No empecé a tener problemas con mi novia hata que conocí a su
perro. Una especie de mutación mimada, estúpida y caprichosa con
ladrido de alfiler.
La Criatura -ése
fue el nombre que le puse- ladraba por cualquier estupidez mientras
desayunábamos, hasta que se salía con la suya: joder mi
desayuno-ritual con cereales. Como colofón, mi novia le permitía
lamer su boca, diciéndole: "Sí, cariño, besitos, besitos a
mamá". Cuando era frecuente que minutos antes se hubiese estado
lamiento su esfínter perruno.
El resto de La
Critaura debía ser -según le dijo a mi novia el veterniario- una
mutación híbirda de pincher con chihuahua; popurrí genético que
le otorgaba un aspecto repulsivo: párpados a punto de escupir el
globo, cuello excesivamente largo -de entrometido-, aspecto enclenque
y cabeza de morro cerdil rematada por orejas de conejo.
Cuando alguien le
preguntaba por la raza de La Criatura, mi novia, que detestaba
confesar que le habían estafado, aseguraba que era un katori
japonés; raza que, afortunadamente para la dignidad de los cánidos,
no existe.
No supe de su
existencia hasta que nos fuimos a vivir juntos y, claro, La Criatura
vino en el lote.
Desde el primer día
convivir con eso fue insufrible; todo se disponía por y para su
conveniencia. Para colmo, esa noche se emperró en dormir entre
ambos, porque, según mi novia, se celaba: "Eso no es bueno para
un katori japonés".
Hiciera bueno o mal
tiempo, padecía la humillación de sacarlo a pasear, al menos una
vez. Lo que conllevaba recoger sus excrementos; aunque a veces, si
esperaba lo suficiente, se los comía él solito con fruición.
Entonces le felicitaba concienzudamente para reforzar el hábito,
deseando que en una de sus ingesta estirase la pata en pleno proceso
de reciclado.
Aunque el chucho no
era el único que se aliviaba a gusto; vivir con él me producía un
efecto laxante continuo. No sé si era debido a los nervios que me
causaban sus lamentos, o a esa euforia estúpida y repentina que le
hacía brincar tirando todo a su paso.
Finalmente de tanto
ir al váter, y debido a los picores que padecía descubí algo vivo
en mis deposiciones. Lo sé, es repugnante; pero más repugnant es la
forma de contagio -según me explicó el doctor- de la Ascaris
Lumbricoides. Un gusano que vive en cualquier intestino que se
precie, cuyas hembras reptan con nocturnidad hasta la parte externa
del ano y depositan allí sus huevos. Cuando el perro se lame la
zona, los huevos de las Ascaris se le quedan prendidos del
morro, a la espera de que algún estúpido lo bese.
Por aquel suceso
tuvimos una buena crisis de pareja, de esas que sólo se solucionan
atiborrándote a pastillas. Sólo que en este caso fuimos los tres
quienes tuvimos que tomarlas, por prescripción veterinaria.
Me repugnaba tanto
haber tenido algo vivo dentro del cuepro, en el recto, que me sentí
violado por culpa de La Criatura y tuve que empezar a ir a terapia
semanalmente.
La solución que me
dio este buen hombre, por setenta euros la hora durante dos meses,
fue: "Regálelo, déselo a alguien en adopción, o rompa su
relación de pareja".
Fue a raíz de este
diagnóstico cuando empecé a sentirme más hundido, presa de una
situación que empeoraba a diario.
Quizá por ello me
volví un neurótico, y las noches que le tocaba cocinar a mi novia
todo tenía un regusto a pienso. Seguramente no se lavaba las manos
después de estar toqueteando la comida de La Criatura -porque cenaba
siemrpe antes, por norma- y, como le solía servir la suya en
nuestros platos, decidí ser yo a partir de entonces el encargado de
la cena. Así por lo menos controlaba el proceso de manipulación y
lavado de ingredientes.
