La tortura es pura física.
La
resultando de golpear un cuerpo femenino de 56 kilogramos de peso un
número N de veces contra una pared, es una cantidad de hematomas
inferior o igual al número de veces que se despertará llorando el
resto de su vida, ya bien entrada la noche.
La
oscilación de un peso de 7 kilogramos colgado de los testículos de
un hombre adulto, produce una sensación de dolor directamente
proporcional a la sensación de pérdida que experimentaron sus hijos
la mañana que supieron por su madre que había sido detenido, y no
fueron al colegio.
La
cabeza de un interrogado al ser sumergida en una bañera desaloja un
volumen de agua idéntico al miedo que le impedirá volver a coger el
teléfono cuando suene en casa de madrugada, pero siempre inferior al
que experimentará cada vez que sienta acercarse los pasos de un
extraño a su espalda.
Una
descarga eléctrica de 300 voltios, aplicada a intervalos de 3
minutos sobre los pezones de una mujer desnuda e indefensa, genera
una desconfianza en el otro que ninguna declaración de derechos
humanos conseguirá paliar jamás.
Si
el cuerpo de un hombre joven es arrojado al mar desde un avión que
vuela a una altura de 1.300 pies en dirección al Este, y las
condiciones de visibilidad son buenas, ¿cómo recuperar entonces la
fe en el hombre? ¿Cómo volver a mirar a la cara a los perros?
Aquí yacen dragones. 2013.
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