miércoles, 13 de mayo de 2020

La mujer de verde. Cristina Fernández Cubas.

—Lo siento —dice la chica—. Se ha confundido usted.
La he escuchado sin pestañear, asintiendo con la cabeza, como si la cosa más natural del mundo fuera ésta: confundirse. Porque no cabe ya otra explicación. Me he equivocado. Y por un momento repaso mentalmente la lista de pequeñas confusiones que haya podido cometer en mi vida sin encontrar ninguna que se le parezca. Pero no debo culparme. Me encuentro cansada, agobiada de trabajo y, para colmo, sin poder dormir. Esta misma mañana a punto he estado de telefonear a mi casero. ¿Cómo ha podido alquilar el piso de arriba a una familia tan ruidosa? Pero lo que importa ahora no son los vecinos ni tampoco el casero ni mi cansancio, sino el extraño espejismo que, por lo visto, he debido de sufrir hace apenas media hora. Una mezcla de turbación y certeza que me ha llevado a abandonar precipitadamente una zapatería, y correr por la calle tras una mujer a la que me he empeñado en llamar Dina. Y la mujer, sin prestarme atención, ha seguido indiferente su camino. Porque no era Dina. O por lo menos eso es lo que me está afirmando la verdadera Dina Dachs, sentada frente a su ordenada mesa de trabajo, con la misma sonrisa inocente con la que, hace apenas
una semana, acogió la noticia de su incorporación a la empresa. «No», me dice. «No me he movido de aquí desde las nueve.» Y después, meneando comprensivamente la cabeza: «Lo siento. Se ha confundido usted».
Sí. Ahora comprendo que a la fuerza se trata de un error. Porque, aunque el parecido me siga resultando asombroso, la chica que tengo delante no es más que una muchacha educada, cortés, una secretaria eficiente. Y la mujer, la desconocida tras la que acabo de correr en la calle, mostraba en su rostro las huellas de toda una vida, el sufrimiento, una mirada enigmática y fría que ni siquiera alteró una sola vez, a pesar de mis llamadas, de los empujones de la gente, del bullicio de una avenida comercial en vísperas de fiestas. Y fue seguramente eso lo que me llamó la atención, lo que me había llevado a pensar que aquella mujer —Dina, creía— sufría un trastorno, una ausencia, una momentánea pérdida de identidad. Pero ahora sé que mi error es tan sólo un error a medias. Porque la desconocida, fuera quien fuera, necesitaba ayuda. Y vuelvo a mirar a Dina, su jersey de angora y el abrigo de paño colgado del perchero, y de nuevo recuerdo a la mujer. Vestida con un traje de seda verde en pleno mes de diciembre. Un traje de fiesta, escotado, liviano... Y un collar violeta. Indiferente al frío, al tráfico, a la gente. No digo nada más. La evidencia de que he confundido a aquella chica con una demente me hace sonreír. Y me encierro en mi despacho, dejo las compras sobre una silla y empiezo a revisar la correspondencia. Será un mes agotador, sólo un mes. Y luego Roma, Roma y Eduardo. Me siento feliz. Tengo todos los motivos del mundo para sentirme feliz.


