sabes?… Porque una, la primera,
pereció burdamente aplastada contra la rejilla. La otra, en cambio,
sinuosa, incitante, se deslizó con envidiable elegancia por la
tubería.
Después me miró arrobada y acercó sus labios a los mío. Era obvio
que, tras aquel desigual desfile de modelos en el fregadero, Ángela
veía en mí la reencarnación de la rema B, la sinuosa maniquí del
sumidero de la izquierda. Era obvio también que aquella maravillosa
mujer que yacía en mi lecho estaba completamente chiflada.
Mi problema, el problema del que había llegado a olvidarme, resurgía
de pronto, por obra y gracia de Toni, Violeta y el Griffith -por mi
falta de previsión, vaya-, y a mí no me quedaba otra salida que
afrontarlo de una vez por todas. Porque nunca he tenido un hermano,
menos aún gemelo, ni nadie en la familia que se llame Cosme. La
ciudad en la que vivo es grande, lo suficiente como para que los
amigos de uno no hayan visto en su vida a los progenitores del otro,
a sus tíos, a sus sobrinos, a sus hermanos. Pero también
condenadamente pequeña para que a a alguien, a menudo una persona
comedida y prudente (no tiene nada que ver), se le escape, en el
momento más inesperado, la información inoportuna y nefasta. Sin
embargo, no desearía cargar las tintas en detrimento de Toni Pujol.
Era casi imposible que , aquella noche, en el Griffith, no terminara
diciendo lo que dijo. Ángela se lo había puesto en bandeja, es
cierto. Y también, por una vez, excuso a Violeta. Porque ella, de
todos los amigos, era la única que se permitía alardear de conocer
personalmente a mi familia. Y entonces, ¿cómo iba a
permanecer callada cuando Toni acababa de mencionar a Cosme, yo
ratificaba con sonrisas de estúpido su existencia, y Ángela nos
miraba a todos, ansiosa y radiante (porque Ángela había dejado de
hablar para mirarnos a todos, ansiosa y radiante) con la noticia de
las gemelas suicidas doblada aún cuidadosamente junto al batido de
plátano? Sí, la excuso. Pero sólo por aquella noche. Porque la
temible Violeta estaba, al igual que yo, empantanada hasta el fondo
en el origen de la historia: el momento fatídico en el que (de eso
hará tres o cuatro años) cometí la solemne estupidez de prestarle
mis llaves.
Me explicaré. Cuando un hombre entrega las llaves de su piso a una
mujer -la réplica de las llaves de su piso, para ser exactos- lo
hace con la intención manifiesta de probar ciertos extremos.
Amistad, generosidad, confianza… Pero, también, íntimamente
convencido de que esa mujer, como contrapartida a tanta amistad,
generosidad y confianza, llamará antes a la puerta, avisará a
través del interfono, o se tomará el trabajo, por puro formalismo,
de utilizar la cabina de la esquina para anunciar su llegada. Nunca
alguien como Violeta Imbert. Jamás una mujer como Violeta Imbert…
Las dos únicas veces que le rogué que me aguardara en casa, es más,
que todo estaba listo para que así sucediera -mi mejor poema sobre
la máquina de escribir, la enternecedora carta de de una supuesta
admiradora arrugada junto a la papelera, y otras pruebas menores de
las cualidades de mi alma-, Violeta se empecinó en esperarme en la
tasca de abajo. De poco me sirvió entonces invocar el mal tiempo
reinante o la posibilidad de que me demorara. Sólo después, mucho
después, cuando ocurrió lo inevitable, comprendería que la actitud
de mi amiga no tenía nada de respetuosa o discreta. A violeta le
arrebataba irrumpir en las casas a las horas más peregrinas. Como
aquel lunes por la mañana, en el que yo la hacía en la facultad o
durmiendo plácidamente en el piso de sus padres, y sin embargo
estaba allí con los zapatos en una de las manos, el manojo de llaves
tintineando en la otra, y una expresión de terror tal que me
encontré ante mi asombro acogiendo su presencia con un aullido.
Aquel día empezó la pesadilla.
¿Cómo pude incurrir en la insensatez de confiar en Violeta? ¿Cómo
no pensé en introducir mi llave en la parte interior de la cerradura
o echar por lo menos, la cadena de seguridad? Poco importa. Estas y
otras tantas preguntas no me las formularía hasta mucho después del
terrible día de autos. Porque lo cierto es que por aquellas fechas
yo me sentí aun hombre relativamente feliz, sin interrogantes, sin
dudas, y ciertos pasatiempos, a los que me entregaba muy de vez en
cuando, no me parecían otra cosa que el encuentro obligado y
saludable con uno mismo, la parcela de privacidad absolutamente
necesaria para que uno disfrute, por unos momentos, de la
insustituible compañía de sí mismo.
