—Lo siento —dice la chica—. Se ha confundido usted.
La he escuchado sin
pestañear, asintiendo con la cabeza, como si la cosa más natural
del mundo fuera ésta: confundirse. Porque no cabe ya otra
explicación. Me he equivocado. Y por un momento repaso mentalmente
la lista de pequeñas confusiones que haya podido cometer en mi vida
sin encontrar ninguna que se le parezca. Pero no debo culparme. Me
encuentro cansada, agobiada de trabajo y, para colmo, sin poder
dormir. Esta misma mañana a punto he estado de telefonear a mi
casero. ¿Cómo ha podido alquilar el piso de arriba a una familia
tan ruidosa? Pero lo que importa ahora no son los vecinos ni tampoco
el casero ni mi cansancio, sino el extraño espejismo que, por lo
visto, he debido de sufrir hace apenas media hora. Una mezcla de
turbación y certeza que me ha llevado a abandonar precipitadamente
una zapatería, y correr por la calle tras una mujer a la que me he
empeñado en llamar Dina. Y la mujer, sin prestarme atención, ha
seguido indiferente su camino. Porque no era Dina. O por lo menos eso
es lo que me está afirmando la verdadera Dina Dachs, sentada frente
a su ordenada mesa de trabajo, con la misma sonrisa inocente con la
que, hace apenas
una semana, acogió
la noticia de su incorporación a la empresa. «No», me dice. «No
me he movido de aquí desde las nueve.» Y después, meneando
comprensivamente la cabeza: «Lo siento. Se ha confundido usted».
Sí. Ahora comprendo
que a la fuerza se trata de un error. Porque, aunque el parecido me
siga resultando asombroso, la chica que tengo delante no es más que
una muchacha educada, cortés, una secretaria eficiente. Y la mujer,
la desconocida tras la que acabo de correr en la calle, mostraba en
su rostro las huellas de toda una vida, el sufrimiento, una mirada
enigmática y fría que ni siquiera alteró una sola vez, a pesar de
mis llamadas, de los empujones de la gente, del bullicio de una
avenida comercial en vísperas de fiestas. Y fue seguramente eso lo
que me llamó la atención, lo que me había llevado a pensar que
aquella mujer —Dina, creía— sufría un trastorno, una ausencia,
una momentánea pérdida de identidad. Pero ahora sé que mi error es
tan sólo un error a medias. Porque la desconocida, fuera quien
fuera, necesitaba ayuda. Y vuelvo a mirar a Dina, su jersey de angora
y el abrigo de paño colgado del perchero, y de nuevo recuerdo a la
mujer. Vestida con un traje de seda verde en pleno mes de diciembre.
Un traje de fiesta, escotado, liviano... Y un collar violeta.
Indiferente al frío, al tráfico, a la gente. No digo nada más. La
evidencia de que he confundido a aquella chica con una demente me
hace sonreír. Y me encierro en mi despacho, dejo las compras sobre
una silla y empiezo a revisar la correspondencia. Será un mes
agotador, sólo un mes. Y luego Roma, Roma y Eduardo. Me siento
feliz. Tengo todos los motivos del mundo para sentirme feliz.
Ninguno de los dos
pares de zapatos se ajusta a mis medidas. Unos me quedan demasiado
estrechos, me oprimen. Para soportarlos debo contraer los dedos en
forma de piña. Con los otros me ocurre justamente lo contrario. Mis
pies se encogen también en forma de piña, pero la finalidad es muy
distinta. Hacerme con el timón de esas barcas que se resisten a ser
conducidas, que se rebelan, escapan... Es ya muy tarde para pasar por
casa, con lo cual, me digo, no tendré más remedio que escoger entre
dos sufrimientos. Opto por el segundo, pero no lo hago a la ligera.
Dentro de media hora debo asistir a una cena de trabajo. Por eso he
venido ya arreglada a la oficina y por eso también me he detenido
antes en una zapatería. Una compra absurda, apresurada. Mañana
devolveré los que me quedan estrechos. Porque ahora me doy cuenta de
que no siento el menor apetito y dentro de media hora me veré
obligada a comer. Conozco este martirio desde que me he convertido en
una ejecutiva respetada. Un suplicio que no tiene nada que ver con su
contrario —morirse de hambre y no poder saciarla— y del que suelo
avergonzarme a menudo. Me decido, pues, por los zapatos deslizantes
como góndolas (no podría explicarlo: me parecen más adecuados a lo
que me espera) y aparezco así en el restaurante, a la hora en punto,
arrastrando los pies y sin una pizca de apetito. La lectura del menú
me produce náuseas. Es una sensación grosera, ridicula. Como
groseros me parecen los diez comensales, hablando con un deje de
complicidad de sus secretarias, con cierta respetuosa admiración de
sus esposas, o ridículos los zapatos que hace rato he abandonado
sobre la moqueta. Sólo espero que la cena acabe de una vez, que en
algún momento de la noche se hable de Eduardo, de la última ocasión
en que vieron a Eduardo, de lo bien que le van las cosas a Eduardo.
