domingo, 23 de agosto de 2020

La criatura. Carlos Burgos.

No empecé a tener problemas con mi novia hata que conocí a su perro. Una especie de mutación mimada, estúpida y caprichosa con ladrido de alfiler.
La Criatura -ése fue el nombre que le puse- ladraba por cualquier estupidez mientras desayunábamos, hasta que se salía con la suya: joder mi desayuno-ritual con cereales. Como colofón, mi novia le permitía lamer su boca, diciéndole: "Sí, cariño, besitos, besitos a mamá". Cuando era frecuente que minutos antes se hubiese estado lamiento su esfínter perruno.
El resto de La Critaura debía ser -según le dijo a mi novia el veterniario- una mutación híbirda de pincher con chihuahua; popurrí genético que le otorgaba un aspecto repulsivo: párpados a punto de escupir el globo, cuello excesivamente largo -de entrometido-, aspecto enclenque y cabeza de morro cerdil rematada por orejas de conejo.
Cuando alguien le preguntaba por la raza de La Criatura, mi novia, que detestaba confesar que le habían estafado, aseguraba que era un katori japonés; raza que, afortunadamente para la dignidad de los cánidos, no existe.
No supe de su existencia hasta que nos fuimos a vivir juntos y, claro, La Criatura vino en el lote.
Desde el primer día convivir con eso fue insufrible; todo se disponía por y para su conveniencia. Para colmo, esa noche se emperró en dormir entre ambos, porque, según mi novia, se celaba: "Eso no es bueno para un katori japonés".
Hiciera bueno o mal tiempo, padecía la humillación de sacarlo a pasear, al menos una vez. Lo que conllevaba recoger sus excrementos; aunque a veces, si esperaba lo suficiente, se los comía él solito con fruición. Entonces le felicitaba concienzudamente para reforzar el hábito, deseando que en una de sus ingesta estirase la pata en pleno proceso de reciclado.
Aunque el chucho no era el único que se aliviaba a gusto; vivir con él me producía un efecto laxante continuo. No sé si era debido a los nervios que me causaban sus lamentos, o a esa euforia estúpida y repentina que le hacía brincar tirando todo a su paso.
Finalmente de tanto ir al váter, y debido a los picores que padecía descubí algo vivo en mis deposiciones. Lo sé, es repugnante; pero más repugnant es la forma de contagio -según me explicó el doctor- de la Ascaris Lumbricoides. Un gusano que vive en cualquier intestino que se precie, cuyas hembras reptan con nocturnidad hasta la parte externa del ano y depositan allí sus huevos. Cuando el perro se lame la zona, los huevos de las Ascaris se le quedan prendidos del morro, a la espera de que algún estúpido lo bese.
Por aquel suceso tuvimos una buena crisis de pareja, de esas que sólo se solucionan atiborrándote a pastillas. Sólo que en este caso fuimos los tres quienes tuvimos que tomarlas, por prescripción veterinaria.
Me repugnaba tanto haber tenido algo vivo dentro del cuepro, en el recto, que me sentí violado por culpa de La Criatura y tuve que empezar a ir a terapia semanalmente.
La solución que me dio este buen hombre, por setenta euros la hora durante dos meses, fue: "Regálelo, déselo a alguien en adopción, o rompa su relación de pareja".
Fue a raíz de este diagnóstico cuando empecé a sentirme más hundido, presa de una situación que empeoraba a diario.
Quizá por ello me volví un neurótico, y las noches que le tocaba cocinar a mi novia todo tenía un regusto a pienso. Seguramente no se lavaba las manos después de estar toqueteando la comida de La Criatura -porque cenaba siemrpe antes, por norma- y, como le solía servir la suya en nuestros platos, decidí ser yo a partir de entonces el encargado de la cena. Así por lo menos controlaba el proceso de manipulación y lavado de ingredientes.
Con respecto al asco que me daba darle de comer en nuestros platos, y como sabía que era una batalla perdida convencer a mi novia de la cantidad de gérmenes que podíamos compartir con su perro, le compré un comedero en la tienda de mascotas e hice que grabasen el nombre, elegido por mi novia cuando algún sádico le regaló el bicho: Papito.
Curiosamente, de vez en cuando también lo usaba para reclamar mi atención, pero lo que puso al límite mi elástica y holgada paciencia fue que, por culpa de esa abominación esmirriada, nuestra vida sexual se extinguió. Como si fuera un saurio que se rinde en pos de los mamíferos cuadrúpedos, estúpidos, y esmirriados. No había nada que hacer.
A mi novia no le gustaba hacerlo en su persencia porque: "Papito es muuy listo y se da cuenta de todo". RAzón por la que intentaba participar con una especie de apéndice vermiforme torcido como un alambre. Si lo sacábamos de la habitación era peor, porque se quedaba junto a la puerta lamentándose, arañándola y resoplando..., haciendo imposible que me concentrara.