Con respecto al asco
que me daba darle de comer en nuestros platos, y como sabía que era
una batalla perdida convencer a mi novia de la cantidad de gérmenes
que podíamos compartir con su perro, le compré un comedero en la
tienda de mascotas e hice que grabasen el nombre, elegido por mi
novia cuando algún sádico le regaló el bicho: Papito.
Curiosamente, de vez
en cuando también lo usaba para reclamar mi atención, pero lo que
puso al límite mi elástica y holgada paciencia fue que, por culpa
de esa abominación esmirriada, nuestra vida sexual se extinguió.
Como si fuera un saurio que se rinde en pos de los mamíferos
cuadrúpedos, estúpidos, y esmirriados. No había nada que hacer.
A mi novia no le
gustaba hacerlo en su persencia porque: "Papito es muuy
listo y se da cuenta de todo". RAzón por la que intentaba
participar con una especie de apéndice vermiforme torcido como un
alambre. Si lo sacábamos de la habitación era peor, porque se
quedaba junto a la puerta lamentándose, arañándola y
resoplando..., haciendo imposible que me concentrara.
Ante mi repentina e
"inexplicable" incompletencia amorosa, mi novia me compró
una caja de Viagra, y yo, que no pude hacerle razonar sobre cuál era
el verdadero motivo de mi falta de entusiasmo, metía las pastillitas
azules en la comida del perro; que se pasaba el día comiéndse sus
excrementos empalmado.
Parece mentira que
uno pueda acostumbrarse a las abominaciones rutinarias que suponen
convivir con algo como La Criatura, pero cuando me estaba haciendo la
ilusión de conseguirlo, el muy mierdero se introdujo en mi coche
nuevo y me decoró la tapicería con una mixtura de cagarrutas, pis y
vómito, que sellaron su sentencia de muerte.
Mientras lo
limpiaba, como si formase parte de la tarea en sí, estuve urdiendo
la manera de eliminar a La Critaura de manera exculpatoria.
En todo este tiempo,
me había dado cuenta de que, de darle a elegir, mi novia preferiría
deshacerse de mí antes que de su "Papito querido".
Por otra parte, el resultado sería el mismo de saberme culpable de
su ejecución, sólo que no me lo perdonaría jamás. Eso en el mejor
de los casos.
En mi caso no había
perdón para La Criatura, y aunque, para hacerle justicia al coche,
estuve tentado de atropellarlo, lo descarté enseguida. Porque se
trataba de un perro demasiado pequeño como para acertar al volante.
Además, habría que hacerlo en exteriores y, aparte de que me podía
ver alguien, si acusaba al vecino, mi novia era capaz de ir a
comparar las huellas de los neumáticos -le gustaban mucho esas
series de mierda sobre la policía forense-.
Por este motivo,
también descarté encargárselo a un profesional. Mi sobrino no me
hubiese salido nada caro, ya que era algo que hacía gratuitamente
con todo bicho viviente que se cruzase en su camino. Pero cualquiera
sabe que los niños son malos cómplices y cantan sin necesidad de
que se los presione a la primera de cambio. Se lo hubiera soltado a
mi hermana -parece que lo estoy viendo- sin necesidad de que ella le
preguntase nada: "Mama, ¿sabes lo que me ha pedido el tío que
haga?". Eso le encantaría a mi hermana, que me le tenía jurada
desde que se me escapó, delante de mi cuñado, que ella era la
responsable del bollo que adornaba un lateral de su furgoneta nueva,
y no habían sido los críos de un balonazo -como aseguraba ella-.
Me costó lo mío
encontrar un método aceptable, pero, finalmente, en unos foros de
Internet que abordaban el tema: "Cuál es la mejor forma de
acabar con el perro de tu novia", hallé lo que buscaba.
Al día siguiente
por la tarde al volver del trabajo, me detuve en una pajarería en la
otra punta de la ciudad y compré varios venenos para roedores,
cucarachas y gusanos -seguramente especie que comparten gran parte de
su ADN con La Criatura-.