Por fortuna no tardan en hacerlo. Me preguntan por la sucursal que la
empresa acaba de abrir en Roma y yo, aunque al referirme a Eduardo
diga «el jefe», siento un ligero alivio al poder pensar en él,
pensar en voz alta, a pesar de que lo que digo no tenga, en realidad,
nada que ver con lo que imagino. Pero ellos no pueden saberlo. Nadie,
ni siquiera en la oficina, puede sospechar remotamente mi relación
con Eduardo. Ni en la oficina ni, menos aún, en su casa, y a ratos
me gusta decidir que tampoco el propio Eduardo tiene demasiado claras
nuestras relaciones. No me importa lo que, de saberlo, pudiera decir
su esposa, pero sí, y ésta es mi mejor arma, lo que pueda pensar
Eduardo. Y Eduardo no piensa. No piensa en mí como en una amante, a
pesar de que ésa es la palabra que mejor definiría nuestra
situación, y no me conviene que piense en mí como en una amante. A
Eduardo las palabras le dan miedo. Las palabras y su mujer. Por eso,
por una vez en la vida, se ha atrevido a engañarla, sin tener tan
siquiera que llegar a decirse: «La engaño». Para los comensales no
soy más que la antigua compañera de estudios del jefe, su brazo
derecho. Para su mujer también. Y así quiero que sigan creyéndolo.
Además, tengo el papel bien aprendido. Cuando me preguntan quién se
hará cargo de la oficina en Roma, me encojo de hombros. Eduardo está
allí, seleccionando personal. Eduardo supervisará el trabajo
durante el primer año, irá y volverá. Después, cuando encuentre a
la persona adecuada, lo dejará en sus manos. Un italiano
seguramente... Y pienso en un apartamento en el Trastevere. En una
vida libre, sin horarios, sin familia, con su mujer a miles de
kilómetros. Alguien me dice que me encuentra desganada, que apenas
pruebo bocado, que «la mujer que no disfruta en la mesa...», y yo
aprovecho para recordar de pronto una llamada importante. Una llamada
de negocios, naturalmente. Busco con los pies los zapatos olvidados,
aprieto los dedos como una pina y abandono la mesa. Pero no me dirijo
al teléfono sino al baño. Me mojo la cara, me seco con una toalla
de papel, y entonces, cuando me dispongo a retocar el maquillaje, la
veo otra vez.
Cierto. Durante la
cena apenas he comido y, en cambio, he bebido en abundancia. Pero,
por un momento, unos segundos, ella ha estado allí. La he visto con
toda nitidez. Su vestido verde, el collar violeta, la mirada fría y
enigmática. No sé si ha abierto la puerta y, al verme, ha salido
enseguida. No sé si estaba allí cuando yo he entrado. Todo ha
sucedido con extrema rapidez. Yo secándome la cara con la toalla de
papel, jugando mecánicamente con las posibilidades de un espejo de
tres caras, comprobando mi peinado, mi perfil, y ella, una sombra
verde, pasando como una exhalación por el espejo. Rectifico la
posición de las lunas, las abro, las cierro y, atónita aún, logro
aprisionarla por unos segundos. La mujer está allí. Detrás de mí,
junto a mí, no lo sé muy bien. Me vuelvo enseguida, pero sólo
acierto a sorprender el vaivén de la puerta. «Se ha escapado al
verme», pienso. Y no puedo hacer otra cosa que recordar sus ojos.
Una mirada fría, enigmática. Pero también, ahora me doy cuenta,
una mirada de odio.
Dina Dachs es una
chica como tantas otras. Me lo digo por la mañana, lo repito por la
tarde. Por la noche me llevo a casa el fichero con los datos de las
nuevas empleadas. Cinco en total. Todas con un curriculum semejante,
la misma edad, idénticas expectativas de promoción en la empresa.