Ninguno de los dos pares de zapatos se ajusta a mis medidas. Unos me quedan demasiado estrechos, me oprimen. Para soportarlos debo contraer los dedos en forma de piña. Con los otros me ocurre justamente lo contrario. Mis pies se encogen también en forma de piña, pero la finalidad es muy distinta. Hacerme con el timón de esas barcas que se resisten a ser conducidas, que se rebelan, escapan... Es ya muy tarde para pasar por casa, con lo cual, me digo, no tendré más remedio que escoger entre dos sufrimientos. Opto por el segundo, pero no lo hago a la ligera. Dentro de media hora debo asistir a una cena de trabajo. Por eso he venido ya arreglada a la oficina y por eso también me he detenido antes en una zapatería. Una compra absurda, apresurada. Mañana devolveré los que me quedan estrechos. Porque ahora me doy cuenta de que no siento el menor apetito y dentro de media hora me veré obligada a comer. Conozco este martirio desde que me he convertido en una ejecutiva respetada. Un suplicio que no tiene nada que ver con su contrario —morirse de hambre y no poder saciarla— y del que suelo avergonzarme a menudo. Me decido, pues, por los zapatos deslizantes como góndolas (no podría explicarlo: me parecen más adecuados a lo que me espera) y aparezco así en el restaurante, a la hora en punto, arrastrando los pies y sin una pizca de apetito. La lectura del menú me produce náuseas. Es una sensación grosera, ridicula. Como groseros me parecen los diez comensales, hablando con un deje de complicidad de sus secretarias, con cierta respetuosa admiración de sus esposas, o ridículos los zapatos que hace rato he abandonado sobre la moqueta. Sólo espero que la cena acabe de una vez, que en algún momento de la noche se hable de Eduardo, de la última ocasión en que vieron a Eduardo, de lo bien que le van las cosas a Eduardo. Por fortuna no tardan en hacerlo. Me preguntan por la sucursal que la empresa acaba de abrir en Roma y yo, aunque al referirme a Eduardo diga «el jefe», siento un ligero alivio al poder pensar en él, pensar en voz alta, a pesar de que lo que digo no tenga, en realidad, nada que ver con lo que imagino. Pero ellos no pueden saberlo. Nadie, ni siquiera en la oficina, puede sospechar remotamente mi relación con Eduardo. Ni en la oficina ni, menos aún, en su casa, y a ratos me gusta decidir que tampoco el propio Eduardo tiene demasiado claras nuestras relaciones. No me importa lo que, de saberlo, pudiera decir su esposa, pero sí, y ésta es mi mejor arma, lo que pueda pensar Eduardo. Y Eduardo no piensa. No piensa en mí como en una amante, a pesar de que ésa es la palabra que mejor definiría nuestra situación, y no me conviene que piense en mí como en una amante. A Eduardo las palabras le dan miedo. Las palabras y su mujer. Por eso, por una vez en la vida, se ha atrevido a engañarla, sin tener tan siquiera que llegar a decirse: «La engaño». Para los comensales no soy más que la antigua compañera de estudios del jefe, su brazo derecho. Para su mujer también. Y así quiero que sigan creyéndolo. Además, tengo el papel bien aprendido. Cuando me preguntan quién se hará cargo de la oficina en Roma, me encojo de hombros. Eduardo está allí, seleccionando personal. Eduardo supervisará el trabajo durante el primer año, irá y volverá. Después, cuando encuentre a la persona adecuada, lo dejará en sus manos. Un italiano seguramente... Y pienso en un apartamento en el Trastevere. En una vida libre, sin horarios, sin familia, con su mujer a miles de kilómetros. Alguien me dice que me encuentra desganada, que apenas pruebo bocado, que «la mujer que no disfruta en la mesa...», y yo aprovecho para recordar de pronto una llamada importante. Una llamada de negocios, naturalmente. Busco con los pies los zapatos olvidados, aprieto los dedos como una pina y abandono la mesa. Pero no me dirijo al teléfono sino al baño. Me mojo la cara, me seco con una toalla de papel, y entonces, cuando me dispongo a retocar el maquillaje, la veo otra vez.


Cierto. Durante la cena apenas he comido y, en cambio, he bebido en abundancia. Pero, por un momento, unos segundos, ella ha estado allí. La he visto con toda nitidez. Su vestido verde, el collar violeta, la mirada fría y enigmática. No sé si ha abierto la puerta y, al verme, ha salido enseguida. No sé si estaba allí cuando yo he entrado. Todo ha sucedido con extrema rapidez. Yo secándome la cara con la toalla de papel, jugando mecánicamente con las posibilidades de un espejo de tres caras, comprobando mi peinado, mi perfil, y ella, una sombra verde, pasando como una exhalación por el espejo. Rectifico la posición de las lunas, las abro, las cierro y, atónita aún, logro aprisionarla por unos segundos. La mujer está allí. Detrás de mí, junto a mí, no lo sé muy bien. Me vuelvo enseguida, pero sólo acierto a sorprender el vaivén de la puerta. «Se ha escapado al verme», pienso. Y no puedo hacer otra cosa que recordar sus ojos. Una mirada fría, enigmática. Pero también, ahora me doy cuenta, una mirada de odio.


