Un capitán y dos tenientes iban y venían con ruido de sables y
espuelas por los desiertos andenes de la estación. Al fondo, un
pelotón de soldados apoyados en los fusiles. En la oficina de
telégrafo, el tictac sincopado del morse bajo la coacción del
comandante. Afuera, en el cuenco negro de la noche, unas sombras que
cruzaban las vías sigilosamente y se juntaban en la penumbra para
preguntarse: ¿Qué pasa?
A la entrada de la
estación, un sargento con varios soldados cortaba el paso a los
viajeros que llegaban dispuestos a tomar el tren para Madrid y los
obligaban a regresar a sus casas diciéndoles:
—El tráfico está
interrumpido.
—¿Por qué?
—inquirían.
—Orden superior
—era su única respuesta.
Llegó un viajero
importante que no se resignó con tan poco y logró hablar con el
jefe de la fuerza.
—¿Qué sucede, mi
comandante? —le preguntó.
—Que en Asturias
los mineros han proclamado el comunismo libertario, y el ejército,
por orden del gobierno, se ha incautado de las comunicaciones
ferroviarias para hacer abortar el movimiento. Los revolucionarios
pretenden extender su acción destructora a toda España y se teme
que llegue hasta Valladolid un tren de dinamiteros.
El viajero aquel era
un hombre de orden y se volvió a su casa felicitándose de la
diligencia del gobierno y del celo del ejército.
Entró un tren en
agujas, por fin. Pero no venía cargado de dinamiteros, sino de
pacíficos y asustados viajeros. Un grupo de oficiales se acercó a
la locomotora y se encaró con el maquinista.
—¡Saluda como es
debido! —le dijeron.
El maquinista,
sorprendido, miró al grupo de militares, echó una ojeada al andén
desierto, vislumbró el pelotón de soldados y sin una vacilación
alzó el puño tiznado y gritó:
—¡Viva el Frente
Popular!
Un balazo en el
pecho le hizo rodar desde la plataforma de la máquina al andén.
Allí quedó boca abajo con la mejilla pegada al suelo. Un hilillo de
sangre le corría por la comisura de los labios. Le echaron por
encima una arpillera.
Los militares dieron
órdenes para que fuesen tomadas las portezuelas de los vagones y a
los viajeros se les hizo descender, se les alineó en el andén con
los brazos en alto y luego se les internó en la ciudad. La estación
volvió a quedar desierta, el comandante yendo ansiosamente al
telégrafo, el capitán y los tenientes yendo y viniendo silenciosos
y altivos por los andenes, los soldados bostezando sobre los fusiles.
Afuera, crecían
rápidamente a favor de la oscuridad los grupos de obreros
ferroviarios. En una casetilla de entrevías un aparato de radio
gritaba:
—¡A las armas,
ciudadano! ¡A las armas! ¡El ejército se ha sublevado contra el
poder legítimo de la República!
Cada vez eran más
nutridos los grupos de obreros que acudían a conocer las noticias
que transmitían por radio desde Madrid el gobierno y los líderes
del Frente Popular. Cuando los centinelas apostados en las vías
denunciaron aquellas sospechosas concentraciones, los oficiales
pusieron en movimiento a la tropa y la hicieron avanzar en dirección
a los talleres y depósitos de material donde se iban juntando los
obreros. Al divisar el primer grupo ordenó el capitán sin una
vacilación:
—¡Fuego!
Había comenzado la
guerra civil.
* * *
En el hotel había
tres muchachas, Rosario, Carmen y Adela, que desde el amanecer hasta
que anochecía andaban trajinando por las alcobas, la cocina, el
jardín y el corral. Ellas tres y un mozo con aire rudo de pastor,
que se embutía en un esmoquin grotesco para servir la mesa, eran
toda la servidumbre de aquel hotelito aislado en el corazón de la
sierra, donde veraneaban ocho o diez familias de la clase media
acomodada de Madrid y de las provincias de Castilla la Vieja.
Las tres muchachas y
el mozo eran «rojos», es decir, estaban sindicados, pertenecían a
la casa del pueblo de Miradores y tenían su carné de socialistas.
Esto hubiera sido intolerable a los ojos de aquella clientela
reaccionaria de esposas de comandantes, abogadillos de grandes
propietarios, pequeños rentistas y burócratas, si ellos no se lo
hubieran hecho perdonar a fuerza de esmerarse en el servicio. La
misma señora de Tirón, prestigioso abogado de Valladolid y
significado hombre de derechas, lo reconocía:
—En ningún otro
hotel de la Sierra el servicio es tan bueno y tan barato.
Por esto, y porque
las tres muchachas no llegaban al extremo de negarse a ir a misa de
vez en cuando, se toleraba semejante atrevimiento a unos domésticos.
Aquella noche de un
domingo de julio, Pascual, el mozo, llegó a servir la mesa un poco
más tarde que de costumbre y anduvo más sofocado que nunca dentro
de su esmoquin estrecho. Venía de la casa del pueblo, donde había
pasado la tarde, y alertó a las muchachas:
—No acostaros.
Ésta noche habrá acontecimientos.
La cena fue agitada.
La radio transmitía vagas referencias de una sublevación militar
del ejército de África y apremiantes llamadas de los partidos
políticos y los sindicatos a sus afiliados. Los huéspedes del
hotel, soliviantados por las noticias de la rebelión militar,
celebraban jubilosos lo que iba a ocurrir en España.