Con una ligera ventaja a favor de Dina. Tres idiomas a la perfección,
excelentes referencias, una notable habilidad a la hora de rellenar
el cuestionario de la casa. Por eso fue la primera aspirante que
seleccioné. Por eso, me explico asimismo ahora, recordaba tan bien
su nombre el día en que corrí por la calle tras la mujer de verde.
Aunque Dina Dachs es un nombre difícil de olvidar, tal vez porque no
parece un auténtico nombre. Pienso en un pseudónimo, en un nombre
artístico, en DINA DACHS anunciado en grandes caracteres en un
teatro de variedades, en vedettes de revista... No sé ya en lo que
pienso. El perpetuo trajín de los inquilinos de arriba me impide
ordenar ideas. Mañana protestaré, hablaré con el casero o me
mudaré de piso. Mañana, también, interrogaré sutilmente a Dina.
Llevo todo el día
observándola, escrutándola, controlando sus llamadas telefónicas,
sin que hasta ahora haya aparecido nada especial, nada que me incite
a sospechar una doble vida, a explicar sus extrañas apariciones en
la calle primero, en el restaurante después. Dina me dice que no
sale por las noches. Lo dice muy tranquila, sin saber que en mi
pregunta se encierra una trampa. No le importa permanecer en el
despacho, hacer horas extras, poner al día el trabajo. En la ciudad
no conoce a casi nadie. No tiene hermanos ni hermanas, ni siquiera
padres. ¿No tiene hermanas? No, no tiene. Luego le pido que haga una
reserva para esta noche en cierto restaurante del que, curiosamente,
he olvidado el nombre. Le indico la calle, la situación exacta, el
dato revelador de que las paredes están totalmente tapizadas de
moqueta y los lavabos disponen de espejos de tres hojas. Dina no
suele cenar en restaurantes pero, se le ocurre de pronto, puede
consultar con alguna compañera. La dejo hacer y, discretamente,
escucho tras la puerta. No parece que esté fingiendo. Después le
dicto una carta, dos, tres. Son cartas improvisadas que nadie va a
recibir y cuyo único objeto es estudiar a Dina, acorralarla,
pescarla en una duda, un traspié. La chica se da cuenta de que lo
que le estoy dictando es completamente absurdo. Se da cuenta también
de que no dejo de observarla. En un momento, azorada, se baja
instintivamente la falda y descruza la pierna. Con la excusa de que
la habitación está llena de humo, abro la ventana. Hace frío
afuera, un frío casi tan cortante como el silencio que acaba de
establecerse entre Dina y yo. La situación se me hace embarazosa.
Voy a volverme, decirle que se retire, que ya está bien por hoy, que
se marche a su casa. Pero no logro pronunciar palabra. Por primera
vez en mi vida he sentido el vértigo de un quinto piso. Porque ella
está allí. Aunque no dé crédito a mis ojos, la mujer está allí,
en la esquina de enfrente. Veo el traje verde, la mancha violeta, su
figura indecisa destacándose entre el bullicio de la calle. Parece
una mendiga. El tirante del vestido cae sobre uno de sus hombros.
Está despeinada, encogida, se diría que de un momento a otro va a
morirse de frío. Y tiene el brazo alzado, inmóvil. Su actitud, sin
embargo, no es la de alguien que pida limosna. Salvo que esté loca.
O ebria. O que la mano no apunte hacia nadie más que hacia mí.
Aquí, en el quinto piso, asomada a la ventana de mi despacho.
—¿Algo más?
—dice una voz cansada a mis espaldas.
Ruego a Dina que se
acerque. Le hago sitio junto a la ventana e indico con el brazo el
lugar exacto adonde debe mirar. «La mendiga», le digo. «Aquella
mendiga.» Un autobús se detiene justo enfrente de la mujer de
verde. Aguardo a que se ponga de nuevo en marcha. Su figura aparece
con intermitencias tras los coches. «Fíjese bien. Allí, está
allí. No, ya no. Espere...» Sin darme cuenta la he cogido por el
hombro. Ella, contrariada, se aparta de la ventana.
—No veo
absolutamente nada —dice.
Está molesta,
irritada. Al salir hace lo que ninguna otra secretaria se hubiera
atrevido a hacer. Cierra enérgicamente. Casi de un portazo.
