De los pibes del barrio, el Uru, y eso que era más bueno que el pan.
Estoy hablando de Pompeya, donde tenías que ser guapo te gustara o
no. Vivía a la vuelta de mi casa, en Mom y Luppi, al fondo de un
conventillo con gallinero. Morochazo, flaco, pelo de virulana. Su
gracia era imitar el caminar de los gallos: ponía el cuerpo rígido,
sacaba el culo afuera y andaba moviendo el cogote de atrás hacia
delante. Un plato, le juro.
Al principio lo
cargábamos porque decía “vó” al terminar una frase o porque
contaba que había nacido en el Cerro y a todos nos daba risa. ¿Qué
cerro podía tener Uruguay si era un país más chato que una sartén?
Él no se enojaba nunca, pero a lo mejor por eso hablaba poco: para
no caer en la tentación de tener que pelearse con sus amigos por
pavadas. La primera vez que se cagó a trompadas a morir –esa
primera vez que disparó la leyenda que usted viene a buscar– fue
en la primaria. Íbamos al Genaro Sisto, de Tilcara, una escuelita de
las de antes, en la que se mezclaba el hijo bien del doctor con el
hijo reo del botellero. En quinto llegó un pibe nuevo: repetidor,
trece años, un mastodonte al que los bigotes le asomaban como
cardos. Nos miraba desde arriba con desprecio, igual que se mira a
una hormiga dos segundos antes del pisotón. Ceiba, se llamaba, venía
de Villa Diamante, y, apenas lo vi, enseguida supe que con alguien se
la iba a agarrar. Rogué que no fuera conmigo, porque contra él no
tenía chances y eso que yo no era ningún nene de mamá.
Ceiba eligió al
Uru. Por el nombre saltó la cosa. El Uru se llamaba Washington,
Washington Maldonado; raro acá, donde todos éramos Rubén, Luis o
Juan Carlos, pero –usted sabe– bastante común al otro lado del
río. Cada vez que la maestra tomaba lista y llegaba al Uru, Ceiba
largaba una risotada o le hacía el eco con voz finita:
Wayintón-tón-tón. Mi amigo, nada, como si no lo escuchara, pero yo
me daba cuenta –porque lo conocía bien– que la cargada le
revolvía las tripas. La situación se mantuvo así, digamos tensa,
hasta que un sábado fuimos todos los del grado a jugar un picado en
la Canchita de la Viuda. El Uru no era un crack, pero corría mucho y
jamás escatimaba suela, lo que de cualquier manera lo volvía un
jugador muy valorado por nosotros. Ceiba dijo de hacer un pan y queso
con él. No fue casualidad, estoy seguro: quiso garantizarse que lo
iba a tener de rival. Yo, que a bicho no me gana nadie, me avivé
enseguida de que ellos estaban jugando un partido aparte. Había que
ver cómo levantaban polvareda cada vez que trababan una pelota, los
manotazos, las piernitas arriba, la furia que parecía nacerles en
los músculos del cuello y, de ahí, en tobogán directo a los pies.
El quilombo se armó en una que Ceiba se iba solo para el gol y el
Uru lo barrió desde atrás y lo hizo caer de trompa. El mastodonte
se levantó masticando tierra y lo miró, yo diría que contento,
porque al fin había encontrado la excusa que buscaba: “¿Querés
que te haga mierda, Wayintón-tón-tón?”. Se trenzaron como perros
rabiosos. Ceiba tenía más físico y era muy fuerte, pero no sabía
pegar: tiraba mamporros demasiado abiertos que agarraban al Uru en
las sienes y lo sacudían entero, pero sin llegar a ponerlo fuera de
combate. Por el contrario, aun boleado y con las orejas coloradas de
los golpes, el Uru no retrocedía y cada tanto acertaba un piñazo
seco. Ceiba jamás debió de haber imaginado semejante resistencia y
por eso cambió de táctica: se le fue encima, lo agarró de la
cabeza y rodaron por el piso. Pensé lo peor. Así, cuerpo a cuerpo,
la bestia podía ahogarlo, partirle el cuello, no sé, cualquier
barbaridad. Sin embargo, no me pregunte cómo, es el día de hoy que
no me lo explico, el Uru se le escurrió de entre los brazos y lo
sirvió con un derechazo al mentón justo cuando el otro se estaba
levantando. Ceiba se desplomó boca abajo. Su sangre oscureció la
tierra seca. Nosotros largamos un rugido de alegría, de miedo
liberado, de orgullo de barrio. El Uru celebró la victoria bailando
el pasito del gallo en torno al cuerpo desmayado de su enemigo.
