Hay montones de chicas como Mildred, sin hogar, pero nunca sin techo…
Generalmente, el techo de una habitación de hotel; a veces, el de un
apartamento de soltero; el de la cabina de un yate, si hay suerte, o
el de una tienda de campaña o una caravana. Estas chicas son objetos
de cama, el tipo de cosa que se compra, como una botella de agua
caliente, una plancha de viaje, un cepillo eléctrico para los
zapatos o cualquier otro lujo. Saber cocinar un poco es una ventaja
para ellas, pero, ciertamente, no es necesario que hablen, en ningún
idioma. Son también intercambiables, como las monedas de libre
circulación o los cupones de respuesta postal internacionales. Su
valor sube y baja, dependiendo de su edad y de su propietario actual.
Mildred consideraba
que no era una vida desagradable, y si la hubiesen entrevistado,
habría contestado con toda sinceridad: «Es interesante.» Mildred
nunca se reía, y únicamente sonreía cuando pensaba que debía ser
educada. Medía un metro sesenta y siete, era más bien rubia,
bastante esbelta, y tenía una cara agradable e inexpresiva con
grandes ojos azules siempre muy abiertos. Más que andar se
escabullía, con los hombros encogidos y las caderas un poco hacia
adelante; la forma de andar de las modelos, según había leído en
algún sitio. Esto le daba un aire lánguido y pacífico, caminando
parecía una sonámbula. En la cama era un poco más vivaz, y este
dato pasaba de boca en boca o, entre hombres que no hablaban el mismo
idioma, se transmitía por medio de gestos y sonrisitas. Mildred
conocía su trabajo y hay que reconocer que se dedicaba a él
diligentemente.
Estuvo dando tumbos
en la escuela hasta los catorce años, cuando todo el mundo,
incluidos sus padres, juzgaron que no tenía sentido que continuara.
Se casaría pronto, pensaron sus padres. Pero Mildred se escapó de
casa o, más bien, se la llevó un vendedor de coches cuando apenas
tenía quince años. Bajo la dirección del vendedor, escribió
cartas tranquilizadoras a su casa, diciendo que trabajaba como
camarera en una ciudad cercana y que vivía en un apartamento con
otras dos chicas.
A los dieciocho,
Mildred ya había estado en Capri, México, París, y hasta en Japón,
y varias veces en Brasil, donde los hombres la abandonaban
generalmente, ya que a menudo iban huyendo de algo. Había sido el
segundo premio, por así decirlo, de un presidente electo
norteamericano la noche de su victoria. En Londres había sido
prestada durante dos días a un jeque árabe, el cual la recompensó
con una copa de oro bastante rara, que ella perdió más tarde; no es
que le gustara la copa, pero debía valer una fortuna, y con
frecuencia lamentaba su pérdida. Si alguna vez deseaba cambiar de
hombre, no tenía más que ir sola a un bar de lujo en Río o en
cualquier ciudad y ligarse a otro que estaría encantado de incluirla
en su cuenta de gastos, y así volvía a Estados Unidos, o a
Alemania, o a Suecia. A Mildred la tenía sin cuidado el país en que
estaba.
Una vez la olvidaron
en la mesa de un restaurante, del mismo modo que se deja un
encendedor. Míldred se dio cuenta, pero Herb tardó unos treinta
minutos que resultaron ligeramente inquietantes para Mildred, aunque
ella nunca se preocupaba de verdad por nada. Pero se volvió al
hombre que estaba sentado junto a ella —era una comida de negocios,
cuatro hombres y cuatro chicas— y le dijo:
—Pensé que Herb
había ido solamente al servicio…
—¿Qué? —dijo
el hombre robusto, que era norteamericano—. Oh. Volverá. Hemos
tenido que discutir asuntos desagradables. Herb está disgustado.
El norteamericano
sonrió comprensivo. Tenía a su chica al otro lado, una a la que se
había ligado la noche anterior. Las chicas no habían abierto la
boca, excepto para comer.
Herb volvió y
recogió a Mildred, y se fueron al hotel. Herb estaba absolutamente
sombrío porque había llevado la peor parte en el trato. Esa tarde
los abrazos de Mildred no consiguieron levantar el ánimo ni el
orgullo de Herb, y esa noche la cambió por otra. El nuevo guardián
de Mildred era Stanley, de unos treinta y cinco años y regordete,
como Herb. El intercambio tuvo lugar a la hora del aperitivo,
mientras Mildred sorbía con una pajita un alexander, como de
costumbre. Herb se llevó a la chica de Stanley, una estúpida rubia
con el pelo artificialmente rizado. El rubio también era artificial,
aunque un buen trabajo, observó Mildred, que era una experta en
cuestiones de maquillaje y peinados. Mildred regresó fugazmente al
hotel para hacer la maleta, y luego pasó la noche con Stanley. Este
apenas le dirigió la palabra, pero sonrió mucho e hizo muchas
llamadas telefónicas. Esto sucedía en Des Moines.