—¡Ya era hora de
meter en cintura a esta canalla roja! —decía triunfante la señora
de Tirón, mirando de reojo al mozo de comedor, como si aquel rudo
doméstico afiliado a un sindicato fuese la imagen viva de la
anarquía.
El señor Tirón,
entusiasta filofascista, comprometido con los elementos de extrema
derecha de Valladolid, quiso marcharse aquella misma noche, pero no
encontró chófer que lo llevase y tuvo que demorar la partida hasta
el amanecer del día siguiente. Se acostó inquieto. España lo
necesitaba. Se quedó dormido pensando en el porvenir glorioso que
para la patria y para él se abría en aquellos instantes merced al
ademán gallardo de los militares.
Mientras él y los
demás huéspedes del hotel dormían soñando un paraíso de desfiles
marciales, jornales bajos, rentas altas, procesiones y fiestas de la
raza, el criado Pascual y las tres muchachas, Rosario, Carmen y
Adela, salieron sigilosos y se encaminaron a la casa del pueblo de
Miradores, donde se habían concentrado los hombres de izquierda del
pueblo. Ya de madrugada llegó en automóvil un directivo socialista
que recorría los pueblecitos serranos con instrucciones concretas.
El cabo comandante del puesto de la guardia civil consultó por
teléfono a Madrid y recibió la orden terminante de continuar a
disposición de las autoridades locales, republicanos y socialistas.
No pudo impedir que antes de que amaneciese el pueblo estuviese
armado con cuantas armas se hallaron.
A las siete de la
mañana el criado Pascual, con una vieja escopeta y un brazal rojo,
estaba mano a mano con otro camarada vigilando la carretera a la
entrada del jardín del hotelito. Cuando el señor Tirón quiso salir
se encontró con que se atravesaba en su camino la escopeta de
Pascual, y éste, muy ufano, le decía con gran énfasis:
—¡Atrás,
ciudadano! No se puede salir.
—¿Quién eres tú
para detenerme? ¿Quién ha dado esa orden? —rugió.
—¡El comité!
Atrás, he dicho.
Tirón hizo un gesto
de desdén e intentó avanzar. El camarada que acompañaba a Pascual
se echó la escopeta a la cara.
—¿Le tiro?
—preguntó fríamente.
—No; espera
—respondió Pascual.
Ciego de ira y de
miedo, Tirón volvió la espalda precipitadamente y se metió de
nuevo en el hotel mordiéndose los puños de rabia. Aquellos bárbaros
eran capaces de matarlo.
Esta escena produjo
un gran revuelo entre los huéspedes del hotel. Reunidos en el
comedor, armaron una gran algarabía de protestas, amenazas,
chillidos histéricos de las señoras y llantinas infantiles.
Intentaron telefonear pidiendo auxilio, pero la comunicación estaba
interrumpida. Quisieron salir y no los dejaron. Cuando se
convencieron de que estaban «a merced de la canalla», como ellos
decían, fueron resignándose y aplacándose. El tiempo pasaba, y las
noticias que llegaban por radio les aconsejaban prudencia. En Madrid,
el cuartel de la Montaña había sido asaltado por el pueblo, que
fusiló inmediatamente a los oficiales rebeldes. A media tarde, la
convicción de la derrota, por una parte, y el hambre que sentían,
por otra, les hicieron deponer su hostilidad. Había que transigir.
Las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que habían
estado toda la mañana en el pueblo, aparecieron al fin. Venían
jubilosas, con las mejillas encendidas, los ojos brillantes, unos
pañuelos de seda roja al cuello y unas insignias socialistas en el
pecho; la más joven, Adela, se había encasquetado el gorrillo de
cuartel de un guardia civil. Entraron en el comedor levantando el
puño y gritando:
—¡Salud,
camaradas!
Esto les hacía
felices. Los huéspedes las rodearon pidiéndoles ansiosamente
noticias. El pueblo triunfaba. Después de vencer a los rebeldes en
Madrid, los obreros, que se habían provisto de armas en los
cuarteles asaltados, salían en camiones para apoderarse de Getafe,
Cuatro Vientos, Alcalá y Guadalajara. Aquella misma noche llegaría
a la Sierra una columna que iba de paso para Ávila, donde se habían
hecho fuertes los rebeldes.
Las señoras
quedaron abatidas por estas noticias. Desfallecían de hambre,
además. Rosario, Carmen y Adela, triunfantes, se brindaron a darles
de comer. Pero ellas, las señoras, tenían que ayudar, ¿eh? La
revolución social triunfaba y todos tenían el deber de trabajar.
¿Conformes?
Pusieron a la esposa
del comandante a pelar patatas, la señora de Tirón ayudó a
encender la lumbre, y el propio señor Tirón, bromeando
condescendiente, estuvo poniendo la mesa bajo la dirección de
Adelita, que se reía de su torpeza, muy divertida al ver tan amable
y dócil a un señor de tantas campanillas.
Después de la cena,
ya de noche, volvieron el pesimismo y la indignación. Las tres
muchachas se marcharon otra vez a la casa del pueblo, y los
huéspedes, furiosos y humillados, estuvieron discurriendo la manera
de verse libres de aquella tiranía. El señor Tirón tenía un plan.