Dina Dachs es una chica como tantas otras. Me lo digo por la mañana, lo repito por la tarde. Por la noche me llevo a casa el fichero con los datos de las nuevas empleadas. Cinco en total. Todas con un curriculum semejante, la misma edad, idénticas expectativas de promoción en la empresa. Con una ligera ventaja a favor de Dina. Tres idiomas a la perfección, excelentes referencias, una notable habilidad a la hora de rellenar el cuestionario de la casa. Por eso fue la primera aspirante que seleccioné. Por eso, me explico asimismo ahora, recordaba tan bien su nombre el día en que corrí por la calle tras la mujer de verde. Aunque Dina Dachs es un nombre difícil de olvidar, tal vez porque no parece un auténtico nombre. Pienso en un pseudónimo, en un nombre artístico, en DINA DACHS anunciado en grandes caracteres en un teatro de variedades, en vedettes de revista... No sé ya en lo que pienso. El perpetuo trajín de los inquilinos de arriba me impide ordenar ideas. Mañana protestaré, hablaré con el casero o me mudaré de piso. Mañana, también, interrogaré sutilmente a Dina.


Llevo todo el día observándola, escrutándola, controlando sus llamadas telefónicas, sin que hasta ahora haya aparecido nada especial, nada que me incite a sospechar una doble vida, a explicar sus extrañas apariciones en la calle primero, en el restaurante después. Dina me dice que no sale por las noches. Lo dice muy tranquila, sin saber que en mi pregunta se encierra una trampa. No le importa permanecer en el despacho, hacer horas extras, poner al día el trabajo. En la ciudad no conoce a casi nadie. No tiene hermanos ni hermanas, ni siquiera padres. ¿No tiene hermanas? No, no tiene. Luego le pido que haga una reserva para esta noche en cierto restaurante del que, curiosamente, he olvidado el nombre. Le indico la calle, la situación exacta, el dato revelador de que las paredes están totalmente tapizadas de moqueta y los lavabos disponen de espejos de tres hojas. Dina no suele cenar en restaurantes pero, se le ocurre de pronto, puede consultar con alguna compañera. La dejo hacer y, discretamente, escucho tras la puerta. No parece que esté fingiendo. Después le dicto una carta, dos, tres. Son cartas improvisadas que nadie va a recibir y cuyo único objeto es estudiar a Dina, acorralarla, pescarla en una duda, un traspié. La chica se da cuenta de que lo que le estoy dictando es completamente absurdo. Se da cuenta también de que no dejo de observarla. En un momento, azorada, se baja instintivamente la falda y descruza la pierna. Con la excusa de que la habitación está llena de humo, abro la ventana. Hace frío afuera, un frío casi tan cortante como el silencio que acaba de establecerse entre Dina y yo. La situación se me hace embarazosa. Voy a volverme, decirle que se retire, que ya está bien por hoy, que se marche a su casa. Pero no logro pronunciar palabra. Por primera vez en mi vida he sentido el vértigo de un quinto piso. Porque ella está allí. Aunque no dé crédito a mis ojos, la mujer está allí, en la esquina de enfrente. Veo el traje verde, la mancha violeta, su figura indecisa destacándose entre el bullicio de la calle. Parece una mendiga. El tirante del vestido cae sobre uno de sus hombros. Está despeinada, encogida, se diría que de un momento a otro va a morirse de frío. Y tiene el brazo alzado, inmóvil. Su actitud, sin embargo, no es la de alguien que pida limosna. Salvo que esté loca. O ebria. O que la mano no apunte hacia nadie más que hacia mí. Aquí, en el quinto piso, asomada a la ventana de mi despacho.
—¿Algo más? —dice una voz cansada a mis espaldas.
Ruego a Dina que se acerque. Le hago sitio junto a la ventana e indico con el brazo el lugar exacto adonde debe mirar. «La mendiga», le digo. «Aquella mendiga.» Un autobús se detiene justo enfrente de la mujer de verde. Aguardo a que se ponga de nuevo en marcha. Su figura aparece con intermitencias tras los coches. «Fíjese bien. Allí, está allí. No, ya no. Espere...» Sin darme cuenta la he cogido por el hombro. Ella, contrariada, se aparta de la ventana.
—No veo absolutamente nada —dice.
Está molesta, irritada. Al salir hace lo que ninguna otra secretaria se hubiera atrevido a hacer. Cierra enérgicamente. Casi de un portazo.


