viernes, 28 de agosto de 2020

Del libro de naufragios. José María Merino.

Lo conocí hace unos años, la primera vez que visité aquellas costas para recoger información destinada al libro de naufragios que, desde hace tanto tiempo, estoy intentando escribir. Me habían hablado del lugar agreste frente al que se fue a pique The Serpent, buque escuela de la armada británica, una noche de 1890. En el desastre perecieron al parecer trescientos hombres, cuyos cuerpos fueron sepultados por los vecinos de los alrededores en un rústico fosal, llamado desde entonces Cementerio de los ingleses.
Yo ya había bajado hasta el lugar -situado frente a la mar brava, en un declive del terreno especialmente silvestre y propicio a la melancolía- y contemplaba aquel conjunto de viejas losas de piedra, descuidado y ruinoso, cunado llamó mi atención un repentino alboroto de aves que graznaban. Bastantes metros más abajo del punto en el que me encontraba, cinco o seis gaviotas remontaban el vuelo.
La causa de aquel sobresalto resultó ser un hombre que ascendía la ladera, saltando con agilidad de roca en roca. Cuando llegó a mi altura me saludó en castellano muy finamente y continuó su camino sin detenerse. Portaba en bandolera una pequeña grabadora de sonido y un macuto de lona muy sucio.
Su aspecto era tan pintoresco -largas greñas grises bajo una vieja visera, enrevesada barba sobre una camiseta de algodón que llevaba impresa publicidad de un refresco, flaquísimas piernas peludas que sobresalían de un pantalón corto demasiado ancho y remataban en multicolores zapatos deportivos- que lo reconocí sin dudar cuando, aquella misma noche, coincidimos ambos en asientos contiguos en la taberna donde solía yo perder algunas horas cada jornada, a falta de otra distraccioón y tras haber asistido a la primera subasta del pescado.
La taberna es oscura y ruidosa; en el pueblo hay otras dos, acaso más confortables, pero yo me había hecho cliente de aquella tras establecer con el patrón -un tipo cabezudo, de grandes manos, siempre mal afeitado- una peculiar relación. Pues la primera de las noches en que me senté en su taberna me cobró por el whisky un precio extraordinariamente barato, pero la noche siguiente, al preguntarle el precio de mi consumición, el honmbre duplicó sin titubear la cantidad de la noche anterior, e hizo algo similar la tercera noche, hasta fijar un precio tan disparatadamente desproporcionado, que yo le entregué con resolución una cantidad bastante inferior -la que me parecía justa- sin que él manifestase protesta alguna.
A partir de entonces se estableció entre nosotros un pacto tácito -yo pagaba por mis consumiciones un precio que estimaba razonable, y él recibía mi dinero sin comentarios ni objeciones- que me sentía obligado a revalidar a diario, convirtiéndome así en un parroquiano fiel.
-¿Le gustó el Cementerio de los ingleses? -me preguntó mi vecino.
-Es un lugar solitario y salvaje, pero muy hermoso -repuse.
-Cada aniversario, durante setenta y cinco años desde el naufragio, los británicos enviaron un barco para que disparase allí enfrente las salvas reglamentarias. Luego, dejaron de enviarlo.
Yo dije que aquel suceso debió de ser muy dramático.
-En aquellas mismas playas hubo por lo menos cinco naufragios más en nuestro siglo, todos también muy trágicos -repuso.
El tabernero le trajo una copa de orujoy señalé con un gesto que estaba invitado. Luego le informé de que , precisamente, yo estaba recogiendo información sobre ese tipo de catástrofes.
-Ya había oído hablar de esa afición suya -repuso-. Aquí se sabe todo en seguida. Yo conozco bien toda la costa de esta parte, pues estoy grabando las playas.
No comprendí el sentido de sus palabras.
-¿Grabando las playas?
-Ya puede suponerse usted: los ruidos de las olas, en las distintas mareas, según las estaciones. Nos parece que la mar suena igual, salvo la mayor o menor intensidad del oleaje, pero cada lugar de la costa, cada playa, tiene un sonido diferente.
