El señor Epidídimus, el
magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo,
sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había
vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén.
Le
ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y
remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus
no lo reconoció. En lugar de calles de tierra había bulevares
asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido
reemplazadas por torres de departamentos.
Al
doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén
donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase
aquí. -le dijo al chofer. Descendió del automóvil y entró en el
almacén. Todo se conservaba igual que en la época de su infancia:
las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas
y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El
señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás:
un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a
vinagre, a aceitunas, a acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso
nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía
en el tiempo.
Desde
la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas
son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El
señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con
paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y
botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La
noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban
convertidas en un lodazal.
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