Como hacía una mañana muy
agradable, decidí ir a la oficina dando un paseo. Todo iba bien, si
exceptuamos que al mover el pie derecho me parecía escuchar un ruido
como de sonajero proveniente del dedo gordo de ese pie; daba la
impresión de que algún objeto duro anduviera suelto en su interior
golpeándose contra las paredes.
Cuando
llegué al despacho me descalcé y comprobé que, en efecto, el
sonido procedía del pie y no del zapato. Observé el dedo gordo
desde todos los ángulos por si tuviera alguna grieta o ranura que
permitiera asomarse a su interior, pero choqué con una envoltura
hermética, repleta de callosidades y muy resistente a mis
manipulaciones. Finalmente advertí que la uña actuaba como tapadera
y que se podía quitar desplazándola hacia adelante, igual que la de
los plumieres. De este modo, abrí el dedo y vi que estaba lleno de
pequeños lápices de colores que se habían desordenado con el
movimiento. Los coloqué como era debido y luego me entretuve con los
otros dedos, cuyas tapaderas se quitaban con idéntica facilidad. En
uno había un cuadernito con dibujos para colorear. En otro, un
sacapuntas diminuto; en el siguiente, una reglita; por fin, en el más
pequeño, encontré una goma de borrar del tamaño de un valium.
Saqué el cuaderno y un lápiz para pintar, pero en ese momento se
abrió la puerta del despacho y apareció mi jefe, que se puso pálido
de envidia y salió dando gritos. La verdad es que yo no había
tenido la precaución de colocar las uñas en su sitio y me pilló
con todas las cajas de los dedos abiertas. Por taparlas con prisas me
hice algunas heridas y me han traído al hospital. Ahora estoy
deseando que me manden a casa para mirar con tranquilidad lo que
tengo en los dedos del pie izquierdo, porque cuando lo muevo suenan
como si hubiera canicas de cristal.
Algo que te concierne, 1995.
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