Desde muy joven la tía
Eloísa tuvo a bien declararse atea. No le fue fácil dar con un
marido que estuviera de acuerdo con ella, pero buscando, encontró un
hombre de sentimientos nobles y maneras suaves, al que nadie le había
amenazado la infancia con asuntos como el temor a Dios.
Ambos
crecieron a sus hijos sin religión, bautismo ni escapularios. Y los
hijos crecieron sanos, hermosos y valientes, a pesar de no tener
detrás la tranquilidad que otorga saberse protegido por la Santísima
Trinidad.
Sólo
una de las hijas creyó necesitar del auxilio divino y durante los
años de su tardía adolescencia buscó auxilio en la iglesia
anglicana. Cuando supo de aquel Dios y de los himnos que otros le
entonaban, la muchacha quiso convencer a la tía Eloísa de cuán
bella y necesaria podía ser aquella fe.
—Ay,
hija —le contestó su madre, acariciándola mientras hablaba—, si
no he podido creer en la verdadera religión ¿cómo se te ocurre que
voy a creer en una falsa?
Mujeres de ojos grandes, 1990.
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