No puedo hablar con
nadie de lo que me preocupa. Eduardo sigue en Roma, con su mujer. Sé
que se trata de un premio de consolación, de un acto sin
consecuencias, una estratagema ingenua para asumir inminentes
proyectos sin mala conciencia. Pero sé también que no debo
llamarle. Su mujer estará con él. En el hotel, en la oficina, en
todas partes. Tampoco puedo confiarme a cualquiera porque ignoro del
todo los términos en los que podría confiarme a cualquiera. Por un
momento pienso en Cesca, la empleada más antigua de la empresa.
Cesca me quiere y me respeta. Pero a Cesca le gusta curiosear, meter
las narices en los asuntos de los otros, comentar, charlar... Aunque,
si mañana vuelve a aparecer la mujer de verde, ¿qué puede tener de
alarmante que llame a Cesca y le haga un lugar en la ventana? «Mire
a esa mujer. Hace días que ronda por aquí. Parece como si le
ocurriera algo extraño.» Y que ella, Cesca, calándose las gafas,
me asegure que se trata tan sólo de una mendiga, una de tantas
pordioseras que llenan las calles por estas fechas, tal vez una loca,
una borracha, una prostituta. Las tres cosas a un tiempo... Y que
luego, aguzando la mirada, Cesca reconozca que le recuerda a alguien.
No puede precisar quién, pero le recuerda a alguien... O que llame
al conserje. Y que el conserje salga a la calle para cerciorarse. O
quizá no haga falta. «Es una perturbada», puede decirme. «Una
perturbada o una farsante. Siempre aparece por el barrio en
navidades. La gente le da dinero porque le tiene miedo.» Pero yo no
he visto a nadie que se detenga junto a ella y le dé dinero. La
verdad es que, desde la altura del quinto piso, no he visto nada más
que su presencia verde y un brazo alzado hacia mí, pidiéndome algo,
avisándome de algo. Y también he visto a Dina. A mi lado, apoyada
en el alféizar de la ventana mientras yo señalaba en dirección a
la pordiosera. Me lo repito varias veces. La pordiosera abajo, en la
calle; Dina a mi lado. Un dato tranquilizador que debería bastarme
para hablar de puro azar, de coincidencia, de un parecido acusado. De
la imposibilidad de que la misma mujer se encuentre en dos lugares a
un tiempo. Pero está también su mirada. Apartando mi brazo de su
hombro, enrojeciendo de fastidio, cerrando enérgicamente la puerta.
Todo es cuestión de grados, pienso. Porque a la mirada de irritación
de Dina Dachs le falta muy poco para convertirse en la de la mujer de
verde. Una mirada fría, enigmática. Una mirada de odio.
Pero no puedo
culparla. En los últimos días no hago más que llenarla de trabajo,
darle órdenes y contraórdenes, convocarla a mi despacho o irrumpir
en el suyo y cerciorarme de que sigue allí, parapetada tras una
montaña de papeles, luchando con cuentas, documentos, informes. Me
tranquiliza saberla ocupada, comprobar que tardará aún mucho en
terminar con sus tareas del día, que posiblemente será la última
en abandonar por la noche la oficina. Y yo, mientras, pienso en la
mujer de verde. Espero la aparición de la mujer de verde, asomada a
la ventana, con el teléfono en la mano, dispuesta a llamar a Cesca o
al conserje. Pero no a Dina. Dina no es una chica como las otras. En
tantas horas de observación he podido darme cuenta. Dina tiene
orgullo, dignidad, y sólo Dios sabe hasta cuándo va a permitir el
acoso al que la someto sin plantarme cara. Sé que estoy empezando a
disgustarla seriamente y sé ahora también que Dina es mucho más
agraciada de lo que me había parecido al principio. Una de esas
mujeres discretas, serenas, que ganan con el trato, con las horas,
con los días. Confino pues a Dina en su despacho y espero. Con los
ojos pegados al cristal de la ventana, espero.
Ni al día siguiente
ni al otro se produce la ansiada aparición. Todo el trabajo del que
no puedo hacerme cargo se lo confío a Dina. Desde la ventana oigo el
frenético tecleo del cuarto contiguo, pero ya no pienso en ella ni
me preocupa lo que pueda opinar de mi comportamiento. Todos mis
sentidos están pendientes de la posible aparición de la mujer de
verde. Tal vez, me digo, esa pobre amnésica ha recuperado la
memoria. O se ha muerto de frío. O las patrullas urbanas han
terminado por recogerla. Me siento en la butaca y me dispongo a
llamar a Cesca.