Si conseguía salir del hotel, tal vez pudiera ponerse en contacto
con elementos derechistas de Miradores y de los pueblos próximos
que, según sus noticias, estaban preparados a todo evento y habrían
conseguido seguramente establecer contacto con los rebeldes. Se
aventuró a salir por la puerta del corral burlando la vigilancia de
los milicianos.
Entre tanto llegaron
a Miradores los primeros camiones con obreros, guardias de asalto,
guardias civiles y milicianos que venían de Madrid después de haber
derrotado a los rebeldes. Iban hacia Ávila. Cantando La
Internacional a coro y levantando el puño con frenético entusiasmo,
arrastraban tras ellos a los mozos de los pueblos por donde pasaban.
Los guardias de asalto abrazados a los obreros y, sobre todo, los
viejos guardias civiles con la guerrera por primera vez desabrochada
y el tricornio nunca hasta entonces ladeado, provocaban un júbilo
indescriptible en las masas populares. Ya de madrugada, salieron los
camiones por la carretera de Ávila. Iban unos veinte o treinta, y en
ellos se amontonaban soldados, guardias, obreros, estudiantes,
campesinos e incluso algunas muchachas de los arrabales madrileños.
En Miradores se unió a la expedición un camión más con quince o
veinte mozos del pueblo, y entre ellos Pascual con las tres muchachas
del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que se lanzaron alegremente a la
aventura.
El pueblo quedó al
parecer desierto. El vecindario se encerró atemorizado en sus casas.
Durante toda la noche, sin embargo, unas sombras estuvieron yendo y
viniendo sigilosamente por los alrededores. En los hoteles de los
veraneantes acomodados y en las fincas de los ricos del pueblo algo
se tramaba.
Pasó en silencio
toda la madrugada. A media mañana empezó a oírse distante el
zumbido de la artillería. La batalla entre los milicianos que
vinieron de Madrid y las tropas rebeldes que avanzaban desde Ávila
debía de haberse entablado en la carretera misma a quince o veinte
kilómetros de Miradores.
Primero llegó un
auto ligero que siguió en dirección a Madrid a toda marcha. A la
salida de Miradores le hicieron una descarga cerrada unos invisibles
agresores. Luego vino un camión con heridos. Cuando estaban
descargándolo en la plaza del pueblo fue también tiroteado.
Al atardecer
empezaron a recibirse noticias concretas de la batalla. Los militares
rebeldes, sólidamente atrincherados en formidables posiciones
estratégicas de la sierra, desde hacía largo tiempo estudiadas y
preparadas, habían ametrallado a placer a los bisoños combatientes
del pueblo, que avanzaron insensatamente por el centro de la
carretera amontonados en las bateas de los camiones. Les habían
hecho una carnicería espantosa. Los rojos, después de unas horas de
resistencia desesperada, tuvieron que batirse en retirada.
Pero cuando
regresaban derrotados a Miradores, unos facciosos apostados en las
casas del pueblo les hicieron un fuego mortífero. Hubo un momento
angustioso. Los camiones que volvían del frente abarrotados de
muertos y heridos se amontonaban en la plaza, donde eran acribillados
por los fascistas del pueblo y de los contornos, que se habían
parapetado en las ventanas y los tejados de las casas próximas.
Suponiendo que el ejército vencedor vendría pisando los talones a
los vencidos, aprovechaban el desconcierto de la derrota para
aniquilarlos a mansalva. Los que volvían de la batalla ilesos se
dispersaban abandonando en los camiones a los muertos y heridos.
Rosario, Carmen y Adela, que venían indemnes, pero con el terror
pintado en los ojos, estuvieron bregando desesperadamente bajo el
fuego de los facciosos emboscados para arrastrar el cuerpo inerte de
Pascual, herido de un balazo en el pecho. Cruzaron la zona batida sin
abandonar a su infortunado camarada y, sosteniéndolo entre las tres,
lo llevaron hasta el hotel. Cuando llegó estaba muerto.
El tiroteo seguía
en las calles del pueblo y en todo el contorno. A favor de la
confusión y la oscuridad, se presentaron a prima noche en la puerta
del hotel unos automóviles con los faros apagados en los que huyeron
camino de Ávila los huéspedes más decididos, la señora de Tirón
entre ellos. Los otros se quedaron esperando la llegada de las
tropas, que consideraban inminente. Rosario, Carmen y Adela,
horrorizadas, velaban el cadáver del mozo, que habían depositado en
el suelo de la cocina. Los huéspedes, molestos por la presencia en
el hotel de aquel muerto rojo, amenazaban a las muchachas para que se
lo llevaran de allí antes de que llegasen las tropas.
—¡Tenéis que
llevaros «eso» de aquí! ¡Pues no faltaba más! Vendrán los
militares y creerán que este hotel ha sido un nido de marxistas.
¡Echarlo a la carretera! —decían irritados.
