La madre le tapó los ojos
para que no viera al abuelo colgado de los pies. Y después las manos
de la madre no lo dejaron ver al padre agujereado por los balazos de
los bandoleros, ni a los tíos balanceándose, al soplo del aire,
allá en lo alto de los postes del telégrafo.
Ahora
la madre también se murió o se cansó de defenderle los ojos.
Sentado en la cerca de piedra que culebrea por las lomas, Juan Rulfo
contempla a ojo desnudo su tierra áspera. Ve a los jinetes,
federales o cristeros, que lo mismo da, emergiendo del humo y, tras
ellos, allá lejos, un incendio. Ve la hilera de los ahorcados, pura
ropa en jirones vaciada por los buitres, y ve una procesión de
mujeres vestidas de negro.
Juan
Rulfo es un niño de nueve años rodeado de fantasmas que se le
parecen.
Aquí
no hay nada viviente. No hay más voces que los aullidos de los
coyotes, ni más aire que el negro viento que sube en tremolina. En
los llanos de Jalisco, los vivos son muertos que disimulan.
Memoria del fuego III. El siglo del viento, 1986.
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