«No me encuentro
bien», voy a decirle. «Hágase cargo de todo hasta mañana.» Pero
no llego a marcar el número. De pronto he sentido frío. Un frío
húmedo y penetrante a mis espaldas que me hace reaccionar, darme
cuenta de que realmente me siento enferma y que en el mes de
diciembre es una auténtica locura mantener la ventana abierta. Una
ráfaga de viento pone en danza el montón de papeles a los que hace
días no presto la menor atención y que tampoco me van a desviar
ahora de mi cometido. Me vuelvo apresuradamente, aunque sospecho ya
que aquel frío repentino poco tiene que ver con las inclemencias de
la estación o con el estado de mis nervios. Allí abajo está la
mujer. En la esquina de enfrente. Parece resuelta, decidida,
dispuesta a cruzar la calle en dirección hacia donde me encuentro.
Sortea los coches como por milagro. Con el brazo alzado, siempre
hacia mí. El deterioro es patético. Los restos del traje verde
dejan su pecho al descubierto y, repentinamente, su forma de andar se
convierte en tambaleante, insegura, grotesca. ¿Qué es lo que me
pudo conducir a pensar que ese fantoche se parecía a Dina? Intento
fijarme mejor, me inclino aún más sobre el alféizar, distingo una
mancha verde en uno de los pies, sólo en uno, y enseguida comprendo
su ocasional cojera. El otro zapato ha quedado olvidado en el
bordillo de la acera. Pero nadie lo recoge, nadie lo aparta de un
puntapié, nadie tropieza, nadie, en fin, se compadece de esa pobre
desgraciada y la conduce a un asilo. La vida en las ciudades es
inhu-mana, cruel, despiadada... Aterida de frío cierro la ventana y
marco el número de Cesca. «Estoy muy cansada. Hágase cargo de todo
hasta mañana, por favor.» Y me voy a casa, acudo a un somnífero y,
por una vez, ni los vecinos del piso de arriba pueden impedir mi
sueño.
Todos los veintitrés
de diciembre el mismo rito. «Me siento muy cansada, Cesca. Mañana
no apareceré por la oficina.» Y cada veinticuatro las mismas
correrías, la misma búsqueda, el mismo deambular por comercios y
grandes almacenes con la lista completa de los empleados en la mano.
Es una costumbre de la empresa. Una ceremonia infantil cuyo primer
eslabón está en Cesca, en su fingida alarma ante mi supuesto
malestar, en el guiño de ojos que adivino desde el otro lado del
teléfono, en el «¿Qué será esta vez?» que voy detectando en
todo aquel con quien me cruzo en cuanto abandono el despacho, me
pongo el abrigo y dejo que el conserje me abra la puerta. El día
veintisiete, en su mesa, encontrarán un regalo. Un detalle personal,
un acierto inesperado tras el que se encuentran mis buenos oficios,
pero que todos sin excepción agradecerán a Eduardo, como si
supieran que en este juego de niños el más ilusionado es siempre
él, aunque se encuentre, como ahora, a miles de kilómetros o
ignore, como de costumbre, cuáles son sus gustos, sus necesidades,
sus aficiones. Recuerdo las gafas de Cesca, eternamente esquivas,
dispuestas a esconderse en cualquier rincón, a desplazarse a los
lugares más inverosímiles, y le compro una cadena de plata. Le
siguen el portero, el conserje, la mujer de la limpieza, el chico de
los recados, el jefe de personal, las nuevas administrativas... De
pronto me doy cuenta de que apenas si sé algo de ellas, pendiente
como he estado de tan sólo una de ellas. Y pienso en Dina. Me
pregunto si tal vez merecería un regalo mejor. Un detalle añadido
para hacerme perdonar mis abusos, el acoso al que la he tenido
sometida, el trato apremiante, injusto. Aunque ¿no conseguiría con
esto confundirla todavía más? Decido que las funciones de las cinco
chicas en la oficina son muy parecidas y todas van a recibir un
obsequio similar. Entro en perfumerías, almacenes, tiendas de
discos. En el bolso llevo las tarjetas con la firma de Eduardo y los
nombres de los empleados, es mejor colocarlas ya ahora, a medida que
voy comprando, para que no haya lugar a confusión alguna y dentro de
dos días todos puedan admirarse, sorprenderse, agradecer la atención
a Eduardo como si fuera la primera vez. Como cada año.
