Creo que soy muy bueno produciendo sueños, especialmente de los que
dan miedo.
De hecho estoy
bastante buscado. Aunque no hago publicidad de ninguna clase, los
espíritus de la noche prefieren mis servicios a los de muchos de mis
colegas que ponen costosos anuncios en los periódicos.
Dispongo de un
repertorio de pesadillas de lo más fantasioso. Hay uno sin embargo
que es mucho más apreciado que todos los demás; uno de los menos
originales, debo decir, lo que me mortifica un poco: es el sueño de
la escalera.
En el medio, mi
reputación reposa casi exclusivamente sobre este artículo que los
espíritus nocturnos no se cansan de pedirme y que, por descontado, a
medida que pasan los años procuro perfeccionar cada vez más. Dicen,
los espíritus, que su efecto es irresistible, ya que contiene, según
ellos, una alegoría de la vida.
¿Hacemos una
prueba? Ahí tenemos al señor Giulio Minervini, cuarenta y cinco
años, joyero y relojero, que poco antes de medianoche, después de
ver la televisión, se acuesta junto a su mujer; y en seguida se
duerme.
Como con todas las
pesadillas angustiosas, esperaremos a que se halle sumido
profundamente en los remansos del sueño, para que le resulte difícil
salir, cuando desee liberarse.
Observémosle bien.
Son más de las dos. Ha llegado el momento. El señor Minervini,
recostado sobre el lado izquierdo, lo que obviamente facilitará la
operación, parece hallarse en los campos elíseos, tan beatífica, y
añadamos cretina, es la expresión satisfecha de su rostro.
Entonces le llamo.
Él reacciona. No ve nada, pero oye, al otro lado de la puerta,
pronunciar con insistencia su nombre; así como un débil crujido.
Es fundamental, en
el oficio de los joyeros, la idea fija de los ladrones. Otra persona,
tal vez, ante un ruido más o menos inexplicable, no le daría mayor
importancia. Giulio Minervini, en cambio, sí. Dejando en la cama su
propio cuerpo bestialmente amodorrado, se levanta, se pone a toda
prisa los pantalones y en zapatillas entra en la habitación
contigua. Donde, ¿hace falta decirlo?, no encuentra a nadie.
Entonces me desplazo
al vestíbulo, renovando la llamada. Y cuando él se asoma al
vestíbulo me traslado, invisible, al descansillo de la escalera. Doy
ligeros golpecitos al pasamanos de hierro, simulando un apresurado
ruido de pasos, llamo con un suspiro:
—¡Señor
Minervini, señor Minervini!
¿Qué está
sucediendo? El joyero, ya en pleno desasosiego, hace correr la pesada
cadena de la puerta blindada por dentro, entreabre una hoja, echa un
vistazo fuera. En este momento la partida está ganada.
Rápido como el
pensamiento, me dirijo al descansillo inferior con un petulante
repiqueteo de tacones de aguja. Y desde allí vuelvo a llamarle, esta
vez con inconfundible voz femenina: joven, avispada, prometedora.
Él se asoma por la
barandilla para mirar hacia abajo. No ve nada, sin embargo oye mi
respiración, procedente del zaguán de la entrada de un piso
inferior donde, por mucho que estire el cuello, su mirada no consigue
llegar.
—¡Señor
Minervini! ¡Señor Giulio! —ahora la voz ha sonado realmente
delicada, procaz, carnal. Y el joyero, maldita sea, es un hombre que
no desperdicia ninguna ocasión.
¿Qué hace
entonces? Desprendiéndose de las zapatillas, descalzo, para no hacer
ruido, empieza a bajar las escaleras. El primer tramo es de doce
escalones. Luego un descansillo haciendo esquina, un tramo de siete,
otro descansillo haciendo esquina, otro tramo de doce. La luz,
procedente de unas lámparas dispuestas a lo largo de los rellanos,
por donde se accede a las viviendas, es mortecina y bastante
siniestra, pero alumbra.
