Una mujer y su hijo vivían
entre las colinas; este era su primer y único hijo.
El
niño murió de una fiebre mientras el médico lo vigilaba.
La
madre, destruida por la tristeza, gritó al médico:
-Dime,
dime, ¿qué es lo que hizo aquietar su fortaleza y silenciar su
canción?
Y
el médico respondió:
-Fue
la fiebre.
Y
la madre dijo:
-¿Qué
es la fiebre?
Y
también el médico respondió:
-No
puedo explicártelo. Es algo infinitamente pequeño que visita el
cuerpo y que no podemos ver con nuestros ojos humanos.
Luego
el médico se fue y ella continuó repitiendo para sí:
-Algo
infinitamente pequeño que no podemos ver con nuestros ojos humanos.
Por
la tarde el sacerdote llegó para consolarla. Y ella lloró y gritó
diciendo:
-¡Oh!
¿Por qué he perdido a mi hijo, mi único hijo, mi primer hijo?
Y
el sacerdote respondió:
-Hija
mía, es la voluntad de Dios.
-¿Qué
es Dios y dónde está Dios? -preguntó entonces la mujer-. Quiero
ver a Dios y rasgarme el pecho delante de Él y hacerme brotar sangre
de mi corazón a sus pies. Dime dónde encontrarlo.
-Dios
es infinitamente grande -contestó el sacerdote-. No puede ser visto
con nuestros ojos humanos.
-¡Lo
infinitamente pequeño asesinó a mi hijo por voluntad de lo
infinitamente grande! -gritó la mujer-. Dime, ¿qué somos nosotros?
En
ese momento entró la madre de la mujer con el sudario para el niño
muerto, y oyó las palabras del sacerdote y el llanto de su hija.
Depositó el sudario y tomó entre sus manos la mano de su hija y le
dijo:
-Hija
mía, nosotros mismos somos lo infinitamente pequeño y lo
infinitamente grande, y somos la senda entre ambos.
El vagabundo, 1976.
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