—El conserje me da escalofríos —dijo Ruth cuando entró en casa
aquella tarde.
Levanté la vista de
la máquina de escribir mientras ella dejaba las bolsas en la mesa.
Me miró. Yo estaba rematando el segundo borrador de un cuento.
—Te da escalofríos
—dije.
—Sí. Esa forma
tan sigilosa que tiene de moverse… Es como Peter Lorre o alguien
así.
—Peter Lorre
—repetí, aún inmerso en el argumento.
—Cariño —me
urgió—, hablo en serio. Ese hombre es muy raro.
Salí de la niebla
creativa con un parpadeo.
—Cielo, el pobre
no tiene la culpa de tener esa cara —dije—. Le viene de familia.
Déjalo en paz.
Ruth se dejó caer
en una silla junto a la mesa, empezó a sacar la comida de las bolsas
y a amontonar latas.
—Escúchame —me
dijo.
Lo veía venir, por
ese tono tan serio que adopta. Aunque ya ni se dé cuenta, lo emplea
siempre que va a hacerme una de sus «revelaciones».
—Escúchame
—repitió. Énfasis dramático.
—Sí, cariño.
—Apoyé un codo en la tapa de la máquina de escribir y la miré
con paciencia.
—Ya pones esa
cara. Siempre me miras como si fuera una niña idiota o algo
parecido. —Sonreí. Débilmente—. La noche que ese hombre entre
sin hacer ruido con un hacha y nos descuartice, te arrepentirás.
—No es más que un
pobre hombre que se gana la vida fregando suelos y alimentando las
calderas.
—La calefacción
es de gasoil —objetó Ruth.
—Bueno, pero si
tuviéramos caldera, la alimentaría. Seamos comprensivos. Trabaja,
como nosotros. Yo escribo cuentos; él friega suelos. ¿Quién juzga
qué es más importante?
—Vale —dijo con
un gesto de rendición. Parecía decepcionada—. Vale. Si no quieres
afrontar los hechos…
—Que son… —la
pinché. Pensé que sería mejor que lo soltara antes de que le
corroyera el cerebro.
—Escúchame —dijo,
entornando los párpados—. Ese hombre está aquí por algo. No es
conserje. No me sorprendería que…
—¿Que este bloque
de pisos fuera la tapadera de una casa de apuestas? ¿Un escondite
para los quince mayores enemigos públicos? ¿Una clínica de
abortos? ¿La guarida de un falsificador? ¿Un centro de reunión de
asesinos?
Ruth estaba ya en la
cocina. Trasteaba con latas y cajas, y las metía en la despensa.
—Vale. Vale.
—Estaba usando aquel tono de «no vengas a llorarme cuando te
asesinen»—. Que no se diga que no lo he intentado. Si estoy casada
con una pared, no es culpa mía.
Entré en la cocina,
la abracé por la cintura y le besé el cuello.
—Para ya —me
dijo—. No vas a distraerme. El conserje es… —Se volvió y me
miró.
—Estás hablando
en serio —le dije, y se le oscureció el rostro.
—Cielo, pues claro
que sí. Ese hombre me mira raro.
—¿Cómo?
—Oh. —Meditó un
momento—. Como si… Como si estuviera esperando algo.
Me reí entre
dientes.
—No puedes
culparlo.
—A ver, en serio.
—¿Recuerdas
aquella vez que creíste que el lechero era un asesino de la mafia?
—le pregunté.
—¿Qué más da
eso?
—Lees demasiadas
noveluchas de misterio —le dije.
—Te arrepentirás.
Volví a besarle el
cuello.
—Vamos a comer —le
dije. Ella gruñó.
—No sé por qué
te cuento nada…
—Porque me quieres
—le dije.
—Me rindo —musitó,
cerrando los ojos, con la paciencia de un santo condenado a la
hoguera. La besé.
—Vamos, cielo, ya
tenemos bastantes problemas.
—De acuerdo
—cedió, resignada.
—Bien. ¿A qué
hora vendrán Phil y Marge?
—A las seis
—respondió ella—. He preparado cerdo.
—¿Asado?
—Ajá.
—Me apunto.
—Ya te habías
apuntado.
—En tal caso, me
vuelvo a la máquina de escribir.
Mientras me exprimía
el cerebro para redactar otra página, la oí murmurar para sí en la
cocina. No entendí todo lo que decía; solo capté una profecía
nefasta.
—Nos matará
mientras dormimos o algo parecido.
—No, es una ganga
—comentó Ruth aquella noche mientras cenábamos.
Sonreí a Phil, y él
me devolvió la sonrisa.
—Yo también lo
creo —coincidió Marge—. ¿Dónde se ha visto un piso de cinco
habitaciones totalmente amueblado por sesenta y cinco dólares al
mes? Con cocina, frigorífico, lavadora… Es increíble.