El frío de esta
tarde de diciembre es intenso pero a mí siempre me ha gustado el
frío de las tardes de diciembre. A pesar de la fecha, a pesar de la
luminosidad de los comercios, de los cantos navideños o de la
profusión de los árboles adornados, no hay demasiada gente en las
calles. Puedo así pasear, contemplar los escaparates con cierta
tranquilidad, con el mismo ánimo sereno con el que me he levantado
esta mañana. Pildoras para dormir. Ahí estaba el remedio. Un sueño
artificial que me ha repuesto de tantos días de agitación y
cansancio. Ahora empiezo a ver las cosas de otra manera. Eduardo se
excedió al dejarme por tres semanas al mando de la oficina. No estoy
capacitada ni poseo el temple necesario. Mis nervios estaban
destrozados, quién sabe qué desatinos hubiese podido cometer. Pero
ahora estoy contenta. Por primera vez en tantos días me siento
alegre y me sorprendo coreando un villancico que escupe un altavoz
cualquiera de un comercio cualquiera. Debo de parecer loca. Me pongo
a reír. Y entonces, con la recurrencia de una pesadilla, la veo otra
vez.
No tengo miedo ya ni
me siento cansada. Tan sólo harta, completamente harta. Voy a
seguirla, a mirarla de cerca, a convencerme de que no es más que una
desarrapada, a preguntarle si necesita ayuda. Ella abandona ahora la
avenida luminosa y se interna por un pasaje oscuro. Casi la alcanzo
de una corrida, luego me detengo, guardo prudentemente las distancias
y observo sus pasos. Camina descalza, deslizándose como un gato por
el empedrado. Su cabello parece una maraña de grillos. Su vestido
está hecho jirones. Ya no la llamo por su nombre porque ignoro cuál
es su nombre. De repente se detiene en seco, como si me aguardara. A
pesar de la oscuridad caigo en la cuenta de que no estamos en un
pasaje como había creído, sino en un callejón sin salida. Pero es
demasiado tarde para retroceder. La inercia de mi carrera me ha hecho
rozar su espalda. «Oiga», le digo. «Un momento, por favor.
Escuche.» Y entonces, mientras me descubro perpleja con un trozo de
seda verde en la mano, un tejido apolillado que se pulveriza al
contacto con mis dedos, ella se vuelve y sonríe. Pero no es una
sonrisa, sino una mueca. Un rictus terrible. Y sobre todo un aliento.
Una fetidez que me envuelve, me marea, me nubla los sentidos. Cuando
recupero el conocimiento estoy sola, apoyada contra un muro, con los
paquetes de las compras desparramados por el suelo. No me sorprende
que estén todavía allí. Los recojo uno a uno. Con cuidado, casi
con cariño. Ahora ya sé quién es esa mujer. Y vuelvo a pensar en
Dina. Pobre Dina Dachs. Encerrada en su despacho, regresando a su
piso, paseando por la calle. Porque Dina, se encuentre donde se
encuentre en estos momentos, ignora todavía que está muerta desde
hace mucho tiempo.
O tal vez pueda aún
impedirlo. Me olvido de los dictados de la razón, esa razón que se
ha revelado inútil y escucho por primera vez en mi vida una voz que
surge de algún lugar de mí misma. Dina, aunque tal vez no haya
muerto aún, está muerta. La mujer de verde es Dina muerta. He
asistido a su proceso de descomposición, a sus apariciones
imposibles en calles concurridas, en lunas de espejos, en callejones
sin salida. Pienso en espejismos de una playa cálida. Acaso no haya
ocurrido aún, pero va a ocurrir. Y a mí, por inexpugnables
designios del destino, me ha correspondido ser testigo de tan
extrañas secuencias. No me parece aventurado concluir que sólo yo
puedo hacer algo. Y no me siento asustada. Es extraño, pero no me
siento asustada, sino resuelta. Hago pues lo que suelo hacer cada
veinticuatro de diciembre. Dejar los regalos para el personal en la
garita del portero, comprobar que no se ha desprendido ninguna
tarjeta, recordarle la disposición exacta para dentro de dos días.
El portero, como siempre, me indica que no me preocupe, se despide de
mí, hace como si no supiera que uno de los paquetes le está
destinado, cierra la garita y se marcha a su casa. Pero yo no me he
ido. Es cierto que he salido a la calle y he avanzado unos pasos.
Pero en el quinto piso del edificio hay luz y yo sé quién está
allí, tecleando en la máquina, ordenando ficheros, cumpliendo con
esas horas extraordinarias a las que le han obligado mi ignorancia y
mi confusión. Abro con mi llave y llamo al ascensor. Al llegar al
quinto rellano dudo un instante. Pero no toco el timbre. Todas las
luces están apagadas salvo las de un despacho. He entrado con
sigilo, con cautela, porque por nada del mundo desearía asustarla.