¿Tenía algo de raro, de inquietante, de espectacular que me gustara
deambular desnudo por el piso? ¿Que dejara transcurrir los días sin
darme un baño, observara complacido cómo la cerveza discurría por
mi pecho o acumulara basuras y basuras durante semanas? Rotundamente
no. Aquéllos no eran sino actos ineludibles y preparatorios,
condiciones previas para que se produjera lo que yo deseaba. Porque
cuando de algunas dependencias de la casa surgían, primero con
timidez, como una breve insinuación, después con ánimo avasallador
e implacable, ciertos efluvios putrefactos y pestilentes, cuando mi
cuerpo empezaba a presentar el aspecto viscoso y el tacto imposible
que me proponía, entonces sabía que había llegado el momento, que
el ambiente no podía resultarme más favorecedor, y me disponía,
sin mayores treguas ni aplazamientos, a regalarme con una sesión
única, incompartible, deliciosamente privada. Mi helicón. El
helicón al que antes hice referencia, despertado de su apacible
letargo en el armario ropero, majestuoso, reluciente, recuerdo de
tantas bandas y orquestas callejeras, admiración en todos los
tiempos de los niños del mundo. Y ahora mío. El instrumento más
gigantesco y fascinante de todos los desfiles obraba en mi poder,
desde hacía ya unos años, adquirido a un chamarilero ignorante,
aguardando a que me lo enrollara al cuerpo, lo apoyara en mi hombro
y, tomando aliento, me decidiera a jugar con esos bajos amenazadores
y sombríos a los que, tan sólo en ciertos estados, había logrado
arrancarles lo que me proponía: las tonalidades más burdas, más
tétricas, más impensables.
Era un extraño placer al que recurría muy rara vez, cuando notaba
llegado el momento, que exigía una aplicada preparación y sobre el
que, como he dicho, no me formulaba demasiadas preguntas. Pero ahora
sé que era muy semejante a descender a los infiernos; que, sin
proponérmelo, los gruñidos que brotaban del helicón, mi propio
aspecto, las terribles miasmas que surgían del baño, de la cocina,
de la ropa hedionda amontonada en cualquier rincón de la casa,
operaban como invocaciones a elementales, a íncubos de la más baja
estofa, a poderes de la peor categoría. Y ellos, los invocados,
obedeciendo mis secretos mandatos, correteaban de aquí para allá,
emborrachándome de delirio y de gozo, de vanidad y de soberbia. Todo
esto lo supe de golpe. Supe lo que mi arte tenía de vil, rastrero,
impresentable y bochornoso. Y comprendí también por qué después
de aquellos trances me sentía renacido, puro, el Marcos amable y
tímido que conocían los demás. El Marcos que acababa de regresar
de las profundidades del abismo… Lo supe de golpe, he dicho. Cuando
la palabra abyección fue la única que me escupieron aquellos
ojos redondeados por el espanto, por la vergüenza, por el asco.
Violeta me miraba consternada. Había entrado de puntillas en la
habitación, tras abrir la puerta del piso con sumo cuidado, después
de seguir por el pasillo la llamada de mi música infernal. Y al
observarme, al sentirme observado, desnudo, despeinado y pringoso, al
aspirar la atmósfera nauseabunda que señoreaba la casa, comprendí
por primera vez que abyección era el término exacto, propio
e insustituible. Entonces Violeta gritó, y yo, presa del terror
frente a mí mismo, me uní como en un espejo a su alarido.
Afortunadamente el terror, la vergüenza ante la vergüenza, no
duraron más que algunos segundos. Violeta se apoyó en la jamba de
la puerta y me miró con incredulidad. Y yo supe aprovechar aquel
instante. Porque no había dicho aún “Marcos...”. Y a juzgar por
su expresión, ahora que nos encontrábamos cara a cara, en el más
absoluto silencio, no iba a decidirse a pronunciar mi nombre sin
acompañarlo de una leve entonación de duda, de interrogante, de
burla. Aquello me alarmó todavía más. Antes de que Violeta
empezara a comprender, antes de que circulara por el Griffith mi
particular interpretación de Jekyll-Hyde, antes de desmayarme o caer
de bruces implorando piedad, antes, en fin, de perderme para siempre,
una voz gutural, gangosa y desconocida acudió en mi ayuda.
-Marcos no está en casa -grité.
Y luego, algo más tranquilo, añadí:
-Soy su hermano. Y tengo todo el derecho del mundo a saber cómo has
llegado hasta aquí.