Nada más llegar a
casa, me fui a hurtadillas al garaje e hice una pasta con ellos. La
mezclé con un poco de cola rebajada con amoniaco, con somníferos, y
para terminar con un apizca de carne picada que encontré para la
cena en la nevera.
En el foro dejaban
bien claro que había que dárselo durante la noche, no con la cena,
sino justo antes de ir a dormir; para que hiciera efecto mientras
todos duermen y no hubiese posibilidad de socorro. Al parecer -según
decía uno de los usuarios en su post-, la cola rebajada con el
amoniaco ejerce un efecto paralizante, que impediría que La Criatura
se quejase si empezaba a sentirse mal, antes de que el somnífero
hiciera efecto.
Pero a la mñana
siguiente el bicho estaba hecho un nervio, como siempre. Sin asomo de
debilidad o malestar.
Miré su plato y,
como estaba brillante por los lametazos, le preparé otra dosis como
para matar a un burro antes de irme al trabajo.
Cuando llegué por
la tarde, mi novia estaba llorando en el salón. Lo que -es difícil
de explicar con palabras- me produjo un estado interno de algarabía
y felicidad, que hizo que yo también empezase a llorar.
Entonces ella me
miró muy sorprendida y me preguntó por qué estaba llorando. Y yo,
que me había dado cuenta de mi error, contesté que había tenido un
día muy estresante y que al verla llorar..., que me disculpase.
La disculpa le
pareció aceptable y, tras sonarse como si estuviese llamando a un
paquidermo, me contó que había muerto Moka.
"¿Moka?", dije. "¿Quién -coño- es Moka?".
"El perro de Alicia, la vecina... -mi novia rompió a llorar-.
Me lo había dejado para que pasase la tarde con su mejor amigo,
Papito".
"¿Y Papito?",
dije sin poder evitar que se me escapasen de nuevo las lágrimas,
hecho que conmovió a mi novia. "No sabía que lo quisieras
tanto. ¡Está aquí!", gritó como si estuviera abriendo un
pastel sorpresa.
Y juro por Dios que
ahí estaba. Su figura esmirriada y nerviosamente febril,
protagonista de todas mis pesadillas, se dibujó trémulamente en la
cascada que proyectaban mis lacrimales.
Entre llanto y
llanto, Alicia, la vecina, hizo que le practicasen algo parecido a
una autopsia, que pagó de su bolsillo junto con el nuestro por
iniciativa de mi novia; cosa que, aunque sea para perros -yo no sabía
que eso existe-, no es barata.
Amén de la
ceremonia en un cementerio para mascotas, en la que tuve que
personarme para ver una turba de plañideras, que hablaban a través
de sus perros como ventrílocuos enfervorecidos: "Todos tus
amiguitos del parque te queremos Moka, nunca nos olvidaremos
de ti", dijo mi novia poniendo una voz aguda mientras alzaba a
Papito, dejándolo suspendido frente a la tumba de Moka.
Papito no pudo
evitarlo y desde esa situación de privilegio, ingrávido como
estaba, se despidió de su compadre regando su tumba con un chorrito
ruin. "¡Muy bien, Papito! -dijo una vieja totalmente senil-,
así crecerán muchas florecitas en la tumba de tu amiguito".
Mientras la mayoría
se enternecía con estas palabras pronunicadas por la demencia, sentí
una náusea que me hizo retirarme tras unos árboles, donde vomité
generosamente encima de la tumba de un tal Otelo: "Tú que
tenías todas nuestras virtudes y ninguno de nuestros defectos",
decía su epitafio.
Los resultados de la
autopsia perruna determinaron que Moka había sido intoxicado con una
"mixtura intencionada" de venenos. Ahora sólo faltaba
encontrar al culpable.
