viernes, 1 de mayo de 2020

Reformas. Juan José Millás.

En la oficina, mientras masticaba con pereza el bocadillo de media mañana, escuché unos crujidos procedentes del interior de la cabeza, como si una parte de mi calavera se estuviera astillando. Levanté los ojos del dibujo que formaban las migas de pan sobre la mesa y observé a mis compañeros, pero no advertí en ellos ningún signo de extrañeza. Permanecí atento y noté crecer un alboroto de tabiques caídos y muebles arrastrados en el interior del cráneo. Al rato, estaba haciendo unas anotaciones en el libro mayor cuando me empezó a salir de las narices un polvo fino, como de cemento. Pensé que quizá estaban ya desescombrando, porque también de los oídos caían virutas y desperdicios sólidos que se depositaban con suavidad sobre los hombros, produciendo un efecto como de caspa. Me fui a llorar al servicio, y comprobé que en el agua de las lágrimas navegaban limaduras y despojos de ideas fijas u obsesiones que envolví con cuidado en un trozo de papel higiénico.
Regresé al despacho disimulando mi turbación, y mientras saltaba del haber al debe con la punta del lápiz, imitando el picoteo nervioso de un pájaro, comprobé que el estrépito anterior había dado paso a un golpeteo rítmico: deduje que habían empezado a alicatar o a colgar cuadros.
Hacia el mediodía cesaron los ruidos y me marché a casa alegando un malestar indefinido. Me encerré en el dormitorio y saqué del armario una caja de zapatos donde conservo el recordatorio de la primera comunión, una partida de nacimiento caducada, dos dientes de leche y cosas así. Desenvolví los restos que había guardado en el papel higiénico y les hice un hueco entre todos aquellos escombros de mi existencia. Luego me metí en la cama y llamé al médico, que dijo que tenía gripe.

Algo que te concierne, 1995.
 

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