Este fue mi gran triunfo. El bochorno, la asfixiante vergüenza que
me embargaba desde el instante en que me sentí descubierto, acababa
de desplazarse hasta la intrusa. Seguía descalza, con los zapatos de
tacón en la mano y las llaves tintineando en la otra. Ahora quien
estaba en falso era ella, y su delito -su delito mayor- no consistía
tanto en haber pasado por alto la existencia de un timbre, sino en
sus pies desnudos, deslizantes, en los zapatos delatores que yo
miraba fijamente -y ella no podía ocultar ya-, y que se erigían de
pronto en la prueba irrefutable de su impudor y osadía. Violeta
estaba roja como la grana. En otras circunstancias me hubiera
deleitado con la visión. Pero no había tiempo que perder. Avancé
unos pasos con resolución; ella retrocedió contrita y balbuceó un
ingenuo: “Perdona. Marcos no me había dicho que tenía un
hermano”. Y asustada ante lo que acaba de insinuar -lo que
corroboraba yo con mis ojos desorbitados-, es decir que a nadie, a
nadie normal por lo menos, le gustaría hablar de aquel
hermano, dejó caer las llaves sobre una mesa, desapareció por la
puerta y bajó los escalones de dos en dos.
Lo demás apenas si tiene importancia: que me duchara con la rapidez
del rayo, vistiera ropa limpia y planchada, me perfumara incluso,
tomara un taxi y le prometiera al chófer el doble del importe si se
saltaba todos los semáforos; que llegara el Griffith segundos antes
de que ella lo hiciera o que Violeta me contara consternada lo que
acababa de presenciar y omitiera, eso sí, el pequeño detalle de los
pies descalzos. Lo único importante es que aquel triste día entre
Violeta y yo nos inventamos a Cosme.
Ahora comprendo, con el saber inútil y tardío que suele conceder la
distancia, que lo mejor que podía haber hecho era dejar las cosas
como estaban. Después de todo, ¿quién no tiene algo que ocultar
por mínimo que sea? ¿Quién no ha sido sorprendido alguna vez
hablando solo por la calle, contemplándose embelesado frente al
espejo o entregándose a astutas discusiones con interlocutores
inexistentes? Sí, pero sé también que ellos, sorprendidos, en una
inverosímil pero comprensible alteración de valores, recurrirían
de buen grado a toda serie de actos reprobables para borrar su falta.
No estaba pensando en el asesinato (aunque, en verdad, la muerte
accidental de Violeta, en aquellos momentos, me hubiera dejado
indiferente), pero sí en paliar con un despliegue de locura mayor
aquello que, en resumidas cuentas, no interesaba a nadie más que a
mí mismo. Lo cierto es que un buen día me vestí de Cosme -es
decir, me puse una gabardina polvorienta y arrugada, un calcetín a
cuadros, otro a rayas, y un pastizal de alheña en la cabeza-, y
resolví oler a Cosme -no importaba tanto que los otros lo captaran
como que yo lo percibiera- y decidí deambular por la ciudad, en una
noche sin luna, tal y como, de existir, hubiera hecho Cosme. Pero,
aunque la opacidad de las gafas tras las que me ocultaba me hacía, a
ratos, tambalearme como un invidente, no vagué a ciegas por
cualquier barrio. Mi itinerario tenía una finalidad, un recorrido
preciso y un objeto. Dejarme ver a una hora determinada y frente a un
lugar concreto. Y enseguida comprobé que había logrado mi
propósito. Porque, pese a la deficiente información que me
proporcionaban los ojos, no tardé en percatarme del efecto de mi
espectral apariencia tras los cristales del Griffith. Tal como había
calculado, ahí estaban todos, agrupados ahora en la ventana de
nuestra mesa favorita, inmóviles, atónitos, y, aunque nada podía
oír, sí adiviné a Violeta, como la maestra de ceremonias que había
sido siempre, reafirmar, con mi paso dubitativo y mi aspecto
estrambótico, la última de sus increíbles aventuras siniestras:
“¿No os lo dije? Es Cosme. Anda buscando a su hermano.
Disimulemos. Cosme es un perturbado peligroso”.
