martes, 26 de mayo de 2020

Un bloque espacioso. Richard Matheson.

—El conserje me da escalofríos —dijo Ruth cuando entró en casa aquella tarde.
Levanté la vista de la máquina de escribir mientras ella dejaba las bolsas en la mesa. Me miró. Yo estaba rematando el segundo borrador de un cuento.
—Te da escalofríos —dije.
—Sí. Esa forma tan sigilosa que tiene de moverse… Es como Peter Lorre o alguien así.
—Peter Lorre —repetí, aún inmerso en el argumento.
—Cariño —me urgió—, hablo en serio. Ese hombre es muy raro.
Salí de la niebla creativa con un parpadeo.
—Cielo, el pobre no tiene la culpa de tener esa cara —dije—. Le viene de familia. Déjalo en paz.
Ruth se dejó caer en una silla junto a la mesa, empezó a sacar la comida de las bolsas y a amontonar latas.
—Escúchame —me dijo.
Lo veía venir, por ese tono tan serio que adopta. Aunque ya ni se dé cuenta, lo emplea siempre que va a hacerme una de sus «revelaciones».
—Escúchame —repitió. Énfasis dramático.
—Sí, cariño. —Apoyé un codo en la tapa de la máquina de escribir y la miré con paciencia.
—Ya pones esa cara. Siempre me miras como si fuera una niña idiota o algo parecido. —Sonreí. Débilmente—. La noche que ese hombre entre sin hacer ruido con un hacha y nos descuartice, te arrepentirás.
—No es más que un pobre hombre que se gana la vida fregando suelos y alimentando las calderas.
—La calefacción es de gasoil —objetó Ruth.
—Bueno, pero si tuviéramos caldera, la alimentaría. Seamos comprensivos. Trabaja, como nosotros. Yo escribo cuentos; él friega suelos. ¿Quién juzga qué es más importante?
—Vale —dijo con un gesto de rendición. Parecía decepcionada—. Vale. Si no quieres afrontar los hechos…
—Que son… —la pinché. Pensé que sería mejor que lo soltara antes de que le corroyera el cerebro.
—Escúchame —dijo, entornando los párpados—. Ese hombre está aquí por algo. No es conserje. No me sorprendería que…
—¿Que este bloque de pisos fuera la tapadera de una casa de apuestas? ¿Un escondite para los quince mayores enemigos públicos? ¿Una clínica de abortos? ¿La guarida de un falsificador? ¿Un centro de reunión de asesinos?
Ruth estaba ya en la cocina. Trasteaba con latas y cajas, y las metía en la despensa.
—Vale. Vale. —Estaba usando aquel tono de «no vengas a llorarme cuando te asesinen»—. Que no se diga que no lo he intentado. Si estoy casada con una pared, no es culpa mía.
Entré en la cocina, la abracé por la cintura y le besé el cuello.
—Para ya —me dijo—. No vas a distraerme. El conserje es… —Se volvió y me miró.
—Estás hablando en serio —le dije, y se le oscureció el rostro.
—Cielo, pues claro que sí. Ese hombre me mira raro.
—¿Cómo?
—Oh. —Meditó un momento—. Como si… Como si estuviera esperando algo.
Me reí entre dientes.
—No puedes culparlo.
—A ver, en serio.
—¿Recuerdas aquella vez que creíste que el lechero era un asesino de la mafia? —le pregunté.
—¿Qué más da eso?
—Lees demasiadas noveluchas de misterio —le dije.
—Te arrepentirás.
Volví a besarle el cuello.
—Vamos a comer —le dije. Ella gruñó.
—No sé por qué te cuento nada…
—Porque me quieres —le dije.
—Me rindo —musitó, cerrando los ojos, con la paciencia de un santo condenado a la hoguera. La besé.
—Vamos, cielo, ya tenemos bastantes problemas.
—De acuerdo —cedió, resignada.
—Bien. ¿A qué hora vendrán Phil y Marge?
—A las seis —respondió ella—. He preparado cerdo.
—¿Asado?
—Ajá.
—Me apunto.
—Ya te habías apuntado.
—En tal caso, me vuelvo a la máquina de escribir.
Mientras me exprimía el cerebro para redactar otra página, la oí murmurar para sí en la cocina. No entendí todo lo que decía; solo capté una profecía nefasta.
—Nos matará mientras dormimos o algo parecido.




—No, es una ganga —comentó Ruth aquella noche mientras cenábamos.
Sonreí a Phil, y él me devolvió la sonrisa.
—Yo también lo creo —coincidió Marge—. ¿Dónde se ha visto un piso de cinco habitaciones totalmente amueblado por sesenta y cinco dólares al mes? Con cocina, frigorífico, lavadora… Es increíble.
