Era una excursión que María Luisa hacía todos los años a
principios de otoño. Cuando su marido marchaba con algún amigote a
Biarritz o a San Juan de Luz, ella tomaba la diligencia que va
recorriendo los pueblecitos de la costa de Guipúzcoa, y en uno de
ellos se detenía.
Aquel viaje era para
ella una peregrinación al santuario de sus amores, lugar donde su
espíritu se refrescaba con las dulces memorias de lo pasado, y
descansaba un momento de la fiebre de una vida ficticia.
Allá, en el
camposanto de uno de aquellos pueblos colocados junto al mar, dormía
el sueño eterno el hombre querido, en un cementerio poblado de
cipreses y de laureles, huerto perdido en el monte, rodeado de
soledad, de flores y de silencio…
Aquella tarde, al
llegar María Luisa al pueblo, se detuvo, como siempre, en casa de su
nodriza. Estaba rendida del viaje; se acostó temprano y durmió
hasta la madrugada con un sueño intranquilo.
Se despertó con un
sobresalto; abrió los ojos; ni un rayo de luz se filtraba en la
alcoba. Debía ser de noche. Trató de volver a dormirse, pero iban
acumulándose en su cerebro tantos recuerdos, tantas fantasías, que
para calmar su excitación saltó de la cama, se vistió ligeramente
y fue tanteando en la oscuridad hasta encontrar la ventana y abrirla.
El amanecer era de
otoño. Una gasa de niebla luminosa llenaba el aire; ni un ruido, ni
un signo de vida rompía la calma del crepúsculo. A lo lejos se oía
el murmullo del mar, lento, tranquilo, sosegado…
El pueblo, el mar,
los montes, todo estaba borrado por la bruma gris, que empezaba a
temblar por el viento de la mañana.
María Luisa,
pensativa, encontraba tranquilidad al contemplar la niebla opaca y
maciza que impedía a los ojos ver más allá. Poco a poco, sus
pupilas, ensanchadas en presencia de las tinieblas, iban
sorprendiendo aquí una sombra sin contornos; allá la claridad de la
arena de la playa, y las siluetas sin forma aparecían y desaparecían
con los movimientos de las masas de bruma.
El viento era de
tierra húmedo y tibio, lleno de olores acres, de efluvios de vida
exhalados de las plantas. A veces, una bocanada de olor a marisma
indicaba la presencia del viento del mar.
La luz de la mañana
empezaba a esparcirse por entre los grises cendales de la niebla;
luego, ya las formas confusas y sin contornos claros se iban fijando,
y el pueblo, aquel pueblecillo de la costa guipuzcoana, formado por
negros caseríos, iba apareciendo sobre la colina en que se asentaba,
agrupado junto a la vieja torre de la iglesia, mirando de soslayo al
mar, al mar verdoso del Norte, siempre agitado por inmensas olas,
siempre fosco, murmurador y erizado de espuma.
Se desarrollaba con
lentitud el paisaje de la costa, veíanse a la izquierda montones de
rocas, sobre las cuales pasaba la carretera; a la derecha se dibujaba
vagamente la línea de la playa, suave curva que concluía en grandes
peñones negros y lustrosos, que en las bajas mareas se destacaban a
flor de agua como monstruos marinos nadando entre nubes de espuma.
Ya el pueblo
comenzaba a despertar. El viento traía y llevaba el sonido de la
campana de la iglesia, cuyos toques, reposados y lentos, de la
oración del alba vibraban en el aire empañado del angustioso
crepúsculo.
Se abrían las
ventanas y las puertas de las casas; los labradores sacaban el ganado
de los pesebres a la calle, y en el silencio del pueblo sólo se oían
los mugidos de los bueyes, que, con las cabezas hacia arriba y las
anchas narices abiertas, respiraban con delicia el aire fresco de la
mañana.
Ante aquellas vidas
humildes y resignadas, en presencia del mar que gemía y de la
religión que le hablaba por la voz de la campana una vaga languidez
invadió a María Luisa, y sólo cuando los rayos del sol entraron en
el cuarto se sintió animada, se miró al espejo y encontró en sus
ojos una expresión dulce, de soñadora tristeza.
Se preparó para
salir: se puso un trajecillo de color violeta oscuro en la cabeza, un
canotier sin adornos; se cubrió la cara con un velillo blanco,
cuajado de graciosas notas, y salió a la carretera, llena de charcos
de agua amarillenta.