Cosme, pues, entró en escena unas cuantas veces. Siempre en lugares
puntuales, a horas convenidas. La aptitud fabuladora de Violeta, una
cualidad que no había valorado lo suficiente, me ayudó a alcanzar
mis objetivos. Pronto me enteré, no sin cierto deleite, de que mi
monstruosa réplica no se había contentado con amenazar de palabra a
la inocente intrusa. Un amago de estrangulamiento, desgarrones
brutales en su delicado traje de seda, y una pasión y un deseo
capaces de aterrorizar a la mujer más bregada componían ahora el
cuadro de sufrimientos y penalidades por los que había pasado la
dulce heroína. Porque si el hermano normal -es decir, Marcos- se
sentía, como todos sabían, vigorosamente atraído por los encantos
de Violeta, ¿qué no iba a manifestar aquella copia ruin y abyecta,
aquel animal desbocado para quien no existía la convención, la
moral o el freno a sus instintos? Resultaba gracioso. Violeta se
estaba enfangando tanto como yo, y a mí no me quedaba más que dar
por zanjado el asunto. Así que interné a Cosme en un sanatorio,
condené al helicón al eterno ostracismo en la oscura soledad del
armario ropero y me juré a mí mismo que aquellas extrañas sesiones
que tanto me alborozaran no volverían a repetirse en la vida.
Tampoco, aunque estaba plenamente convencido de lo intachable de mi
futura conducta, permitiría en adelante que nadie, ni por asomo, se
hiciera con las llaves del piso.
Pero ahora aparecía Ángela. Cuando ya a nadie, ni siquiera en los
días de insoportable aburrimiento, se le ocurría interesarse por la
salud o las desventuras de Cosme, aparecía Ángela. Y mi nueva
amiga, asesorada por la complicidad de Violeta, lograba resucitar un
problema que yo creía definitivamente enterrado. Tampoco esta vez,
en honor a la verdad, podía culpar íntegramente a la sabuesa de
pies descalzos. Ángela, junto a ciertas virtudes innegables, poseía
un empecinamiento que todavía no me había atrevido a catalogar. Es
cierto que en la tarde que siguió a la noche de nuestro encuentro se
cuidó muy bien de mencionar a mi hermano, compadecerse de su suerte
o recordar el destino de las ociosas yemas en desigual desfile por el
fregadero. Pero su discurso, versara sobre lo que versara -y no me
parece casualidad-, se hallaba indefectiblemente plagado de palabras
como binomio, dicotomía, dualidad, reflejo, bisección… e
incluso fotocopia. Sabía que, a la larga, su desmedida
afición al tema podía convertirse en una pesadilla. Y de nuevo
debía adelantarme. Pero en esta ocasión no incurriría en errores
pasados ni veía motivo suficiente para cargar el resto de mis días
con vergüenzas familiares que nunca tuvieron que existir. “En
efecto”, podría decirle, “la historia del helicón es cierta.
Pero jamás he tenido un hermano.” Y acto seguido, antes de que mis
carcajadas la pusieran sobre la pista de la que precisamente la
quería desviar, añadiría: “No sabía cómo escarmentar a
Violeta, ¿entiendes?”. Sí, la adorable Ángela comprendería de
inmediato. Una trampa, una estratagema inaudita para liberarme del
acoso y de la asiduidad de una chica molesta. Y después reiríamos
los dos. Reiríamos como ahora yo reía. Porque, visto con la debida
distancia y al calor de las copas con las que en esos momentos me
regalaba en una tabernucha del barrio antiguo, la magnífica
interpretación de Cosme decía mucho de mi genialidad, de mi
autosuficiencia. Y a Ángela, una auténtica teórica en la materia,
no le quedaría otra salida que admirarme sin reservas.
Salí del tugurio tan feliz, sumido en estas o parecidas
cavilaciones, que posiblemente, sin reparar en lo avanzado de la
hora, debí de proferir un grito de júbilo, cantar, bailar o
manifestar de algún modo ostentoso mi alegría. No sé lo que pude
hacer. De repente un chorro de agua turbia y de olor nausaebundo cayó
sobre mi cabeza y, cuando la alcé, sólo acerté a vislumbrar en
cabello cano aguijoneado de bigudíes y una tosca pancarta: RESPETEN
EL DESCANSO DE LOS VECINOS. En otra ocasión me hubiese puesto
furioso. Pero aquella noche las callejas del barrio antiguo me
parecieron de una lógica aplastante. El casco viejo -al que sólo
acudía para beber y meditar en soledad- me garantizaban, con sus
increíbles garrafones, una ebriedad segura. El casco viejo, por mano
de los insomnes vecinos, me devolvía la lucidez. Miré con
agradecimiento hacia el balcón del tercer piso donde se agazapaba la
viejecita de los bigudíes regodeándose en su obra, deseé de todo
corazón las buenas noches al vecindario y me sacudí los restos de
acelgas, garbanzos y alubias que resbalaban ahora por mi gabardina.