Con Stanley, Mildred
fue a Chicago, donde él tenía un pequeño apartamento en propiedad,
más una esposa que vivía en una casa en algún sitio, según le
dijo. A Mildred no le preocupaba la esposa. Solamente una vez en su
vida había tenido que enfrentarse con una esposa difícil que entró
violentamente en un apartamento. Mildred blandió un cuchillo de
trinchar y la esposa huyó. Generalmente las esposas se quedaban sin
habla, luego la miraban con desprecio y se marchaban, evidentemente
con la intención de vengarse de sus maridos. Stanley estaba fuera
todo el día y no le dejaba mucho dinero, lo cual era un fastidio.
Mildred no pensaba quedarse mucho tiempo con él, si podía
remediarlo. Ella había abierto una vez una cuenta de ahorros en un
banco en alguna parte, pero había perdido la cartilla y olvidado el
nombre de la ciudad donde estaba el banco.
Pero antes de que
Mildred pudiera hacer una hábil maniobra para apartarse de Stanley,
se encontró traspasada. Esto fue un golpe para ella. Un economista
hubiese sacado conclusiones sobre la moneda que se da, y también las
sacó Mildred. Comprendió que Stanley salió ganando un poco en el
trato que hizo con el hombre llamado Louis, a quien le dio a Mildred,
y sin embargo…
Solo tenía
veintitrés años. Pero Mildred sabía que esa era la edad peligrosa
y que más le valía jugar sus cartas con cuidado de ahora en
adelante. Dieciocho era la edad cumbre, y ella la superaba en cinco
años. ¿Y qué había conseguido en ese tiempo? Un brazalete de
diamantes que los hombres miraban con codicia y que había tenido que
desempeñar dos veces con ayuda de algún nuevo hijo de puta. Un
abrigo de visón, la misma historia. Una maleta con un par de
vestidos buenos. ¿Qué es lo que quería? Pues quería continuar con
la misma vida pero con una sensación de mayor seguridad. ¿Qué
haría si se encontrara realmente entre la espada y la pared? ¿Si le
dieran la patada, en vez de traspasarla, y tuviese que irse a un bar
y aun así no pudiera conseguir más que un ligue de una noche?
Bueno, tenía algunas direcciones de antiguos amigos y siempre podía
escribirles y amenazarles con hablar de ellos en sus memorias,
diciendo que un editor estaba interesado en ellas. Pero Mildred había
hablado con chicas de veinticinco años o más que habían amenazado
con escribir memorias si no les pasaban una pensión vitalicia, y
solo sabía de una que lo hubiese logrado. Generalmente, decían las
chicas, lo único que sacaban era que se riesen de ellas, o un
«Adelante, escríbelas», en vez de dinero.
Por lo tanto,
durante unos días, Mildred sacó todo el partido posible a su
estancia con el gordo y viejo Louis.
Él tenía un bonito
gato atigrado con el que Míldred se encariñó, pero lo más
aburrido era que el apartamento tenía una sola habitación y
cocinita y era lóbrego. Louis tenía buen carácter, pero era
tacaño. A Mildred también le resultaba incómodo tener que salir a
escondidas cuando iban a cenar fuera (lo cual sucedía raras veces,
porque Louis esperaba de ella que cocinara y además hiciera un poco
de limpieza), y que Louis le pidiera que se ocultara en la cocinita
sin hacer el menor ruido cuando recibía gente para hablar de
negocios. Louis vendía pianos al por mayor. Mildred ensayaba el
discurso que iba a hacerle pronto: «Espero que comprendas que no
tienes ningún poder sobre mí, Louis… Yo soy una chica que no está
acostumbrada a trabajar, ni siquiera en la cama…»
Pero antes de que
tuviese la oportunidad de soltarle su discurso, que hubiera sido
fundamentalmente una petición de más dinero, porque sabía que
Louis tenía mucho bien guardado, una noche fue regalada a un joven
vendedor. Después de que todos hubieran terminado de cenar en un
restaurante de carretera, Louis dijo sencillamente:
—Dave, ¿por qué
no te llevas a Mildred a tu casa para tomar una copa? Yo tengo que
acostarme temprano —y le hizo un guiño.
Dave sonrió,
radiante. Era bastante guapo, pero vivía en una caravana. ¡Dios
mío! Mildred no tenía intención de convertirse en una gitana,
darse baños de esponja y soportar retretes portátiles. Estaba
acostumbrada a buenos hoteles con servicio de habitación día y
noche. Puede que Dave fuera joven y ardiente, pero eso a Mildred le
importaba un bledo. Los hombres decían que las mujeres eran todas
iguales, pero en su opinión, era aún más cierto que todos los
hombres eran iguales. Todos querían la misma cosa. Las mujeres por
lo menos querían abrigos de pieles, buenos perfumes, unas vacaciones
en las Bahamas, un crucero por alguna parte, joyas, en fin, un montón
de cosas.