Mi viejo, que no
tenía estudio ni era sabio de la vida aunque a veces la embocaba,
decía que el pagaré del destino se firma de pantalón corto. Nunca
entendí muy bien a qué se refería, pero hoy, ya grande, a la luz
de los hechos, veo que no se equivocaba. Ese año, el de la pelea con
Ceiba, la maestra nos pidió que eligiéramos un personaje de la
historia al que nos gustara parecernos y que al día siguiente
lleváramos algo que representara sus virtudes. Nadie se rompió
demasiado: todos decían el nombre de un prócer (San Martín,
Belgrano) y pelaban una Billiken con dibujitos de sus hazañas. El
despelote lo armé yo cuando dije “Juan Domingo Perón” y saqué
el ejemplar de “Las veinte verdades peronistas” que mi viejo
guardaba debajo de una tabla floja del dormitorio. Eran tiempos en
los que mentar al general estaba prohibido y si no me expulsaron fue
porque el director de la escuela resultó ser de los nuestros. Aunque
lo importante en esta anécdota, y disculpe si me fui por las ramas,
es lo que dijo el Uru. Se puso serio y soltó: “Dogomar Martínez”.
“¿Dogoqué?”, lo apuró la maestra, sorprendida. “Dogomar
Martínez, el campeón uruguayo que le aguantó diez rounds a Archie
Moore en el Luna Park. Mire, salió en El Gráfico”. Se salvó de
una mala nota porque enseguidita me tocó a mí y el escándalo por
Perón tapó todo. Lo que queda claro, igual, es que ya le
revoloteaba esa idea desgraciada por la cabeza: la del aguante, la
del coraje heroico.
Ahora viene un bache
de muchos años. Si le interesa esa parte, a lo mejor le conviene
irse hasta Montevideo. Porque el Uru regresó al Cerro con la familia
después de terminar la primaria. Una sola vez me escribió desde
allá, por vago, seguro, igual que yo, que tardé un montón en
responderle y lo único que se me ocurrió contarle era algo que
todos sabían: que Perón había vuelto. Perón volvió, murió,
agarró la turra ésa, volvieron los milicos asesinos y los que
murieron después, como siempre, fueron los peronistas. En mi
memoria, y en la de los pibes del barrio, el Uru empezó a
desteñirse, lo fueron comiendo sus ausencias: no debutó con
nosotros en los puteríos de la isla Maciel, ni estuvo en el velorio
del general, ni sintió el miedo helado de ver un Falcon sin chapa
estacionado en la esquina. Él quedó atrapado en nuestra infancia,
esa infancia que hoy vemos de otra manera, lógicamente, pero que
cuando sos adolescente y te querés morfar el mundo ni te das vuelta
a mirarla.
Nos enteramos por
los diarios. Ese sábado, en el Luna, peleaba el campeón mundial de
los welter, el invicto yanqui Teddy Benson que andaba de gira por
acá, contra una promesa uruguaya, Washington Maldonado, quince
victorias consecutivas, ocho por nocaut. A diez rounds, sin el título
en juego. ¿El Uru? ¡El Uru! ¡El Uru y la puta que lo parió! Nos
agarró una alegría que usted no sabe, como si la hubiéramos tenido
enterrada. Alguno averiguó que llegaba el viernes y que iba a parar
en el hotel Roma, y ese día nos fuimos en patota a saludarlo. Estaba
igual. Más alto, claro, más musculoso, espalda ancha, brazos
largos, pero la sonrisa de bueno no se le había borrado. Nos recibió
con un abrazo para triturar columnas y después se quedó callado,
mirándonos. Creo que trataba de convencerse de que los que estábamos
ahí frente a él no éramos impostores sino sus amigos de siempre,
los pibes bravos de Pompeya, ahora con barba y pelo largo. “¿Y
Ceiba?”, preguntó por fin. “Todavía está escupiendo tierra de
la Canchita de la Viuda”, respondí yo y nos cagamos todos de risa.
El Uru se portó bárbaro: pagó la cerveza y nos consiguió entradas
para el ring side. Volvimos al barrio con la idea de que al negro ese
se lo iba a comer crudo.
Si usted me pregunta
si estábamos nerviosos, si teníamos miedo, le digo que no. Benson
era muy bueno, pero el Uru era de los nuestros: sangre charrúa,
pompeyana y peronista, ¿cómo no le íbamos a tener fe? Me dicen que
de la pelea no quedaron filmaciones y es una lástima. Ojalá llegue
el día en que inventen el aparato para transformar en película lo
que uno tiene en la cabeza, porque yo llevo las escenas de esa noche
terrible grabadas a fuego. Todavía me parece escuchar el chirrido de
las zapatillas al deslizarse por la lona y los bufidos de mi amigo
buscando aire.
