Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago,
descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en
el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y
trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el
mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el
túmulo.
Bien sabía que no
estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le
impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía –como se percibe
entre sueños– lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla.
Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos
en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la
iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor
espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí
los cirios…, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho
el escapulario de la Merced.
Incorporada ya, la
alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es
vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al
amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce
hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora
la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a
llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el
síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la
rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar,
pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer
en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave
creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes
quejumbres de ánimas en pena… Tenía otro recurso: salir por la
capilla del Cristo.
Era suya: pertenecía
a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica
lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la
Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de
los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda,
afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó
desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que
encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres,
el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se
descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que
abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a
estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de
Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los
Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió,
empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.
Diez pasos hasta su
morada… El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma.
Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que
pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa,
en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme… Al tercero,
se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su
recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de
Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:
–¿Quién? ¿Quién
llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?
–Abre, Pedralvar,
por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!…
¡Abre presto!…
–Váyase
enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!…
–Soy doña
Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?
Un reniego,
enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir,
Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos
aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del
escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un
espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon
taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado
portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la
boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro
de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había
encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y
mirándola de hito en hito…
Pasado algún
tiempo, recordaba Dorotea –ya vestida de acuchillado terciopelo
genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de
almohadones, al pie del ventanal–, que también Enrique de Guevara,
su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de
gozo el chillido, sino de espanto… De espanto, sí; la resucitada
no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años;
don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron
a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido,
más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban…
¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa
felicidad! Cierto que días después se celebró una función
solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso
convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los
Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por
el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la
madre… Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del
ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.
Desde su vuelta al
palacio, disimuladamente, todos le huían. Dijérase que el soplo
frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor
de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los
servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos
pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino,
los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que
comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de
ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan…
Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles
rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su
vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y
a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas
figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en
el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que
se huye de una maldita aparición…
Por su parte, el
esposo –guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía
maravilla–, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la
cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas,
mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño
pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se
transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía
la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho
húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a
su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don
Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y
dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas
del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y
lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro,
ya invadido por rachas de demencia.
–De donde tú has
vuelto no se vuelve…
Y tomó bien sus
precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que
nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de
llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo
herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en
poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser
vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la
portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el
sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta,
alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa
puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con
el pie…
Imagen: cuadro de Joaquin Vaamonde.
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