Una noche cuando
estaba con Dave en una cena de negocios (era distribuidor de pianos,
aunque Mildred nunca había visto un piano en la caravana), Mildred
conoció a un tal Mr. Zupp, a quien llamaban Sam, que había invitado
a Dave a un restaurante de lujo. Inspirada por tres alexanders,
Mildred coqueteó descaradamente con Sam, el cual no dejó de
responder por debajo de la mesa, y Mildred anunció sencillamente que
se marchaba con Sam. Dave se quedó con la boca abierta y empezó a
hacer una escena, pero Sam —mayor y más seguro de sí mismo—,
muy diplomáticamente, le insinuó que habría un escándalo si
llegaban a las manos, y Dave se achantó.
Esto supuso un gran
ascenso. Sam y Mildred volaron a París en seguida, luego a Hamburgo.
Mildred se compró ropa nueva. Las habitaciones de los hoteles eran
magníficas. Mildred nunca sabía de un día para otro en qué ciudad
estarían.
Este sí que era un
hombre cuyas memorias valdrían dinero, si ella lograse saber a qué
se dedicaba. Pero cuando hablaba por teléfono lo hacía en código,
o en yiddish, o en ruso, o en árabe. Mildred nunca había oído unos
idiomas tan desconcertantes y nunca conseguía averiguar qué era
exactamente lo que vendía. La gente tenía que vender algo, ¿no? O
comprar algo, y si compraban algo tenía que haber una fuente de
dinero, ¿no? Así que, ¿cuál era la fuente de dinero? Algo le
decía a Mildred que pronto sería su hora de retirarse. Sam Zupp
parecía haber sido enviado por la Providencia. Se puso a trabajarle,
intentando ser útil.
—No me importaría
sentar la cabeza —dijo.
—Yo no soy de los
que se casan —respondió él con una sonrisa.
No era eso lo que
ella quería decir. Ella quería decir un dinerito para el porvenir,
y luego él podía decir adiós, si lo deseaba. Pero ¿no harían
falta unos cuantos dineritos para reunir un dinero considerable?
¿Tendría que pasar de nuevo por todo esto con futuros Sam Zupp? La
mente de Mildred se tambaleó a causa del esfuerzo de contemplar un
futuro tan lejano, pero no parecía haber duda de que debería
aprovecharse de Mr. Zupp, por lo menos ahora que lo tenía.
Estas ideas, o
planes, frágiles como telas de araña rotas, fueron barridas por los
acontecimientos de los días siguientes a la mencionada conversación.
Repentinamente Sam
Zupp tenía que huir. Durante unos días volaron en asientos
separados, para que pareciera que no viajaban juntos. En una ocasión
oyeron las sirenas de la policía tras ellos, cuando el coche con
chofer alquilado por Sam ascendía a toda carrera por una carretera
alpina que conducía a Ginebra. O puede que a Zurich. Mildred estaba
en su elemento, asistiendo a Sam con pañuelos mojados en agua de
colonia, sacando de su bolso un sándwich de jamón cuando él tenía
hambre o una petaca de coñac si tenía palpitaciones. Mildred se
veía como una de las heroínas que había visto en las películas
—buenas películas— de hombres que huían con sus chicas de la
espantosa e injustamente bien armada policía.
Sus fantasías de
aventuras románticas fueron breves. Debió ser en Holanda —la
mitad del tiempo, Mildred no sabía dónde estaba—, cuando el coche
conducido por el chofer se detuvo de pronto con un chirrido de frenos
exactamente como en las películas, y entre el chofer y Sam
envolvieron a Mildred como a una momia en una rígida y pesada lona y
la ataron con cuerdas. Luego la arrojaron a un canal y se ahogó.
Nadie volvió a
saber nada de Mildred. Nadie la encontró nunca. Si la hubiesen
encontrado no hubiese habido medios de identificación inmediata,
porque Sam llevaba su pasaporte y su bolso había quedado en el
coche. La habían tirado como se tira un encendedor irrellenable
cuando está agotado, como un libro de bolsillo que ya se ha leído y
que se convierte en exceso de equipaje. Nadie se preocupó por la
ausencia de Mildred. La veintena aproximada de personas que la
conocían y la recordaban, también ellas repartidas por el mundo,
pensaron simplemente que vivía en otro país o en otra ciudad. Un
día, suponían, aparecería por algún bar, o en el vestíbulo de
algún hotel. Pronto la olvidaron.
Pequeños cuentos misóginos. 1975.
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