Por eso golpeo con los nudillos y espero.
—¿Usted?
—pregunta Dina. Pero en realidad está pensando: «Usted. Usted
otra vez».
Dina lleva puesto el
abrigo y sobre su mesa aparecen montañas de papeles, de cartas, de
fichas, de carpetas. «Iba a irme ya», añade. Abre el bolso,
introduce un par de cartas, lo cierra con energía y después, como
yo sigo inmóvil junto a la puerta: «Le recuerdo que hoy es
Nochebuena».
Hago acopio de todas
mis fuerzas y le suplico que aguarde un instante. Que se siente. Que
me conceda unos minutos para lo que tengo que decirle. Dina me
obedece de mala gana. Con un suspiro de fastidio, de cansancio, de
asco. Sus dedos repiquetean sobre el tablero de la mesa.
—Dentro de un
cuarto de hora me esperan al otro lado de la ciudad. Le ruego que sea
breve.
No me molesta su
altanería. Nada de lo que haga o diga la pobre Dina puede
contrariarme ya. Sin embargo no encuentro las palabras. ¿Cómo
explicarle que no vale la pena que se apresure? ¿Cómo hacerle
entender que el tiempo, a veces, no se rige por los cómputos
habituales? Quizá todo sea un engaño. Vemos las cosas como nos han
enseñado a verlas. Su mesa de trabajo, por ejemplo... ¿Podemos
estar seguros de que es una mesa, con cuatro patas y un tablero?
¿Quién podría afirmar que dentro de un cuarto de hora estará ella
al otro lado de la ciudad? ¿Qué son quince minutos sino una
convención? Una forma de medir, encasillar, sujetar o dominar lo que
se nos escapa, lo que no comprendemos. Un ardid para tranquilizarnos,
para no formularnos demasiadas preguntas...
—Le agradecería
—interrumpe con visible fastidio— que intente ser más concreta,
por favor.
Pero no puedo. Le
digo que acabo de verla en la calle. «¿Otra vez?» Ahora me dirige
una media sonrisa burlona. «¿No será que está usted realmente
obsesionada?» De un momento a otro estallará, me obligará a
abandonar su despacho, amenazará con llamar a la policía. Por eso
debo darme prisa. Sí, la he visto. Hoy y también ayer, y el otro
día en el restaurante, y la primera vez en una calle populosa. Al
principio pensé que tenía algo contra mí, que me perseguía, que
me buscaba... Después, que no era ella, sino alguien que se le
parecía de forma asombrosa...
—¿Y al final?
Dina me mira al
borde de su paciencia. Insisto en que aguarde unos segundos más. Me
saco un guante. Me lo vuelvo a poner. De nuevo las palabras fallan.
No sé cómo avisarla. No sé cómo decirle que el proceso es
irreversible. Que hace apenas una hora, en el callejón, he visto la
mueca de la muerte en su boca sin labios, en su fetidez, en su carne
descompuesta. Sólo acierto a balbucear:
—Tenga mucho
cuidado, por favor. A lo mejor aún podemos evitarlo. O retrasarlo...
Retrasarlo al máximo.
Dina acaba de
ponerse en pie.
—Lo siento. Todo
lo que me está contando es muy interesante. Pero ahora debo irme.
Tal vez no tenga usted planes para esta noche, pero yo sí.
Dina me detesta. Me
aborrece o me toma por loca. No puedo hacer nada más que dejar que
las cosas sigan su curso. Me levanto también, convencida de la
inutilidad de cualquier explicación, de cualquier advertencia. Me
siento pequeña, insignificante y al tiempo pretenciosa, soberbia. He
querido cambiar las páginas del destino, pero el destino de esta
pobre chica está trazado.
—¿Por qué me
mira así, si puede saberse?
Dina está
indignada, erguida frente a mí, con el bolso colgado al hombro y las
llaves de la oficina tintineando en una de sus manos. Tal vez me haya
equivocado. Pero al colgarse el bolso con gesto enérgico el abrigo
de paño se ha entreabierto unos segundos y he visto lo que por nada
del mundo hubiera deseado ver.
—Lleva usted un
traje verde. Un traje verde de seda. Los ojos de Dina Dachs lanzan
llamas. —Le advierto que su posición en la casa no le da derecho
a... Ya no sé lo que dice. Hay algo en su voz, en su tono, que no
admite réplica.
