El problema es que el dragón
no sabe hacer nada. Está demasiado viejo para volar y logra apenas
un patético revoloteo de gallina. Aunque un par de columnas de humo
se elevan débilmente de sus narinces escamosas, ya no es capaz de
expeler su fuego vengador. Es interesante, le dice el director, muy
interesante, pero más apropiado para un zoológico que para un
circo. Embalsamado, en su momento, podrá venderse por una buena
suma a cualquier museo.
Y
el dueño, o tal vez el representante del dragón, se va del circo
desalentado, arrastrando su troupe de especies aladas, un grifo de
mirada cansina, una familia de vampiros vegetarianos, un ex ángel
que exhibe torpemente los muñones de sus alas mutiladas.
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