Pero los militares
no llegaron. Después de derrotar a los republicanos se quedaron
sólidamente instalados en sus posiciones estratégicas de la
montaña. En cambio, dos horas más tarde llegó de Madrid otra
columna de milicianos del pueblo. Los primeros camiones fueron
recibidos a tiros por los fascistas emboscados, pero la avalancha de
combatientes republicanos era tal, que pronto estuvo cercado el
pueblo por muchos centenares de hombres armados. Madrid se despoblaba
para ir a la sierra a defender la República. Hombres y mujeres,
jóvenes y viejos, armados con fusiles que cogieron en los cuarteles,
llegaban constantemente en decenas y decenas de camiones. La presión
formidable de esta gran masa humana hizo saltar de sus parapetos y
escondites a los facciosos. Fueron perseguidos como alimañas y
muertos allí donde se les cogía. El cura del pueblo estuvo hasta el
último momento haciendo fuego con su carabina desde una tronera del
campanario. Cuando, ya de día, los milicianos consiguieron subir a
la torre se apoderaron de él, le voltearon y le lanzaron al espacio.
Su sotana negra revoloteó un instante en el cielo blanquecino del
amanecer como un pajarraco disparatado.
El señor Tirón,
que estuvo primero organizando la agresión junto con los caciques de
los contornos y que luego tomó parte activa en la lucha haciendo
fuego con un rifle sobre los camiones que llegaban cargados de
milicianos, al ver perdida la partida, intentó huir por la carretera
de Ávila. Le cortaron el paso las patrullas rojas y tuvo que
refugiarse en las calles del pueblo, pero, temiendo que de un
instante a otro le descubriesen y le matasen como iban haciendo los
milicianos con cuantos fascistas fugitivos encontraban, se encaminó
al hotel, en el que entró sigilosamente por la puerta del corral que
daba a la cocina. Al ver allí a Rosario, Carmen y Adela, se dirigió
a ellas con ademán suplicante:
—¡Por lo que más
quieran en el mundo, no me delaten!
Ellas le miraron con
odio.
—¡No me delaten!
¡Me asesinarían! ¡Digan ustedes que no he salido del hotel en toda
la noche! ¡Díganlo! ¡Por sus madres!
Y les cogía las
manos y quería besárselas, enloquecido de pánico.
Rosario le apartó
violentamente y señalándole con ojos de loca el cadáver de Pascual
tendido en el suelo le dijo:
—¡Mira!
Tirón vio la
silueta rígida del mozo y dobló la cabeza sobre el pecho,
convencido de que desde aquel instante estaba irremisiblemente
perdido.
Rosario abrió la
puerta con un ademán resuelto.
—¿Adónde vas?
—gritó Tirón, angustiado.
—¡A denunciarte!
¡A hacerte pagar tus crímenes! ¡Asesino!
Corrió desalentada
hacia la oficina del comité. Al cruzar una de las callejuelas del
pueblo que daban al campo oyó un grito espantado y casi
simultáneamente una descarga cerrada. Se detuvo aturdida y vio cómo
delante de la misma tapia por la que ella iba a pasar alzaba los
brazos súbitamente un hombrecillo que acto seguido se desplomaba
atravesado por los balazos de un pelotón de milicianos que estaban
apostados en la esquina.
—¡Uno menos!
¡Vamos por otro! —gritaban jubilosos los ejecutores.
Rosario, espantada,
los vio marchar y se quedó inmóvil al pie del cadáver. Le miró.
Era un hombre pequeño y delgado, vestido con un traje negro decente.
¿Qué tenía en la mano crispada? ¿Un papel? Se acercó más y lo
vio. Al hombrecillo aquel las balas le habían alcanzado cuando
echaba la última mirada a un retratito descolorido que debió de
sacar de su cartera en el que se veían dos niños vestidos de
blanco. Rosario cerró los ojos y tuvo que apoyarse en la tapia para
no caer.
Cuando, pasado el
tiempo, hizo un esfuerzo desesperado y consiguió arrancarse de aquel
lugar volvió con pasos lentos y vacilantes al hotel. Entró en la
cocina. Tirón seguía anonadado mirando estúpidamente el cadáver
de Pascual.
Rosario cruzó ante
Tirón sin mirarle siquiera, se acercó al muerto, se agachó y
estuvo registrándole en los bolsillos. Luego se incorporó y
dirigiéndose a Tirón le alargó una carterilla de piel mugrienta.
—Tome esto. Es el
carné socialista de Pascual. Póngase una blusa de obrero para que
no le conozcan y huya si no quiere que le maten.
Tirón, con los ojos
brillantes, tomó ansiosamente el carné y quiso besar las manos que
se lo tendían. Rosario lo rechazó.
—¡Váyase!
¡Váyase!
Y se echó a llorar
como una chiquilla.
* * *
Gran desfile
fascista en la plaza Mayor de Valladolid. Media mañana, sol y
repique de campanas. Bajo los portales, una muchedumbre silenciosa
encuadrada por milicianos fascistas. En las primeras filas, niñas
que agitan banderitas con los colores de la monarquía y señoras
entusiastas con velo o mantilla que periódicamente se exaltan y
vitorean con voces delgadas y quebradizas a los salvadores de España.
Detrás, mucha gente borrosa, y entre la gente, unos hombres que
aprietan los puños crispados contra el forro de sus bolsillos.
En el cuadrilátero
despejado de la vieja plaza castellana comienza la gran parada.