No puedo hablar con nadie de lo que me preocupa. Eduardo sigue en Roma, con su mujer. Sé que se trata de un premio de consolación, de un acto sin consecuencias, una estratagema ingenua para asumir inminentes proyectos sin mala conciencia. Pero sé también que no debo llamarle. Su mujer estará con él. En el hotel, en la oficina, en todas partes. Tampoco puedo confiarme a cualquiera porque ignoro del todo los términos en los que podría confiarme a cualquiera. Por un momento pienso en Cesca, la empleada más antigua de la empresa. Cesca me quiere y me respeta. Pero a Cesca le gusta curiosear, meter las narices en los asuntos de los otros, comentar, charlar... Aunque, si mañana vuelve a aparecer la mujer de verde, ¿qué puede tener de alarmante que llame a Cesca y le haga un lugar en la ventana? «Mire a esa mujer. Hace días que ronda por aquí. Parece como si le ocurriera algo extraño.» Y que ella, Cesca, calándose las gafas, me asegure que se trata tan sólo de una mendiga, una de tantas pordioseras que llenan las calles por estas fechas, tal vez una loca, una borracha, una prostituta. Las tres cosas a un tiempo... Y que luego, aguzando la mirada, Cesca reconozca que le recuerda a alguien. No puede precisar quién, pero le recuerda a alguien... O que llame al conserje. Y que el conserje salga a la calle para cerciorarse. O quizá no haga falta. «Es una perturbada», puede decirme. «Una perturbada o una farsante. Siempre aparece por el barrio en navidades. La gente le da dinero porque le tiene miedo.» Pero yo no he visto a nadie que se detenga junto a ella y le dé dinero. La verdad es que, desde la altura del quinto piso, no he visto nada más que su presencia verde y un brazo alzado hacia mí, pidiéndome algo, avisándome de algo. Y también he visto a Dina. A mi lado, apoyada en el alféizar de la ventana mientras yo señalaba en dirección a la pordiosera. Me lo repito varias veces. La pordiosera abajo, en la calle; Dina a mi lado. Un dato tranquilizador que debería bastarme para hablar de puro azar, de coincidencia, de un parecido acusado. De la imposibilidad de que la misma mujer se encuentre en dos lugares a un tiempo. Pero está también su mirada. Apartando mi brazo de su hombro, enrojeciendo de fastidio, cerrando enérgicamente la puerta. Todo es cuestión de grados, pienso. Porque a la mirada de irritación de Dina Dachs le falta muy poco para convertirse en la de la mujer de verde. Una mirada fría, enigmática. Una mirada de odio.
Pero no puedo culparla. En los últimos días no hago más que llenarla de trabajo, darle órdenes y contraórdenes, convocarla a mi despacho o irrumpir en el suyo y cerciorarme de que sigue allí, parapetada tras una montaña de papeles, luchando con cuentas, documentos, informes. Me tranquiliza saberla ocupada, comprobar que tardará aún mucho en terminar con sus tareas del día, que posiblemente será la última en abandonar por la noche la oficina. Y yo, mientras, pienso en la mujer de verde. Espero la aparición de la mujer de verde, asomada a la ventana, con el teléfono en la mano, dispuesta a llamar a Cesca o al conserje. Pero no a Dina. Dina no es una chica como las otras. En tantas horas de observación he podido darme cuenta. Dina tiene orgullo, dignidad, y sólo Dios sabe hasta cuándo va a permitir el acoso al que la someto sin plantarme cara. Sé que estoy empezando a disgustarla seriamente y sé ahora también que Dina es mucho más agraciada de lo que me había parecido al principio. Una de esas mujeres discretas, serenas, que ganan con el trato, con las horas, con los días. Confino pues a Dina en su despacho y espero. Con los ojos pegados al cristal de la ventana, espero.


Ni al día siguiente ni al otro se produce la ansiada aparición. Todo el trabajo del que no puedo hacerme cargo se lo confío a Dina. Desde la ventana oigo el frenético tecleo del cuarto contiguo, pero ya no pienso en ella ni me preocupa lo que pueda opinar de mi comportamiento. Todos mis sentidos están pendientes de la posible aparición de la mujer de verde. Tal vez, me digo, esa pobre amnésica ha recuperado la memoria. O se ha muerto de frío. O las patrullas urbanas han terminado por recogerla. Me siento en la butaca y me dispongo a llamar a Cesca.