Me dijo que se llamaba Souto, que había sido profesor de alguna materia relacionada con las humanidades, pero que estaba ya retirado y que -según señaló con aires de orgullosa confidencia- se dedicaba casi por entero a la investigación.
-También vendo seguros de diversos ramos. Parece que mi aspecto estrafalario infunde mucha confianza -añadió con tono burlón.
Coincidíamos en la taberna casi todas la noches, y cada vez que nos encontrábamos continuaba aquella conversación nuestra, repartida entre mi curiosidad por los naufragios y su obsesión por el ruido de las aguas. Me contó que las investigaciones a las que se dedicaba habían partido de su curiosidad por el ruido de las corrientes de agua.
-¿Ha escuchado usted alguna vez un manantial, un arroyo, mientras fluye en la noche? Después de cierto lapso de tiempo, el sonido del agua sugiere risas y cantos de mujer. De ahí debe venir, pensé yo, toda la mitología sobre las ninfas acuáticas, esas náyades y esas nereidas, las xanas de algunas fábulas de otros pueblos del norte.
Me dijo que había grabado muchas horas de sonidos de agua y que pretendía aplicar un programa informático para identificar los elementos acústicos básicos, como paso previo a la definición de lo que se pudiera llamar el lenguaje de cada una de las fuentes.
-Cuando consiga reunir algún dinero, naturalmente, pues mi proyecto no ha merecido por ahora ningún interés por parte de instituciones privadas o públicas.
El objetivo de aquellos esfuerzos me resultó bastante chocante. Sin embargo, como si comprendiese los motivos de mi extrañeza, añadió que, al hablar de lenguaje, no quería referirse a una expresión racional para la voluntaria comunicación. Lo dijo de modo tan apresurado, que inmediatamente sospeché que pensaba exactamente lo contrario.


Aproveché el verano siguiente para regresar a aquella comarca lejana y arcaica. Continuaba tomando notas para ese Libro de Naufragios cuyo comienzo, acaso por la abundancia de documentación que he llegado a reunir para elaborarlo, cada vez me resulta más difícil.
Encontré a Souto en la taberna Caramiñas, con el mismo aspecto extravagante -y creo que hasta con las mismas ropas- que el anterior verano. Tras los saludos iniciales me interesé por el desarrollo de sus investigaciones acústicas, pero me respondió diciendo que las había abandonado.
-El asunto económico -confesó-. Sin ayuda no puedo pensar en ese programa. Pero ahora estoy metido en otra recherche muy interesante.
Buscó en el sobado zurrón varias fotografías, que me fue mostrando. En todos los casos el motivo eran grandes peñascos o cúmulos de rocas. Mientras me las enseñaba, iba indicando el lugar de donde procedían. Yo le escuchaba con paciencia, esperando conocer el tema de su nueva investigación.
-Los signos en las rocas -exclamó al fin-. Todos estos peñascales ofrecen formas fantásticas, pero lo verdaderamente extaordinario del asunto son las inscripciones. En algunos lugares parece que la mano del hombre ayudó a que las rocas presentasen aspecto zoomofórcio, pues se trata de enclaves que fueron sagrados, y hasta hay quien dice que en los pedreros de Traba estuvieron las famosas Aras Sextianas. Estas fisuras y muescas, estas incisiones, tan similares a pesar de provenir de yacimientos diferentes, que pudieran parecer haber sido originadas por la mano humana, se adaptan demasiado bien a la conformación de cada roca para no tener un origen natural. Pero, por otra parte, si fuesen debidas a la simple erosión ¿cómo es posible que se repitan idénticos esquemas gráficos en todas las rocas de estructura y composición diferente?
-Otro lenguaje -me aventuré a decir, para romper el enfático silencio que mantenía tras su explicación.
Sacó del macuto muchas hojas de papel repletas de trazos.
-Sería cuestión de aclarar el concepto, pero yo no lo negaría.
Recordé entonces sus ambiguas hipótesis del año anterior y le pregunté, insidiosamente, si podía tratarse de algún lenguaje proveniente de las propias rocas. Miró de soslayo, acercó su cabeza y, tras sujetarme un brazo con firme apretón, murmuró:
-Se podría pensar en un lenguaje secreto, destinado a no se sabe qué secretos comunicantes.