—Chicas —dije—, no le busquemos tres pies al gato y disfrutemos de la ocasión.
—¡Oh! —Ruth sacudió su preciosa cabeza rubia—. Si te dijeran que van a regalarte un millón de dólares, seguro que lo aceptarías.
—Pues claro que sí —respondí—. Y después correría como alma que lleva el diablo.
—Eres un inocente. Crees que la gente es… Es…
—Normal —dije yo.
—¡Crees que todo el mundo es Papá Noel!
—Es un poco raro —intervino Phil—. Piénsalo, Rick.
Lo pensé. Un piso de cinco habitaciones, nuevo, con muebles buenos, vajilla… Fruncí los labios. Uno puede perder la perspectiva si pasa el día pegado a la máquina de escribir. Quizá fuera cierto. Sin embargo, meneé la cabeza. Entendía qué querían decir. Pero, evidentemente, no iba a reconocerlo. ¿Y estropear la batallita con Ruth? Jamás.
—Creo que es demasiado caro —dije.
—¡Ay, Dios! —Ruth se lo estaba tomando en serio, como siempre—. ¡Demasiado! ¡Cinco habitaciones! Muebles, vajilla, sábanas, manteles, ¡un televisor! ¿Qué más quieres? ¿Piscina?
—¿Una pequeña? —apunté con docilidad.
Ruth miró a Marge y a Phil.
—Vamos a hablar de esto con tranquilidad —les dijo—. Vamos a hacer como que la cuarta voz que oímos no es más que el viento soplando en los aleros.
—Soy el viento en los aleros —repetí.
—Escuchad. —Ruth se puso otra vez a dar vueltas a sus presentimientos—. ¿Y si el lugar es una farsa? Quiero decir, ¿y si nos quieren aquí únicamente como tapadera? Eso explicaría el precio del alquiler. ¿Recordáis la avalancha de gente que vino cuando empezaron a alquilar?
Me acordaba tan bien como Phil y Marge. Si conseguimos el piso fue porque dio la casualidad de que pasábamos por allí cuando el conserje colocó el cartel, y entramos a preguntar. Recuerdo nuestra sorpresa al enterarnos del precio. Estábamos encantados. Parecía que estuviéramos en Navidad.
Fuimos los primeros inquilinos. Al día siguiente, aquello parecía el asedio de El Álamo. Es un poco difícil conseguir piso hoy en día.
—Yo creo que aquí hay gato encerrado —concluyó Ruth.
—¿No os habéis fijado en el conserje?
—Es un bicho raro —contribuí, suavemente.
—Desde luego —convino Marge, riendo—. Dios mío, parece sacado de una película de serie B. Esos ojos… Se parece a Peter Lorre.
—¿Ves? —proclamó Ruth, victoriosa.
—Chicos —dije, alzando una mano conciliadora—, si se llevan algo entre manos, dejemos que continúe. No se nos pide que participemos ni que lo soportemos. Estamos viviendo en un buen sitio a buen precio. ¿Qué vamos a hacer? ¿Investigarlo y echarlo todo a perder?
—¿Y si nosotros formamos parte de ese plan? —preguntó Ruth.
—¿Qué plan, cielo?
—No lo sé —respondió ella—. Pero noto algo.
—¿Recuerdas aquella vez que sentías que el baño estaba encantado y resultó ser un ratón?
—¿Tú también estás casada con un ciego? —le preguntó a Marge, empezando a recoger los platos.
—Todos los hombres están ciegos —respondió Marge mientras acompañaba a mi pobre vidente a la cocina—. Tenemos que aceptarlo.
Phil y yo nos encendimos un cigarrillo.
—Bromas aparte —dije de modo que las chicas no pudieran oírme—, ¿crees que de verdad hay algo raro?
—No lo sé, Rick. —Phil se encogió de hombros—. Pero te diré una cosa: no es normal conseguir un piso amueblado por tan poco dinero.
—Ya —asentí.
«Ya —pensé, abriendo los ojos por fin—. No es normal».




A la mañana siguiente me detuve a charlar con el policía que patrulla por nuestro barrio, Johnson. Me comentó que había bandas y bastante tráfico de droga, y que había que vigilar a los chavales sobre todo a partir de las tres de la tarde.
Es buen tipo, muy divertido. Charlo con él siempre que salgo a la calle.
—Mi mujer sospecha que en nuestro bloque se traen algo entre manos —le dije.
—Yo también sospecho algo —respondió Johnson, muy serio—, ha costado aceptarlo, pero he llegado a la conclusión de que tienen encerrados a niños de seis años a los que obligan a tejer cestas a la luz de las velas.
