Lo conocí hace unos años, la primera vez que visité aquellas
costas para recoger información destinada al libro de naufragios
que, desde hace tanto tiempo, estoy intentando escribir. Me habían
hablado del lugar agreste frente al que se fue a pique The
Serpent, buque escuela de la armada británica, una noche de
1890. En el desastre perecieron al parecer trescientos hombres, cuyos
cuerpos fueron sepultados por los vecinos de los alrededores en un
rústico fosal, llamado desde entonces Cementerio de los ingleses.
Yo ya había bajado
hasta el lugar -situado frente a la mar brava, en un declive del
terreno especialmente silvestre y propicio a la melancolía- y
contemplaba aquel conjunto de viejas losas de piedra, descuidado y
ruinoso, cunado llamó mi atención un repentino alboroto de aves que
graznaban. Bastantes metros más abajo del punto en el que me
encontraba, cinco o seis gaviotas remontaban el vuelo.
La causa de aquel
sobresalto resultó ser un hombre que ascendía la ladera, saltando
con agilidad de roca en roca. Cuando llegó a mi altura me saludó en
castellano muy finamente y continuó su camino sin detenerse. Portaba
en bandolera una pequeña grabadora de sonido y un macuto de lona muy
sucio.
Su aspecto era tan
pintoresco -largas greñas grises bajo una vieja visera, enrevesada
barba sobre una camiseta de algodón que llevaba impresa publicidad
de un refresco, flaquísimas piernas peludas que sobresalían de un
pantalón corto demasiado ancho y remataban en multicolores zapatos
deportivos- que lo reconocí sin dudar cuando, aquella misma noche,
coincidimos ambos en asientos contiguos en la taberna donde solía yo
perder algunas horas cada jornada, a falta de otra distraccioón y
tras haber asistido a la primera subasta del pescado.
La taberna es oscura
y ruidosa; en el pueblo hay otras dos, acaso más confortables, pero
yo me había hecho cliente de aquella tras establecer con el patrón
-un tipo cabezudo, de grandes manos, siempre mal afeitado- una
peculiar relación. Pues la primera de las noches en que me senté
en su taberna me cobró por el whisky un precio extraordinariamente
barato, pero la noche siguiente, al preguntarle el precio de mi
consumición, el honmbre duplicó sin titubear la cantidad de la
noche anterior, e hizo algo similar la tercera noche, hasta fijar un
precio tan disparatadamente desproporcionado, que yo le entregué con
resolución una cantidad bastante inferior -la que me parecía justa-
sin que él manifestase protesta alguna.
A partir de entonces
se estableció entre nosotros un pacto tácito -yo pagaba por mis
consumiciones un precio que estimaba razonable, y él recibía mi
dinero sin comentarios ni objeciones- que me sentía obligado a
revalidar a diario, convirtiéndome así en un parroquiano fiel.
-¿Le gustó el
Cementerio de los ingleses? -me preguntó mi vecino.
-Es un lugar
solitario y salvaje, pero muy hermoso -repuse.
-Cada aniversario,
durante setenta y cinco años desde el naufragio, los británicos
enviaron un barco para que disparase allí enfrente las salvas
reglamentarias. Luego, dejaron de enviarlo.
Yo dije que aquel
suceso debió de ser muy dramático.
-En aquellas mismas
playas hubo por lo menos cinco naufragios más en nuestro siglo,
todos también muy trágicos -repuso.
El tabernero le
trajo una copa de orujoy señalé con un gesto que estaba invitado.
Luego le informé de que , precisamente, yo estaba recogiendo
información sobre ese tipo de catástrofes.
-Ya había oído
hablar de esa afición suya -repuso-. Aquí se sabe todo en seguida.
Yo conozco bien toda la costa de esta parte, pues estoy grabando las
playas.
No comprendí el
sentido de sus palabras.
-¿Grabando las
playas?
-Ya puede suponerse
usted: los ruidos de las olas, en las distintas mareas, según las
estaciones. Nos parece que la mar suena igual, salvo la mayor o menor
intensidad del oleaje, pero cada lugar de la costa, cada playa, tiene
un sonido diferente.