La culpa cayó sobre
un vecino del barrio, que con sus protestas públicas había dejado
claro -cada vez que se cagaban en su jardín- que detestaba a los
perros. Pobre hombre. Alicia y mi novia arengaron a otros vecinos,
también propietarios y fanáticos perrunos, y se dedicaron a hacerle
la vida imposible: le abrían las bolsas de basura antes de que
pasase el camión y se las esparcían por el jardín; le arrancaron
el buzón, como medida preventiva para no tener que madrugar y
robarle la correspondencia, etcétera.
Yo, mientras,
aterrado como estaba al ver cómo las gastaban en el barrio, me había
sumado a la persecución del pobre mostruos antorcha en mano -no me
quedaba otra-.
El pobre hombre se
hartó de poner denunicas, y al mes, vimos a un agente inmobiliario
que clavaba un letrero en el jardín de la casa. Al terminar, el
último golpe evocó el sonido de un clavo fúnebre.
Pero aunque tras
aquello volví a mi rutina de sumisión y obediencia, no pude
deshacerme del sentimiento de venganza que clama en el interior de
cualquier oprimido; por cobarde, despreciable y mísera que sea su
condición.
Allí, de pie sobre
el césped, mientras intentaba disolver con la manguera las mierdas
que no se había comido La Criatura, tuve muy claro, a la vista del
aquelarre de vecinos que celebraban su victoria con una barbacoa, que
esta vez no podía haber fallo que me inculpase; ni a mí ni a otra
víctima de los cánidos. Necesitaba una idea mejor.
Y me la dio una
película de dibujos animados en la que un ratón frotaba un cable
pelado con los restos de una sardina y, cuano el gato lamía el
cable, se quedaba electrocutado, como un reo el día que toca
fritanga en San Quintín.
No perdí el tiempo,
aproveché que las navidades estaban a la vuelta de la esquina y
convencí a mi novia para comprar un árbol y que lo decorársemos
juntos. "Así nos quitamos el mal sabor de boca por lo del perro
de la vecina", dije, y la idea le encantó.
Lo adornamos sin
reparar en gastos, y me preocupé de que parte de los adornos fueran
perrunos: huesos luminosos con lazos de colroes, golosinas con forma
de gatito... Mi novia me abrazó feliz cuando encendí aquella
aberración luminosa y Papito se puso a aullar. "Mira,
está cantando un villancico", dijo, y se rió de su propio
ingenio. "Qué bueno eres con Papito, y por eso él te
quiere, te quiere mucho, ¿verdad, Papito?", dijo, y me
lo acercó ofreciéndome su trasero ante los labios. Yo, que aún
tenía pesadillas con Ascaris Lumbricoides del tamaño de un
presidiaro que me sodomizaban, le lancé un beso a escasos
centímetros y lo cogí en brazos para que mi novia no volviera a
acercármelo a la cara.
Aquella noche,
mientras cenábamos, experimenté un sentimiento de felicidad. Fue
como un adelanto. Saboreaba que al día siguiente, al volver del
trabajo, La Criatura estaría frita y nadie podría vincularme con el
accidente.
Antes de acostarnos
me fui al salón y con un cortaúñas pelé el cable que le daba
corriente al árbol de Navidad. Sabía que mi novia no le daba
permiso para entrar en el salón hasta que llegaba por las tardes del
trabajo. Abrí una tarrina de paté que venía en la cesta que
regalaba mi empresa, y froté el cable con su grasa amarilla hasta
que desaparecieron lo grumos y el unto se hizo invisible.
A La Criatura le
encantaba el paté, especialmente la grasa que lo recubre. A menudo,
mi novia se lo daba en tostaditas, y el perro se volvía loco
mientras se las preparaba, sólo con olerlas.
Como sé que mi
novia es muy descuidada y se olvidaría de encender el árbol, compré
un temporizador de esos que se ponen en los enchufes, para que se
encendiera todas las tardes a las cinco y media, diez minutos antes
de que mi novia llegase a casa.
A las cinco y veinte
sonó la alarma de mi móvil y me levanté de mi cubículo para ir a
por un café.
