En la oficina, mientras
masticaba con pereza el bocadillo de media mañana, escuché unos
crujidos procedentes del interior de la cabeza, como si una parte de
mi calavera se estuviera astillando. Levanté los ojos del dibujo que
formaban las migas de pan sobre la mesa y observé a mis compañeros,
pero no advertí en ellos ningún signo de extrañeza. Permanecí
atento y noté crecer un alboroto de tabiques caídos y muebles
arrastrados en el interior del cráneo. Al rato, estaba haciendo unas
anotaciones en el libro mayor cuando me empezó a salir de las
narices un polvo fino, como de cemento. Pensé que quizá estaban ya
desescombrando, porque también de los oídos caían virutas y
desperdicios sólidos que se depositaban con suavidad sobre los
hombros, produciendo un efecto como de caspa. Me fui a llorar al
servicio, y comprobé que en el agua de las lágrimas navegaban
limaduras y despojos de ideas fijas u obsesiones que envolví con
cuidado en un trozo de papel higiénico.
Regresé
al despacho disimulando mi turbación, y mientras saltaba del haber
al debe con la punta del lápiz, imitando el picoteo nervioso de un
pájaro, comprobé que el estrépito anterior había dado paso a un
golpeteo rítmico: deduje que habían empezado a alicatar o a colgar
cuadros.
Hacia
el mediodía cesaron los ruidos y me marché a casa alegando un
malestar indefinido. Me encerré en el dormitorio y saqué del
armario una caja de zapatos donde conservo el recordatorio de la
primera comunión, una partida de nacimiento caducada, dos dientes de
leche y cosas así. Desenvolví los restos que había guardado en el
papel higiénico y les hice un hueco entre todos aquellos escombros
de mi existencia. Luego me metí en la cama y llamé al médico, que
dijo que tenía gripe.
Algo que te concierne, 1995.
No hay comentarios:
Publicar un comentario