En su pacífica y elaboradísima manía, estaba agrupando los signos conforme a un código que, según afirmaba, podía tener relación con las estructuras elementales de la materia. Por lo demás, continuaba siendo hombre de conversación amena y de buen sentido y claro entendimiento. Aquel verano nos despedimos con manifestaciones de mutuo afecto, haciéndonos el propósito, que no cumplimos ninguno de los dos, de mantener correspondencia escrita.


Transcurrieron cuatro años sin que yo visitase otra vez aquellas tierras. Entre tanto, hice algunos viajes al extranjero o hube de quedarme en casa, aquejado por una de esas fastidiosas enfermedades que parecen esperar nuestras vacaciones para asaltarnos. Por fin, el año pasado me propuse un viaje que bordease las costas de la antigua Gallaecia, desde el oriente de Asturias hasta las tierras del norte portugués.
Pasé frente a la taberna Caramiñas un día de mucha lluvia y pregunté por Souto. Mi viejo conocido, el tabernero mal afeitado de manos enormes, me dijo que mi amigo hacía una vida bastante retirada, en la casa que había sido de sus abuelos. La casa está cerca de la carretera de Vimianzo y decidí hacerle una visita.
Es una casa antigua de piedra, trazada con buenas proporciones y que estuvo bien construida, pero que ha sufrido mucho la desatención de los humanos. En la actualidad, con los ringleros de tejas sujetos por grandes piedras y otros remedios tan baratos como ese contra las inclemencias del tiempo, presenta un aspecto ajemplar de implacable decrepitud.
Golpeé varias veces la aldaba, pero nadie acudió a mis llamadas. Y estaba ya resuelto a marcharme, cuando oí una voz que, desde el otro lado de las maderas, inquiría en gallego el nombre del visitante y la razón de la visita. Declaré mi nombre y que solamente quería saludar a don Eduardo Souto. La puerta se abrió con muy literario rechinar de pestillo y crujir de goznes, y me encontré con el propio Souto, que me observaba desde el zaguán con un paraguas en una mano, zuecos en los pies y sobre las espaldas una de esas capas de paja que llevaban los campesinos hace más de veinticinco años.
Comprendí muy pronto las razones de su atavío. Pues, tras pedirme que lo acompañase a su estudio y recorrer oscuros pasillos, me llevó a un pequeño corral donde, bajo una lona rodeada por un frondosísimo conjunto de hiedras y hortensias -que, a su vez, estaba cubierto por un emparrado chorreante- había una mesa de madera.
-Trabajo aquí fuera, porque es el único lugar seguro de la casa -me informó, tras invitarme a tomar asiento en una silla de cuero-. Claro que los días como hoy son un fatidio.
Se sentó en su lugar de trabajo. Tenía las greñas de la cabeza y de la barba más crecidas que nunca, pero sus ojos seguían manifestando mucha viveza.
-De modo que otra vez por aquí, después de tanto tiempo- añadió.
-Surgieron otros viajes -expliqué-. Ahora estoy recorriendo las costas, desde Ribadesella hasta Oporto. Los contornos marítimos de un mundo perdido.
-¿Y ese Libro de Naufragios?
-No lo he comenzado aún -repuse, confuso ante su buena memoria-. Tengo demasiados datos.
Guardó silencio durante un rato. El rumor de la lluvia marcaba las fronteras de un espacio sonoro que, complementado por límites de otra naturaleza -el verde de la vegetación, el azul cobrizo de los líquenes-, parecía localizarse fuera de lo cotidiano, en un tiempo sin usos ni rutinas. Habló al fin de sus investigaciones, con voz forzadamente sigilosa.
-He avanzado mucho, pero he llegado a un punto que considero en extremo peligroso, e incluso mortal.
Los adjetivos eran tan violentos e incongruentes, que preferí no asumirlos.
-¿Identificó los signos de las rocas? -pregunté.