—Deje ya de
observarme, de seguirme a todas horas, de mortificarme con su
presencia... No se crea que no me he dado cuenta.
Ahora habla
atropellada, compulsivamente.
—Si pretende algo
de mí no va a conseguirlo, y si se interesa por mi vestuario, aquí
lo tiene. Un traje de seda verde. Recién comprado. Espero que lo
apruebe.
Dina se ha quitado
enérgicamente el abrigo. Ahora es la misma mujer con la que me
encuentro continuamente en los últimos días. Sólo le falta un
detalle: un pequeño accesorio que debe de tener guardado en algún
lugar. La imagino en el ascensor colocándose el collar ante el
espejo. En el taxi. En el baño de la oficina.
—El bolso —le
digo—. Déjeme ver su bolso.
Ahora, por primera
vez, parece asustada. Intento lo imposible. Convencerla de que no
debe salir vestida así a la calle. Que todo lo que estoy haciendo es
por su bien. Pero las palabras no sirven, ahora, más que nunca, sé
que no sirven. Ignoro si enloquezco u obedezco la voz del destino.
Porque la zarandeo. Y ella se resiste. Aferrada a su bolso se resiste
e intenta hacerse con un cortaplumas. Está asustada, no atiende a
razones. Por eso yo, firmemente decidida, no tengo más remedio que
inmovilizarla, revelarle la terrible verdad, decirle gimiendo: «Está
usted muerta. ¿No lo comprende aún? ¡Está muerta!». Pero Dina no
ofrece ya resistencia. Sus ojos me miran redondeados por el espanto y
su cuerpo se desliza junto al mío hasta caer al suelo, impotente,
aterrorizada. No tengo tiempo que perder y le arrebato el bolso.
Busco con ansiedad un estuche, un paquete, el collar sin el cual es
posible que nada de lo previsto suceda. Sólo encuentro papeles.
Papeles que no me importan, que paso por alto, que arrojo lejos de
mí. Papeles de los que, sin embargo, dos días después, conoceré,
al igual que el resto de la oficina, su contenido exacto.
Y entonces Cesca
cabeceará con tristeza. Y oiré rumores, pasos, sentiré frío. La
factura de la luz, un bloc de notas, una carta... Querido Eduardo...
Palabras que recuerdo bien porque son de Dina. No deja de observarme,
de seguirme a todas horas, de mortificarme con su presencia... Y
otras que reconozco aún más porque son mías, aunque la carta lleve
la firma de Dina Dachs y yo no me haya atrevido jamás a formularlas
por escrito. Pienso en el Trastevere. En nuestro piso en el
Trastevere, en los días que faltan para que nos encontremos en
Roma... Recuerdos que no recuerdo. Nunca olvidaré la primera noche,
en el hotel frente al mar... Frases absurdas, ridiculas, obscenas.
Promesas de amor entremezcladas con ruidos de pasos, llaves, puertas
que se abren, que se cierran, los vecinos del piso de arriba
arrastrando muebles, un hombre con bata blanca diciéndome: «Está
usted agotada. Serénese». Y, sobre todo, Cesca. La mirada compasiva
de Cesca.
Pero esto no
ocurrirá hasta dentro de dos días. Ahora estoy de rodillas,
resuelta a evitar lo inevitable, con el bolso vacío en la mano y
rodeada de papeles que no tengo el menor interés en leer, que aparto
con rabia de un manotazo. Recuerdo: «Un cuarto de hora, al otro lado
de la ciudad». Y entonces se me hace la luz. Es como si estuviera
allí, en una fiesta, una reunión, las doce de la noche y el
intercambio de regalos. Pero Dina no llegará a aceptar el obsequio
fatídico. He logrado asustarla, prevenirla. «Lo he impedido»,
digo. Y miro mis manos enguantadas. Aún temblorosas, aún poseídas
por una fuerza de la que nunca me hubiera creído capaz. Y luego a
Dina, en el suelo, con los mismos ojos desorbitados por el terror,
por el espanto, por lo que ella ha debido de creer la visión de la
locura. Pero Dina está inmóvil. Vestida de verde. Traje verde,
zapatos verdes... Y sólo ahora, incorporándome despacio, observo un
cerco amoratado en torno a su garganta y comprendo con frialdad que
no le falta nada. «Todavía es pronto», digo en voz alta a pesar de
que nadie pueda escucharme. «Pero mañana, pasado mañana, será un
collar violeta.»
Con Ágatha en Estambul. 1994.
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