—Bajo el látigo de una bruja cadavérica —añadí yo.
Él asintió con tristeza y miró hacia ambos lados como un conspirador.
—No se lo dirá a nadie, ¿verdad? —me rogó—. Quiero destapar el caso yo solo.
—Johnson —dije, dándole unas palmaditas en el hombro—, su secreto está a salvo tras estos labios de acero.
—Se lo agradezco.
Nos reímos.
—¿Cómo está la parienta? —me preguntó.
—Mosqueada —respondí—. Curiosea e investiga.
—Lo de siempre —dijo él—. Todo en orden.
—Sí. Creo que no voy a dejar que lea más revistas de ciencia ficción.
—¿Qué sospecha? —me preguntó.
—Oh. —Sonreí—. No hace más que suposiciones. Cree que el alquiler es demasiado bajo. Dice que todo el mundo paga de veinte a cincuenta dólares más en esta zona.
—¿Es cierto?
—Sí —respondí, propinándole un puñetazo amistoso en el brazo—. No se lo diga a nadie. No quiero quedarme sin el chollo.
Me fui a comprar.




—Lo sabía —dijo Ruth—. Lo sabía.
Me miró fijamente por encima de un barreño lleno de ropa mojada.
—¿Qué sabías, cielo? —le pregunté, dejando en la mesa el paquete de folios que había salido a comprar.
—Este lugar es una tapadera. —Ruth levantó una mano—. No digas ni una palabra. Limítate a escucharme.
Me senté y esperé.
—Sí, querida.
—He encontrado motores en el sótano —me dijo.
—¿Qué tipo de motores, cariño? ¿Reactores?
Ella apretó los labios.
—Mira… —Empezó a molestarse—. Los he visto. —Y lo decía en serio.
—Yo también he estado ahí abajo, cielo —le dije—. ¿Cómo es que yo no he visto ningún motor?
No me gustó la forma en que Ruth miró a su alrededor, como si pensara que de verdad había alguien agazapado al otro lado de la ventana, escuchando.
—Están debajo del sótano —explicó, y yo la miré dubitativo—. ¡Maldita sea! —Se levantó—. Ven conmigo y te lo enseño.
Me llevó de la mano por el pasillo hasta el ascensor. Mientras descendíamos, estuvo muy seria y me apretaba la mano con fuerza.
—¿Cuándo los has visto? —le pregunté, intentando ser amable.
—Al hacer la colada ahí abajo. Bueno, en el pasillo, cuando volvía con la ropa. De camino al ascensor he visto una puerta entreabierta.
—¿Has entrado? —le pregunté. Ella me miró—. Has entrado —concluí.
—He bajado los escalones, había luz y…
—Y has visto motores.
—He visto motores.
—¿Grandes?
El ascensor se detuvo, las puertas se abrieron y salimos.
—Ahora mismo verás lo grandes que son. —Llegamos frente a una pared lisa—. Estaba aquí.
La miré y golpeé la pared.
—Cielo…
—¡No te atrevas a decirlo! —me soltó—. ¿Nunca has oído hablar de puertas ocultas?
—Y la puerta, ¿estaba oculta en la pared?
—Puede que la pared sea deslizante y la tape —dijo Ruth. Se puso a darle golpecitos. A mí me pareció sólida—. ¡Maldita sea! —exclamó—. Ya sé lo que vas a decirme.
No lo dije. Me limité a mirarla.
—¿Han perdido algo?
La voz del conserje, grave e insinuante, en efecto se parecía un poco a la de Peter Lorre. Ruth se sobresaltó; la había pillado por sorpresa. Yo también di un respingo.
—Mi esposa cree que hay una… —empecé a decir, nervioso.
—Estaba enseñándole cómo se cuelga un cuadro me interrumpió Ruth a toda prisa.
—Así es como se hace, cariño. —Se volvió hacia mí—. Pones el clavo en ángulo, no recto. ¿Lo entiendes ahora? Me cogió de la mano.
El conserje sonrió.
—Hasta luego —me despedí, incómodo. Sentía sus ojos posados sobre nosotros mientras íbamos hacia el ascensor.
Cuando se cerraron las puertas, Ruth se volvió con rapidez.
—¡Y buenas noches! —estalló—. ¿Qué pretendes? ¿Que nos pille?
—Cielo, ¿qué…? —Yo estaba pasmado.
—No importa —me dijo—. Ahí abajo hay motores. Motores enormes. Los he visto, y él sabe que están ahí.
—Cariño, ¿por qué no…?
—Mírame —me dijo con rapidez. La miré. Con intensidad—. ¿Crees que estoy loca? Venga, no lo pienses tanto.