El Uru empezó muy
bien. Boxeaba a la distancia, en puntas de pie, entraba y salía
rápido, sin arriesgarse mucho. El negro avanzaba agazapado,
hamacándose como Frazier, y pum, cada tanto tiraba un cañonazo que
el Uru visteaba o barría con los antebrazos. Pareja la cosa,
tranquila. El quiebre se dio al final del cuarto round. Benson se
jugó a fondo con una derecha y le regaló el mentón al Uru, que lo
puso como Dios manda. El yanqui, groggy, zapateó un malambo cortito
y se salvó por la campana. Los segundos tuvieron que arrastrarlo al
rincón porque estaba perdido y las piernas no le daban.
Es ahí cuando el
Uru se equivoca, me parece, humildemente. Porque en el quinto se le
va encima para liquidarlo sin pensar que el otro no era un cuatro de
copas, un pelotudito de Villa Diamante; ¡el otro era el campeón del
mundo, invicto para colmo! Lo concreto es que en ese round pegó
mucho, pero también cobró. Y que en el sexto ligó un cross a la
mandíbula que lo tiró justo de cara a donde estábamos nosotros.
“¡Vamos Uru carajo, aguante Pompeya y la concha de su madre!”,
le gritábamos mientras él hacía fuerza para levantarse. Nos
contestaba que sí con la cabeza, los ojos bien grandes, el protector
bucal medio salido.
Usted dirá que es
una boludez, pero a veces me pregunto qué habría ocurrido si el Uru
hubiese caído del otro lado del ring. A lo mejor se quedaba en la
lona y chau. Pero nos vio a nosotros y vio su infancia en el barrio,
los valores compartidos, los códigos de honor y valentía, la
ligazón indestructible que todavía nos seguía uniendo. O no,
quizás llevaba esa locura adentro desde antes y por otras causas, y
entonces me viene a la mente lo de Dogomar Martínez, ¿se acuerda?
En fin, yo no nací para la filosofía y me quedo en lo que fue: el
Uru cruzó piña y piña hasta el final, cayó tres veces más, la
cara como un estofado, sangre por todos lados. Si aguantó de pie y
perdió por puntos, fue porque tenía un corazón de oro.
El orgullo, además
de mezquino, es un sentimiento miope. Lo digo porque no nos dimos
cuenta de nada. Nos rompimos las manos aplaudiendo cuando Benson lo
fue a saludar y lo único que deseamos en ese momento fue que el
resto del estadio supiera que el uruguayito que había derrochado
guapeza frente a un campeón del mundo estaba hecho de nuestra misma
madera. Salimos y lo fuimos a esperar al hotel, que estaba enfrente.
Pasamos media hora discutiendo dónde lo íbamos a llevar: si a comer
pizza a Las Cuartetas o asado al Arriero, una parrilla de la Perito
Moreno que ya no existe. Cuando vimos llegar la ambulancia, que
estacionó en una puerta lateral del Luna, a uno se le ocurrió un
chiste pelotudo: “Vienen a llevárselo al negro”. Pero a mí me
agarró un escalofrío –me pregunto si los presagios se sentirán
así– y corrí como un loco a preguntarles a los enfermeros qué
pasaba. “El uruguayito se desmayó”, me contestó uno de los que
cargaba la camilla. Lo sacaron rápido. Tenía los ojos tumefactos,
las manos todavía vendadas. “Uru, Uru”, le grité yo, como para
despertarlo, mire qué idiota.
Se lo llevaron al
Argerich. Nosotros atrás, aturdidos por la sirena de la ambulancia y
por el miedo. En la puerta de la guardia, un periodista mencionó la
palabra temida, coma, y ya ni pensar quisimos. Las esperanzas se nos
hacían cenizas con cada cigarrillo y cada cigarrillo eran cuatro o
cinco pitadas de agonía. Amaneció y ni noticias. Yo me hice fuerte
en una idea absurda: nadie bueno muere así, aunque en esa época y
en esa Argentina sobraban ejemplos en contra. A las ocho de la mañana
salió un médico de ojos enrojecidos y con el gesto lo dijo todo.
Imagínese lo que lloramos.
Lo enterraron allá
con honores. Leí en Crónica que una de las manijas del cajón la
llevó Dogomar Martínez. Nadie escribió una línea de su infancia
en Pompeya y eso, para qué negarlo, me dio un poco de bronca. El
Uru, sentía yo, había encarnado la ilusión de heroísmo y lucha de
ese barrio que ya empezaba a degradarse, e ignorar aquella parte de
la historia era un insulto a él, a nosotros, a nuestras calles. Al
año siguiente mis amigos organizaron un viaje a Montevideo para
visitar la tumba. De paso conocemos el Centenario y Maroñas, me
dijeron. Yo me negué con la excusa de que el barco me mareaba. Pero
lo que me mareaba, lo que me dolía, era otra cosa: el recuerdo de lo
perdido, la certeza triste de que nunca habríamos de ser lo que
soñamos.
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