Cuando haya bajado
cinco o seis escalones, el pasamanos sobre el que apoya su mano
izquierda se verá truncado, desvaneciéndose en la nada. Quedará un
pedazo en el tramo inferior de las escaleras.
Bajar una escalera
desprovista de barandilla y sin pasamanos a lo largo de la pared es
algo bastante desagradable, aunque no haya ningún peligro si se va
con cuidado.
La desaparición de
la barandilla ha borrado, mientras tanto, en Minervini, la idea de la
misteriosa mujer que le llamaba y que ahora ha dejado de llamarle. En
este momento sólo tiene una duda: ¿le conviene volver a subir hasta
el balcón corrido, todavía provisto de balaustrada y meterse lo
antes posible en casa, afrontando sin embargo aquellos siete
escalones tan repulsivos sin protección externa? ¿O le conviene
bajar un par más de escalones hasta poder agarrarse al pedazo de
barandilla inferior?
En el más absoluto
silencio, el joyero se decide por la segunda opción, baja los dos
escalones, con la mano izquierda se aferra al pasamanos de madera,
que sin embargo cede, como si no estuviese unido a nada.
Minervini se queda
de piedra, de su mano cuelga un pesado fragmento de barandilla. Con
un escalofrío lo arroja por el hueco de la escalera, se pega,
buscando protección, a la pared, oye el estruendo metálico en el
portal, cinco pisos más abajo.
Sabe que ha caído
en la trampa. Lo único que puede hacer es volver a subir. Lo hará
con la máxima prudencia, por suerte descalzo es más difícil
resbalar. El hueco de la escalera allí arriba, con su sólida
balaustrada, le parece un agarradero fabuloso. ¿Por qué fabuloso?
Sólo se trata de subir nueve escalones.
Nueve escalones, es
cierto, pero en ese brevísimo intervalo de tiempo los escalones se
han hecho altísimos y estrechos, parecen la pared de una pirámide
azteca. Minervini no me ve, pero sabe que estoy allí. Pregunta:
—¿Es un sueño,
verdad?
No contesto.
—Digo: ¿es un
sueño, verdad? —repite.
Y yo:
—Bueno, ya
veremos.
Se pondrá a cuatro
patas, para aprovechar cuatro puntos de apoyo en lugar de dos. Sabia
precaución porque mientras tanto se verá obligado a constatar que
los escalones ya no son verdaderos escalones con un plano horizontal
sino simples barras metálicas que asoman de la pared un metro
aproximadamente, distantes entre sí unos cuarenta centímetros, y
entre Una y otra el vacío. Además, más de la mitad de los
travesaños han desaparecido bajo sus pies, y se abren unos vacíos
espantosos que habría que salvar con un salto acrobático, lo que
sería una locura porque debajo se abre un profundo precipicio en
forma de embudo.
Un peldaño, dos
peldaños, tres peldaños, todavía faltan seis para llegar al
rellano. La mano se estira, buscando a tientas, el próximo peldaño
ha desaparecido. En ese mismo momento también el peldaño sobre el
que tiene apoyado el pie izquierdo se volatiliza inesperadamente,
apenas le da tiempo a agarrarse con las dos manos al último peldaño
restante, poniéndose peligrosamente a horcajadas. De ahí no se
puede mover, nunca jamás podrá moverse. ¿Y quién le salvará?
Entonces empieza a
pedir socorro. Oh, si pudiese. Aunque emplea todo su aliento, de la
garganta no aflora ni un hilo de voz. ¡Socorro! ¡Socorro! Con
horror se da cuenta de que la barra sobre la que se ha encaramado, su
último recurso, está ablandándose por debajo, lentamente, como si
fuese de goma. Se mantiene desesperadamente aferrado a la juntura,
aprieta las rodillas contra el fláccido muñón. Pero sabe que todo
es inútil.
Me llama:
—Dime, dime. ¿Es
un sueño, verdad? Si es un sueño, acabaré despertándome. ¿Es un
sueño, verdad?
Y yo:
—Bueno, ya
veremos.
Las noches difíciles, 1971.
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