—Chicas —dije—,
no le busquemos tres pies al gato y disfrutemos de la ocasión.
—¡Oh! —Ruth
sacudió su preciosa cabeza rubia—. Si te dijeran que van a
regalarte un millón de dólares, seguro que lo aceptarías.
—Pues claro que sí
—respondí—. Y después correría como alma que lleva el diablo.
—Eres un inocente.
Crees que la gente es… Es…
—Normal —dije
yo.
—¡Crees que todo
el mundo es Papá Noel!
—Es un poco raro
—intervino Phil—. Piénsalo, Rick.
Lo pensé. Un piso
de cinco habitaciones, nuevo, con muebles buenos, vajilla… Fruncí
los labios. Uno puede perder la perspectiva si pasa el día pegado a
la máquina de escribir. Quizá fuera cierto. Sin embargo, meneé la
cabeza. Entendía qué querían decir. Pero, evidentemente, no iba a
reconocerlo. ¿Y estropear la batallita con Ruth? Jamás.
—Creo que es
demasiado caro —dije.
—¡Ay, Dios! —Ruth
se lo estaba tomando en serio, como siempre—. ¡Demasiado! ¡Cinco
habitaciones! Muebles, vajilla, sábanas, manteles, ¡un televisor!
¿Qué más quieres? ¿Piscina?
—¿Una pequeña?
—apunté con docilidad.
Ruth miró a Marge y
a Phil.
—Vamos a hablar de
esto con tranquilidad —les dijo—. Vamos a hacer como que la
cuarta voz que oímos no es más que el viento soplando en los
aleros.
—Soy el viento en
los aleros —repetí.
—Escuchad. —Ruth
se puso otra vez a dar vueltas a sus presentimientos—. ¿Y si el
lugar es una farsa? Quiero decir, ¿y si nos quieren aquí únicamente
como tapadera? Eso explicaría el precio del alquiler. ¿Recordáis
la avalancha de gente que vino cuando empezaron a alquilar?
Me acordaba tan bien
como Phil y Marge. Si conseguimos el piso fue porque dio la
casualidad de que pasábamos por allí cuando el conserje colocó el
cartel, y entramos a preguntar. Recuerdo nuestra sorpresa al
enterarnos del precio. Estábamos encantados. Parecía que
estuviéramos en Navidad.
Fuimos los primeros
inquilinos. Al día siguiente, aquello parecía el asedio de El
Álamo. Es un poco difícil conseguir piso hoy en día.
—Yo creo que aquí
hay gato encerrado —concluyó Ruth.
—¿No os habéis
fijado en el conserje?
—Es un bicho raro
—contribuí, suavemente.
—Desde luego
—convino Marge, riendo—. Dios mío, parece sacado de una película
de serie B. Esos ojos… Se parece a Peter Lorre.
—¿Ves? —proclamó
Ruth, victoriosa.
—Chicos —dije,
alzando una mano conciliadora—, si se llevan algo entre manos,
dejemos que continúe. No se nos pide que participemos ni que lo
soportemos. Estamos viviendo en un buen sitio a buen precio. ¿Qué
vamos a hacer? ¿Investigarlo y echarlo todo a perder?
—¿Y si nosotros
formamos parte de ese plan? —preguntó Ruth.
—¿Qué plan,
cielo?
—No lo sé
—respondió ella—. Pero noto algo.
—¿Recuerdas
aquella vez que sentías que el baño estaba encantado y resultó ser
un ratón?
—¿Tú también
estás casada con un ciego? —le preguntó a Marge, empezando a
recoger los platos.
—Todos los hombres
están ciegos —respondió Marge mientras acompañaba a mi pobre
vidente a la cocina—. Tenemos que aceptarlo.
Phil y yo nos
encendimos un cigarrillo.
—Bromas aparte
—dije de modo que las chicas no pudieran oírme—, ¿crees que de
verdad hay algo raro?
—No lo sé, Rick.
—Phil se encogió de hombros—. Pero te diré una cosa: no es
normal conseguir un piso amueblado por tan poco dinero.
—Ya —asentí.
«Ya —pensé,
abriendo los ojos por fin—. No es normal».
A la mañana
siguiente me detuve a charlar con el policía que patrulla por
nuestro barrio, Johnson. Me comentó que había bandas y bastante
tráfico de droga, y que había que vigilar a los chavales sobre todo
a partir de las tres de la tarde.
Es buen tipo, muy
divertido. Charlo con él siempre que salgo a la calle.
—Mi mujer sospecha
que en nuestro bloque se traen algo entre manos —le dije.
—Yo también
sospecho algo —respondió Johnson, muy serio—, ha costado
aceptarlo, pero he llegado a la conclusión de que tienen encerrados
a niños de seis años a los que obligan a tejer cestas a la luz de
las velas.
—Bajo el látigo
de una bruja cadavérica —añadí yo.