Después, con la intención de rematar mi felicidad a la salud de la
incauta Violeta, me encaminé hacia un bar, pero mi imagen, reflejada
en el cristal de la puerta, me aconsejó desistir del empeño. No
traspasaría el umbral de aquel antro ni, muchísimo menos, cambiaría
de barrio y me instalaría en el Grifith. Aquella noche concluiría
como empezó, a solas conmigo mismo. Anduve eufórico hasta una
avenida, pensé complacido en el baño reparador que me esperaba en
casa y llamé a un taxi. El chófer se detuvo a medio metro, pero, al
verme, arrancó de nuevo. Tampoco su actitud me alteró lo más
mínimo. Aguardaría otro menos escrupuloso o emprendería la marcha
a pie. No me importaba. Eché a andar canturreando por lo bajo.
-¡Cosme! -oí al rato. Sonreí. Casualidad, coincidencia, el famoso
rey de Roma…
-¡Cosme! -oí de nuevo.
Dejé de cantar e, incrédulo, aminoré el paso.
-Cosme -susurró una voz a pocos centímetros de mi oreja.
No tuve más remedio que volverme, parpadear y retroceder unos pasos
para convencerme de que lo que estaba viendo no era una alucinación.
Ángela se hallaba junto a mí, sudorosa, despeinada, jadeante.
-Tenía muchas ganas de conocerte -dijo sonriendo.
Y enseguida, sin que yo pudiera hacer otra cosa que mirarla como a
una aparición sin darme tiempo a desear fundirme en el asfalto,
Ángela me rodeó con sus brazos y aprisionó mi boca con la suya.
Ignoro cuánto duró aquel singular secuestro en el que no pude
pensar, protestar o respirar siguiera. Pero sí recuerdo con
precisión el momento liberador en que ella, con un brillo salvaje en
las pupilas, apartó su rostro descompuesto y aflojó la presión de
sus brazos en mi cuello.
-Nos veremos pronto -dijo como un susurro-. Te lo prometo.
Y luego, mientras, atónito, me llevaba las manos a los labios
sangrantes, ella repitió: “Nos veremos” y, apretando a correr,
se perdió en la oscuridad de la noche.
La irritante evidencia de que, una vez más, acababa de meterme en un
buen lío no dejó de atormentarme durante las largas horas en las
que vanamente intenté conciliar el sueño. Pero,en contra de lo
previsible, no amanecí agotado o confundido, sino furioso. De todas
las hipótesis barajadas en mi noche insomne sólo dos permanecían
incólumes con las primeras luces del día. Era un señal, pensé.
Sin lugar a dudas era un señal, me repetí. Porque en esta ocasión,
por fin, la ira no iba ya contra mí mismo -contra la incapacidad de
conocer los oscuros recovecos de las mujeres, contra el hecho, sin
duda inquietante, de que un simple accidente fortuito (un caldo de
hortalizas, por ejemplo) bastara para convertirme en Cosme a los ojos
de los otros...-, sino contra Ángela. Y su incalificable actitud
sólo podía interpretarse de acuerdo con dos supuestos. Supuesto
uno: Ángela era el ser más morboso que había conocido en mi vida
(y algunos rasgos de su carácter abonaban tal apreciación).
Supuesto dos: Ángela era una psicóloga ejemplar, completamente
obnubilada por su especialidad, por su inminente tesina (Los
gemelos cigóticos, podría llamarse). Y también, para ser
sincero, demasiados datos corroboraban esta sospecha. Tanto en la
primera hipótesis -que me asustaba ligeramente, he de confesarlo-
como en la segunda -que me reducía al humillante papel de conejillo
de Indias-, Ángela, de mujer deseada, pasaba a convertirse en mujer
odiada, y a su lado, en cambio, Violeta Imbert adquiría de pronto el
aspecto de una pastorcilla atontolinada e ingenua. Tal vez, me decía
ahora, el día en que irrumpió con los pies descalzos en mi
intimidad tan sólo pretendía darme una inocente sorpresa.
Me estaba liando de nuevo, no es ningún secreto, pero había
aprendido ya algo sobre ciertas mujeres para sucumbir a la estupidez,
a la piedad o al remordimiento. En aquellos instantes detestaba a
Ángela, pero, por primera vez en mucho tiempo, me sabía dueño
absoluto e indesbancable de la situación. Esta vez dejaría las
cosas tal como estaban, esperaría a que mi amiga mostrara
primero sus cartas y luego obraría en consecuencia. Estaba empezando
a divertirme, cierto, pero sabía también que esa sensación no
solía conducirme a nada bueno. Me olvidé del pasado.