-Era solo una intuición que no podía solucionarse por las vías de la lógica -repuso-. Si realmente se trata de un código, no parece estar elaborado con la razón ni destinado a la compresnión humana. Pero por ahí comenzaron mis especulaciones. Un día, rebuscando entre unas peñas, encontré un hacha de piedra pulimentada. Ya sabe usted que por todo el noroeste han considerado tal objeto, hasta hace poco, la piedra celeste por antonomasia, la piedra del rayo, buena para usos sanitarios y benéficos, de carácter más o menos mágico. La llevé en la mano muchos días, sintiendo con gusto su tacto, tan suave. Pensaba que aquel era uno de los primeros instrumentos inventados por el hombre, y su manoseo me llenaba de fantasías que, aunque vertiginosas, no dejaban de pertenecer a lo ordinario. Mas un día se me ocurrió una idea terrible: que había sido el instrumento quien había encontrado la mano, y no al revés. ¿Usted me comprende?
Arrebujado en mi chubasquero, yo le escuchaba comprendiendo que su manía estaba desbordando los contornos de la excentricidad.
-Que, convirtiéndose en instrumento, ese pedazo de materia inanimada, inorgánica, incapaz de esta palpitación a la que nosotros pertenecemos, había conseguido comenzar a participar en la historia de las cosas vivas.
Dejó de llover, pero desde las hojas de la parra siguieron escurriendo goterones que resonaban en el toldo con ritmo de tamboril. Yo le escuchaba absorto, muy interesado por el curso de aquel delirio que, de todos modos, tenía la verosimilitud de las ficciones.
-Así fui sospechando que lo inorgánico nos ha venido utilizando, de manera cada vez más compleja, para organizarse. Del mundo inorgánico ha salido la mayoría de nuestros instrumentos, armas, herramientas. Creemos que las botellas, los relojes, las máquinas de escribir, los automóviles, los bolígrafos, las lámparas, son objetos creados para nuestro servicio y acomodo, y en realidad estamos dando cada vez mayor protagonismo a las cosas, convertidas en un variadísmo soporte de nuestro bienestar. Unos siglos más, y la materia inorgánica habrá salido definitivamente de su inmemorial inmovilidad y se adueñará del mundo.
La desmesura de sus explicaciones tenía la sustancia convincente de esos artificios que dejan absorto al público en determinados espectáculos; y yo intuía, con una mezcla de gusto y temor, que un suceso inesperado corroboraría súbitamente sus confesiones, para demostrar, con la presencia de lo imposible, que todo aquello no era producto de un embeleco.
-Estoy escribiendo mi testimonio de ello. Pero ya he sido descubierto.
-¿Descubierto? -pregunté-. ¿Por quién?
-¿Por quién va a ser? -dijo, mirándome con extrañeza durante largo rato-. Solo en esta parte de la casa tengo cierta tranquilidad -prosiguió-. Las cerraduras comenzaron a estropearse hace ya tiempo, dejándome a menudo encerrado en las habitaciones. Las ollas se desportillan y cuartean sin razón alguna. Los vasos estallan en mi mano. Se estropea el paso de la electricidad dos o tres veces cada noche. A veces la casa misma se bambolea, como bajo los efectos de un terremoto. Intenté mecanografiar mi ensayo, pero las teclas no me obedecen y el carro corre sin motivo. Otro diría que la casa está embrujada, pero yo conozco la verdad. Y sé que, si no he sido destuido aun, es por la virtud de mi insignificancia. No se me teme lo suficiente. Pero soy objeto de continuas molestias, engorros y hasta burlas.
En aquel momento se oyó a mis espaldas el fuerte ruido de un objeto aplastándose contra el suelo. Souto se levantó de un salto y, atravesanto el corral rápidamente, regresó a mi lado llevando en sus manos un pedazo de madera que parecía la hoja de un ventanuco.
-¿Lo ve usted? -dijo-. Las sujeciones se han desatornillado solas. Me sucede habitualmente. Podría haberle roto la cabeza.
Comprobé el extraño aspecto que ofrecía aquel marco de donde los tornillos habían desaparecido limpiamente, sin que huella de esfuerzo alguno hubiese marcado la profundidad del orín y la perfección geométrica de los antiguos orificios.