Él asintió con
tristeza y miró hacia ambos lados como un conspirador.
—No se lo dirá a
nadie, ¿verdad? —me rogó—. Quiero destapar el caso yo solo.
—Johnson —dije,
dándole unas palmaditas en el hombro—, su secreto está a salvo
tras estos labios de acero.
—Se lo agradezco.
Nos reímos.
—¿Cómo está la
parienta? —me preguntó.
—Mosqueada
—respondí—. Curiosea e investiga.
—Lo de siempre
—dijo él—. Todo en orden.
—Sí. Creo que no
voy a dejar que lea más revistas de ciencia ficción.
—¿Qué sospecha?
—me preguntó.
—Oh. —Sonreí—.
No hace más que suposiciones. Cree que el alquiler es demasiado
bajo. Dice que todo el mundo paga de veinte a cincuenta dólares más
en esta zona.
—¿Es cierto?
—Sí —respondí,
propinándole un puñetazo amistoso en el brazo—. No se lo diga a
nadie. No quiero quedarme sin el chollo.
Me fui a comprar.
—Lo sabía —dijo
Ruth—. Lo sabía.
Me miró fijamente
por encima de un barreño lleno de ropa mojada.
—¿Qué sabías,
cielo? —le pregunté, dejando en la mesa el paquete de folios que
había salido a comprar.
—Este lugar es una
tapadera. —Ruth levantó una mano—. No digas ni una palabra.
Limítate a escucharme.
Me senté y esperé.
—Sí, querida.
—He encontrado
motores en el sótano —me dijo.
—¿Qué tipo de
motores, cariño? ¿Reactores?
Ella apretó los
labios.
—Mira… —Empezó
a molestarse—. Los he visto. —Y lo decía en serio.
—Yo también he
estado ahí abajo, cielo —le dije—. ¿Cómo es que yo no he visto
ningún motor?
No me gustó la
forma en que Ruth miró a su alrededor, como si pensara que de verdad
había alguien agazapado al otro lado de la ventana, escuchando.
—Están debajo del
sótano —explicó, y yo la miré dubitativo—. ¡Maldita sea! —Se
levantó—. Ven conmigo y te lo enseño.
Me llevó de la mano
por el pasillo hasta el ascensor. Mientras descendíamos, estuvo muy
seria y me apretaba la mano con fuerza.
—¿Cuándo los has
visto? —le pregunté, intentando ser amable.
—Al hacer la
colada ahí abajo. Bueno, en el pasillo, cuando volvía con la ropa.
De camino al ascensor he visto una puerta entreabierta.
—¿Has entrado?
—le pregunté. Ella me miró—. Has entrado —concluí.
—He bajado los
escalones, había luz y…
—Y has visto
motores.
—He visto motores.
—¿Grandes?
El ascensor se
detuvo, las puertas se abrieron y salimos.
—Ahora mismo verás
lo grandes que son. —Llegamos frente a una pared lisa—. Estaba
aquí.
La miré y golpeé
la pared.
—Cielo…
—¡No te atrevas a
decirlo! —me soltó—. ¿Nunca has oído hablar de puertas
ocultas?
—Y la puerta,
¿estaba oculta en la pared?
—Puede que la
pared sea deslizante y la tape —dijo Ruth. Se puso a darle
golpecitos. A mí me pareció sólida—. ¡Maldita sea! —exclamó—.
Ya sé lo que vas a decirme.
No lo dije. Me
limité a mirarla.
—¿Han perdido
algo?
La voz del conserje,
grave e insinuante, en efecto se parecía un poco a la de Peter
Lorre. Ruth se sobresaltó; la había pillado por sorpresa. Yo
también di un respingo.
—Mi esposa cree
que hay una… —empecé a decir, nervioso.
—Estaba
enseñándole cómo se cuelga un cuadro me interrumpió Ruth a toda
prisa.
—Así es como se
hace, cariño. —Se volvió hacia mí—. Pones el clavo en ángulo,
no recto. ¿Lo entiendes ahora? Me cogió de la mano.
El conserje sonrió.
—Hasta luego —me
despedí, incómodo. Sentía sus ojos posados sobre nosotros mientras
íbamos hacia el ascensor.
Cuando se cerraron
las puertas, Ruth se volvió con rapidez.
—¡Y buenas
noches! —estalló—. ¿Qué pretendes? ¿Que nos pille?
—Cielo, ¿qué…?
—Yo estaba pasmado.
—No importa —me
dijo—. Ahí abajo hay motores. Motores enormes. Los he visto, y él
sabe que están ahí.
—Cariño, ¿por
qué no…?
—Mírame —me
dijo con rapidez. La miré. Con intensidad—. ¿Crees que estoy
loca? Venga, no lo pienses tanto.
Suspiré.
—Creo que tienes
mucha imaginación. Lees esas…
—¡Ah! —murmuró.