Suspiré.
—Creo que tienes mucha imaginación. Lees esas…
—¡Ah! —murmuró. Parecía enojada—. Eres tan intratable como…
—Tú y Galileo.
—Te los enseñaré —prometió—. Bajaremos otra vez esta noche, cuando el conserje esté durmiendo. Si es que duerme.
Fue entonces cuando empecé a preocuparme.
—Cielo, para ya —le dije—. Vas a terminar por asustarme.
—Bien. Bien. Pensaba que tendría que haber un terremoto para que reaccionaras.
Me pasé toda la tarde sentado delante de la máquina de escribir, pero no me salió nada.
Estaba preocupado.
No lo entendía. ¿De verdad lo decía en serio?
«Vale —pensé—, me lo tomaré en serio». Había visto una puerta que se habían dejado abierta por descuido. Eso era obvio. Si de verdad había unos motores enormes bajo el bloque de pisos, como decía, seguro que quien los hubiera instalado no quería que nadie supiera de su existencia.
La Calle Siete Este. Un bloque de pisos. Y unos motores enormes debajo.
¿Podía ser cierto?




—¡El conserje tiene tres ojos!
Temblaba, blanca como una sábana. Me miraba como un niño que acabara de leer su primer cuento de terror.
—Cielo… —La abracé. Estaba asustada.
Yo también tenía un poco de miedo, y no precisamente por la posibilidad de que el conserje tuviera tres ojos. No dije nada. ¿Qué puede decir uno cuando su mujer le viene con una historia semejante?
Tardó un buen rato en reaccionar.
—Ya sé que no me crees —musitó, insegura. Tragué saliva.
—Cariño… —dije en vano.
—Vamos a bajar esta noche. Ahora sí que no podemos seguir esquivándolo. Esto es muy serio.
—No creo que debamos…
—Yo voy a bajar —me cortó, nerviosa, rayana en la histeria—. Te aseguro que ahí abajo hay motores. ¡Por Dios que hay motores!
Se echó a llorar. Temblaba sin control. Le acaricié la cabeza y la recosté en mi hombro.
—Tranquila, cariño. Tranquila.
Intentó decirme algo entre sollozos, pero no pudo. Más tarde, cuando se calmó, la escuché. No quería trastornarla, y pensé que la forma más segura de evitarlo era escucharla.
—Estaba en el vestíbulo —me contó—. Iba a ver si el cartero había dejado algo. Ya sabes que, de vez en cuando, por las tardes, el cartero… —Se interrumpió—. No importa. Lo que importa es lo que ha pasado con el conserje.
—¿Qué? —le pregunté, pese a que me asustaba la respuesta.
—Me ha sonreído —prosiguió—. Ya sabes cómo: con esa sonrisa empalagosa y asesina.
Lo dejé pasar sin discutírselo. Seguía creyendo que no era más que un tipo inofensivo con la mala fortuna de haber nacido con una cara digna de la familia Addams.
—¿Y? —pregunté—. ¿Qué más?
—Al pasar a su lado he sentido un escalofrío, porque me miraba como si supiera algo de mí que yo no sé. Me da igual lo que digas; me he sentido así. Y después…
Se estremeció. Le cogí la mano.
—¿Después?
—He notado que me miraba.
Yo también lo había notado cuando nos lo habíamos encontrado en el sótano. Sabía a qué se refería: simplemente, uno sabía que aquel tipo estaba mirándolo.
—Vale —concedí—. Eso me lo creo.
—Pero no vas a creerte lo que viene ahora —me dijo en tono lúgubre. Se sentó muy recta y siguió hablando—. Cuando me volví para mirar, estaba alejándose de mí.
Presentí lo que se avecinaba.
—No creo… —empecé a decir sin convicción.
—Tenía la cabeza hacia delante, pero me miraba.
Tragué saliva. Estaba aturdido y le acariciaba una mano de forma mecánica.
—¿Cómo, cielo? —me oí preguntar.
—Tiene un ojo en la nuca.
—Cielo… —La miré con, reconozcámoslo, miedo. Una mente desatada puede extraviarse mucho.
Cerró los ojos, entrelazó las manos tras apartar la que yo le sostenía y apretó los labios. Vi que se le escapaba una lágrima del ojo izquierdo y le rodaba por la mejilla. Estaba pálida.
—Lo he visto —dijo en voz baja—. Que Dios se apiade de mí, le he visto el ojo.
No sé por qué seguí con el asunto. Para torturarme, supongo. Estaba deseando olvidarlo todo, fingir que no había sucedido.
—¿Por qué no lo hemos visto hasta ahora, Ruth? —le pregunté—. Le hemos visto la nuca muchas veces.
