Para remediarlo, hice todo lo posible para enfermar. Utilicé pañuelos de personas acatarradas, me mezclé en las salas de los hospitales con pacientes resfriados y acudí a países donde la Organización Mundial de la Salud declaró pandemias de gripe.
Fijé mi residencia en Siberia. En invierno caminaba en bañador por las calles, dejaba que los niños me enterrasen en fosas de nieve o me metía en cámaras frigoríficas durante horas hasta que empezaban a brotarme estalactitas en las narices.
Poco a poco, los continuos resfriados fueron minando mis defensas hasta convertirme en un ser vulnerable.
Ayer morí de una pulmonía.
Hoy
soy un mito.
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