Lo echaron a suertes y me tocó a mí. Creo que hicieron trampa, pero
me callé. Me dijo el Rata: «Vete». Yo no quería ir, digo la
verdad. El Rata estaba loco, según decía mi madre, pero yo pienso
que no estaba loco, que era atravesado y de mala ley. Por segunda vez
me dijo que fuera y fui. La casa de don Domingo quedaba lejos, a unos
dos kilómetros aproximadamente. Tuve que dar un rodeo para no pasar
por delante de la zapatería de mi padre. Al principio pensé: «Me
voy para casa y ya está». Pero tuve miedo. Además hacía calor y
en casa en verano no se aguantan las moscas.
Llegué al chalet de
don Domingo y llamé a gritos:
-¡Zalo!
Ladraron los perros,
esperé un poco y volví a llamar:
-¡Zalo!
Cuando apareció,
enseguida me di cuenta de que venía de dormir la siesta. Me dijo:
«¿Qué pasa?». Yo le dije: «El Rata te espera en el río. Cogió
una mariposa muy bonita y dice que vayas pronto, que te la da para la
colección». Zalo era un loco de las mariposas, y el Rata, qué
cabrón, cómo sabía darle con el gusto a la gente.
-¿Dónde está el
Rata?
-En el Campo del
Pombal.
Salimos corriendo.
Cuando llegamos, el Rata estaba bañándose en el río. Al vernos,
salió a toda prisa, miró a Zalo con cara de atravesado y le dijo:
«Hola, ¿quieres la mariposa?». Por el tono en que le hablaba, Zalo
se volvió hacia mí, como preguntando. La verdad, yo no quería. El
Rata silbó y entre todos se lanzaron a él. Lo desnudaron y lo
ataron a un árbol. Zalo lloraba y a mí me dieron también ganas de
llorar. Eso no se le hace a nadie, y menos a traición. El Rata le
escupió allí, en aquel sitio, y le llamó cagado. «¡No se
llora!», le dijo. Después cogió una vara de mimbre y se la pasó
por las piernas y por la barriga, pero sin darle. Echamos a suertes y
me tocó a mí. Quise escapar, pero el Rata me miró así, como mira
él, y cogí la vara. Me dijo: «Empiezas tú». Le dije que no. Él
volvió a decir:
«Mira, Rafael, que
te tocó a ti». Yo le repetí que no. Y él vuelta con que me había
tocado y que si no, me ataban a mí también. Por último me dijo:
«Mira, Rafael…». Por el tono de voz ya me di cuenta de que me iba
a decir aquello. Agarré la vara y me fui hacia Zalo. Yo no quería,
bien lo sabe Dios. Primero le di en el cuello. Los otros gritaron:
«¡Más!». Apreté los dientes y sentí que me saltaban las
lágrimas y que no veía. Entonces le pegué en las piernas, en los
hombros, en la cara, en el pecho. Sangraba y daba unos gritos
horribles. Y los otros decían: «¡Más!». Y yo no veía y notaba
el sol dentro de la cabeza y los gritos de Zalo que se me clavaban en
los oídos. Y le seguía pegando. Y los otros seguían diciendo:
«¡Más!». Cuando miré para Zalo, tuve miedo. Estaba todo
ensangrentado, como muerto, y no hablaba. El Rata y los otros
escaparon. Yo también escapé.
Yo no quería, digo
la verdad. Se lo dije al señor aquel, pero no me hicieron caso.
También le dije que había sido por sorteo, que me había tocado a
mí, pero no quiso escucharme. Me habló del infierno y entonces me
callé.
Ahora estoy en este
colegio desde hace un año. Es primavera y no puedo salir. A lo mejor
me dejan marchar en julio, pero todavía no lo sé. Ayer me llevaron
a la sala de castigos. Dicen que en el recreo no puede andar uno solo
paseando por el patio, que hay que jugar. Tampoco se puede andar de
dos en dos. ¡La puta que los parió a todos! Yo quiero andar solo. A
mí no me gusta jugar al fútbol ni al frontón ni al baloncesto. Me
gusta jugar en el lavabo. Tampoco se puede, porque está también
prohibido. Pero por las noches, cuando todos duermen, me levanto y
voy a los lavabos y juego a la guerra. Durante el día cojo moscas,
les arranco las alas y las guardo en una caja de cerillas. Por la
noche meto las moscas en la pileta y abro el grifo, poquito a poco,
muy despacito. Las moscas suben, huyen por la pileta arriba, pero yo
las empujo para abajo con una pajita y se ahogan. Es la guerra. Se
ahogan poco a poco. Un día me cazaron y me llevaron a la sala de
castigos. Me llamaron marrano por andar tocando las moscas. ¿Y qué?
Si no fuese por la guerra, me pudría de asco. Durante el invierno,
como no había moscas, jugaba con trocitos de papel, pero no es tan
bonito.
En julio dicen que
salgo. El Rata, a lo mejor, piensa que me olvidé. Seguro que piensa
que seguimos siendo amigos. Entonces le voy a decir: «¿Vienes al
río?». Él viene, que le gusta mucho. Y después le pregunto:
«Jugamos a los submarinos?». Él juega, que le gusta mucho jugar a
los submarinos. Primero paso yo. Paso dos o tres veces. Después que
pase él. Abro bien las piernas y él pasa por el medio, debajo del
agua. Y así dos o tres veces. Y entonces, hala, cuando pase, cierro
las piernas y queda enganchado por el pescuezo. Poco a poco,
despacito, como las moscas de la pileta.
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