Parecía enojada—. Eres tan intratable como…
—Tú y Galileo.
—Te los enseñaré
—prometió—. Bajaremos otra vez esta noche, cuando el conserje
esté durmiendo. Si es que duerme.
Fue entonces cuando
empecé a preocuparme.
—Cielo, para ya
—le dije—. Vas a terminar por asustarme.
—Bien. Bien.
Pensaba que tendría que haber un terremoto para que reaccionaras.
Me pasé toda la
tarde sentado delante de la máquina de escribir, pero no me salió
nada.
Estaba preocupado.
No lo entendía. ¿De
verdad lo decía en serio?
«Vale —pensé—,
me lo tomaré en serio». Había visto una puerta que se habían
dejado abierta por descuido. Eso era obvio. Si de verdad había unos
motores enormes bajo el bloque de pisos, como decía, seguro que
quien los hubiera instalado no quería que nadie supiera de su
existencia.
La Calle Siete Este.
Un bloque de pisos. Y unos motores enormes debajo.
¿Podía ser cierto?
—¡El conserje
tiene tres ojos!
Temblaba, blanca
como una sábana. Me miraba como un niño que acabara de leer su
primer cuento de terror.
—Cielo… —La
abracé. Estaba asustada.
Yo también tenía
un poco de miedo, y no precisamente por la posibilidad de que el
conserje tuviera tres ojos. No dije nada. ¿Qué puede decir uno
cuando su mujer le viene con una historia semejante?
Tardó un buen rato
en reaccionar.
—Ya sé que no me
crees —musitó, insegura. Tragué saliva.
—Cariño… —dije
en vano.
—Vamos a bajar
esta noche. Ahora sí que no podemos seguir esquivándolo. Esto es
muy serio.
—No creo que
debamos…
—Yo voy a bajar
—me cortó, nerviosa, rayana en la histeria—. Te aseguro que ahí
abajo hay motores. ¡Por Dios que hay motores!
Se echó a llorar.
Temblaba sin control. Le acaricié la cabeza y la recosté en mi
hombro.
—Tranquila,
cariño. Tranquila.
Intentó decirme
algo entre sollozos, pero no pudo. Más tarde, cuando se calmó, la
escuché. No quería trastornarla, y pensé que la forma más segura
de evitarlo era escucharla.
—Estaba en el
vestíbulo —me contó—. Iba a ver si el cartero había dejado
algo. Ya sabes que, de vez en cuando, por las tardes, el cartero…
—Se interrumpió—. No importa. Lo que importa es lo que ha pasado
con el conserje.
—¿Qué? —le
pregunté, pese a que me asustaba la respuesta.
—Me ha sonreído
—prosiguió—. Ya sabes cómo: con esa sonrisa empalagosa y
asesina.
Lo dejé pasar sin
discutírselo. Seguía creyendo que no era más que un tipo
inofensivo con la mala fortuna de haber nacido con una cara digna de
la familia Addams.
—¿Y? —pregunté—.
¿Qué más?
—Al pasar a su
lado he sentido un escalofrío, porque me miraba como si supiera algo
de mí que yo no sé. Me da igual lo que digas; me he sentido así. Y
después…
Se estremeció. Le
cogí la mano.
—¿Después?
—He notado que me
miraba.
Yo también lo había
notado cuando nos lo habíamos encontrado en el sótano. Sabía a qué
se refería: simplemente, uno sabía que aquel tipo estaba mirándolo.
—Vale —concedí—.
Eso me lo creo.
—Pero no vas a
creerte lo que viene ahora —me dijo en tono lúgubre. Se sentó muy
recta y siguió hablando—. Cuando me volví para mirar, estaba
alejándose de mí.
Presentí lo que se
avecinaba.
—No creo…
—empecé a decir sin convicción.
—Tenía la cabeza
hacia delante, pero me miraba.
Tragué saliva.
Estaba aturdido y le acariciaba una mano de forma mecánica.
—¿Cómo, cielo?
—me oí preguntar.
—Tiene un ojo en
la nuca.
—Cielo… —La
miré con, reconozcámoslo, miedo. Una mente desatada puede
extraviarse mucho.
Cerró los ojos,
entrelazó las manos tras apartar la que yo le sostenía y apretó
los labios. Vi que se le escapaba una lágrima del ojo izquierdo y le
rodaba por la mejilla. Estaba pálida.
—Lo he visto —dijo
en voz baja—. Que Dios se apiade de mí, le he visto el ojo.
No sé por qué
seguí con el asunto. Para torturarme, supongo. Estaba deseando
olvidarlo todo, fingir que no había sucedido.
—¿Por qué no lo
hemos visto hasta ahora, Ruth? —le pregunté—. Le hemos visto la
nuca muchas veces.
—¿De verdad? ¿De
verdad?