Me dijo que se
llamaba Souto, que había sido profesor de alguna materia relacionada
con las humanidades, pero que estaba ya retirado y que -según señaló
con aires de orgullosa confidencia- se dedicaba casi por entero a la
investigación.
-También vendo
seguros de diversos ramos. Parece que mi aspecto estrafalario infunde
mucha confianza -añadió con tono burlón.
Coincidíamos en la
taberna casi todas la noches, y cada vez que nos encontrábamos
continuaba aquella conversación nuestra, repartida entre mi
curiosidad por los naufragios y su obsesión por el ruido de las
aguas. Me contó que las investigaciones a las que se dedicaba habían
partido de su curiosidad por el ruido de las corrientes de agua.
-¿Ha escuchado
usted alguna vez un manantial, un arroyo, mientras fluye en la noche?
Después de cierto lapso de tiempo, el sonido del agua sugiere risas
y cantos de mujer. De ahí debe venir, pensé yo, toda la mitología
sobre las ninfas acuáticas, esas náyades y esas nereidas, las xanas
de algunas fábulas de otros pueblos del norte.
Me dijo que había
grabado muchas horas de sonidos de agua y que pretendía aplicar un
programa informático para identificar los elementos acústicos
básicos, como paso previo a la definición de lo que se pudiera
llamar el lenguaje de cada una de las fuentes.
-Cuando consiga
reunir algún dinero, naturalmente, pues mi proyecto no ha merecido
por ahora ningún interés por parte de instituciones privadas o
públicas.
El objetivo de
aquellos esfuerzos me resultó bastante chocante. Sin embargo, como
si comprendiese los motivos de mi extrañeza, añadió que, al hablar
de lenguaje, no quería referirse a una expresión racional para la
voluntaria comunicación. Lo dijo de modo tan apresurado, que
inmediatamente sospeché que pensaba exactamente lo contrario.
Aproveché el verano
siguiente para regresar a aquella comarca lejana y arcaica.
Continuaba tomando notas para ese Libro de Naufragios cuyo
comienzo, acaso por la abundancia de documentación que he llegado a
reunir para elaborarlo, cada vez me resulta más difícil.
Encontré a Souto en
la taberna Caramiñas, con el mismo aspecto extravagante -y creo que
hasta con las mismas ropas- que el anterior verano. Tras los saludos
iniciales me interesé por el desarrollo de sus investigaciones
acústicas, pero me respondió diciendo que las había abandonado.
-El asunto económico
-confesó-. Sin ayuda no puedo pensar en ese programa. Pero ahora
estoy metido en otra recherche muy interesante.
Buscó en el sobado
zurrón varias fotografías, que me fue mostrando. En todos los casos
el motivo eran grandes peñascos o cúmulos de rocas. Mientras me las
enseñaba, iba indicando el lugar de donde procedían. Yo le
escuchaba con paciencia, esperando conocer el tema de su nueva
investigación.
-Los signos en las
rocas -exclamó al fin-. Todos estos peñascales ofrecen formas
fantásticas, pero lo verdaderamente extaordinario del asunto son las
inscripciones. En algunos lugares parece que la mano del hombre ayudó
a que las rocas presentasen aspecto zoomofórcio, pues se trata de
enclaves que fueron sagrados, y hasta hay quien dice que en los
pedreros de Traba estuvieron las famosas Aras Sextianas. Estas
fisuras y muescas, estas incisiones, tan similares a pesar de
provenir de yacimientos diferentes, que pudieran parecer haber sido
originadas por la mano humana, se adaptan demasiado bien a la
conformación de cada roca para no tener un origen natural. Pero, por
otra parte, si fuesen debidas a la simple erosión ¿cómo es posible
que se repitan idénticos esquemas gráficos en todas las rocas de
estructura y composición diferente?
-Otro lenguaje -me
aventuré a decir, para romper el enfático silencio que mantenía
tras su explicación.
Sacó del macuto
muchas hojas de papel repletas de trazos.
-Sería cuestión de
aclarar el concepto, pero yo no lo negaría.
Recordé entonces
sus ambiguas hipótesis del año anterior y le pregunté,
insidiosamente, si podía tratarse de algún lenguaje proveniente de
las propias rocas. Miró de soslayo, acercó su cabeza y, tras
sujetarme un brazo con firme apretón, murmuró:
-Se podría pensar
en un lenguaje secreto, destinado a no se sabe qué secretos
comunicantes.