Desfilan primero los pedritos y luego los flechas, niños uniformados
a la manera de Roma y de Berlín que juegan a ser soldados. Las
fanfarrias hacen sonar el Giovinezza y el Horsts Wessel. Estallan los
vivas a España y al Ejército Nacional. Vienen luego las centurias
de la Falange Española cuidadosamente uniformadas y divididas en
escuadras que evolucionan con matemática precisión a la voz de
mando de viejos sargentos del ejército. Desde una tribuna que ha
sido erigida en el centro de la plaza, un grupo de militares
contempla con desdeñosa benevolencia la pintoresca bizarría de los
jóvenes falangistas, pobres diablos civiles que en el fondo de sus
covachuelas, detrás de sus mostradores o en la penumbra de sus
almacenes habían soñado con ser militares y se hacen al fin la
ilusión de serlo.
Unos toques de
corneta, la muchedumbre queda inmóvil y silenciosa, presentan armas
las escuadras fascistas, y el general, uno de los beneméritos
salvadores de España, avanza hasta al centro de la plaza rodeado de
sus ayudantes y de los jefes de la Falange. Un speaker anuncia por el
micrófono instalado en la tribuna que, contra lo que se deseaba, el
general no hablará porque está ronco. Se va a rendir homenaje a la
memoria de los héroes nacionales asesinados por los bandidos rojos.
Tiene la palabra el excelentísimo señor don Cayetano Tirón.
Erguido, bombeado el
torso, las insignias de la Falange bordadas en el pecho, la pistola
en el cinto, el señor Tirón evoca con arrebatadora elocuencia una
de las más gloriosas hazañas del fascismo vallisoletano: la muerte
heroica del jefe territorial de la Falange, vilmente asesinado por
las hordas marxistas en el pueblecito de Sanbrian.
* * *
Ésta mujer que a
esta misma hora y bajo esta misma luz clara de la media mañana de
agosto en Castilla se halla inmóvil e insensible a cuanto le rodea a
la puerta de una casa en la calle desierta de Sanbrian, sabe también
la historia de aquel terrible episodio que con vibrantes y encendidas
palabras está narrando en la plaza de Valladolid el excelentísimo
señor don Cayetano Tirón, jefe provincial de la Falange Española.
Esta mujer que se ha quedado sola en esta casa, sola en esta calle y
en este pueblo, lo cuenta con más sencillas palabras, pero con no
menor patetismo.
—Dijeron —habla
la mujer— que había revolución en Valladolid, que los señores
habían quitado la República para volver a ser amos de lo suyo y que
los hijos de los señores venían por los pueblos matando a los
pobres. Los hombres de Sanbrian decidieron que no los dejarían
entrar, que si los ricos hacían una revolución, los pobres harían
la suya, que más somos los pobres que los ricos y que a las malas
podríamos con ellos. Algunos vecinos no se atrevían. Más valía
estarse quedos. A todos no nos van a matar, pensaban. Pero los mozos
del sindicato dijeron que sí, que nos matarían a todos, y aunque,
la verdad, nadie lo creía, se resolvió el pueblo a cerrarles las
puertas y a campar por su respeto. Al principio todo fue bien.
Echamos al cura y al cabo de la guardia civil. Los tres o cuatro
ricos que había en Sanbrian se fueron ellos solos, y los del
sindicato se pusieron a mangonear, por aquello de que siempre ha de
haber alguien que mande. No hubo ninguna muerte, eso sí, pero los
del sindicato entraron en las casas de los ricos, se apoderaron de
los bienes que habían dejado y los repartieron entre los pobres.
Estaba mal hecho, señor, y muchos infelices ni siquiera se atrevían
a tomar lo que les daban. Pero a los pocos días, como temíamos,
volvieron al fin los hijos de los señores, los señoritos. Venían
en tres o cuatro automóviles y traían fusiles y pistolas. Para
asustar al pueblo entraron disparándoles sin ton ni son, a diestro y
siniestro. Venían por la tremenda, y por la tremenda los recibieron
los mozos del pueblo. Apostados en una esquina los aguardaron con las
escopetas echadas a la cara y cuando los tuvieron a tiro los
achicharraron. Así cayó ese jefe de ellos, cuya vida tan cara hemos
pagado. Venían matando, señor, ¿cómo querían ser recibidos?
»Los demás
huyeron; alguno iba malherido. Los mozos del sindicato se quedaron
muy ufanos, pero ya recelábamos que aquella muerte habíamos de
pagarla, aunque nunca creíamos que nos la cobrarían tan cara. Ocho
o diez días después nos dijeron que venían tropas de Valladolid.
¡Qué tropas, señora, qué tropas! No son peores los chacales. Al
principio se les hizo resistencia. ¡Nunca la intentáramos! Las
máquinas que traían vomitaban fuego y plomo sobre el pueblo. Los
hombres caían segados como mieses. No pudieron resistir y se fueron
al campo para seguir luchando. Los que quedamos en el pueblo pusimos
banderas blancas y nos encerramos en nuestras casas a esperar que
llegasen las tropas. ¡Ojalá hubiésemos luchado hasta el último
instante de nuestras vidas! Aquellas tropas de moros y renegados
fueron casa por casa rompiendo las puertas a culatazos y matando
delante de sus mujeres y sus hijos a cuantos hombres encontraron,
jóvenes y viejos, amigos y enemigos, buenos y malos, rebeldes y
sumisos. No quedó uno solo. En Sanbrian no quedó un solo hombre con
vida. Tras los moros y los renegados venían los hijos de los
señoritos, y como ya no había hombres que matar, mataron mujeres.