—Mi amor, alguien
tiene que habérsela visto. ¿Es que crees que nunca ha tenido a
nadie detrás?
—El pelo se le
había apartado, Rick. Y antes de salir corriendo vi que el pelo
volvía a su sitio y se lo tapaba.
Me quedé sentado en
silencio.
«¿Qué más puedo
decir? ¿Qué se le puede decir a una esposa que habla así? ¿Que
está chiflada? ¿Que está loca? ¿Recurrir al viejo y manido “Has
estado trabajando mucho”? Tampoco ha trabajado tanto. O tal vez sí
que ha trabajado mucho. Con la imaginación».
—¿Vas a bajar
conmigo esta noche? —me preguntó.
—De acuerdo —le
respondí en voz baja—. De acuerdo, mi amor. Y ahora, ¿por qué no
te acuestas un rato?
—Estoy bien.
—Mi amor,
acuéstate un rato —insistí con firmeza—. Iré contigo esta
noche, pero ahora quiero que te acuestes.
Se levantó y se fue
al dormitorio. Oí el chirrido de los muelles del colchón cuando se
sentó en la cama; después subió las piernas y apoyó la cabeza en
la almohada.
Fui un poco después
para taparla con una colcha. Estaba mirando el techo. No le dije
nada. No creo que quisiera hablar conmigo.
—¿Qué hago? —le
pregunté a Phil.
Ruth estaba dormida.
Yo había salido al pasillo a hurtadillas.
—Puede que viera
esos motores —me dijo él—. ¿Es posible?
—Sí, claro
—repuse—. Pero también sabes que es posible que lo que pase sea
otra cosa.
—Mira, deberías
bajar a ver al conserje. Deberías…
—No —respondí—.
No podemos hacer nada.
—¿Vas a bajar al
sótano con ella?
—Si insiste, sí.
Si no, no.
—Mira, cuando
vayáis, venid a buscarnos.
—No me digas que
estás contagiándote —dije, observándolo con curiosidad.
Me miró de un modo
raro y se le movió la nuez.
—No… No se lo
digas a nadie. —Miró a su alrededor antes de continuar—. Marge
me ha dicho lo mismo: que el conserje tiene tres ojos.
Bajé a comprar
helado después de cenar. Johnson paseaba por allí.
—Le hacen trabajar
demasiado —le comenté cuando se puso a andar a mi lado.
—Se esperan
follones con las bandas —me dijo.
—Nunca he visto
ninguna banda por aquí —repliqué, distraído.
—Pues las hay.
—Ah.
—¿Cómo está su
mujer?
—Bien —mentí.
—¿Sigue creyendo
que el bloque de pisos es una tapadera? —Soltó una carcajada. Yo
tragué saliva.
—No. Creo se lo he
quitado de la cabeza. Me parece que me ha estado tomando el pelo
desde el principio.
Johnson asintió y
se separó de mí en la esquina. Inexplicablemente, las manos me
temblaron todo el camino de vuelta a casa. Y no dejé de echar
miradas de reojo hacia atrás.
—Ya es la hora
—dijo Ruth.
Protesté y me di
media vuelta. Ella me dio un codazo. Me desperté atontado y miré la
hora. Los números luminosos me indicaron que eran casi las cuatro de
la mañana.
—¿De verdad
quieres ir ahora? —le pregunté, demasiado adormilado para tener
tacto.
Hubo un momento de
silencio. Eso me despertó.
—Yo voy a bajar
—musitó Ruth.
Me senté en la
cama. La miré en la penumbra y el corazón empezó a latirme un
poquito más deprisa de la cuenta. Tenía la boca y la garganta
secas.
—Vale —dije—.
Espera a que me vista.
Ella ya estaba
vestida. La oí hacer café en la cocina mientras me ponía la ropa.
No hacía ruido. Es decir, no parecía que le temblaran las manos.
Además, hablaba con lucidez. Pero cuando me miré en el espejo del
baño, vi a un marido preocupado. Me lavé la cara con agua fría y
me peiné.
—Gracias —le
dije cuando me pasó una taza de café. Me quedé allí de pie,
nervioso ante mi propia esposa. Ella no tomó café.
—¿Estás
despierto ya? —me preguntó, y yo asentí.
Vi la linterna y el
destornillador sobre la mesa de la cocina. Me terminé el café.
—De acuerdo
—dije—. Vamos a zanjar este asunto.
Sentí su mano en el
brazo.
—Espero que…
—empezó a decir, pero de inmediato apartó la cara.
—¿Qué?
—Nada —respondió
ella—. Será mejor que vayamos ya.
Un silencio
sepulcral reinaba en el edificio cuando salimos de casa. Estábamos a
medio camino del ascensor cuando recordé a Phil y Marge. Se lo dije
a Ruth.
—No podemos
entretenernos más —objetó—. Pronto se hará de día.