Lo paladeé como si
fuera el brebaje de la victoria y hubo quien, al verme sonreír
frente a la máquina, me preguntó si me había tocado algo en el
sorteo de Navidad. Casi. A las cinco y media sería rico, para todo
aquel que no confunda el dinero con la riqueza.
Eran las seis y
media y no había recibido ninguna llamada de mi novia, lo cual me
pareció raro. Me angustió la idea de que fallase, o el voltaje
fuese insuficiente como para acabar con La Criatura. A lo peor mi
novia lo había llevado al veterinario y lo estaban dejando como
nuevo, la muy... Miré el reloj, aún faltaba una hora larga para que
pudiera marcharme. ¿Y si llamase yo?, pensé, pero lo cierto es que
nunca llamaba a esas horas y podría parecer sospechoso.
Durante el camino de
vuelta a casa, me martiricé con la iea de que sospechasen de mí.
Era preciso que llorase la muerte de La Criatura de forma
convincente... ¿Y si mi novia compraba otro... o se lo regalaba
alguno de sus amigos psicópatas? Tuve que poner las luces de
emergencia y parar en el arcén para poder respirar.
Un policía
motorizado se detuvo a mi lado. "No puede detenerse aquí,
caballero, continúe, por favor", dijo.
Cotinué conduciendo
mareado hasta llegar a casa. El coche de mi novia estaba en el
garaje, lo que significaba que, si había ido al veterinario, ya
estaba de vuelta.
Antes de abrir la
puerta respiré hondo, para enfrentarme concentrado a lo que quiera
que hubiese pasado.
"Estoy en
casa", dije como hacía siempre, pero la voz me hizo un gallo.
Carraspeé aflojándome el nudo de la corbata. Nadie respondió. La
puerta del salón estaba abierta. El cristal de la puerta que estaba
cerrada proyectaba destellos aleatorios contra el pasillo. Cuando me
acerqué al umbral percibí el olor a chamusquina y el sonido de un
chisporroteo eléctrico. Junto al árbol, tendido en el suelo, estaba
el cuerpo humeante de mi novia con los brazos estirados, como si
fuera un jugador de rugby sin pelota. Las manos parecían garras que
se hubieran quedado con la forma de lo que apresaban.
La Criatura estaba
sobre uno de los sofás, lamiéndose las patas delanteras. Tenía el
pelo ligeramente rizado, y una línea negra en el espinazo de la
cabeza a la cola; cuyo extremo parecía un cable pelado. Me fui a la
cocina y me preparé una tostada de paté. La Criatura apareció
moviendo su rabo despeluchado y arranqué un pedazo y se lo di. Se lo
comió a toda velocidad y se puso a mirarme fijamente sin pedir más.
Mientras masticaba
pensé en la policía, en la palabra asesinato e, irremediablemente,
en la cárcel. Sin embargo, pese a tener esta serie de pensamienos
oscuros que se encadenaban con otros cada vez más siniestros, me
sentí renovado. Era una sensación parecida a la que tengo cada vez
que me formatean el disco duro para instalarme los nuevos programas
que ha comprado la empresa. Sí, un sentimiento de oportunidad, como
cuando abres un cuaderno por primrea vez.
La policía
interpretó este sentimiento como parte de un bloqueo emocional, y me
enviaron a un psicólogo del cuerpo. No tuve que repetir la historia,
ni me hicieron más pregtuntas. La policía forense no apareció por
ningún sitio, y cada uno de los detectives y agentes que pasaron por
casa se despidieron tocándome el hombro tras darme el pésame.
Durante el entierro,
tuve a La Criatura todo el rato en brazos. No lo hice por guardar las
apariencias, pero tampoco puedo decir por qué.
Al ver a los
familiares de mi novia berrear sentí un dolor prestado, que en nada
la incluía a ella.
De pie frente a su
nicho me sentí aún más libre, aunque cuando volvíamos hacia los
coches, la hermana pequeña de mi novia me preguntó si se podía
quedar con Papito, y, todavía no sé por qué, le dije que no.
Cosecha eñe, 2010.
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