Me llamo Antonio Ventura y soy alcohólico.Ése era el ritual de
presentación en la Unidad de Ayuda y Autoestima de Monelos. Todos
habíamos dicho aquella frase como quien suelta un tapón de corcho
atascado en la garganta. El tapón rodaba por una ruleta invisible e
iba dando turno en la rueda del grupo. Pero durante varios días
sentías vértigo y, cabizbajo, posabas los ojos de plomo en el eje,
en el justo centro del círculo, rogando a Dios que la rueda no
girara en tu dirección. Levantar la mirada, ir descubriendo a los
otros, decía el psicólogo, era subir un primer escalón en la
vuelta a la vida. A mi me costó mucho, muchísimo trabajo levantar
la mirada, quizás porque no tenía ninguna interés en hacer esa
ruta. Me daba más miedo la gente que la bebida. Lo que pasaba es que
había llegado a un punto en que la bebida me hacía ver cucarachas
en todas partes, en las sábanas de la cama, en el poso del café y
en las hendiduras de las uñas. Y bien sabe el demonio que tengo
mucho más miedo a las cucarachas que a la gente.
Antonio Ventura no
miró hacia abajo. Dijo que era alcohólico con la resuelta
naturalidad de quien se declara dueño de una bodega o de una
destilería. Más aún como quien dice que es católico. Lo miramos
con desconcierto y prevención, convencidos todos de que en efecto
estaba borracho. Pero no. En realidad, nunca entendí muy bien qué
rayos hacía Antonio Ventura en la Unidad de Ayuda y Autoestima,
antes llamada Asociación de Ex Alcohólicos. Si yo fuera un tipo
sano, si yo fuera como Dios manda, si yo volviera a nacer, me
gustaría ser Antonio Ventura.
En las sesiones de
terapia, cuando nos tocaba la vez, la mayoría de nosotros sufría
para vencer la vergüenza. Yo retorcía las manos sin querer, y los
dedos se enroscaban dolorosamente como si fueran nidos de serpientes
heridos por la luz. Tenía un estropajo en la lengua y balbuceaba
cosas que me arañaban los labios. Enfrente, Ventura deletreaba mis
palabras con ansia. Permanecía alerta, ayudando con los ojos, a la
manera de un interprete de sordomudos. Y cuando le tocaba a él
hablar en la sesión de terapia, parecía que el mundo dejaba de ser
un caos. La vida, en aquel preciso momento, tenia sentido. Y yo
sentía sed. Sed de agua.
Un día tocó hablar
del llorar. El llorar es bueno,
dijo el psicólogo.
La ruleta,
felizmente, fue a detenerse en la dirección de Ventura.
Hay muchas clases de
llorar, dijo. Pero la primera vez que oí llorar, llorar de verdad,
la primera vez que dije esto es el llorar fue cuando lloró Charo
A’Rubia en el cine Rex. Ponían Capitanes intrépidos, una
película en la que trabaja Spencer Tracy, que también hizo de
Thomas Alva Edison, el que inventó la luz. Mucho me gustaba a mí
Spencer Tracy cuando inventaba la luz. Bien, pues en la película
ésta de Capitanes intrépidos el Spencer Tracy hacía de
pescador en Terranova. Era la historia de un niño hijo de un padre
muy rico que va en un barco que tiene un naufragio y es rescatado por
un bacaladero. En aquel tiempo no era como hoy, no había manera de
enviar un aviso ni los pescadores podían volver de vació por muy
niño rico que fuera el náufrago. Así que el niño rico tuvo que
hacer la marea. Era un auténtico repugnante, el niño rico. No
quería echar una mano y amenazaba con las represalias de su padre
cuando volvieran a puerto, todo por hacerle limpiar la cubierta o
mondar unas patatas. La pesca no se daba bien y algunos hombres
empezaron a murmurar que la culpa era del mocoso, que había traído
una maldición. Y ahí entra Spencer Tracy, que en la película se
llamaba Manuel y era portugués. Pues bien, el Manuel, poco a poco,
va haciendo entender al chaval. Con pocas palabras, le descubre un
mundo desconocido. El verdadero sentido del valor y del trabajo.
Aquellos hombres, rudos y sin estudios, reaparecen a los ojos del
niño como héroes. Manuel era para él una especie de Ulises que
pescaba bacalao y al tiempo la figura del padre que no había tenido,
alguien que le enseñaba a luchar en la vida codo a codo. Tener,
tenía padre en tierra, pero no era un Ulises sino un Señor Dólar.
El muchacho deja de ser un intruso caprichoso y pasa a ser un cho, el
niño del barco. Y el pescado viene a manos llenas.
Yo también era un
niño cuando vi aquella película, dijo Antonio. Mucho más pequeño
que el de la película. Me colgaban los pies en la butaca. Lo
recuerdo todo como si fuera hoy. Era la tarde de un domingo de
febrero, uno de esos días agripados, de luz enferma, que empalmaban
una noche con la otra. El mar golpeaba en el espigón queriéndose
echar fuera, con la furia de un garañón coceando las tablas de un
corral. Yo tenía un abriguito de cheviot con los bolsillos muy
hondos y, camino al cine, no sacaba las manos, bien apretadas las
monedas de real, por miedo a que me las llevara el viento del norte
como dos petirrojos.
Y allí estábamos
todos ahora metidos en la oscuridad del cine Rex, encogidos en las
butacas, con las llamas de la pantalla lamiéndonos la cara. El
pescador Manuel tocaba una sanfoña y le cantaba al niño rico con un
cariño que nos daba envidia.
¡Ay mi pescadito
deja de llorar!
¡Ay mi pescadito
no llores ya más!
Y fue entonces
cuando lloró Charo A’Ribia.
Era al principio un
llorar manso que se confundía con la sanfoña. Me di cuenta porque
ella estaba muy cerca, justo a mi lado. Cogió un pañuelo blanco y
trató de contenerse tapando los ojos. Pero el llanto iba a más,
hasta que los sollozos desbordados ocuparon todo el cine como si
hubieran salido de la misma pantalla. Las cabezas giraron hacia ella
pero volvieron a su sitio. Los mayores llevaron el índice a sus
labios para acallar las preguntas inquietantes de los niños. Lloraba
Charo A’Rubia y hasta pareció que Spencer Tracy dejaba la sanfoña
para mirar con pena nostálgica hacia el patio de butacas. Recuerdo
estremecido aquel llanto, el mar de lágrimas cayendo sin consuelo,
salpicando mi abrigo de cheviot.
El marido de Charo
A’Rubia había muerto dos años antes en Terranova. Todo lo que
recuerdo de él es que tenía unas manos enormes con cicatrices en
las yemas de los dedos. Me llamaron mucho la atención porque yo
había visto esas manos ofreciéndoseme a modo de cuenco lleno de
caramelos. Más tarde me contaron que él mismo se había hecho
aquellas heridas, abriendo a navaja la carne para que con la sangre
caliente no se le helaran las manos un día de frió polar en
Terranova.
Charo A’Rubia era
mi madre, dijo Antonio Ventura. Fue la primera vez que lo vi
cabizbajo en la sesión de terapia de grupo, como si hubiera soltado
de la garganta un maldito tapón de botella.
Ella, maldita alma, 1999.
Fotograma: Capitanes intrépidos. Víctor Fleming, 1937.
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