—Espera un
momento. Iré a ver si están despiertos.
No dijo nada. Se
quedó junto a la puerta del ascensor mientras yo regresaba por el
pasillo y llamaba con suavidad a la puerta de su piso. No hubo
respuesta. Miré por el pasillo.
Ruth no estaba.
El corazón me dio
un vuelco. Aunque estaba seguro de que no había ningún peligro en
el sótano, me asusté.
—Ruth —murmuré,
yendo hacia las escaleras.
—¡Espera un
momento! —oí que gritaba Phil desde la puerta.
—¡No puedo!
—repuse, bajando a toda prisa.
Cuando llegué al
sótano, vi la puerta del ascensor abierta y la luz que salía del
interior. Estaba vacío.
Miré a mi alrededor
en busca del interruptor, pero no lo encontré. Avancé por el
pasillo, a oscuras, tan deprisa como pude.
—¡Cielo! —susurré
en tono apremiante—. Ruth, ¿dónde estás?
La encontré junto a
un hueco de la pared. Era una puerta y estaba abierta.
—Y ahora deja de
tratarme como si estuviera loca —me dijo con frialdad.
Abrí la boca y me
noté una mano en la mejilla. Era la mía. Ruth tenía razón. Había
unas escaleras y abajo se veía luz. Oí ruido, unos tintineos
metálicos y unos extraños zumbidos.
—Lo siento —me
disculpé, cogiéndola de la mano—. Lo siento.
—Vale. —Me
apretó la mía—. Ya está, no te preocupes. Aquí está pasando
algo extraño.
Asentí, primero con
la cabeza y luego en voz alta, tras darme cuenta de que Ruth no podía
ver mi gesto en la oscuridad.
—Vamos a bajar.
—No me parece
buena idea.
—Tenemos que
averiguar qué pasa —me dijo, como si el problema fuera
responsabilidad nuestra.
—Pero habrá
alguien ahí abajo.
—Vamos a echar un
vistazo, nada más —respondió ella.
Me empujó, y
supongo que me sentía demasiado avergonzado para echarme atrás.
Comenzamos a bajar. Entonces caí en la cuenta. Si Ruth tenía razón
en lo de la puerta de la pared y los motores, entonces también la
tendría en lo referente al conserje. Por tanto, realmente tendría…
Me parecía estar en
un sueño.
«La Calle Siete
Este —me dije de nuevo—. Un bloque de pisos de la calle Siete
Este. Todo es cierto». Pero no logré convencerme del todo.
Nos detuvimos al pie
de la escalera y observé. Motores, en efecto. Unos motores
fantásticos. Y entonces supe de qué tipo de motores se trataba.
También había leído algo sobre ciencia de verdad, no solo ciencia
ficción.
Me dio vueltas la
cabeza. No es fácil asimilar algo así. Bajar de un edificio de
ladrillo para entrar en semejante… almacén de energía. Me
sobrepasaba.
No sé cuánto
tiempo estuvimos allí, pero de repente me di cuenta de que teníamos
que salir, de que teníamos que contarlo.
—Vamos —la urgí.
Mientras subíamos
por la escalera, la cabeza se me revolucionaba como un motor de
aquellos, hilando ideas con rapidez y furia. Todas demenciales…
Todas aceptables. Incluso las más demenciales.
Cuando avanzábamos
por el pasillo del sótano vimos que se acercaba el conserje.
Ya asomaban las
primeras luces del alba, pero seguía reinando la oscuridad. Cogí a
Ruth y nos agachamos detrás de un pilar de piedra.
Contuvimos la
respiración y escuchamos el ruido de los pasos que se aproximaban.
Pasó de largo.
Llevaba una linterna, pero no barrió el pasillo con el haz. Iba
derecho hacia la puerta.
Y entonces lo vi.
Cuando entró en el
cerco de luz de la puerta abierta, se detuvo. Estaba de cara a la
puerta. Estaba de cara a las escaleras.
Pero nos miraba a
nosotros.
Me dejó sin el poco
aliento que me quedaba. Inmóvil, clavé la vista en el ojo de la
nuca. Y, aunque no formara parte de una cara, aquel maldito ojo iba
acompañado de una sonrisa. Una sonrisa despectiva, segura de si
misma, aterradora. Nos había visto, lo encontraba gracioso, y no iba
a hacer nada.
Atravesó el umbral.
La puerta se cerró y la pared se deslizó y la ocultó.
Ruth y yo estábamos
temblando.
—Lo has visto
—dijo ella al cabo de un rato.
—Sí.
—Sabe que hemos
visto esos motores. Pero no ha hecho nada.
Seguimos hablando
mientras subíamos en el ascensor.
—Quizá no tenga
importancia —aventuré—. Quizá… —Me interrumpí al recordar
los motores. Sabía qué eran.