«No me encuentro bien», voy a decirle. «Hágase cargo de todo hasta mañana.» Pero no llego a marcar el número. De pronto he sentido frío. Un frío húmedo y penetrante a mis espaldas que me hace reaccionar, darme cuenta de que realmente me siento enferma y que en el mes de diciembre es una auténtica locura mantener la ventana abierta. Una ráfaga de viento pone en danza el montón de papeles a los que hace días no presto la menor atención y que tampoco me van a desviar ahora de mi cometido. Me vuelvo apresuradamente, aunque sospecho ya que aquel frío repentino poco tiene que ver con las inclemencias de la estación o con el estado de mis nervios. Allí abajo está la mujer. En la esquina de enfrente. Parece resuelta, decidida, dispuesta a cruzar la calle en dirección hacia donde me encuentro. Sortea los coches como por milagro. Con el brazo alzado, siempre hacia mí. El deterioro es patético. Los restos del traje verde dejan su pecho al descubierto y, repentinamente, su forma de andar se convierte en tambaleante, insegura, grotesca. ¿Qué es lo que me pudo conducir a pensar que ese fantoche se parecía a Dina? Intento fijarme mejor, me inclino aún más sobre el alféizar, distingo una mancha verde en uno de los pies, sólo en uno, y enseguida comprendo su ocasional cojera. El otro zapato ha quedado olvidado en el bordillo de la acera. Pero nadie lo recoge, nadie lo aparta de un puntapié, nadie tropieza, nadie, en fin, se compadece de esa pobre desgraciada y la conduce a un asilo. La vida en las ciudades es inhu-mana, cruel, despiadada... Aterida de frío cierro la ventana y marco el número de Cesca. «Estoy muy cansada. Hágase cargo de todo hasta mañana, por favor.» Y me voy a casa, acudo a un somnífero y, por una vez, ni los vecinos del piso de arriba pueden impedir mi sueño.


Todos los veintitrés de diciembre el mismo rito. «Me siento muy cansada, Cesca. Mañana no apareceré por la oficina.» Y cada veinticuatro las mismas correrías, la misma búsqueda, el mismo deambular por comercios y grandes almacenes con la lista completa de los empleados en la mano. Es una costumbre de la empresa. Una ceremonia infantil cuyo primer eslabón está en Cesca, en su fingida alarma ante mi supuesto malestar, en el guiño de ojos que adivino desde el otro lado del teléfono, en el «¿Qué será esta vez?» que voy detectando en todo aquel con quien me cruzo en cuanto abandono el despacho, me pongo el abrigo y dejo que el conserje me abra la puerta. El día veintisiete, en su mesa, encontrarán un regalo. Un detalle personal, un acierto inesperado tras el que se encuentran mis buenos oficios, pero que todos sin excepción agradecerán a Eduardo, como si supieran que en este juego de niños el más ilusionado es siempre él, aunque se encuentre, como ahora, a miles de kilómetros o ignore, como de costumbre, cuáles son sus gustos, sus necesidades, sus aficiones. Recuerdo las gafas de Cesca, eternamente esquivas, dispuestas a esconderse en cualquier rincón, a desplazarse a los lugares más inverosímiles, y le compro una cadena de plata. Le siguen el portero, el conserje, la mujer de la limpieza, el chico de los recados, el jefe de personal, las nuevas administrativas... De pronto me doy cuenta de que apenas si sé algo de ellas, pendiente como he estado de tan sólo una de ellas. Y pienso en Dina. Me pregunto si tal vez merecería un regalo mejor. Un detalle añadido para hacerme perdonar mis abusos, el acoso al que la he tenido sometida, el trato apremiante, injusto. Aunque ¿no conseguiría con esto confundirla todavía más? Decido que las funciones de las cinco chicas en la oficina son muy parecidas y todas van a recibir un obsequio similar. Entro en perfumerías, almacenes, tiendas de discos. En el bolso llevo las tarjetas con la firma de Eduardo y los nombres de los empleados, es mejor colocarlas ya ahora, a medida que voy comprando, para que no haya lugar a confusión alguna y dentro de dos días todos puedan admirarse, sorprenderse, agradecer la atención a Eduardo como si fuera la primera vez. Como cada año.