Mi agenda, en la que anotaba escrupulosamente cuanto se me ocurría,
me confirmó lo que creía recordar. Era miércoles, día de mi
cumpleaños, y en letras mayúsculas y de trazo firme venía escrito:
“Comer en casa con Ángela”. No anulé le cita por teléfono,
pero tampoco me molesté en adquirir los ingredientes del almuerzo
que detallaba a continuación y con el que posiblemente pretendía
deslumbrar a mi invitada. Mi arma iba a ser el silencio. Y la
indiferencia. Me envolví relajado entre las sábanas y dormí como
un niño hasta las dos en punto. En aquel momento sonó el
despertador y yo recordé que debía mantenerme alerta. Enseguida,
tal como esperaba, oí el interfono.
-Soy yo -dijo Ángela.
Di paso a mi víctima sin pronunciar palabra, dejé la puerta abierta
y me acosté de nuevo.
-Qué mala cara tienes -añadió al entrar.
Y luego, mientras se desprendía de una cazadora de cuero y me miraba
indolentemente:
-¿Qué te ha pasado en la boca?
Ninguna de sus intervenciones había aportado hasta ahora el dato
preciso para mi inminente ataque. Ni tan siquiera la tercera. Porque
tras aquella aparente preocupación por el estado de mis labios podía
ocultarse cualquiera de las dos hipótesis antes mencionadas. En el
supuesto uno: Ángela no era consciente de la fogosidad de sus
arrebatos. En el supuesto dos: “era consciente pero esperaba de mí,
de mis palabras, una confirmación a sus expectativas científicas.
Que dijera por ejemplo: “No lo sé. Ayer debí de morderme sin
darme cuenta”. O quizá: “Fue muy extraño. A las tantas de la
noche empecé a sangrar. No puedo explicármelo”. Y ella
consignaría mentalmente: S-I-N-T-O-N-I-Z-A-C-I-Ó-N. La tan traída
y llevada sintonización entre los hermanos de nuestras
características. A distancia. Una prueba más para su querido
trabajo.
-No hay comida -dije simplemente.
Ángela no pareció afectarse por mi rudeza. Se quitó los zapatos y
se acurrucó a los pies de la cama. Después me besó en la frente y
empezó a ronronear como un gato. No recuerdo la sarta de estupideces
con que me obsequiaba entre murmullo y murmullo, pero sí su beso. Un
beso insípido, cortés, un beso de muchachita bien rangée.
Un beso distante años luz de los que reservaba para mi hermano
Cosme.
-¿No tenías que contarme algo? -dije repeliendo aquellas zalamerías
molestas y ridículas.
Ángela me miró con sorpresa. Luego bajó la cara avergonzada. Yo me
refugié en un silencio tenso.
-Te has enterado ya -dijo al rato.
No me molesté siquiera en asentir con un gesto. Ángela se había
calzado los zapatos y paseaba inquieta por la habitación. De vez en
cuando peinaba con las manos su impecable melena. Por un instante me
olvidé de mi propósito y admiré sus andares felinos. Casi
enseguida regresé al acecho. Ángela, de un momento a otro, iba a
poner las cartas sobre la mesa.
-No pude impedirlo -dijo mientras sacudía su cazadora-, pero, de
todas formas, hubiese preferido que te enteraras por mí misma.
Había un deje de reproche en sus últimas palabras -hacia mí, hacia
mi hermano, hacia el mundo-, y yo comprendí que me encontraba frente
a una oponente de cierta envergadura. Si la dejaba continuar, si me
limitaba a escucharla en silencio, ella no tardaría en crecerse. Sí,
fuste, me dije. Temple. Tal vez todo podría reducirse a pura y
simple caradura.
-Cometiste un error -añadió ante mi creciente admiración-. Si me
hubieras contado que tu hermano no estaba en el manicomio…
-Sanatorio -corregí, pero no me paré a pensar por qué, de repente,
acudía en defensa de la honorabilidad de Cosme. Estaba furioso.
-Comprendo que te sientas irritado. Tampoco para mí es fácil,
entiéndelo. Aunque, si le damos la vuelta… -aquí sonrió
tímidamente-, la cosa no deja de tener su gracia, ¿no crees?
No. No compartía su opinión acerca de lo jocoso de aquel imposible
triángulo. Pero Ángela seguía sin decantarse hacia la hipótesis
uno o hacia la dos. Me armé de paciencia durante un buen rato. “No
pude impedirlo”, seguía diciendo ella. Y también: “No querría
por nada del mundo que algo tan insignificante estropee nuestra
relación”. Aquella serie de lamentos, aquellos vanos intentos
exculpatorios, estaban empezando a marearme. Odiaba a Ángela, su
hipocresía, su voz lastimera, a la inefable Violeta, al idiota de
Toni Pujol y al tarado de mi hermano Cosme. Tal vez por eso decidí
rematar la función con un exabrupto.
-¡Fuera! -grité levantándome de la cama.