—¿Qué vamos a
hacer? —me preguntó. La miré. Estaba asustada. La abracé, pero
yo también estaba asustado.
—Será mejor que
nos larguemos de aquí —dije—. Y deprisa.
—Pero no hemos
hecho el equipaje —objetó.
—Pues vamos a
hacerlo. Nos iremos antes de que termine de hacerse de día. No creo
que puedan…
—¿Puedan?
«¿Por qué he
dicho eso? —me pregunté—. Puedan».
Tenía que tratarse
de un grupo. El conserje no podía haber fabricado aquellos motores
él solo.
Creo que lo que
redondeaba mi teoría era el tercer ojo. Y cuando pasamos por casa de
Phil y Marge, cuando nos preguntaron qué había ocurrido, les dije
lo que pensaba. No creo que Ruth se sorprendiese mucho; estaba claro
que a ella ya se le había ocurrido antes.
—Creo que este
edificio es una nave —dije.
Me miraron. Phil
sonrió, pero se puso serio cuando se dio cuenta de que no bromeaba.
—¿Qué? —dijo
Marge.
—Sé que parece
una locura —continué con un tono que parecía más el de mi mujer
que el mío—. Pero son motores de cohete. No sé cómo demonios los
han metido ahí abajo, pero… —Me encogí de hombros sin saber qué
decir para explicarlo—. Tan solo sé que son motores de cohete.
—Eso no quiere
decir que sea una… ¿nave? —Phil terminó con un hilo de voz.
Había cambiado de afirmación a pregunta a mitad de frase.
—Sí —dijo Ruth.
Y yo me estremecí.
Aquello parecía zanjarlo todo. Había tenido razón demasiadas veces
los últimos días.
—Pero… —Marge
se encogió de hombros—. ¿Para qué?
—Si son de otro
planeta, puede que estén varios siglos por delante de nosotros en
cuanto a viajes espaciales.
Phil iba a
responder, pero se mordió la lengua.
—Pero no tiene
pinta de nave —dijo al fin.
—Es probable que
el edificio sea un armazón que recubre la nave —repuse—. Sí,
seguramente. Quizá la verdadera nave incluya solo los dormitorios.
Es lo único que necesitan; es donde estará todo el mundo de
madrugada si…
—No —me cortó
Ruth—. No pueden deshacerse del armazón sin que se entere todo el
mundo.
Nos quedamos
pensando en silencio, sumidos en una espesa nube de confusión y
miedos informes. Informes porque no se puede concretar el miedo a lo
desconocido.
—Escuchad —dijo
Ruth. Me hizo estremecer. Me dieron ganas de pedirle que no siguiera
con sus horribles presentimientos. Tenían demasiado sentido—.
Supongamos que sí es un edificio. Supongamos que la nave está en el
exterior.
—Pero… —Marge
estaba bastante perdida. Por eso se enfadaba—. ¡No hay nada en el
exterior de la casa! ¡Eso es evidente!
—Esa gente nos
lleva mucha ventaja en conocimientos científicos —insistió Ruth—.
Quizá dominen la invisibilidad de la materia.
Creo que todos a la
vez nos revolvimos en las sillas, incómodos.
—Cielo… —dije.
—¿Es posible?
—preguntó Ruth con decisión.
—Es posible
—admití con un suspiro—. Solo posible.
Nos quedamos en
silencio.
—Escuchad —repitió
Ruth.
—No —la corté—
escucha tú. Puede que nos estemos pasando. Pero es cierto que hay
motores en el sótano y que el conserje tiene tres ojos. Teniendo eso
en cuenta, creo que nos sobran motivos para largarnos. Enseguida.
Al menos, todos
estuvimos de acuerdo en eso.
—Será mejor que
se lo digamos a la gente del edificio —dijo Ruth—. No podemos
dejarlos aquí.
—Tardaríamos
demasiado —repuso Marge.
—Es necesario
—dije—. Haz tú la maleta, cielo. Yo se lo diré.
Fui a la puerta del
piso y puse la mano en el pomo.
No giró.
Sentí un escalofrío
de pánico. Agarré el pomo y tiré con fuerza. Por un momento,
mientras luchaba contra el miedo, pensé que la puerta estaba cerrada
por dentro. Lo comprobé.
Estaba cerrada por
fuera.
—¿Qué pasa?
—preguntó Marge con voz temblorosa. En su interior, un grito
amenazaba con estallar.
—Está cerrada
—dije.
Marge dio un
respingo. Los cuatro nos miramos.
—Es cierto —dijo
Ruth, horrorizada—. Oh, Dios mío, entonces todo es cierto.
Corrí a la ventana.
De repente, todo empezó a vibrar como si hubiera un terremoto. Los
platos tintinearon y cayeron de los estantes. Oímos que se volcaba
una silla en la cocina.
—¿Qué pasa?
—gritó Marge.