En su pacífica y
elaboradísima manía, estaba agrupando los signos conforme a un
código que, según afirmaba, podía tener relación con las
estructuras elementales de la materia. Por lo demás, continuaba
siendo hombre de conversación amena y de buen sentido y claro
entendimiento. Aquel verano nos despedimos con manifestaciones de
mutuo afecto, haciéndonos el propósito, que no cumplimos ninguno de
los dos, de mantener correspondencia escrita.
Transcurrieron
cuatro años sin que yo visitase otra vez aquellas tierras. Entre
tanto, hice algunos viajes al extranjero o hube de quedarme en casa,
aquejado por una de esas fastidiosas enfermedades que parecen esperar
nuestras vacaciones para asaltarnos. Por fin, el año pasado me
propuse un viaje que bordease las costas de la antigua Gallaecia,
desde el oriente de Asturias hasta las tierras del norte portugués.
Pasé frente a la
taberna Caramiñas un día de mucha lluvia y pregunté por Souto. Mi
viejo conocido, el tabernero mal afeitado de manos enormes, me dijo
que mi amigo hacía una vida bastante retirada, en la casa que había
sido de sus abuelos. La casa está cerca de la carretera de Vimianzo
y decidí hacerle una visita.
Es una casa antigua
de piedra, trazada con buenas proporciones y que estuvo bien
construida, pero que ha sufrido mucho la desatención de los humanos.
En la actualidad, con los ringleros de tejas sujetos por grandes
piedras y otros remedios tan baratos como ese contra las inclemencias
del tiempo, presenta un aspecto ajemplar de implacable decrepitud.
Golpeé varias veces
la aldaba, pero nadie acudió a mis llamadas. Y estaba ya resuelto a
marcharme, cuando oí una voz que, desde el otro lado de las maderas,
inquiría en gallego el nombre del visitante y la razón de la
visita. Declaré mi nombre y que solamente quería saludar a don
Eduardo Souto. La puerta se abrió con muy literario rechinar de
pestillo y crujir de goznes, y me encontré con el propio Souto, que
me observaba desde el zaguán con un paraguas en una mano, zuecos en
los pies y sobre las espaldas una de esas capas de paja que llevaban
los campesinos hace más de veinticinco años.
Comprendí muy
pronto las razones de su atavío. Pues, tras pedirme que lo
acompañase a su estudio y recorrer oscuros pasillos, me llevó a un
pequeño corral donde, bajo una lona rodeada por un frondosísimo
conjunto de hiedras y hortensias -que, a su vez, estaba cubierto por
un emparrado chorreante- había una mesa de madera.
-Trabajo aquí
fuera, porque es el único lugar seguro de la casa -me informó, tras
invitarme a tomar asiento en una silla de cuero-. Claro que los días
como hoy son un fatidio.
Se sentó en su
lugar de trabajo. Tenía las greñas de la cabeza y de la barba más
crecidas que nunca, pero sus ojos seguían manifestando mucha viveza.
-De modo que otra
vez por aquí, después de tanto tiempo- añadió.
-Surgieron
otros viajes -expliqué-. Ahora estoy recorriendo las costas, desde
Ribadesella hasta Oporto. Los contornos marítimos de un mundo
perdido.
-¿Y
ese Libro de Naufragios?
-No lo
he comenzado aún -repuse, confuso ante su buena memoria-. Tengo
demasiados datos.
Guardó
silencio durante un rato. El rumor de la lluvia marcaba las fronteras
de un espacio sonoro que, complementado por límites de otra
naturaleza -el verde de la vegetación, el azul cobrizo de los
líquenes-, parecía localizarse fuera de lo cotidiano, en un tiempo
sin usos ni rutinas. Habló al fin de sus investigaciones, con voz
forzadamente sigilosa.
-He
avanzado mucho, pero he llegado a un punto que considero en extremo
peligroso, e incluso mortal.
Los
adjetivos eran tan violentos e incongruentes, que preferí no
asumirlos.
-¿Identificó
los signos de las rocas? -pregunté.
-Era
solo una intuición que no podía solucionarse por las vías de la
lógica -repuso-. Si realmente se trata de un código, no parece
estar elaborado con la razón ni destinado a la compresnión humana.