Aquéllos no eran seres humanos, eran fieras. Lo que han visto mis
ojos ni se había visto antes ni se verá jamás. Aquella misma
noche, entre el ruido siniestro de las descargas y los gritos
ahogados de los que sucumbían, las pobres mujeres de Sanbrian
tomaron a sus hijos de la mano, estrecharon contra sus pechos a los
más pequeñuelos y huyeron al monte aterrorizadas. Los centinelas
tiraban al bulto contra aquellas sombras fugitivas. Alguna de ellas
cayó atravesada por un balazo y hasta que fue de día estuvo a su
lado una criatura que lloraba a la noche inmensa sin atreverse a
soltar la mano crispada que poco a poco se le iba quedando fría
entre los deditos tiernos.
»Huyeron todos,
viejos, niños y mujeres. A los que no huyeron los mataron. No quedó
alma viviente en el pueblo. Sólo yo. Desde aquella noche horrible no
hay en Sanbrian más ser vivo que yo. Mataron a mi hombre delante de
mis ojos, huyeron mis hijos. ¿Para qué huir? Esperé a que me
matasen también. No sé por qué no lo hicieron.
»A partir de
entonces soy el único ser humano que habita este pueblo. Alguna vez,
durante la noche, ha venido escondiéndose tal o cual madre o esposa
fugitiva anhelando saber la suerte de los suyos. Cuando recorren
estas calles y estas casas vacías y en silencio, cuando comprueban
espantadas que no queda alma viviente, huyen otra vez aterradas. Sólo
yo estoy aquí para llorar y rezar por todos.
* * *
Una clamorosa
ovación subrayó las últimas palabras del excelentísimo señor don
Cayetano Tirón, encargado de rendir homenaje a la memoria del jefe
territorial de la Falange Española, vilmente asesinado en Sanbrian,
y de cantar la gloriosa acción del Ejército Nacional que liberó al
fin al país de la tiranía de los bandidos rojos.
Aplausos,
felicitaciones, saludos, taconazos, vítores, música de charangas y
brillante desfile. Los falangistas recorrían después las calles de
Valladolid formando grupos que se enardecían repitiendo
triunfalmente su grito de guerra:
—¡Viva la muerte!
—¡Viva la muerte!
La gente circulaba
pacíficamente por calles y plazas. Los cafés y las cervecerías
estaban repletos. En el salón de una de ellas, donde tenía su
tertulia la plana mayor del fascismo, iban reuniéndose los jefes de
la Falange una vez terminada la patriótica ceremonia. Allí llegó
Tirón, triunfante después de pronunciar su elocuente discurso.
—¡Así se habla!
—le dijo Paco Citroen, un señorito madrileño achulapado y
gracioso, típico espécimen de la casta que se vanagloriaba de
haberse batido como un jabato en la Sierra durante los primeros días
de la rebelión, y de eso vivía.
Era Paco Citroen un
curioso producto de Celtiberia, que cifraba todo su orgullo en ser
más cerril e incomprensivo de lo que en realidad era. Su gran
devoción era el casticismo. Estaba con los fascistas porque eran
unos tíos castizos, y su grito de guerra era: «¡Los extranjeros
son muy brutos! ¡Viva España!». Un curioso complejo de
inferioridad nacional le hacía reaccionar salvajemente contra todo
lo que no fuese típicamente español con una delirante xenofobia que
le llevaba cuando estaba un poco borracho a dar gritos incongruentes
de: «¡Viva el cocido y muera el Foreign Office!». «¡Muera la
gimnasia sueca y vivan los toros!». «¡Abajo los cuartos de baño y
las piscinas!». «¡Viva el olor a sobaco!». «¡Me gustan gordas y
abajo el masaje!».
—Éste Paco
Citroen es un bárbaro. ¡Pero muy buen patriota! —comentaban
oyéndole unos intelectuales escapados de Madrid, profesores y
periodistas que se habían puesto al servicio del fascismo y se
reunían tímidamente junto a los jefes de la Falange.
Otro de los
personajes de la tertulia era un jefe de centuria, antiguo camarero
de café apodado el Cabezota, muy popular en Valladolid por sus
viejas luchas contra los sindicatos, quien, comentando con aire
socarrón el discurso de la plaza, decía:
—Lo de Sanbrian
fue tal y como usted, señor Tirón, lo ha contado. Yo estuve allá.
Y si no fue así, tendrá que venir algún vecino del pueblo a
rectificarnos. Pero esté usted tranquilo, señor Tirón. Para eso
nos tomamos nosotros el trabajo de que no quedase ni uno solo que
pudiese contarlo.
Tirón, que sabía a
qué atenerse respecto de la verdad histórica y la verdad verdadera,
sofisticaba:
—El hecho en sí
poco o nada importa. A la historia lo que le interesa es su sentido,
la significación histórica que pueda tener, y ésa no se la dan
nunca los mismos protagonistas, sino los que inmediatamente después
de ellos nos afanamos por interpretarlo.
—Es decir: ¿qué
me va usted a contar a mí, que estuve allí, lo que pasó en
Sanbrian? —saltó Paco Citroen.
—Y tú, Paco,
reconocerás que aquello fue tal y como yo lo cuento y no como tú,
aturdidamente, hubieras creído. Tú estuviste allí, pero para
enterarte de lo que pasó te faltaba perspectiva histórica.
Paco iba a decir una
grosería. Pero se calló.
