jueves, 27 de agosto de 2020

El sueño de la escalera. Dino Buzzati.

Creo que soy muy bueno produciendo sueños, especialmente de los que dan miedo.
De hecho estoy bastante buscado. Aunque no hago publicidad de ninguna clase, los espíritus de la noche prefieren mis servicios a los de muchos de mis colegas que ponen costosos anuncios en los periódicos.
Dispongo de un repertorio de pesadillas de lo más fantasioso. Hay uno sin embargo que es mucho más apreciado que todos los demás; uno de los menos originales, debo decir, lo que me mortifica un poco: es el sueño de la escalera.
En el medio, mi reputación reposa casi exclusivamente sobre este artículo que los espíritus nocturnos no se cansan de pedirme y que, por descontado, a medida que pasan los años procuro perfeccionar cada vez más. Dicen, los espíritus, que su efecto es irresistible, ya que contiene, según ellos, una alegoría de la vida.
¿Hacemos una prueba? Ahí tenemos al señor Giulio Minervini, cuarenta y cinco años, joyero y relojero, que poco antes de medianoche, después de ver la televisión, se acuesta junto a su mujer; y en seguida se duerme.
Como con todas las pesadillas angustiosas, esperaremos a que se halle sumido profundamente en los remansos del sueño, para que le resulte difícil salir, cuando desee liberarse.
Observémosle bien. Son más de las dos. Ha llegado el momento. El señor Minervini, recostado sobre el lado izquierdo, lo que obviamente facilitará la operación, parece hallarse en los campos elíseos, tan beatífica, y añadamos cretina, es la expresión satisfecha de su rostro.
Entonces le llamo. Él reacciona. No ve nada, pero oye, al otro lado de la puerta, pronunciar con insistencia su nombre; así como un débil crujido.
Es fundamental, en el oficio de los joyeros, la idea fija de los ladrones. Otra persona, tal vez, ante un ruido más o menos inexplicable, no le daría mayor importancia. Giulio Minervini, en cambio, sí. Dejando en la cama su propio cuerpo bestialmente amodorrado, se levanta, se pone a toda prisa los pantalones y en zapatillas entra en la habitación contigua. Donde, ¿hace falta decirlo?, no encuentra a nadie.
Entonces me desplazo al vestíbulo, renovando la llamada. Y cuando él se asoma al vestíbulo me traslado, invisible, al descansillo de la escalera. Doy ligeros golpecitos al pasamanos de hierro, simulando un apresurado ruido de pasos, llamo con un suspiro:
—¡Señor Minervini, señor Minervini!
¿Qué está sucediendo? El joyero, ya en pleno desasosiego, hace correr la pesada cadena de la puerta blindada por dentro, entreabre una hoja, echa un vistazo fuera. En este momento la partida está ganada.
Rápido como el pensamiento, me dirijo al descansillo inferior con un petulante repiqueteo de tacones de aguja. Y desde allí vuelvo a llamarle, esta vez con inconfundible voz femenina: joven, avispada, prometedora.
Él se asoma por la barandilla para mirar hacia abajo. No ve nada, sin embargo oye mi respiración, procedente del zaguán de la entrada de un piso inferior donde, por mucho que estire el cuello, su mirada no consigue llegar.
—¡Señor Minervini! ¡Señor Giulio! —ahora la voz ha sonado realmente delicada, procaz, carnal. Y el joyero, maldita sea, es un hombre que no desperdicia ninguna ocasión.
¿Qué hace entonces? Desprendiéndose de las zapatillas, descalzo, para no hacer ruido, empieza a bajar las escaleras. El primer tramo es de doce escalones. Luego un descansillo haciendo esquina, un tramo de siete, otro descansillo haciendo esquina, otro tramo de doce. La luz, procedente de unas lámparas dispuestas a lo largo de los rellanos, por donde se accede a las viviendas, es mortecina y bastante siniestra, pero alumbra.
