La tía Leonor tenía el ombligo más perfecto que se haya visto. Un
pequeño punto hundido justo en la mitad de su vientre planísimo.
Tenía una espalda pecosa y unas caderas redondas y firmes, como los
jarros en que tomaba agua cuando niña.
Tenía los hombros
suavemente alzados, caminaba despacio, como sobre un alambre. Quienes
las vieron cuentan que sus piernas eran largas y doradas, que el
vello de su pubis era un mechón rojizo y altanero, que fue imposible
mirarle la cintura sin desearla entera.
A los diecisiete
años se casó con la cabeza y con un hombre que era justo lo que una
cabeza elige para cursar la vida. Alberto Palacios, notario riguroso
y rico, le llevaba quince años, treinta centímetros y una
proporcional dosis de experiencia. Había sido largamente novio de
varias mujeres aburridas que terminaron por aburrirse más cuando
descubrieron que el proyecto matrimonial del licenciado era a largo
plazo.
El destino hizo que
tía Leonor entrara una tarde a la notaría, acompañando a su madre
en el trámite de una herencia fácil que les resultaba
complicadísima, porque el recién fallecido padre de la tía no
había dejado que su mujer pensara ni media hora de vida. Todo hacía
por ella menos ir al mercado y cocinar. Le contaba las noticias del
periódico, le explicaba lo que debía pensar de ellas, le daba un
gasto que siempre alcanzaba, no le pedía nunca cuentas y hasta
cuando iban al cine le iba contando la película que ambos veían:
«Te fijas, Luisita, este muchacho ya se enamoró de la señorita.
Mira cómo se miran, ¿ves? Ya la quiere acariciar, ya la acaricia.
Ahora le va a pedir matrimonio y al rato seguro la va a estar
abandonando».
Total que la pobre
tía Luisita encontraba complicadísima y no sólo penosa la
repentina pérdida del hombre ejemplar que fue siempre el papá de
tía Leonor. Con esa pena y esa complicación entraron a la notaría
en busca de ayuda. La encontraron tan solícita y eficaz que la tía
Leonor, todavía de luto, se casó en año y medio con el notario
Palacios.
Nunca fue tan fácil
la vida como entonces. En el único trance difícil ella había
seguido el consejo de su madre: cerrar los ojos y decir un Ave María.
En realidad, varias Avesmarías, porque a veces su inmoderado marido
podía tardar diez misterios del rosario en llegar a la serie de
quejas y soplidos con que culminaba el circo que sin remedio iniciaba
cuando por alguna razón, prevista o no, ponía la mano en la breve y
suave cintura de Leonor.
Nada de todo lo que
las mujeres debían desear antes de los veinticinco años le faltó a
tía Leonor: sombreros, gasas, zapatos franceses, vajillas alemanas,
anillo de brillantes, collar de perlas disparejas, aretes de coral,
de turquesas, de filigrana. Todo, desde los calzones que bordaban las
monjas trinitarias hasta una diadema como la de la princesa
Margarita. Tuvo cuanto se le ocurrió, incluso la devoción de su
marido que poco a poco empezó a darse cuenta de que la vida sin esa
precisa mujer sería intolerable.
Del circo cariñoso
que el notario montaba por lo menos tres veces a la semana, llegaron
a la panza de la tía Leonor primero una niña y luego dos niños. De
modo tan extraño como sucede sólo en las películas, el cuerpo de
la tía Leonor se infló y desinfló las tres veces sin perjuicio
aparente. El notario hubiera querido levantar un acta dando fe de tal
maravilla, pero se limitó a disfrutarla, ayudado por la diligencia
cortés y apacible que los años y la curiosidad le habían regalado
a su mujer. El circo mejoró tanto que ella dejó de tolerarlo con el
rosario entre las manos y hasta llegó a agradecerlo, durmiéndose
después con una sonrisa que le duraba todo el día.
No podía ser mejor
la vida en esa familia. La gente hablaba siempre bien de ellos, eran
una pareja modelo. Las mujeres no encontraban mejor ejemplo de bondad
y compañía que la ofrecida por el licenciado Palacios a la dichosa
Leonor, y cuando estaban más enojados los hombres evocaban la
pacífica sonrisa de la señora Palacios mientras sus mujeres
hilvanaban una letanía de lamentos.
Quizá todo hubiera
seguido por el mismo camino si a la tía Leonor no se le ocurre
comprar nísperos un domingo. Los domingos iba al mercado en lo que
se le volvió un rito solitario y feliz. Primero lo recorría con la
mirada, sin querer ver exactamente de cuál fruta salía cuál color,
mezclando los puestos de jitomate con los de limones. Caminaba sin
detenerse hasta llegar donde una mujer inmensa, con cien años en la
cara, iba moldeando unas gordas azules. Del comal recogía Leonorcita
su gorda de requesón, le ponía con cautela un poco de salsa roja y
la mordía despacio mientras hacía las compras.
Los nísperos son
unas frutas pequeñas, de cáscara como terciopelo, intensamente
amarilla. Unos agrios y otros dulces. Crecen revueltos en las mismas
ramas de un árbol de hojas largas y oscuras. Muchas tardes, cuando
era niña con trenzas y piernas de gato, la tía Leonor trepó al
níspero de casa de sus abuelos. Ahí se sentaba a comer de prisa.