—¿De verdad? ¿De verdad?
—Mi amor, alguien tiene que habérsela visto. ¿Es que crees que nunca ha tenido a nadie detrás?
—El pelo se le había apartado, Rick. Y antes de salir corriendo vi que el pelo volvía a su sitio y se lo tapaba.
Me quedé sentado en silencio.
«¿Qué más puedo decir? ¿Qué se le puede decir a una esposa que habla así? ¿Que está chiflada? ¿Que está loca? ¿Recurrir al viejo y manido “Has estado trabajando mucho”? Tampoco ha trabajado tanto. O tal vez sí que ha trabajado mucho. Con la imaginación».
—¿Vas a bajar conmigo esta noche? —me preguntó.
—De acuerdo —le respondí en voz baja—. De acuerdo, mi amor. Y ahora, ¿por qué no te acuestas un rato?
—Estoy bien.
—Mi amor, acuéstate un rato —insistí con firmeza—. Iré contigo esta noche, pero ahora quiero que te acuestes.
Se levantó y se fue al dormitorio. Oí el chirrido de los muelles del colchón cuando se sentó en la cama; después subió las piernas y apoyó la cabeza en la almohada.
Fui un poco después para taparla con una colcha. Estaba mirando el techo. No le dije nada. No creo que quisiera hablar conmigo.




—¿Qué hago? —le pregunté a Phil.
Ruth estaba dormida. Yo había salido al pasillo a hurtadillas.
—Puede que viera esos motores —me dijo él—. ¿Es posible?
—Sí, claro —repuse—. Pero también sabes que es posible que lo que pase sea otra cosa.
—Mira, deberías bajar a ver al conserje. Deberías…
—No —respondí—. No podemos hacer nada.
—¿Vas a bajar al sótano con ella?
—Si insiste, sí. Si no, no.
—Mira, cuando vayáis, venid a buscarnos.
—No me digas que estás contagiándote —dije, observándolo con curiosidad.
Me miró de un modo raro y se le movió la nuez.
—No… No se lo digas a nadie. —Miró a su alrededor antes de continuar—. Marge me ha dicho lo mismo: que el conserje tiene tres ojos.




Bajé a comprar helado después de cenar. Johnson paseaba por allí.
—Le hacen trabajar demasiado —le comenté cuando se puso a andar a mi lado.
—Se esperan follones con las bandas —me dijo.
—Nunca he visto ninguna banda por aquí —repliqué, distraído.
—Pues las hay.
—Ah.
—¿Cómo está su mujer?
—Bien —mentí.
—¿Sigue creyendo que el bloque de pisos es una tapadera? —Soltó una carcajada. Yo tragué saliva.
—No. Creo se lo he quitado de la cabeza. Me parece que me ha estado tomando el pelo desde el principio.
Johnson asintió y se separó de mí en la esquina. Inexplicablemente, las manos me temblaron todo el camino de vuelta a casa. Y no dejé de echar miradas de reojo hacia atrás.




—Ya es la hora —dijo Ruth.
Protesté y me di media vuelta. Ella me dio un codazo. Me desperté atontado y miré la hora. Los números luminosos me indicaron que eran casi las cuatro de la mañana.
—¿De verdad quieres ir ahora? —le pregunté, demasiado adormilado para tener tacto.
Hubo un momento de silencio. Eso me despertó.
—Yo voy a bajar —musitó Ruth.
Me senté en la cama. La miré en la penumbra y el corazón empezó a latirme un poquito más deprisa de la cuenta. Tenía la boca y la garganta secas.
—Vale —dije—. Espera a que me vista.
Ella ya estaba vestida. La oí hacer café en la cocina mientras me ponía la ropa. No hacía ruido. Es decir, no parecía que le temblaran las manos. Además, hablaba con lucidez. Pero cuando me miré en el espejo del baño, vi a un marido preocupado. Me lavé la cara con agua fría y me peiné.
—Gracias —le dije cuando me pasó una taza de café. Me quedé allí de pie, nervioso ante mi propia esposa. Ella no tomó café.
—¿Estás despierto ya? —me preguntó, y yo asentí.
Vi la linterna y el destornillador sobre la mesa de la cocina. Me terminé el café.
—De acuerdo —dije—. Vamos a zanjar este asunto.
Sentí su mano en el brazo.
—Espero que… —empezó a decir, pero de inmediato apartó la cara.
—¿Qué?
—Nada —respondió ella—. Será mejor que vayamos ya.
Un silencio sepulcral reinaba en el edificio cuando salimos de casa. Estábamos a medio camino del ascensor cuando recordé a Phil y Marge. Se lo dije a Ruth.