Ante mi repentina e "inexplicable" incompletencia amorosa, mi novia me compró una caja de Viagra, y yo, que no pude hacerle razonar sobre cuál era el verdadero motivo de mi falta de entusiasmo, metía las pastillitas azules en la comida del perro; que se pasaba el día comiéndse sus excrementos empalmado.
Parece mentira que uno pueda acostumbrarse a las abominaciones rutinarias que suponen convivir con algo como La Criatura, pero cuando me estaba haciendo la ilusión de conseguirlo, el muy mierdero se introdujo en mi coche nuevo y me decoró la tapicería con una mixtura de cagarrutas, pis y vómito, que sellaron su sentencia de muerte.
Mientras lo limpiaba, como si formase parte de la tarea en sí, estuve urdiendo la manera de eliminar a La Critaura de manera exculpatoria.
En todo este tiempo, me había dado cuenta de que, de darle a elegir, mi novia preferiría deshacerse de mí antes que de su "Papito querido". Por otra parte, el resultado sería el mismo de saberme culpable de su ejecución, sólo que no me lo perdonaría jamás. Eso en el mejor de los casos.
En mi caso no había perdón para La Criatura, y aunque, para hacerle justicia al coche, estuve tentado de atropellarlo, lo descarté enseguida. Porque se trataba de un perro demasiado pequeño como para acertar al volante. Además, habría que hacerlo en exteriores y, aparte de que me podía ver alguien, si acusaba al vecino, mi novia era capaz de ir a comparar las huellas de los neumáticos -le gustaban mucho esas series de mierda sobre la policía forense-.
Por este motivo, también descarté encargárselo a un profesional. Mi sobrino no me hubiese salido nada caro, ya que era algo que hacía gratuitamente con todo bicho viviente que se cruzase en su camino. Pero cualquiera sabe que los niños son malos cómplices y cantan sin necesidad de que se los presione a la primera de cambio. Se lo hubiera soltado a mi hermana -parece que lo estoy viendo- sin necesidad de que ella le preguntase nada: "Mama, ¿sabes lo que me ha pedido el tío que haga?". Eso le encantaría a mi hermana, que me le tenía jurada desde que se me escapó, delante de mi cuñado, que ella era la responsable del bollo que adornaba un lateral de su furgoneta nueva, y no habían sido los críos de un balonazo -como aseguraba ella-.
Me costó lo mío encontrar un método aceptable, pero, finalmente, en unos foros de Internet que abordaban el tema: "Cuál es la mejor forma de acabar con el perro de tu novia", hallé lo que buscaba.
Al día siguiente por la tarde al volver del trabajo, me detuve en una pajarería en la otra punta de la ciudad y compré varios venenos para roedores, cucarachas y gusanos -seguramente especie que comparten gran parte de su ADN con La Criatura-.
Nada más llegar a casa, me fui a hurtadillas al garaje e hice una pasta con ellos. La mezclé con un poco de cola rebajada con amoniaco, con somníferos, y para terminar con un apizca de carne picada que encontré para la cena en la nevera.
En el foro dejaban bien claro que había que dárselo durante la noche, no con la cena, sino justo antes de ir a dormir; para que hiciera efecto mientras todos duermen y no hubiese posibilidad de socorro. Al parecer -según decía uno de los usuarios en su post-, la cola rebajada con el amoniaco ejerce un efecto paralizante, que impediría que La Criatura se quejase si empezaba a sentirse mal, antes de que el somnífero hiciera efecto.
Pero a la mñana siguiente el bicho estaba hecho un nervio, como siempre. Sin asomo de debilidad o malestar.
Miré su plato y, como estaba brillante por los lametazos, le preparé otra dosis como para matar a un burro antes de irme al trabajo.
Cuando llegué por la tarde, mi novia estaba llorando en el salón. Lo que -es difícil de explicar con palabras- me produjo un estado interno de algarabía y felicidad, que hizo que yo también empezase a llorar.
Entonces ella me miró muy sorprendida y me preguntó por qué estaba llorando. Y yo, que me había dado cuenta de mi error, contesté que había tenido un día muy estresante y que al verla llorar..., que me disculpase.
La disculpa le pareció aceptable y, tras sonarse como si estuviese llamando a un paquidermo, me contó que había muerto Moka. "¿Moka?", dije. "¿Quién -coño- es Moka?". "El perro de Alicia, la vecina... -mi novia rompió a llorar-. Me lo había dejado para que pasase la tarde con su mejor amigo, Papito".
"¿Y Papito?", dije sin poder evitar que se me escapasen de nuevo las lágrimas, hecho que conmovió a mi novia. "No sabía que lo quisieras tanto. ¡Está aquí!", gritó como si estuviera abriendo un pastel sorpresa.