* * *
Aquella misma tarde
llegaban a Valladolid los restos de una bandera del Tercio que
llevaba ya varias semanas luchando en los alrededores de Madrid y
venía relevada a descansar y a cubrir bajas. Los legionarios
hicieron su entrada en la capital castellana con uno de sus bizarros
e impresionantes desfiles. Atravesaron las calles marcando el paso
con mucho braceo y pidiendo palmas como los toreros. Traían los
cuellos desabrochados y los brazos remangados. Sobre la camisa
llevaban algunos con mucha ostentación los grandes escapularios que
con la inscripción de «¡Detente!» les habían regalado las damas
piadosas de Castilla. Uno de ellos, más espectacular aún, llevaba
la camisa desgarrada y sobre la piel desnuda del pecho se había
pegado el milagroso «¡Detente!». La gente pacífica y cobarde de
la ciudad veía pasar con embeleso a los famosos guerreros de la
Legión, cuya legendaria ferocidad provocaba una extraña sensación
de miedo y seguridad. Para acentuar esta impresión terrorífica, los
legionarios, entre otras pueriles demostraciones, habían sustituido
el asta de su bandera por una hecha con tibias de seres humanos
engarzadas y aquel airón macabro escalofriaba a los tenderos, los
oficinistas, las muchachitas y los niños. Éstos, sobre todo,
seguían con los ojos muy abiertos al imponente abanderado de la
Legión, con el anhelo de que los dejase ver de cerca y tocar
aquellos huesos humanos que debían de suscitar en sus imaginaciones
infantiles quién sabe qué lucubraciones.
Terminado el
desfile, los legionarios se repartieron por las calles, los cafés y
las tabernas de la vieja ciudad castellana, por la que iban
difundiendo vanidosamente sus hazañas. Un grupo de oficiales de la
Legión fraternizaba con los jefes fascistas en la tertulia de la
cervecería. Los recién llegados relataban los últimos triunfos del
Ejército Nacional. En la Sierra se habían hecho considerables
progresos. El día anterior los legionarios habían entrado por fin a
la bayoneta en uno de los pueblecitos serranos que más encarnizada
resistencia había ofrecido: Miradores.
Tirón, cuando oyó
este nombre, Miradores, bajó la cabeza y sintió un súbito
malestar. Su tez amarillenta de hepático se oscureció y un mal
sabor angustioso le subió a la boca pastosa. El oficial que relataba
los pormenores de la operación aludía constantemente a personas y
lugares que Tirón, en silencio y con los ojos cerrados, veía
alzarse ante él con patética corporeidad. Mientras el oficial
hablaba con su verbo expedito de militar, Tirón, sobrecogido,
esperaba oír de un momento a otro algo que temía no le fuese
posible soportar. Tres nombres martilleaban su conciencia. Tres
figuras de mujer se alzaban acusadoras ante él. El oficial seguía
entre burlas y horrores su relato. La toma de Miradores había sido
uno de los episodios más duros y accidentados de la campaña. Los
casos aislados de heroísmo y desesperación por parte de los
defensores del pueblo brotaban uno tras otro de los labios del
oficial. Pero no surgieron aquellos tres nombres, aquellas tres
figuras de mujer que a él le atormentaban.
No se atrevió a
preguntar. Prefirió la incertidumbre a la enojosa certeza. Su fondo
nietzscheano de fascista le decía que la duda es una buena almohada.
Supo que los vecinos rebeldes de Miradores que no habían perecido en
la batalla habían sido capturados, conducidos a Valladolid y
encarcelados. Probablemente se les fusilaría aquella misma
madrugada.
Salió ya tarde de
la cervecería sin haberse atrevido a preguntar por aquellas tres
muchachas que lo salvaron y que probablemente habían pagado con sus
vidas el triunfo de la causa que él defendía. ¿Habrían escapado a
tiempo? ¡Bah! Su conciencia se aquietaba pensando que, aun en el
peor supuesto, no había estado en su mano impedir que pereciesen.
¿Y si estuviesen
entre los prisioneros que habían sido conducidos a Valladolid? La
idea era demasiado desagradable. Intentó desecharla. Se encaminó a
su casa dispuesto heroicamente a no salir de dudas. Pero en el umbral
mismo cayó en la tentación de dar un sensual reposo a su conciencia
y, volviendo sobre sus pasos, se encaminó a la prisión central,
donde se reunía el cónclave de falangistas que a aquellas horas
debían de estar decidiendo la suerte de los prisioneros.
—¡Buena redada la
del Tercio en Miradores! —le dijeron apenas entró—. Ésta
madrugada caen once de esos bandidos rojos que durante dos meses nos
han tenido en jaque a las puertas del pueblo.
—¿Tenéis ahí la
lista? —preguntó con afectada displicencia.
Le alargaron un
papel. Apenas clavó en él los ojos leyó los tres nombres temidos:
Rosario, Carmen y Adela. Permaneció exteriormente impasible como si
repasara por mera curiosidad unos nombres que nada le decían. Sintió
que pasaba el tiempo, que dentro de sí mismo algo se rebelaba y
pugnaba por salir, que sus insensibles compañeros seguían entre
tanto charlando y fumando indiferentes y que él angustiosamente
sacudido por aquella repulsión interior permanecía estúpidamente
inmóvil con aquel papel que ya nada podía decirle ante los ojos.