Pero por ahí comenzaron mis especulaciones. Un día, rebuscando
entre unas peñas, encontré un hacha de piedra pulimentada. Ya sabe
usted que por todo el noroeste han considerado tal objeto, hasta hace
poco, la piedra celeste por antonomasia, la piedra del rayo, buena
para usos sanitarios y benéficos, de carácter más o menos mágico.
La llevé en la mano muchos días, sintiendo con gusto su tacto, tan
suave. Pensaba que aquel era uno de los primeros instrumentos
inventados por el hombre, y su manoseo me llenaba de fantasías que,
aunque vertiginosas, no dejaban de pertenecer a lo ordinario. Mas un
día se me ocurrió una idea terrible: que había sido el instrumento
quien había encontrado la mano, y no al revés. ¿Usted me
comprende?
Arrebujado
en mi chubasquero, yo le escuchaba comprendiendo que su manía estaba
desbordando los contornos de la excentricidad.
-Que,
convirtiéndose en instrumento, ese pedazo de materia inanimada,
inorgánica, incapaz de esta palpitación a la que nosotros
pertenecemos, había conseguido comenzar a participar en la historia
de las cosas vivas.
Dejó
de llover, pero desde las hojas de la parra siguieron escurriendo
goterones que resonaban en el toldo con ritmo de tamboril. Yo le
escuchaba absorto, muy interesado por el curso de aquel delirio que,
de todos modos, tenía la verosimilitud de las ficciones.
-Así
fui sospechando que lo inorgánico nos ha venido utilizando, de
manera cada vez más compleja, para organizarse. Del mundo inorgánico
ha salido la mayoría de nuestros instrumentos, armas, herramientas.
Creemos que las botellas, los relojes, las máquinas de escribir, los
automóviles, los bolígrafos, las lámparas, son objetos creados
para nuestro servicio y acomodo, y en realidad estamos dando cada vez
mayor protagonismo a las cosas, convertidas en un variadísmo soporte
de nuestro bienestar. Unos siglos más, y la materia inorgánica
habrá salido definitivamente de su inmemorial inmovilidad y se
adueñará del mundo.
La
desmesura de sus explicaciones tenía la sustancia convincente de
esos artificios que dejan absorto al público en determinados
espectáculos; y yo intuía, con una mezcla de gusto y temor, que un
suceso inesperado corroboraría súbitamente sus confesiones, para
demostrar, con la presencia de lo imposible, que todo aquello no era
producto de un embeleco.
-Estoy
escribiendo mi testimonio de ello. Pero ya he sido descubierto.
-¿Descubierto?
-pregunté-. ¿Por quién?
-¿Por
quién va a ser? -dijo, mirándome con extrañeza durante largo
rato-. Solo en esta parte de la casa tengo cierta tranquilidad
-prosiguió-. Las cerraduras comenzaron a estropearse hace ya tiempo,
dejándome a menudo encerrado en las habitaciones. Las ollas se
desportillan y cuartean sin razón alguna. Los vasos estallan en mi
mano. Se estropea el paso de la electricidad dos o tres veces cada
noche. A veces la casa misma se bambolea, como bajo los efectos de un
terremoto. Intenté mecanografiar mi ensayo, pero las teclas no me
obedecen y el carro corre sin motivo. Otro diría que la casa está
embrujada, pero yo conozco la verdad. Y sé que, si no he sido
destuido aun, es por la virtud de mi insignificancia. No se me teme
lo suficiente. Pero soy objeto de continuas molestias, engorros y
hasta burlas.
En
aquel momento se oyó a mis espaldas el fuerte ruido de un objeto
aplastándose contra el suelo. Souto se levantó de un salto y,
atravesanto el corral rápidamente, regresó a mi lado llevando en
sus manos un pedazo de madera que parecía la hoja de un ventanuco.
-¿Lo
ve usted? -dijo-. Las sujeciones se han desatornillado solas. Me
sucede habitualmente. Podría haberle roto la cabeza.
Comprobé
el extraño aspecto que ofrecía aquel marco de donde los tornillos
habían desaparecido limpiamente, sin que huella de esfuerzo alguno
hubiese marcado la profundidad del orín y la perfección geométrica
de los antiguos orificios.