Phil la sujetó
cuando empezó a gemir. Ruth corrió hacia mí y nos quedamos donde
estábamos, helados, mientras el suelo se movía bajo nuestros pies.
—¡Los motores!
—gritó Ruth de repente—. ¡Los han encendido!
—Tienen que
calentarse —aventuré, desesperado—. ¡Todavía podemos salir!
Solté a Ruth y
agarré una silla. Suponía que también habrían cerrado las
ventanas. Lancé la silla contra el cristal. La vibración aumentaba.
—¡Deprisa! —grité
para hacerme oír sobre el ruido—. ¡Por la escalera de incendios!
¡Puede que logremos salir!
Empujados por el
pánico, Marge y Phil cruzaron corriendo la habitación temblorosa.
Más que ayudarlos a salir, casi los empujé por el agujero abierto
en la ventana. Marge se rasgó la falda y Ruth se cortó los dedos.
Yo salí el último y me clavé un cristal en la pierna. Estaba tan
alterado que ni lo noté.
Seguí empujándolos
mientras bajábamos a toda velocidad por la escalera de incendios. A
Marge se le clavó un tacón en la rejilla de un peldaño y se le
partió. El zapato salió disparado. Ella, con la cara blanca y
crispada de miedo, trastabilló y estuvo a punto de caerse por los
escalones metálicos pintados de naranja. Ruth, que llevaba
mocasines, bajaba detrás de Phil. Yo iba el último y los guiaba a
la desesperada.
Vimos a otras
personas en las ventanas. Por encima y por debajo de nosotros oímos
cristales que se rompían. Vimos a una pareja mayor escabullirse a
toda prisa por el hueco de su ventana y comenzar a bajar. Nos
frenaban.
—¡Vamos, por
favor! —les gritó Marge, furiosa, y ellos volvieron la cabeza,
asustados.
Pálida, Ruth se
giró para buscarme con la mirada.
—¿Estás aquí?
—preguntó con rapidez. Le temblaba la voz.
—Estoy aquí
—respondí sin aliento. Me daba la sensación de que iba a
desmayarme en cualquier momento, encima de los escalones, que
parecían no tener fin.
Una escalerilla
remataba la escalera de incendios. La anciana saltó de ella, cayó
como un fardo y gritó de dolor al torcerse el tobillo. Su marido se
tiró a continuación y la ayudó a levantarse. El edificio vibraba
con fuerza. Vimos desprenderse el polvo de entre los ladrillos.
Uní mi voz a la de
todos, que gritábamos lo mismo:
—¡Deprisa!
Vi caer a Phil.
Atrapó con torpeza a Marge, que lloraba de miedo.
—¡Oh, gracias a
Dios! —la oí articular apenas tuvo los pies en el suelo.
Los dos se alejaron
por el callejón. Phil se giró para mirarnos, pero Marge tiró de
él.
—¡Déjame bajar a
mí primero! —le dije precipitadamente a Ruth.
Se apartó, y yo me
colgué de la escalera y me soltó; sentí un pinchazo en los
empeines y un ligero dolor en los tobillos. Miré hacia arriba y
extendí los brazos para cogerla.
Un hombre, detrás
de Ruth, intentaba apartarla para saltar.
—¡Cuidado! —le
grité como un animal enfurecido, reducido a aquel estado por el
miedo y la preocupación. Si hubiera tenido una pistola, le habría
disparado.
Ruth dejó bajar al
hombre, que se levantó del suelo como pudo, con la respiración
febril, y corrió por el callejón. El edificio vibraba y se
tambaleaba. El rugido de los motores llenaba el aire.
—¡Ruth! —grité.
Ella se tiró y la
cogí. Recuperamos el equilibrio y corrimos por el callejón. Yo casi
no podía respirar. Notaba una punzada en el costado.
Mientras corríamos
por la calle, vimos a Johnson entre la gente desperdigada, intentando
reunirla.
—¡Por aquí!
—decía—. ¡Tranquilos!
Corrimos hacia él.
—¡Johnson! —lo
llamé—. La nave está…
—¿La nave?
—preguntó, con incredulidad.
—¡La casa! ¡Es
un cohete! Es… —El suelo tembló con fuerza.
Johnson se volvió
para coger a alguien que salía corriendo. Se me cortó la
respiración. Ruth ahogó un grito y se llevó las manos a las
mejillas.
Johnson nos miraba
con su tercer ojo, el que iba acompañado de una sonrisa.
—No —susurró
Ruth con voz estremecida—. No.
Y entonces, el
cielo, que empezaba a iluminarse, se oscureció. Miré a mi
alrededor, desesperado. Las mujeres gritaban de terror.
Unas paredes sólidas
ocultaban el cielo.
—Oh, Dios mío
—dijo Ruth—. No podemos salir. ¡Es toda la manzana!
Entonces arrancaron
los motores.
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