El frío de esta tarde de diciembre es intenso pero a mí siempre me ha gustado el frío de las tardes de diciembre. A pesar de la fecha, a pesar de la luminosidad de los comercios, de los cantos navideños o de la profusión de los árboles adornados, no hay demasiada gente en las calles. Puedo así pasear, contemplar los escaparates con cierta tranquilidad, con el mismo ánimo sereno con el que me he levantado esta mañana. Pildoras para dormir. Ahí estaba el remedio. Un sueño artificial que me ha repuesto de tantos días de agitación y cansancio. Ahora empiezo a ver las cosas de otra manera. Eduardo se excedió al dejarme por tres semanas al mando de la oficina. No estoy capacitada ni poseo el temple necesario. Mis nervios estaban destrozados, quién sabe qué desatinos hubiese podido cometer. Pero ahora estoy contenta. Por primera vez en tantos días me siento alegre y me sorprendo coreando un villancico que escupe un altavoz cualquiera de un comercio cualquiera. Debo de parecer loca. Me pongo a reír. Y entonces, con la recurrencia de una pesadilla, la veo otra vez.
No tengo miedo ya ni me siento cansada. Tan sólo harta, completamente harta. Voy a seguirla, a mirarla de cerca, a convencerme de que no es más que una desarrapada, a preguntarle si necesita ayuda. Ella abandona ahora la avenida luminosa y se interna por un pasaje oscuro. Casi la alcanzo de una corrida, luego me detengo, guardo prudentemente las distancias y observo sus pasos. Camina descalza, deslizándose como un gato por el empedrado. Su cabello parece una maraña de grillos. Su vestido está hecho jirones. Ya no la llamo por su nombre porque ignoro cuál es su nombre. De repente se detiene en seco, como si me aguardara. A pesar de la oscuridad caigo en la cuenta de que no estamos en un pasaje como había creído, sino en un callejón sin salida. Pero es demasiado tarde para retroceder. La inercia de mi carrera me ha hecho rozar su espalda. «Oiga», le digo. «Un momento, por favor. Escuche.» Y entonces, mientras me descubro perpleja con un trozo de seda verde en la mano, un tejido apolillado que se pulveriza al contacto con mis dedos, ella se vuelve y sonríe. Pero no es una sonrisa, sino una mueca. Un rictus terrible. Y sobre todo un aliento. Una fetidez que me envuelve, me marea, me nubla los sentidos. Cuando recupero el conocimiento estoy sola, apoyada contra un muro, con los paquetes de las compras desparramados por el suelo. No me sorprende que estén todavía allí. Los recojo uno a uno. Con cuidado, casi con cariño. Ahora ya sé quién es esa mujer. Y vuelvo a pensar en Dina. Pobre Dina Dachs. Encerrada en su despacho, regresando a su piso, paseando por la calle. Porque Dina, se encuentre donde se encuentre en estos momentos, ignora todavía que está muerta desde hace mucho tiempo.
O tal vez pueda aún impedirlo. Me olvido de los dictados de la razón, esa razón que se ha revelado inútil y escucho por primera vez en mi vida una voz que surge de algún lugar de mí misma. Dina, aunque tal vez no haya muerto aún, está muerta. La mujer de verde es Dina muerta. He asistido a su proceso de descomposición, a sus apariciones imposibles en calles concurridas, en lunas de espejos, en callejones sin salida. Pienso en espejismos de una playa cálida. Acaso no haya ocurrido aún, pero va a ocurrir. Y a mí, por inexpugnables designios del destino, me ha correspondido ser testigo de tan extrañas secuencias. No me parece aventurado concluir que sólo yo puedo hacer algo. Y no me siento asustada. Es extraño, pero no me siento asustada, sino resuelta. Hago pues lo que suelo hacer cada veinticuatro de diciembre. Dejar los regalos para el personal en la garita del portero, comprobar que no se ha desprendido ninguna tarjeta, recordarle la disposición exacta para dentro de dos días. El portero, como siempre, me indica que no me preocupe, se despide de mí, hace como si no supiera que uno de los paquetes le está destinado, cierra la garita y se marcha a su casa. Pero yo no me he ido. Es cierto que he salido a la calle y he avanzado unos pasos. Pero en el quinto piso del edificio hay luz y yo sé quién está allí, tecleando en la máquina, ordenando ficheros, cumpliendo con esas horas extraordinarias a las que le han obligado mi ignorancia y mi confusión. Abro con mi llave y llamo al ascensor. Al llegar al quinto rellano dudo un instante. Pero no toco el timbre. Todas las luces están apagadas salvo las de un despacho. He entrado con sigilo, con cautela, porque por nada del mundo desearía asustarla. Por eso golpeo con los nudillos y espero.