Y juro por Dios que ahí estaba. Su figura esmirriada y nerviosamente febril, protagonista de todas mis pesadillas, se dibujó trémulamente en la cascada que proyectaban mis lacrimales.
Entre llanto y llanto, Alicia, la vecina, hizo que le practicasen algo parecido a una autopsia, que pagó de su bolsillo junto con el nuestro por iniciativa de mi novia; cosa que, aunque sea para perros -yo no sabía que eso existe-, no es barata.
Amén de la ceremonia en un cementerio para mascotas, en la que tuve que personarme para ver una turba de plañideras, que hablaban a través de sus perros como ventrílocuos enfervorecidos: "Todos tus amiguitos del parque te queremos Moka, nunca nos olvidaremos de ti", dijo mi novia poniendo una voz aguda mientras alzaba a Papito, dejándolo suspendido frente a la tumba de Moka.
Papito no pudo evitarlo y desde esa situación de privilegio, ingrávido como estaba, se despidió de su compadre regando su tumba con un chorrito ruin. "¡Muy bien, Papito! -dijo una vieja totalmente senil-, así crecerán muchas florecitas en la tumba de tu amiguito".
Mientras la mayoría se enternecía con estas palabras pronunicadas por la demencia, sentí una náusea que me hizo retirarme tras unos árboles, donde vomité generosamente encima de la tumba de un tal Otelo: "Tú que tenías todas nuestras virtudes y ninguno de nuestros defectos", decía su epitafio.
Los resultados de la autopsia perruna determinaron que Moka había sido intoxicado con una "mixtura intencionada" de venenos. Ahora sólo faltaba encontrar al culpable.
La culpa cayó sobre un vecino del barrio, que con sus protestas públicas había dejado claro -cada vez que se cagaban en su jardín- que detestaba a los perros. Pobre hombre. Alicia y mi novia arengaron a otros vecinos, también propietarios y fanáticos perrunos, y se dedicaron a hacerle la vida imposible: le abrían las bolsas de basura antes de que pasase el camión y se las esparcían por el jardín; le arrancaron el buzón, como medida preventiva para no tener que madrugar y robarle la correspondencia, etcétera.
Yo, mientras, aterrado como estaba al ver cómo las gastaban en el barrio, me había sumado a la persecución del pobre mostruos antorcha en mano -no me quedaba otra-.
El pobre hombre se hartó de poner denunicas, y al mes, vimos a un agente inmobiliario que clavaba un letrero en el jardín de la casa. Al terminar, el último golpe evocó el sonido de un clavo fúnebre.
Pero aunque tras aquello volví a mi rutina de sumisión y obediencia, no pude deshacerme del sentimiento de venganza que clama en el interior de cualquier oprimido; por cobarde, despreciable y mísera que sea su condición.
Allí, de pie sobre el césped, mientras intentaba disolver con la manguera las mierdas que no se había comido La Criatura, tuve muy claro, a la vista del aquelarre de vecinos que celebraban su victoria con una barbacoa, que esta vez no podía haber fallo que me inculpase; ni a mí ni a otra víctima de los cánidos. Necesitaba una idea mejor.
Y me la dio una película de dibujos animados en la que un ratón frotaba un cable pelado con los restos de una sardina y, cuano el gato lamía el cable, se quedaba electrocutado, como un reo el día que toca fritanga en San Quintín.
No perdí el tiempo, aproveché que las navidades estaban a la vuelta de la esquina y convencí a mi novia para comprar un árbol y que lo decorársemos juntos. "Así nos quitamos el mal sabor de boca por lo del perro de la vecina", dije, y la idea le encantó.
Lo adornamos sin reparar en gastos, y me preocupé de que parte de los adornos fueran perrunos: huesos luminosos con lazos de colroes, golosinas con forma de gatito... Mi novia me abrazó feliz cuando encendí aquella aberración luminosa y Papito se puso a aullar. "Mira, está cantando un villancico", dijo, y se rió de su propio ingenio. "Qué bueno eres con Papito, y por eso él te quiere, te quiere mucho, ¿verdad, Papito?", dijo, y me lo acercó ofreciéndome su trasero ante los labios. Yo, que aún tenía pesadillas con Ascaris Lumbricoides del tamaño de un presidiaro que me sodomizaban, le lancé un beso a escasos centímetros y lo cogí en brazos para que mi novia no volviera a acercármelo a la cara.
Aquella noche, mientras cenábamos, experimenté un sentimiento de felicidad. Fue como un adelanto. Saboreaba que al día siguiente, al volver del trabajo, La Criatura estaría frita y nadie podría vincularme con el accidente.