Tres agrios, un dulce, siete agrios, dos dulces, hasta que la
búsqueda y la mezcla de sabores eran un juego delicioso. Estaba
prohibido que las niñas subieran al árbol, pero Sergio, su primo,
era un niño de ojos precoces, labios delgados y voz decidida que la
inducía a inauditas y secretas aventuras. Subir al árbol era una de
las fáciles.
Vio los nísperos en
el mercado, y los encontró extraños, lejos del árbol pero sin
dejarlo del todo, porque los nísperos se cortan con las ramas más
delgadas todavía llenas de hojas.
Volvió a la casa
con ellos, se los enseñó a sus hijos y los sentó a comer, mientras
ella contaba cómo eran fuertes las piernas de su abuelo y respingada
la nariz de su abuela. Al poco rato, tenía en la boca un montón de
huesos lúbricos y cáscaras aterciopeladas. Entonces, de golpe, le
volvieron los diez años, las manos ávidas, el olvidado deseo de
Sergio subido en el árbol, guiñándole un ojo.
Sólo hasta ese
momento se dio cuenta de que algo le habían arrancado el día que le
dijeron que los primos no pueden casarse entre sí, porque los
castiga Dios con hijos que parecen borrachos. Ya no había podido
volver a los días de antes. Las tardes de su felicidad estuvieron
amortiguadas en adelante por esa nostalgia repentina, inconfesable.
Nadie se hubiera
atrevido a pedir más: sumar a la redonda tranquilidad que le daban
sus hijos echando barcos de papel bajo la lluvia, al cariño sin
reticencias de su marido generoso y trabajador, la certidumbre en
todo el cuerpo de que el primo que hacía temblar su perfecto ombligo
no estaba prohibido, y ella se lo merecía por todas las razones y
desde siempre. Nadie, más que la desaforada tía Leonor.
Una tarde lo
encontró caminando por la 5 de Mayo. Ella salía de la iglesia de
Santo Domingo con un niño en cada mano. Los había llevado a ofrecer
flores como todas las tardes de ese mes: la niña con un vestido
largo de encajes y organdí blanco, coronita de paja y enorme velo
alborotado. Como una novia de cinco años. El niño, con un disfraz
de acólito que avergonzaba sus siete años.
—Si no hubieras
salido corriendo aquel sábado en casa de los abuelos, este par sería
mío —dijo Sergio, dándole un beso.
—Vivo con ese
arrepentimiento —contestó la tía Leonor.
No esperaba esa
respuesta uno de los solteros más codiciados de la ciudad. A los
veintisiete años, recién llegado de España, donde se decía que
aprendió las mejores técnicas para el cultivo de aceitunas, el
primo Sergio era heredero de un rancho en Veracruz, de otro en San
Martín y otro más cerca de Atzálan.
La tía Leonor notó
el desconcierto en sus ojos, en la lengua con que se mojó un labio,
y luego lo escuchó responder:
—Todo fuera como
subirse otra vez al árbol.
La casa de la abuela
quedaba en la 11 Sur, era enorme y llena de recovecos. Tenía un
sótano con cinco puertas en que el abuelo pasó horas haciendo
experimentos que a veces le tiznaban la cara y lo hacían olvidarse
por un rato de los cuartos de abajo y llenarse de amigos con los que
jugar billar en el salón construido en la azotea.
La casa de la abuela
tenía un desayunador que daba al jardín y al fresno, una cancha
para jugar frontón que ellos usaron siempre para andar en patines,
una sala color de rosa con un piano de cola y una exhausta marina
nocturna, una recámara para el abuelo y otra para la abuela, y en
los cuartos que fueron de los hijos varias salas de estar que iban
llamándose como el color de sus paredes. La abuela, memoriosa y
paralítica, se acomodó a pintar en el cuarto azul. Ahí la
encontraron haciendo rayitas con un lápiz en los sobres de viejas
invitaciones de boda que siempre le gustó guardar. Les ofreció un
vino dulce, luego un queso fresco y después unos chocolates rancios.
Todo estaba igual en casa de la abuela. Lo único raro lo notó la
viejita después de un rato:
—A ustedes dos,
hace años que no los veía juntos.
—Desde que me
dijiste que si los primos se casan tienen hijos idiotas —contestó
la tía Leonor.
La abuela sonrió,
empinada sobre el papel en el que delineaba una flor interminable,
pétalos y pétalos encimados sin tregua.
—Desde que por
poco y te matas al bajar del níspero —dijo Sergio.
—Ustedes eran
buenos para cortar nísperos, ahora no encuentro quién.
—Nosotros seguimos
siendo buenos —dijo la tía Leonor, inclinando su perfecta cintura.
Salieron del cuarto
azul apunto de quitarse la ropa, bajaron al jardín como si los
jalara un hechizo y volvieron tres horas después con la paz en el
cuerpo y tres ramas de nísperos.
—Hemos perdido
práctica —dijo la tía Leonor.
—Recupérenla,
recupérenla, porque hay menos tiempo que vida —contestó la abuela
con los huesos de níspero llenándole la boca.
Mujeres de ojos grandes, 1990.
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