—No podemos entretenernos más —objetó—. Pronto se hará de día.
—Espera un momento. Iré a ver si están despiertos.
No dijo nada. Se quedó junto a la puerta del ascensor mientras yo regresaba por el pasillo y llamaba con suavidad a la puerta de su piso. No hubo respuesta. Miré por el pasillo.
Ruth no estaba.
El corazón me dio un vuelco. Aunque estaba seguro de que no había ningún peligro en el sótano, me asusté.
—Ruth —murmuré, yendo hacia las escaleras.
—¡Espera un momento! —oí que gritaba Phil desde la puerta.
—¡No puedo! —repuse, bajando a toda prisa.
Cuando llegué al sótano, vi la puerta del ascensor abierta y la luz que salía del interior. Estaba vacío.
Miré a mi alrededor en busca del interruptor, pero no lo encontré. Avancé por el pasillo, a oscuras, tan deprisa como pude.
—¡Cielo! —susurré en tono apremiante—. Ruth, ¿dónde estás?
La encontré junto a un hueco de la pared. Era una puerta y estaba abierta.
—Y ahora deja de tratarme como si estuviera loca —me dijo con frialdad.
Abrí la boca y me noté una mano en la mejilla. Era la mía. Ruth tenía razón. Había unas escaleras y abajo se veía luz. Oí ruido, unos tintineos metálicos y unos extraños zumbidos.
—Lo siento —me disculpé, cogiéndola de la mano—. Lo siento.
—Vale. —Me apretó la mía—. Ya está, no te preocupes. Aquí está pasando algo extraño.
Asentí, primero con la cabeza y luego en voz alta, tras darme cuenta de que Ruth no podía ver mi gesto en la oscuridad.
—Vamos a bajar.
—No me parece buena idea.
—Tenemos que averiguar qué pasa —me dijo, como si el problema fuera responsabilidad nuestra.
—Pero habrá alguien ahí abajo.
—Vamos a echar un vistazo, nada más —respondió ella.
Me empujó, y supongo que me sentía demasiado avergonzado para echarme atrás. Comenzamos a bajar. Entonces caí en la cuenta. Si Ruth tenía razón en lo de la puerta de la pared y los motores, entonces también la tendría en lo referente al conserje. Por tanto, realmente tendría…
Me parecía estar en un sueño.
«La Calle Siete Este —me dije de nuevo—. Un bloque de pisos de la calle Siete Este. Todo es cierto». Pero no logré convencerme del todo.
Nos detuvimos al pie de la escalera y observé. Motores, en efecto. Unos motores fantásticos. Y entonces supe de qué tipo de motores se trataba. También había leído algo sobre ciencia de verdad, no solo ciencia ficción.
Me dio vueltas la cabeza. No es fácil asimilar algo así. Bajar de un edificio de ladrillo para entrar en semejante… almacén de energía. Me sobrepasaba.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero de repente me di cuenta de que teníamos que salir, de que teníamos que contarlo.
—Vamos —la urgí.
Mientras subíamos por la escalera, la cabeza se me revolucionaba como un motor de aquellos, hilando ideas con rapidez y furia. Todas demenciales… Todas aceptables. Incluso las más demenciales.
Cuando avanzábamos por el pasillo del sótano vimos que se acercaba el conserje.
Ya asomaban las primeras luces del alba, pero seguía reinando la oscuridad. Cogí a Ruth y nos agachamos detrás de un pilar de piedra.
Contuvimos la respiración y escuchamos el ruido de los pasos que se aproximaban.
Pasó de largo. Llevaba una linterna, pero no barrió el pasillo con el haz. Iba derecho hacia la puerta.
Y entonces lo vi.
Cuando entró en el cerco de luz de la puerta abierta, se detuvo. Estaba de cara a la puerta. Estaba de cara a las escaleras.
Pero nos miraba a nosotros.
Me dejó sin el poco aliento que me quedaba. Inmóvil, clavé la vista en el ojo de la nuca. Y, aunque no formara parte de una cara, aquel maldito ojo iba acompañado de una sonrisa. Una sonrisa despectiva, segura de si misma, aterradora. Nos había visto, lo encontraba gracioso, y no iba a hacer nada.
Atravesó el umbral. La puerta se cerró y la pared se deslizó y la ocultó.
Ruth y yo estábamos temblando.
—Lo has visto —dijo ella al cabo de un rato.
—Sí.
—Sabe que hemos visto esos motores. Pero no ha hecho nada.
Seguimos hablando mientras subíamos en el ascensor.
—Quizá no tenga importancia —aventuré—. Quizá… —Me interrumpí al recordar los motores. Sabía qué eran.
