Si deseáis comprender lo que
quiero deciros, sabed que tengo la cabeza cubierta con un capuchón
blanco y que agito una matraca de madera dura. Ya no sé cómo es mi
rostro, pero tengo miedo de mis manos. Van ante mí como bestias
escamosas y lívidas. Quisiera cortármelas. Tengo vergüenza de lo
que tocan. Me parece que hacen desfallecer los frutos rojos que tomo;
y creo que bajo ellas se marchitan las raíces que arranco. Domine
ceterorum libera me! El Salvador no expió mi pálido pecado.
Estoy olvidado hasta la resurrección. Como el sapo empotrado al frío
de la luna en una piedra oscura, permaneceré encerrado en mi escoria
odiosa cuando los otros se levanten con su cuerpo claro. Domine
ceterorum fac me liberum: leprosus sum. Soy solitario y tengo
horror. Sólo mis dientes han conservado su blancura natural. Los
animales se asustan, y mi alma quisiera huir. El día se aparta de
mí. Hace mil doscientos doce años que su Salvador los salvó, y no
ha tenido piedad de mí. No fui tocado con la sangrienta lanza que lo
atravesó. Tal vez la sangre del Señor de los otros me habría
curado. Sueño a menudo con la sangre; podría morder con mis
dientes; son blancos. Puesto que Él no ha querido dármelo, tengo
avidez de tomar lo que le pertenece. He aquí por qué aceché a los
niños que descendían del país de Vendome hacia esta selva del
Loira. Tenían cruces y estaban sometidos a Él. Sus cuerpos eran Su
cuerpo y Él no me ha hecho parte de su cuerpo. Me rodea en la tierra
una condenación pálida. Aceché, para chupar en el cuello de uno de
sus hijos, sangre inocente. Et caro nova fiet in die irae. El
día del terror será mi nueva carne. Y tras de los otros caminaba un
niño fresco de cabellos rojos. Lo vi; salté de improviso; le tomé
la boca con mis manos espantosas. Sólo estaba vestido con una camisa
ruda; tenía desnudos los pies y sus ojos permanecieron plácidos. Me
contempló sin asombro. Entonces, sabiendo que no gritaría, tuve el
deseo de escuchar todavía una voz humana y quité mis manos de su
boca, y él no se la enjugó. Y sus ojos estaban en otra parte.
-¿Quién eres?, le
dije.
-Johannes el Teutón,
respondió. Y sus palabras eran límpidas y saludables.
-¿Adonde vas?,
repliqué. Y él respondió:
-A Jerusalén, para
conquistar la Tierra Santa.
Entonces me puse a
reír, y le pregunté:
-¿Quién es tu
Señor? Y él me dijo:
-No lo sé; es
blanco.
Y esta palabra me
llenó de furor, y abrí la boca bajo mi capuchón, y me incliné
hacia su cuello fresco, y no retrocedió, y yo le dije:
-¿Por qué no tienes
miedo de mí? Y él dijo:
-¿Por qué habría
de tener miedo de ti, hombre blanco?
Entonces me inundaron
grandes lágrimas, y me tendí en el suelo, y besé la tierra con mis
labios terribles, y grité:
-¡Porque soy
leproso! Y el niño teutón me contempló, y dijo límpidamente:
-No lo sé.
¡No tuvo miedo de
mí! ¡No tuvo miedo de mí! Mi monstruosa blancura es semejante para
él a la del Señor. Y tomé un puñado de hierba y enjugué su boca
y sus manos. Y le dije.
-Ve en paz hacia tu
Señor blanco, y dile que me ha olvidado.
Y el niño me miró
sin decir nada. Lo acompañé fuera de lo negro de esta selva.
Caminaba sin temblar. Vi desaparecer a lo lejos sus cabellos rojos en
el sol. Domine infantium, libera me! ¡Que el sonido de mi
matraca de madera llegue hasta ti, como el puro sonido de las
campanas! ¡Maestro de los que no saben, libérame!
La cruzada de los niños. 1896.
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