-¿Qué
piensa usted hacer? -pregunté cuando se sentó de nuevo.
-Quiero
emigrar a lo más profundo de la selva tropical -repuso, muy
seriamente- para sentirme inmerso en lo orgánico, lejos de las
herramientas mecánicas o electrónicas, de los motores, de las
casetes, de las cuchillas de afeitar. Tengo dinero suficiente para el
viaje, pero no sé si podré conseguirlo.
-¿Por
qué?
Me miró
con una intensidad en que era evidente, junto con su angustia, su
extrañeza ante mi falta de perspicacia.
-¿No
lo comprende? Hasta llegar allí, todos los medios están bajo su
control. Intentaré viajar a lomos de mulas, cruzar el estrecho a
vela, o a remo. Pero no tengo ninguna confianza en conseguirlo.
Llovía
otra vez con fuerza en el momento de despedirme de él. Y cuando dejé
atrás su casa, todo el paisaje tenía esa tristeza sarcástica de la
locura.
No
volví a ver a Souto hasta la semana pasada. Cruzaba el paso
subterráneo de Cibeles cuando, entre los vagabundos y mendigos que
allí suelen vivaquear en estos meses de invierno, me pareció
reconocer su inconfundible figura. Me acerqué a él y lo identifiqué
enseguida. Llevaba las mismas greñas bajo la visera marinera y sus
sucias y largas barbas de profeta.
-¡Souto!
-exclamé-. ¿Qué hace usted aquí?
Me
reconoció inmediatamente. Su mirada no había perdido nada de su
brillo.
-Venga
conmigo -repuso.
Echó a
andar con paso rápido, dirigiéndose al Retiro, y solo cuando
estuvimos bien adentrados en uno de los paseos laterales del parque,
entre la fronda, me dirigió otra vez la palabra.
-No
quise hablarle antes, pues puedo comprometerlo -dijo.
-¿Qué
hace usted aquí? -insistí.
-Mi
viaje no puede cumplirse. Todo parece estar en contra mía. Un
incendio destruyó mi casa. Compré dos mulas y una fue muerta por un
rayo y la otra pereció al desplomársele encima un muro. Tomé el
tren -con toda clase de prevenciones- y descarriló cerca de Ávila.
Habrá leido usted que perecieron veintiocho personas. He llegado a
Madrid andando y vivo entre vagabundos, pues además no me queda ni
un céntimo. Pero a mi paso se detienen y bloquean las escaleras
mecánicas, se estropean los semáforos y hasta estallan las cañerías
del agua.
-Véngase
usted a mi casa. Necesita descansar, reponerse.
-Ni
hablar -repuso, tajante-. Continuaré mi camino hacia el sur, a pie y
por sendas. Cómpreme usted unos bocadillos y aléjese de mí. Ya le
dije que mi compañía puede comprometerlo.
No lo
he vuelto a ver, aunque estos días he recorrido varias veces los
subterráneos de Cibeles. Por fin, y como un homenaje a su delirio y
a su persona, he decidido escribir esta narración. Debo señalar que
comencé a grabarla en el ordenador, pero que el texto se me ha
borrado cuatro veces, tras la reiteración de insólitos apagones. Me
puse entonces a la máquina de escribir, pero sin duda el largo
desuso la ha estropeado, pues el carro se atascó y no he conseguido
arreglarlo, con lo que he debido volver al ordenador, aunque cuidando
de ir grabando poco a poco mi texto, en una labor casi artesanal.
Todo ello me hace gracia, pese a todo, pues parece orquestar
verazmente mi homenaje.
He
decidido también que esta sea la introducción a mi Libro de los
Naufragios, pues de un naufragio se trata, al fin y al cabo. Y mi
proyecto es comenzar el libro de inmediato, después de poner en
orden los demás estropicios de la casa.
Pues,
como si se hubiesen puesto de acuerdo -no en vano cumplen todos ellos
un plazo similar de funcionamiento, ya bastante largo, por cierto- se
me están estropeando los aparatos electrodomésticos y tengo una
grave avería en el cuarto de baño, con lo que mi vida está
empezando a resultar bastante incómoda.
Aventuras e invenciones del profesor Souto, 2017.
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