—¿Usted? —pregunta Dina. Pero en realidad está pensando: «Usted. Usted otra vez».
Dina lleva puesto el abrigo y sobre su mesa aparecen montañas de papeles, de cartas, de fichas, de carpetas. «Iba a irme ya», añade. Abre el bolso, introduce un par de cartas, lo cierra con energía y después, como yo sigo inmóvil junto a la puerta: «Le recuerdo que hoy es Nochebuena».
Hago acopio de todas mis fuerzas y le suplico que aguarde un instante. Que se siente. Que me conceda unos minutos para lo que tengo que decirle. Dina me obedece de mala gana. Con un suspiro de fastidio, de cansancio, de asco. Sus dedos repiquetean sobre el tablero de la mesa.
—Dentro de un cuarto de hora me esperan al otro lado de la ciudad. Le ruego que sea breve.
No me molesta su altanería. Nada de lo que haga o diga la pobre Dina puede contrariarme ya. Sin embargo no encuentro las palabras. ¿Cómo explicarle que no vale la pena que se apresure? ¿Cómo hacerle entender que el tiempo, a veces, no se rige por los cómputos habituales? Quizá todo sea un engaño. Vemos las cosas como nos han enseñado a verlas. Su mesa de trabajo, por ejemplo... ¿Podemos estar seguros de que es una mesa, con cuatro patas y un tablero? ¿Quién podría afirmar que dentro de un cuarto de hora estará ella al otro lado de la ciudad? ¿Qué son quince minutos sino una convención? Una forma de medir, encasillar, sujetar o dominar lo que se nos escapa, lo que no comprendemos. Un ardid para tranquilizarnos, para no formularnos demasiadas preguntas...
—Le agradecería —interrumpe con visible fastidio— que intente ser más concreta, por favor.
Pero no puedo. Le digo que acabo de verla en la calle. «¿Otra vez?» Ahora me dirige una media sonrisa burlona. «¿No será que está usted realmente obsesionada?» De un momento a otro estallará, me obligará a abandonar su despacho, amenazará con llamar a la policía. Por eso debo darme prisa. Sí, la he visto. Hoy y también ayer, y el otro día en el restaurante, y la primera vez en una calle populosa. Al principio pensé que tenía algo contra mí, que me perseguía, que me buscaba... Después, que no era ella, sino alguien que se le parecía de forma asombrosa...
—¿Y al final?
Dina me mira al borde de su paciencia. Insisto en que aguarde unos segundos más. Me saco un guante. Me lo vuelvo a poner. De nuevo las palabras fallan. No sé cómo avisarla. No sé cómo decirle que el proceso es irreversible. Que hace apenas una hora, en el callejón, he visto la mueca de la muerte en su boca sin labios, en su fetidez, en su carne descompuesta. Sólo acierto a balbucear:
—Tenga mucho cuidado, por favor. A lo mejor aún podemos evitarlo. O retrasarlo... Retrasarlo al máximo.
Dina acaba de ponerse en pie.
—Lo siento. Todo lo que me está contando es muy interesante. Pero ahora debo irme. Tal vez no tenga usted planes para esta noche, pero yo sí.


Dina me detesta. Me aborrece o me toma por loca. No puedo hacer nada más que dejar que las cosas sigan su curso. Me levanto también, convencida de la inutilidad de cualquier explicación, de cualquier advertencia. Me siento pequeña, insignificante y al tiempo pretenciosa, soberbia. He querido cambiar las páginas del destino, pero el destino de esta pobre chica está trazado.
—¿Por qué me mira así, si puede saberse?
Dina está indignada, erguida frente a mí, con el bolso colgado al hombro y las llaves de la oficina tintineando en una de sus manos. Tal vez me haya equivocado. Pero al colgarse el bolso con gesto enérgico el abrigo de paño se ha entreabierto unos segundos y he visto lo que por nada del mundo hubiera deseado ver.
—Lleva usted un traje verde. Un traje verde de seda. Los ojos de Dina Dachs lanzan llamas. —Le advierto que su posición en la casa no le da derecho a... Ya no sé lo que dice. Hay algo en su voz, en su tono, que no admite réplica.