-¿Qué piensa usted hacer? -pregunté cuando se sentó de nuevo.
-Quiero emigrar a lo más profundo de la selva tropical -repuso, muy seriamente- para sentirme inmerso en lo orgánico, lejos de las herramientas mecánicas o electrónicas, de los motores, de las casetes, de las cuchillas de afeitar. Tengo dinero suficiente para el viaje, pero no sé si podré conseguirlo.
-¿Por qué?
Me miró con una intensidad en que era evidente, junto con su angustia, su extrañeza ante mi falta de perspicacia.
-¿No lo comprende? Hasta llegar allí, todos los medios están bajo su control. Intentaré viajar a lomos de mulas, cruzar el estrecho a vela, o a remo. Pero no tengo ninguna confianza en conseguirlo.
Llovía otra vez con fuerza en el momento de despedirme de él. Y cuando dejé atrás su casa, todo el paisaje tenía esa tristeza sarcástica de la locura.


No volví a ver a Souto hasta la semana pasada. Cruzaba el paso subterráneo de Cibeles cuando, entre los vagabundos y mendigos que allí suelen vivaquear en estos meses de invierno, me pareció reconocer su inconfundible figura. Me acerqué a él y lo identifiqué enseguida. Llevaba las mismas greñas bajo la visera marinera y sus sucias y largas barbas de profeta.
-¡Souto! -exclamé-. ¿Qué hace usted aquí?
Me reconoció inmediatamente. Su mirada no había perdido nada de su brillo.
-Venga conmigo -repuso.
Echó a andar con paso rápido, dirigiéndose al Retiro, y solo cuando estuvimos bien adentrados en uno de los paseos laterales del parque, entre la fronda, me dirigió otra vez la palabra.
-No quise hablarle antes, pues puedo comprometerlo -dijo.
-¿Qué hace usted aquí? -insistí.
-Mi viaje no puede cumplirse. Todo parece estar en contra mía. Un incendio destruyó mi casa. Compré dos mulas y una fue muerta por un rayo y la otra pereció al desplomársele encima un muro. Tomé el tren -con toda clase de prevenciones- y descarriló cerca de Ávila. Habrá leido usted que perecieron veintiocho personas. He llegado a Madrid andando y vivo entre vagabundos, pues además no me queda ni un céntimo. Pero a mi paso se detienen y bloquean las escaleras mecánicas, se estropean los semáforos y hasta estallan las cañerías del agua.
-Véngase usted a mi casa. Necesita descansar, reponerse.
-Ni hablar -repuso, tajante-. Continuaré mi camino hacia el sur, a pie y por sendas. Cómpreme usted unos bocadillos y aléjese de mí. Ya le dije que mi compañía puede comprometerlo.


No lo he vuelto a ver, aunque estos días he recorrido varias veces los subterráneos de Cibeles. Por fin, y como un homenaje a su delirio y a su persona, he decidido escribir esta narración. Debo señalar que comencé a grabarla en el ordenador, pero que el texto se me ha borrado cuatro veces, tras la reiteración de insólitos apagones. Me puse entonces a la máquina de escribir, pero sin duda el largo desuso la ha estropeado, pues el carro se atascó y no he conseguido arreglarlo, con lo que he debido volver al ordenador, aunque cuidando de ir grabando poco a poco mi texto, en una labor casi artesanal. Todo ello me hace gracia, pese a todo, pues parece orquestar verazmente mi homenaje.
He decidido también que esta sea la introducción a mi Libro de los Naufragios, pues de un naufragio se trata, al fin y al cabo. Y mi proyecto es comenzar el libro de inmediato, después de poner en orden los demás estropicios de la casa.
Pues, como si se hubiesen puesto de acuerdo -no en vano cumplen todos ellos un plazo similar de funcionamiento, ya bastante largo, por cierto- se me están estropeando los aparatos electrodomésticos y tengo una grave avería en el cuarto de baño, con lo que mi vida está empezando a resultar bastante incómoda.

Aventuras e invenciones del profesor Souto, 2017.
 

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