Zina Kosiak, ocho años
Actualmente es
peluquera.
El primer curso…
Acabé primero en
mayo de 1941 y mis padres me apuntaron a un campamento de jóvenes
pioneros en Gorodische, a las afueras de Minsk. Llegué, me bañé
una vez y al cabo de dos días…, la guerra. Nos subieron al tren y
nos pusimos en marcha. Veíamos los aviones alemanes sobrevolarnos y
gritábamos: «¡Hurra!». No comprendíamos que podían ser aviones
enemigos. Hasta que empezaron a lanzar bombas… Entonces los colores
desaparecieron. Todos los colores desaparecieron. Surgió por primera
vez esa palabra incomprensible: «muerte». Todos empezaron a decir
esa palabra incomprensible. No estaban ni mamá ni papá.
Al marcharnos del
campamento, a cada uno nos metieron cosas de comer en la funda de la
almohada: a unos, cereales; a otros, azúcar. Hasta a los más
pequeños. A todos nos daban algo. Querían que nos lleváramos toda
la comida que pudiéramos para el viaje, velaban mucho por esos
alimentos. Pero al llegar al tren nos encontramos con los soldados
soviéticos heridos. Gemían, les dolía tanto… que lo único que
nos apetecía era dárselo todo a esos soldados. Lo llamábamos
«alimentar a los papás». Para nosotros, todos nuestros militares
eran papás.
Nos explicaron que
Minsk había ardido, que todo se había quemado, que allí estaban
los alemanes y que iríamos a la retaguardia. Iríamos allí donde no
había guerra.
Viajamos durante más
de un mes. Nos llevaron a una ciudad, pero cuando llegamos no nos
podían dejar allí porque los alemanes estaban cerca. Así fuimos
hasta Mordovia.
El lugar era muy
bonito, había iglesias por todas partes. Las casas eran bajas; las
iglesias, altas. No teníamos camas, dormíamos encima de la paja.
Llegó el invierno, solo teníamos un par de zapatos por cada cuatro
niños. Y después comenzó la hambruna. No solo en el orfanato
pasábamos hambre, también toda la gente de los alrededores, porque
lo entregaban todo al frente. En el orfanato vivíamos unos
doscientos cincuenta niños. Un día nos llamaron a comer y no había
nada que comer. Las maestras y el director estaban sentados en el
comedor, nos miraban con los ojos llenos de lágrimas. Teníamos una
yegua, Maika… Era vieja y muy cariñosa, con ella íbamos a buscar
agua. Al día siguiente sacrificaron a Maika. Nos daban un poco de
agua y un pedacito de Maika… Nos lo ocultaron durante mucho tiempo.
No hubiéramos sido capaces de comérnosla… ¡Por nada del mundo!
Era el único animal que teníamos en el orfanato. Bueno, también
había dos gatos hambrientos. ¡Eran dos esqueletos! «Qué bien
—pensamos después—, qué suerte que los gatos sean tan
flaquitos, así no tendremos que comérnoslos.» No había nada que
comer.
Todos teníamos unas
barrigas enormes; yo, por ejemplo, era capaz de comerme un cubo
entero de sopa, porque en esa sopa no había nada. Mientras me
volvieran a llenar el plato, yo siempre seguía comiendo. Nos salvó
la naturaleza, nos convertimos en unos rumiantes. En primavera, en un
radio de varios kilómetros alrededor del orfanato, ni un solo árbol
conseguía echar brotes… Nos los comíamos todos, arrancábamos
incluso la parte más tierna de la corteza. Nos comíamos la hierba,
cualquier cosa que encontrábamos. Nos habían suministrado unos
capotes, y nos las arreglamos para ponerles unos bolsillos grandes.
Los llevábamos siempre llenos de hierba, la masticábamos a todas
horas. Los veranos nos salvaban; en invierno, la cosa se ponía
difícil. A los más pequeños (éramos unos cuarenta) nos alojaron
por separado. Por la noche llorábamos a moco tendido. Llamábamos a
papá y a mamá. Los cuidadores y maestros evitaban como podían
pronunciar ante nosotros la palabra «madre». Cuando nos contaban
cuentos, escogían los libros en que no salía esa palabra. Pero si
alguien de pronto decía «madre», enseguida estallaba el llanto. Un
llanto desconsolado.
Repetí primero.
Había acabado el curso con diploma de honor, pero esto fue lo que
pasó: cuando llegamos al orfanato nos preguntaron quién había
sacado un suspenso, y yo creí que «suspenso» significaba lo mismo
que «diploma de honor», así que dije que yo. En tercero me fugué
del orfanato. Me fui para buscar a mamá. El abuelo Bolshakov me
encontró en el bosque, hambrienta y agotada. Se enteró de que había
estado en un orfanato y me llevó a vivir con su familia. Vivían los
dos solos, él y la abuela. Me recuperé y empecé a ayudarlos con la
casa: recogía hierba, escardaba la patata, hacía de todo. Comíamos
pan, pero era un pan que de pan no tenía nada. Era muy amargo.
Mezclábamos harina con cualquier cosa que se pudiera moler: bledo,
flores de nuez, patata. Todavía hoy sigo sin poder mirar con
tranquilidad la hierba espesa, y como mucho pan. Aún no he logrado
saciarme… Han pasado décadas…
¡Cuántas cosas
recuerdo! Me acuerdo de muchas cosas…
Recuerdo a una
niñita locuela que se metía en los jardines, encontraba una
madriguera de ratones y se quedaba allí esperando al ratón. La
niñita tenía hambre. Recuerdo su cara, hasta me acuerdo del
vestidito que llevaba. Una vez me acerqué a ella y me contó lo del
ratón… Nos quedamos las dos allí, aguardando al ratón…
Me pasé toda la
guerra esperando a que terminara para poder ir a buscar a mamá. El
abuelo y yo aparejaríamos el caballo e iríamos a buscarla. Por
delante de casa iban pasando los evacuados, a todos les preguntaba si
habían visto a mi madre. Los evacuados eran tantos, tantos… En
todas las casas había un puchero con caldo de ortiga tibio. Por si
entraba la gente, así podían ofrecerles algo de comida caliente. No
había nada más. Pero en ninguna casa faltaba ese puchero de ortigas
hervidas… Lo recuerdo muy bien. Yo misma recogía las ortigas.
Acabó la guerra…
Esperé un día, otro día, pero nadie venía a buscarme. Mi madre no
venía, y de papá creía que estaría en el ejército. Esperé así
dos semanas, no pude esperar más. Me metí en un tren, me escondí
debajo de un asiento y viajé… ¿Adónde? No lo sabía. En mi
inocente visión infantil del mundo, creía que todos los trenes iban
a Minsk. ¡Y que en Minsk me esperaba mamá! Que mi padre regresaría
luego a casa… ¡Como un héroe! Condecorado con órdenes y
medallas.
Los dos habían
desaparecido en un bombardeo. Los vecinos me lo contaron. Al estallar
la guerra los dos salieron a buscarme. Fueron corriendo a la estación
de tren.
Yo ya he cumplido
cincuenta y un años, tengo mis propios hijos. Y, sin embargo,
todavía sigo queriendo que venga mamá.
Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. 1985.
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