Y al punto empecé con mi retahíla de exigencias. Discutiríamos
este asunto en el momento y el lugar que yo quisiera: no había
comida en la asa y no veía por qué su presencia tenía que
prolongarse un segundo más; le concedía la caballerosidad de unas
cuantas horas para hilvanar su defensa; acababa de decidir que el
encuentro sería aquella misma tarde a las seis. Y así hasta que no
supe qué decir. A la altura de la exigencia número quince me
sorprendí añadiendo:
-Y, por si no ha quedado claro apareceré con mi hermano Cosme.
Ángela bajó la cabeza. Yo le anoté la dirección de una cervecería
cercana y ella recogió el papel y lo guardó en el bolso.
-Eres aficionado a las fotonovelas -dijo aún al desaparecer por la
puerta. Su osadía era encomiable-. Pero bien, si éste es tu deseo…
La despedí con un cabeceo indiferente. Me sentía orgulloso,
tremendamente orgulloso de mí mismo.
A las siete en punto, una hora después de lo acordado, me dirigí a
la cervecería y me detuve en la puerta. Mi estrategia consistía
precisamente en carecer de estrategia, en ceder la iniciativa a
aquella mujer derrotada por la espera. Así y todo quise reservarme
unos minutos para estudiar el rostro alterado de Ángela, su
expresión azorada y recrearme en su creciente nerviosismo. La
observé complacido. Su desaforada pasión por la simetría la había
conducido a sentarse frente al espejo,junto a dos sillas vacías.
¿Qué podía hacer yo? ¿Ocupar la de la derecha, probablemente
reservada a Marcos? ¿O acomodarme en la de la izquierda, con una
media sonrisa entre inquietante y compasiva? Cedí el paso a una
mujer entrada en carnes, después a su escuálido marido, más tarde
a una caterva de niños malcriados y vociferantes, y me dispuse a no
demorar ni un segundo más mi triunfante irrupción en el
establecimiento. Pero no llegué a hacerlo. De pronto el rostro en el
que me recreaba había adquirido un aspecto demasiado alterado,
demasiado violento para no empezar a temer por el éxito de mi
empresa. Y enseguida, mientras un sudor frío empezaba a deslizarse
por mi frente, comprendí consternado que en aquella mesa del rincón,
frente a Ángela y a las dos sillas que me aguardaban, no había
existido jamás un espejo.
Hice a continuación lo único que mis piernas tambaleantes me
permitieron hacer. Retrocedí unos pasos, me apoyé en algo que
resultó ser una cabina telefónica y entré. Por fortuna llevaba la
agenda en el bolsillo y no me costó, a pesar de mi estado, dar con
el número del establecimiento en el que nunca iba a producirse el
encuentro. Tampoco me iba a resultar difícil que el atareado
camarero identificara al instante a Ángela. Indiqué su nombre, la
mesa del rincón y el dato revelador de que se trataba de dos
hermanas. No pronuncie la palabra fatal porque ya el camarero me la
escupía con inocente desenvoltura. “Ah, las gemelas”, oí. Saqué
la cabeza fuera de la cabina hasta donde me permitía la longitud del
cable. El camarero se había acercado a la mesa del rincón y Ángela
acaba de ponerse en pie. Al volverse para cruzar el salón y
dirigirse al teléfono, observé sus andares, la perfección del
atuendo, de su peinado, la serenidad de su porte. Hasta que
desapareció de mi punto de mira y yo volví a introducirme en la
cabina.
-Sabía que no vendrías -dijo-, que no te atreverías. Que todo esto
es demasiado ridículo para que lo puedas aceptar. Pero entonces…
¿Por qué propusiste esta cita?
Mi respuesta fue una vez más el silencio. Pero esta vez un silencio
obligado. No sabía qué decir. Me limité a carraspear.
-Insisto en que la culpa no fue mía. Te lo quise explicar esta
mañana, pero estabas demasiado ofendido.
Y entonces empezó a deshacerse en excusas, a manifestarme su amor, a
reprenderme -de nuevo se estaba creciendo- por mi falta de
comprensión, por mi cobardía ante unos hechos que, aunque
sorprendentes, no dejaban de ser normales, lógicos, previsibles.