—Deje ya de observarme, de seguirme a todas horas, de mortificarme con su presencia... No se crea que no me he dado cuenta.
Ahora habla atropellada, compulsivamente.
—Si pretende algo de mí no va a conseguirlo, y si se interesa por mi vestuario, aquí lo tiene. Un traje de seda verde. Recién comprado. Espero que lo apruebe.
Dina se ha quitado enérgicamente el abrigo. Ahora es la misma mujer con la que me encuentro continuamente en los últimos días. Sólo le falta un detalle: un pequeño accesorio que debe de tener guardado en algún lugar. La imagino en el ascensor colocándose el collar ante el espejo. En el taxi. En el baño de la oficina.
—El bolso —le digo—. Déjeme ver su bolso.
Ahora, por primera vez, parece asustada. Intento lo imposible. Convencerla de que no debe salir vestida así a la calle. Que todo lo que estoy haciendo es por su bien. Pero las palabras no sirven, ahora, más que nunca, sé que no sirven. Ignoro si enloquezco u obedezco la voz del destino. Porque la zarandeo. Y ella se resiste. Aferrada a su bolso se resiste e intenta hacerse con un cortaplumas. Está asustada, no atiende a razones. Por eso yo, firmemente decidida, no tengo más remedio que inmovilizarla, revelarle la terrible verdad, decirle gimiendo: «Está usted muerta. ¿No lo comprende aún? ¡Está muerta!». Pero Dina no ofrece ya resistencia. Sus ojos me miran redondeados por el espanto y su cuerpo se desliza junto al mío hasta caer al suelo, impotente, aterrorizada. No tengo tiempo que perder y le arrebato el bolso. Busco con ansiedad un estuche, un paquete, el collar sin el cual es posible que nada de lo previsto suceda. Sólo encuentro papeles. Papeles que no me importan, que paso por alto, que arrojo lejos de mí. Papeles de los que, sin embargo, dos días después, conoceré, al igual que el resto de la oficina, su contenido exacto.
Y entonces Cesca cabeceará con tristeza. Y oiré rumores, pasos, sentiré frío. La factura de la luz, un bloc de notas, una carta... Querido Eduardo... Palabras que recuerdo bien porque son de Dina. No deja de observarme, de seguirme a todas horas, de mortificarme con su presencia... Y otras que reconozco aún más porque son mías, aunque la carta lleve la firma de Dina Dachs y yo no me haya atrevido jamás a formularlas por escrito. Pienso en el Trastevere. En nuestro piso en el Trastevere, en los días que faltan para que nos encontremos en Roma... Recuerdos que no recuerdo. Nunca olvidaré la primera noche, en el hotel frente al mar... Frases absurdas, ridiculas, obscenas. Promesas de amor entremezcladas con ruidos de pasos, llaves, puertas que se abren, que se cierran, los vecinos del piso de arriba arrastrando muebles, un hombre con bata blanca diciéndome: «Está usted agotada. Serénese». Y, sobre todo, Cesca. La mirada compasiva de Cesca.
Pero esto no ocurrirá hasta dentro de dos días. Ahora estoy de rodillas, resuelta a evitar lo inevitable, con el bolso vacío en la mano y rodeada de papeles que no tengo el menor interés en leer, que aparto con rabia de un manotazo. Recuerdo: «Un cuarto de hora, al otro lado de la ciudad». Y entonces se me hace la luz. Es como si estuviera allí, en una fiesta, una reunión, las doce de la noche y el intercambio de regalos. Pero Dina no llegará a aceptar el obsequio fatídico. He logrado asustarla, prevenirla. «Lo he impedido», digo. Y miro mis manos enguantadas. Aún temblorosas, aún poseídas por una fuerza de la que nunca me hubiera creído capaz. Y luego a Dina, en el suelo, con los mismos ojos desorbitados por el terror, por el espanto, por lo que ella ha debido de creer la visión de la locura. Pero Dina está inmóvil. Vestida de verde. Traje verde, zapatos verdes... Y sólo ahora, incorporándome despacio, observo un cerco amoratado en torno a su garganta y comprendo con frialdad que no le falta nada. «Todavía es pronto», digo en voz alta a pesar de que nadie pueda escucharme. «Pero mañana, pasado mañana, será un collar violeta.» 

Con Ágatha en Estambul. 1994.
 

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