Cuando haya bajado cinco o seis escalones, el pasamanos sobre el que apoya su mano izquierda se verá truncado, desvaneciéndose en la nada. Quedará un pedazo en el tramo inferior de las escaleras.
Bajar una escalera desprovista de barandilla y sin pasamanos a lo largo de la pared es algo bastante desagradable, aunque no haya ningún peligro si se va con cuidado.
La desaparición de la barandilla ha borrado, mientras tanto, en Minervini, la idea de la misteriosa mujer que le llamaba y que ahora ha dejado de llamarle. En este momento sólo tiene una duda: ¿le conviene volver a subir hasta el balcón corrido, todavía provisto de balaustrada y meterse lo antes posible en casa, afrontando sin embargo aquellos siete escalones tan repulsivos sin protección externa? ¿O le conviene bajar un par más de escalones hasta poder agarrarse al pedazo de barandilla inferior?
En el más absoluto silencio, el joyero se decide por la segunda opción, baja los dos escalones, con la mano izquierda se aferra al pasamanos de madera, que sin embargo cede, como si no estuviese unido a nada.
Minervini se queda de piedra, de su mano cuelga un pesado fragmento de barandilla. Con un escalofrío lo arroja por el hueco de la escalera, se pega, buscando protección, a la pared, oye el estruendo metálico en el portal, cinco pisos más abajo.
Sabe que ha caído en la trampa. Lo único que puede hacer es volver a subir. Lo hará con la máxima prudencia, por suerte descalzo es más difícil resbalar. El hueco de la escalera allí arriba, con su sólida balaustrada, le parece un agarradero fabuloso. ¿Por qué fabuloso? Sólo se trata de subir nueve escalones.
Nueve escalones, es cierto, pero en ese brevísimo intervalo de tiempo los escalones se han hecho altísimos y estrechos, parecen la pared de una pirámide azteca. Minervini no me ve, pero sabe que estoy allí. Pregunta:
—¿Es un sueño, verdad?
No contesto.
—Digo: ¿es un sueño, verdad? —repite.
Y yo:
—Bueno, ya veremos.
Se pondrá a cuatro patas, para aprovechar cuatro puntos de apoyo en lugar de dos. Sabia precaución porque mientras tanto se verá obligado a constatar que los escalones ya no son verdaderos escalones con un plano horizontal sino simples barras metálicas que asoman de la pared un metro aproximadamente, distantes entre sí unos cuarenta centímetros, y entre Una y otra el vacío. Además, más de la mitad de los travesaños han desaparecido bajo sus pies, y se abren unos vacíos espantosos que habría que salvar con un salto acrobático, lo que sería una locura porque debajo se abre un profundo precipicio en forma de embudo.
Un peldaño, dos peldaños, tres peldaños, todavía faltan seis para llegar al rellano. La mano se estira, buscando a tientas, el próximo peldaño ha desaparecido. En ese mismo momento también el peldaño sobre el que tiene apoyado el pie izquierdo se volatiliza inesperadamente, apenas le da tiempo a agarrarse con las dos manos al último peldaño restante, poniéndose peligrosamente a horcajadas. De ahí no se puede mover, nunca jamás podrá moverse. ¿Y quién le salvará?
Entonces empieza a pedir socorro. Oh, si pudiese. Aunque emplea todo su aliento, de la garganta no aflora ni un hilo de voz. ¡Socorro! ¡Socorro! Con horror se da cuenta de que la barra sobre la que se ha encaramado, su último recurso, está ablandándose por debajo, lentamente, como si fuese de goma. Se mantiene desesperadamente aferrado a la juntura, aprieta las rodillas contra el fláccido muñón. Pero sabe que todo es inútil.
Me llama:
—Dime, dime. ¿Es un sueño, verdad? Si es un sueño, acabaré despertándome. ¿Es un sueño, verdad?
Y yo:
—Bueno, ya veremos. 

Las noches difíciles, 1971.
 

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