De cuando en cuando
se encontraba con algún boyerizo que con el palo al hombro, marchaba
delante de los bueyes, que iban a lento paso, arrastrando las
chirriantes carretas.
María Luisa
respondía a los saludos que la dirigían.
Luego fue
acercándose al pueblo cruzó la plaza, desierta, y pasó por debajo
de un arco pequeño de piedras ennegrecidas por la humedad a una
callejuela llena de pedruscos, estrecha y en cuesta, en donde
descansaban de sus antiguas faenas algunas barcas medio podridas, con
la quilla al descubierto.
En la clave de arco,
resto de la antigua muralla que rodeó al pueblo, veíase una imagen
toscamente tallada, y, debajo de ella, una guirnalda de hierbajos
crecía en los intersticios de las piedras.
Desde el final de la
callejuela se veía la playa. Era un desbordamiento de alegría el
que iba inundando el paisaje, a medida que el sol destrozaba las
nubes y las nieblas subían del mar para desvanecerse en el aire.
El ambiente se
purificaba, aparecían jirones de cielo azul, de un azul pálido, y
en las faldas de los montes se veían, al descorrerse la niebla, aquí
un caserío solitario en medio de sus verdes heredades de forraje;
allá un bosquecillo de hayas y de robles; en las cimas, piedras
angulosas y algún que otro
arbusto raquítico
de ramas descamadas.
Hacía calor en la
playa. María Luisa apretó el paso hasta llegar al extremo del
arenal, y allí, en una roca, se sentó, fatigada.
El mar, terso y
ceñudo, se obstinaba en rechazar la caricia del sol, amontonaba sus
brumas pero en balde; la luz dominaba, y los rayos del sol empezaban
a brillar sobre la piel ondulada del monstruo de las olas verdosas.
De repente, el sol
pareció adquirir más fuerza; el mar se fue alargando y alargando,
hasta unirse en línea recta con el horizonte.
Entonces se vieron
llegar las olas; unas, oscuras, redondas, impenetrables; otras,
llenas de espuma, algunas, como alardeando de sinceridad, mostraban a
la luz del día sus interiores turbios; allá, en las puntas, se
estrellaban furiosas contra las rocas; a la playa llegaban suaves,
con languideces de
mujer convaleciente,
bordando una puntilla blanca sobre la playa, y al retirarse dejaban
en la arena negruzcas algas y oscuras medusas, que brillaban con
destellos a la luz del sol.
La mañana parecía
de verano, y, sin embargo, en los colores del mar, en el suspiro del
viento, en los murmullos indefinidos de la soledad, sentía María
Luisa la voz del otoño. El mar le enviaba en sus olas la vaga
sensación de su grandeza.
Y al compás del
ritmo del mar, el ritmo de su pensamiento le llevaba a la memoria los
recuerdos de sus amores.
Y llegaban como
oleadas imágenes de aquellas horas que pasaron los dos, solos,
tendidos en la arena de la playa sin hablar, sin pensar, sin formar
ideas, fundiendo su espíritu con el espíritu que late en las olas,
en las nieblas, en el mar inmenso.
Allá, en aquel
mismo sitio, le había conocido; hacía ya diez años, ¡diez años!
Había empezado por tenerle compasión viéndole enfermo, y al oírle
y al hablarle quedó estremecida en lo más oculto de su alma; ella,
indiferente se sintió enamorada ella satisfecha de ser estéril,
sintió envidia por la maternidad.
Las ráfagas del
deseo crisparon sus nervios cuando, solos los dos, sentían
reflejarse en sus espíritus los grandiosos crepúsculos de agosto,
cuando el sol rojizo se ocultaba en el horizonte y el mar palpitaba
con reflejo de escarlata. ¡Diez años pasados! ¡Diez años! Quizá
era esto lo que más sentía ella.
Miraba en el
porvenir la indiferencia, el cielo ceniciento de la vejez. ¡Diez
años! ¡Y entonces ella tenía veintiocho!
«Y llegarán otras
primaveras y otros veranos —pensó con desesperación—, y ante el
mismo mar que ruge, agitado en olas inmensas; ante los mismos
crepúsculos rojizos y las mismas noches estrelladas, germinarán
otros amores y otras ilusiones en otras almas, y yo habré pasado
como la espuma que brilló un momento.»
Y María Luisa
contempla la playa solitaria y triste, y del mar, que suspira bajo el
cielo pálido del otoño, llega a su espíritu la vaga sensación del
océano a agrandar la melancolía que siente al ver su decadencia.
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