—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó. La miré. Estaba asustada. La abracé, pero yo también estaba asustado.
—Será mejor que nos larguemos de aquí —dije—. Y deprisa.
—Pero no hemos hecho el equipaje —objetó.
—Pues vamos a hacerlo. Nos iremos antes de que termine de hacerse de día. No creo que puedan…
—¿Puedan?
«¿Por qué he dicho eso? —me pregunté—. Puedan».
Tenía que tratarse de un grupo. El conserje no podía haber fabricado aquellos motores él solo.
Creo que lo que redondeaba mi teoría era el tercer ojo. Y cuando pasamos por casa de Phil y Marge, cuando nos preguntaron qué había ocurrido, les dije lo que pensaba. No creo que Ruth se sorprendiese mucho; estaba claro que a ella ya se le había ocurrido antes.
—Creo que este edificio es una nave —dije.
Me miraron. Phil sonrió, pero se puso serio cuando se dio cuenta de que no bromeaba.
—¿Qué? —dijo Marge.
—Sé que parece una locura —continué con un tono que parecía más el de mi mujer que el mío—. Pero son motores de cohete. No sé cómo demonios los han metido ahí abajo, pero… —Me encogí de hombros sin saber qué decir para explicarlo—. Tan solo sé que son motores de cohete.
—Eso no quiere decir que sea una… ¿nave? —Phil terminó con un hilo de voz. Había cambiado de afirmación a pregunta a mitad de frase.
—Sí —dijo Ruth.
Y yo me estremecí. Aquello parecía zanjarlo todo. Había tenido razón demasiadas veces los últimos días.
—Pero… —Marge se encogió de hombros—. ¿Para qué?
—Si son de otro planeta, puede que estén varios siglos por delante de nosotros en cuanto a viajes espaciales.
Phil iba a responder, pero se mordió la lengua.
—Pero no tiene pinta de nave —dijo al fin.
—Es probable que el edificio sea un armazón que recubre la nave —repuse—. Sí, seguramente. Quizá la verdadera nave incluya solo los dormitorios. Es lo único que necesitan; es donde estará todo el mundo de madrugada si…
—No —me cortó Ruth—. No pueden deshacerse del armazón sin que se entere todo el mundo.
Nos quedamos pensando en silencio, sumidos en una espesa nube de confusión y miedos informes. Informes porque no se puede concretar el miedo a lo desconocido.
—Escuchad —dijo Ruth. Me hizo estremecer. Me dieron ganas de pedirle que no siguiera con sus horribles presentimientos. Tenían demasiado sentido—. Supongamos que sí es un edificio. Supongamos que la nave está en el exterior.
—Pero… —Marge estaba bastante perdida. Por eso se enfadaba—. ¡No hay nada en el exterior de la casa! ¡Eso es evidente!
—Esa gente nos lleva mucha ventaja en conocimientos científicos —insistió Ruth—. Quizá dominen la invisibilidad de la materia.
Creo que todos a la vez nos revolvimos en las sillas, incómodos.
—Cielo… —dije.
—¿Es posible? —preguntó Ruth con decisión.
—Es posible —admití con un suspiro—. Solo posible.
Nos quedamos en silencio.
—Escuchad —repitió Ruth.
—No —la corté— escucha tú. Puede que nos estemos pasando. Pero es cierto que hay motores en el sótano y que el conserje tiene tres ojos. Teniendo eso en cuenta, creo que nos sobran motivos para largarnos. Enseguida.
Al menos, todos estuvimos de acuerdo en eso.
—Será mejor que se lo digamos a la gente del edificio —dijo Ruth—. No podemos dejarlos aquí.
—Tardaríamos demasiado —repuso Marge.
—Es necesario —dije—. Haz tú la maleta, cielo. Yo se lo diré.
Fui a la puerta del piso y puse la mano en el pomo.
No giró.
Sentí un escalofrío de pánico. Agarré el pomo y tiré con fuerza. Por un momento, mientras luchaba contra el miedo, pensé que la puerta estaba cerrada por dentro. Lo comprobé.
Estaba cerrada por fuera.
—¿Qué pasa? —preguntó Marge con voz temblorosa. En su interior, un grito amenazaba con estallar.
—Está cerrada —dije.
Marge dio un respingo. Los cuatro nos miramos.
—Es cierto —dijo Ruth, horrorizada—. Oh, Dios mío, entonces todo es cierto.
Corrí a la ventana. De repente, todo empezó a vibrar como si hubiera un terremoto. Los platos tintinearon y cayeron de los estantes. Oímos que se volcaba una silla en la cocina.
—¿Qué pasa? —gritó Marge.