Creyó que al fin iba a reaccionar enérgicamente, y sintió que un
movimiento generoso que arrancaba del fondo de su ser estaba a punto
de irrumpir triunfalmente en aquel ambiente horrendo. Pero era poco
hombre para tan gran empeño. La voz se le quebró en la garganta, se
le heló la sangre en las venas y aquel ímpetu vital naciente quedó
pronto aniquilado. En vez de lanzarse bravamente a la lucha para
arrancar de la muerte a aquellas tres mujeres a las que debía su
propia vida, se limitó a preguntar con tímido acento:
—¿Y estas tres
mujeres?
—Las peores. Con
cien vidas no pagaban —le contestaron.
—No será tanto…
—aventuró.
—¿Cómo? Han
hecho horrores. Asesinaban por su mano a los prisioneros y sacaban
los ojos a los hijos de las personas de orden.
Se sublevó a pesar
suyo.
—¡Eso no es
verdad! A mí me consta…
Uno de los jefes que
estaban allí le miró con dureza y acercándole su cara lívida,
cuidadosamente rasurada, le interrumpió:
—A usted no le
consta nada. ¿Se ha olvidado de que es jefe de la Falange Española?
Ésas mujeres han cometido crímenes horrendos que van a pagar con
sus vidas. Así lo ha decretado la superioridad. ¿Tiene usted algo
que añadir?
Tirón se cuadró
militarmente.
—Nada. Estoy a las
órdenes de vuecencia.
—Puede usted
retirarse.
Salió hecho un
guiñapo. En las calles, solitarias y oscuras, no había ya un alma.
Al pasar junto a una taberna oyó el estrépito de unos legionarios
borrachos. Ya cerca de su casa se cruzó con una patrulla de
falangistas que iban cantando su himno de guerra.
—¡Viva la muerte!
—gritaban.
Aquel grito absurdo
rodaba pavorosamente por las calles desiertas de la muerta ciudad
castellana.
Entró en su casa
dando diente con diente y se encerró en su alcoba. Cuando se
desnudaba, al quitarse el correaje, sacó la pistola de su funda,
estuvo un momento considerándola y se apoyó el cañón en la sien.
Cerró los ojos. Contó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…
Luego abrió los
ojos y se sonrió a sí mismo. ¡Qué gran farsante era!
Guardó la pistola
en la mesilla de noche y se echó a dormir. Lo hizo instantáneamente
con un sueño pesado y hondo. Dormía como un bendito.
Pasó el tiempo.
De súbito despertó
despavorido. Daba vueltas por la cama como una alimaña presa en un
cepo. Se despabiló y encendió la luz.
—¡Bah! —pensó—.
Bromas pesadas del subconsciente. Voy a necesitar bromuro.
Cerró los ojos y,
como la voluntad obra prodigios, volvió a quedarse profundamente
dormido. Pero apenas el resorte de la voluntad se relajaba con el
sueño, volvía a sacudirle aquel prurito angustioso.
Se levantó al fin,
desesperado, y maquinalmente se puso a vestirse. Cuando se hubo
vestido abrió la puerta sigilosamente y salió como un autómata. Se
encaminó sin vacilar hacia la cárcel. Al llegar frente a la puerta
se quedó perplejo. ¿A qué había ido allí? Dio la vuelta
alrededor del edificio pegándose a los paredones siniestros y se
encontró otra vez en el mismo sitio. ¿Qué hora sería? En aquel
momento llegaban a la puerta de la cárcel unos camiones de los que
descendieron diez o doce falangistas. Se quedó anonadado. Todo había
terminado ya.
Los falangistas le
reconocieron y le preguntaron extrañados qué hacía allí. Dio una
disculpa cualquiera.
No tuvo que
preguntar nada. Uno de los falangistas se puso a contarle las
ejecuciones. Aquella noche la cosa había sido dura. Entre los
sentenciados había tenido tres muchachas, tres milicianas rojas.
—No es lo mismo
fusilar mujeres que hombres, jefe —decía cabeceando un falangista.
—¡Bandidos rojos,
todos, hombres y mujeres! Hay que acabar con ellos —gruñó otro.
—¿Qué tal han
muerto? —preguntó con tono indiferente. Lo que su conciencia
cobarde pordioseaba hipócritamente era la tranquilidad de que al
menos las víctimas no habían sufrido mucho.
—¡Pse! —le
contestaron—. No debían de tener ninguna gana de morir. Eran
jóvenes y guapas… Una de ellas, la más jovencilla…
—¿Adela?
—Adela creo que se
llamaba. ¿La conocía usted, jefe?
—Sí.
—Pues esa Adela,
aunque era muy poquita cosa, iba muy firme. Hasta se sonreía. Luego
se nos derrumbó y hubo que llevarla junto a la pared a puñados. A
lo último todavía tuvo fuerza para levantarnos el puño. No le
dimos tiempo a gritar.
—Otra fue como una
cordera.
—A mí la que más
me ha impresionado fue la más mujer, una morena fuerte y guapa…
—Rosario.
—Sí, Rosario. No
protestó, no chilló, no hubo que sostenerla ni levantó el puño,
pero ¡cómo lloraba!
Y el falangista
obsesivo repetía:
—¡Cómo lloraba!
Lloraba como una chiquilla.
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. 1937.
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