Después de todo, ¿qué tenía de extraño que ella, Ángela, se
avergonzara de su doble, de ese reflejo distorsionado que se veía
obligada a soportar a diario, de la posibilidad de que los demás
detectaran en la otra lo que no habían podido percibir en ella? ¿No
me ocurría a mí lo mismo con mi hermano Cosme? Y también, ¿no le
quería yo a pesar de todo? ¿No había sido mi compañero de juegos
infantiles, la persona con la que no hace falta hablar para compartir
emociones, alegrías, estado de ánimo? Y luego la casualidad, el
azar. No pudo hacer nada por evitarlo. Estaban las dos en un bar del
casco antiguo contándose sus cosas. Porque, a pesar de vivir juntas,
con la familia, solían en más de una ocasión rememorar viejos
tiempos y salir solas, como dos amigas, como las hermanas
inseparables que habían sido de pequeñas. Y esa noche se le había
ocurrido hablarle de mí, de las afinidades que milagrosamente nos
unían. Y también se había permitido una tímida referencia a mi
hermano Cosme, tan sólo una breve alusión a su existencia, a su
desequilibrio, a su internamiento, cuando, de pronto, descubrió a
través de los cristales una inquietante y siniestra figura que al
instante reconoció. Porque era yo y no era yo. Y entonces, sin poder
contenerse, se llevó la mano a los labios y murmuró: “Cosme...”.
Era tanto su estupor que al principio no reparó en la expresión
embelesada con que su hermana se incorporó del asiento y pegó la
cabeza a la ventana. Y después, cuando quiso reaccionar, ya Eva
había salido corriendo del local. Y más tarde, a su regreso, Eva
estaba transportada, feliz como no la había visto en la vida. Eva se
había enamorado. Eva...
Eva. Volví a asomarme fuera de la cabina y observé a Eva. Se estaba
hurgando la nariz con toda la tranquilidad del mundo.
-Tómatelo como un chiste. No tiene por qué influir en nuestra
historia.
Ángela seguía hablando, pero yo no oía más que un lejano
murmullo. Me hallaba prácticamente fuera de la cabina, sujetando el
auricular con la mano izquierda y observaba de nuevo a Eva. Su
parecido tenía algo de indignante, indecente, obsceno. Un parecido
cigótico, pensé. Pero ¿me hubiera podido interesar por Eva en el
caso de haberla conocido antes que a su hermana? Me fijé en el
tirante de color crudo o beige o crema que acaba de deslizarse por
uno de sus brazos y decidí que ciertas mujeres, ciertas mujeres como
Eva, por ejemplo, no podían permitirse el lujo de escoger su ropa
interior a tientas y a ciegas. Ese engañoso color, por lo menos.
Cuánto mejor un blanco nítido, un negro sobrio y discreto… ¿Y
quién me aseguraba que Ángela, en algún momento, tras un disgusto,
una jornada agotadora, una simple gripe, no adquiría el aspecto de
Eva? Ángela me había aleccionado espléndidamente durante todos
aquellos días y ya no podía ignorar que Eva, entre otras cosas, era
la cara oculta de su hermana.
-¿Estás ahí? -bramaba una voz metálica a través del teléfono.
No, no estaba ahí. El auricular se balanceaba de un lado a otro de
la cabina y yo acababa de emprender una loca carrera hasta mi casa.
¿Qué interés puede tener lo que sucediera luego? Que desconectara
teléfonos y timbres o desoyera los golpes a la puerta. Que me
sumergiera en profundos ejercicios de meditación y fuera visitado en
sueños por espantosas imágenes en las que aparecía mi cuerpo
demedido, dos hermanas enfebrecidas disputándose el botín, la
estupefacción primera y alegría posterior de Violeta Imbert o las
imparables carcajadas de Aureliana, tras la barra del Griffith,
recordando el histórico batido de plátano. Fue hace diez días y
nueve horas exactamente cuando cometí el error, eso ya lo he
dicho. Pero hace veinticuatro horas escasas decidí enmendarlo. Me
permitiría unos días de descanso. En el mar, en el campo, en la
montaña. Y me aceptaría tal como soy. Sin tapujos ni simulaciones.
Con la verdad por delante.
Alcancé una maleta y me puse a hacer el equipaje. Todo me parecía
superfluo, innecesario. Revolví un cajón olvidado, me hice con una
llave herrumbrosa y la introduje en la cerradura del armario ropero.
¿Me atrevería? Lo abrí. Helicón, el causante de todos mis
desafueros, seguía allí, desterrado desde el día en que
cobardemente me asusté ante el mundo, ante los amigos, ante mí
mismo. Ahora o nunca, me dije, Terminemos con esta odiosa pesadilla.
Y marqué un número. Un número que conocía de memoria. Un número
para el que no necesitaba papeles ni agendas.
-¿Sí? -dijo Ángela al otro lado del auricular.
Parecía triste y abatida. No supe por dónde empezar y, como tantas
veces en los últimos tiempos, me refugié en el silencio.
-¿Marcos? -ahora en su voz había un deje de ilusión-. Porque eres
Marcos, ¿verdad?
-No -dije con voz firme.
Y pregunté por Eva.
El ángulo del horror, 1990.
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