Phil la sujetó cuando empezó a gemir. Ruth corrió hacia mí y nos quedamos donde estábamos, helados, mientras el suelo se movía bajo nuestros pies.
—¡Los motores! —gritó Ruth de repente—. ¡Los han encendido!
—Tienen que calentarse —aventuré, desesperado—. ¡Todavía podemos salir!
Solté a Ruth y agarré una silla. Suponía que también habrían cerrado las ventanas. Lancé la silla contra el cristal. La vibración aumentaba.
—¡Deprisa! —grité para hacerme oír sobre el ruido—. ¡Por la escalera de incendios! ¡Puede que logremos salir!
Empujados por el pánico, Marge y Phil cruzaron corriendo la habitación temblorosa. Más que ayudarlos a salir, casi los empujé por el agujero abierto en la ventana. Marge se rasgó la falda y Ruth se cortó los dedos. Yo salí el último y me clavé un cristal en la pierna. Estaba tan alterado que ni lo noté.
Seguí empujándolos mientras bajábamos a toda velocidad por la escalera de incendios. A Marge se le clavó un tacón en la rejilla de un peldaño y se le partió. El zapato salió disparado. Ella, con la cara blanca y crispada de miedo, trastabilló y estuvo a punto de caerse por los escalones metálicos pintados de naranja. Ruth, que llevaba mocasines, bajaba detrás de Phil. Yo iba el último y los guiaba a la desesperada.
Vimos a otras personas en las ventanas. Por encima y por debajo de nosotros oímos cristales que se rompían. Vimos a una pareja mayor escabullirse a toda prisa por el hueco de su ventana y comenzar a bajar. Nos frenaban.
—¡Vamos, por favor! —les gritó Marge, furiosa, y ellos volvieron la cabeza, asustados.
Pálida, Ruth se giró para buscarme con la mirada.
—¿Estás aquí? —preguntó con rapidez. Le temblaba la voz.
—Estoy aquí —respondí sin aliento. Me daba la sensación de que iba a desmayarme en cualquier momento, encima de los escalones, que parecían no tener fin.
Una escalerilla remataba la escalera de incendios. La anciana saltó de ella, cayó como un fardo y gritó de dolor al torcerse el tobillo. Su marido se tiró a continuación y la ayudó a levantarse. El edificio vibraba con fuerza. Vimos desprenderse el polvo de entre los ladrillos.
Uní mi voz a la de todos, que gritábamos lo mismo:
—¡Deprisa!
Vi caer a Phil. Atrapó con torpeza a Marge, que lloraba de miedo.
—¡Oh, gracias a Dios! —la oí articular apenas tuvo los pies en el suelo.
Los dos se alejaron por el callejón. Phil se giró para mirarnos, pero Marge tiró de él.
—¡Déjame bajar a mí primero! —le dije precipitadamente a Ruth.
Se apartó, y yo me colgué de la escalera y me soltó; sentí un pinchazo en los empeines y un ligero dolor en los tobillos. Miré hacia arriba y extendí los brazos para cogerla.
Un hombre, detrás de Ruth, intentaba apartarla para saltar.
—¡Cuidado! —le grité como un animal enfurecido, reducido a aquel estado por el miedo y la preocupación. Si hubiera tenido una pistola, le habría disparado.
Ruth dejó bajar al hombre, que se levantó del suelo como pudo, con la respiración febril, y corrió por el callejón. El edificio vibraba y se tambaleaba. El rugido de los motores llenaba el aire.
—¡Ruth! —grité.
Ella se tiró y la cogí. Recuperamos el equilibrio y corrimos por el callejón. Yo casi no podía respirar. Notaba una punzada en el costado.
Mientras corríamos por la calle, vimos a Johnson entre la gente desperdigada, intentando reunirla.
—¡Por aquí! —decía—. ¡Tranquilos!
Corrimos hacia él.
—¡Johnson! —lo llamé—. La nave está…
—¿La nave? —preguntó, con incredulidad.
—¡La casa! ¡Es un cohete! Es… —El suelo tembló con fuerza.
Johnson se volvió para coger a alguien que salía corriendo. Se me cortó la respiración. Ruth ahogó un grito y se llevó las manos a las mejillas.
Johnson nos miraba con su tercer ojo, el que iba acompañado de una sonrisa.
—No —susurró Ruth con voz estremecida—. No.
Y entonces, el cielo, que empezaba a iluminarse, se oscureció. Miré a mi alrededor, desesperado. Las mujeres gritaban de terror.
Unas paredes sólidas ocultaban el cielo.
—Oh, Dios mío —dijo Ruth—. No podemos salir. ¡Es toda la manzana!
Entonces arrancaron los motores.



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