Antes de acostarnos me fui al salón y con un cortaúñas pelé el cable que le daba corriente al árbol de Navidad. Sabía que mi novia no le daba permiso para entrar en el salón hasta que llegaba por las tardes del trabajo. Abrí una tarrina de paté que venía en la cesta que regalaba mi empresa, y froté el cable con su grasa amarilla hasta que desaparecieron lo grumos y el unto se hizo invisible.
A La Criatura le encantaba el paté, especialmente la grasa que lo recubre. A menudo, mi novia se lo daba en tostaditas, y el perro se volvía loco mientras se las preparaba, sólo con olerlas.
Como sé que mi novia es muy descuidada y se olvidaría de encender el árbol, compré un temporizador de esos que se ponen en los enchufes, para que se encendiera todas las tardes a las cinco y media, diez minutos antes de que mi novia llegase a casa.
A las cinco y veinte sonó la alarma de mi móvil y me levanté de mi cubículo para ir a por un café.
Lo paladeé como si fuera el brebaje de la victoria y hubo quien, al verme sonreír frente a la máquina, me preguntó si me había tocado algo en el sorteo de Navidad. Casi. A las cinco y media sería rico, para todo aquel que no confunda el dinero con la riqueza.
Eran las seis y media y no había recibido ninguna llamada de mi novia, lo cual me pareció raro. Me angustió la idea de que fallase, o el voltaje fuese insuficiente como para acabar con La Criatura. A lo peor mi novia lo había llevado al veterinario y lo estaban dejando como nuevo, la muy... Miré el reloj, aún faltaba una hora larga para que pudiera marcharme. ¿Y si llamase yo?, pensé, pero lo cierto es que nunca llamaba a esas horas y podría parecer sospechoso.
Durante el camino de vuelta a casa, me martiricé con la iea de que sospechasen de mí. Era preciso que llorase la muerte de La Criatura de forma convincente... ¿Y si mi novia compraba otro... o se lo regalaba alguno de sus amigos psicópatas? Tuve que poner las luces de emergencia y parar en el arcén para poder respirar.
Un policía motorizado se detuvo a mi lado. "No puede detenerse aquí, caballero, continúe, por favor", dijo.
Cotinué conduciendo mareado hasta llegar a casa. El coche de mi novia estaba en el garaje, lo que significaba que, si había ido al veterinario, ya estaba de vuelta.
Antes de abrir la puerta respiré hondo, para enfrentarme concentrado a lo que quiera que hubiese pasado.
"Estoy en casa", dije como hacía siempre, pero la voz me hizo un gallo. Carraspeé aflojándome el nudo de la corbata. Nadie respondió. La puerta del salón estaba abierta. El cristal de la puerta que estaba cerrada proyectaba destellos aleatorios contra el pasillo. Cuando me acerqué al umbral percibí el olor a chamusquina y el sonido de un chisporroteo eléctrico. Junto al árbol, tendido en el suelo, estaba el cuerpo humeante de mi novia con los brazos estirados, como si fuera un jugador de rugby sin pelota. Las manos parecían garras que se hubieran quedado con la forma de lo que apresaban.
La Criatura estaba sobre uno de los sofás, lamiéndose las patas delanteras. Tenía el pelo ligeramente rizado, y una línea negra en el espinazo de la cabeza a la cola; cuyo extremo parecía un cable pelado. Me fui a la cocina y me preparé una tostada de paté. La Criatura apareció moviendo su rabo despeluchado y arranqué un pedazo y se lo di. Se lo comió a toda velocidad y se puso a mirarme fijamente sin pedir más.
Mientras masticaba pensé en la policía, en la palabra asesinato e, irremediablemente, en la cárcel. Sin embargo, pese a tener esta serie de pensamienos oscuros que se encadenaban con otros cada vez más siniestros, me sentí renovado. Era una sensación parecida a la que tengo cada vez que me formatean el disco duro para instalarme los nuevos programas que ha comprado la empresa. Sí, un sentimiento de oportunidad, como cuando abres un cuaderno por primrea vez.
La policía interpretó este sentimiento como parte de un bloqueo emocional, y me enviaron a un psicólogo del cuerpo. No tuve que repetir la historia, ni me hicieron más pregtuntas. La policía forense no apareció por ningún sitio, y cada uno de los detectives y agentes que pasaron por casa se despidieron tocándome el hombro tras darme el pésame.
Durante el entierro, tuve a La Criatura todo el rato en brazos. No lo hice por guardar las apariencias, pero tampoco puedo decir por qué.
Al ver a los familiares de mi novia berrear sentí un dolor prestado, que en nada la incluía a ella.
De pie frente a su nicho me sentí aún más libre, aunque cuando volvíamos hacia los coches, la hermana pequeña de mi novia me preguntó si se podía quedar con Papito, y, todavía no sé por qué, le dije que no.

Cosecha eñe, 2010.
 

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