Señor escritor: No me mueve a escribirle la admiración, sino la
piedad que me inspiran su escasa inspiración y su imaginación de
corto vuelo. En su prosa, tan correcta como incapaz de sorpresa, el
lector nunca encuentra más que lo ya leído.
Esta carta le ofrece
la oportunidad de lucir sus talentos, habitualmente invisibles a los
ojos del público, si es que los tiene usted escondidos en alguna
parte. Créame si le aseguro que no se necesita ser un genio para
cocinar una buena historia con todos los ingredientes que le estoy
regalando. Se preguntará usted: ¿Por qué a mí, y no a otro?
En primer lugar,
porque alguien me ha dado su dirección. En segundo lugar, porque los
escritores que valen la pena yacen un par de metros bajo tierra,
donde no llega el cartero.
Empecemos por el
escenario: el burdel de Cormayagua, ubicado en lo alto de una colina,
en una torre blanca que tocaba las estrellas. Debajo, estaba la
Iglesia. Toda la población acudía a las misas y a las procesiones y
la mitad de la población acudía al burdel; y así Comayagua
bostezaba su destino.
Por si le resulta de
utilidad, le transcribo la opinión de las señoras decentes, tal
cual fue sintetizada por un viajero de la época: Aquí el
relajito empezó con el baile agarrado, cuando vino la Independencia.
En tiempos de los españoles se bailaba suelto y sin tocarse, el
minué de Francia, la jota de Aragón...
El burdel pertenecía
a don Idilio Gallo. Las muchachas trabajaban día y noche, sin un
momento, de descanso. Don Idilio les exprimía la juventud hasta la
última gota. Cuando ya no tenían jugo, las devolvía a la calle. Le
ruego que no se extienda demasiado en este punto, señor escritor,
habida cuenta de su notoria tendencia al panfleto, y permita cuanto
antes la entrada en escena de Calamity Jane. Al fin y al cabo, si
bien el trato dejaba que desear, las chicas de don Idilio Gallo no la
pasaban tan mal —si se compara con la vida de los demás sapos que
croaban en el fondo del pozo de aquella ciudad venida a menos.
Calamity Jane llegó
maltrecha, tumbada en el lomo de su caballo Satán. Venía del Lejano
Oeste, perseguida por los ecos de los tambores apaches. Había
atravesado las montañas de tres países, guiada por los reflejos de
su anillo de diamantes en las paredes rocosas. Calamity traía ese
anillo, que desapareció la primera noche, y también traía su larga
fama de corazón de madre y mano obligada a matar, gatillo alegre,
lazo infalible, naipes marcados.
Las chicas le dieron
refugio, sin que don Idilio supiera. Ella durmió una semana. Cuando
despertó, lo encaró:
—El sombrero
—dijo.
En lugar de
descubrirse la cabeza, don Idilio, que poco tenía de caballero, se
hundió el Stetson hasta las cejas. Calamity desenfundó el Colt y le
voló el sombrero de un balazo.
A tiros lo sostuvo
en el aire. Cuando el sombrero aterrizó, convertido en colador, don
Idilio Gallo dejó escapar un gemido y Calamity sopló el humo del
caño:
— Por eso no me
quedé en Rapid City —dijo—. Se mata mucho en aquella mierda.
La mención de las
marcas, Colt, Stetson, ¿le parece superflua? No me sorprende; pero
un escritor profesional debería saber que en una narración
verosímil, el todo está en lo que parece nada. Y dicho sea de paso,
le sugiero tener en cuenta que Calamity usaba también un rifle
Springfield, y no el fusil Winchester que le atribuyen los
ignorantes.
Continuemos.
Jugaron al póker. Las apuestas subían mientras bajaban las botellas
de ron de Jamaica, hasta que don Idilio perdió el burdel y todo lo
demás. Y entonces aquel hombre mandón y despiadado no se defendió.
Sin pestañear aceptó su ruina, con aquel fatalismo de los Gallo,
estirpe de centinelas, que en los terremotos se sentaban a esperar
que la casa les cayera encima. Calamity le dio una carta de
recomendación para el circo de Buffalo Bill. Sin otra cosa en el
bolsillo, don Idilio se embarcó a París. Allá se emplumó, se
disfrazó de cacique piel roja, posó de perfil para las fotos y
murió de pulmonía.
El burdel, que había
sido frío como un hospital y duro como un cuartel, se llenó de
pájaros y guitarras y plantas y colores. Sólo se abrían piernas
desde el crepúsculo, mientras duraba la noche. Durante el día, y
hasta la primera campanada del ángelus, se abrían orejas. Esa idea
vino de la experiencia. Las muchachas habían aprendido que todo
macho en pelotas esconde un náufrago que suplica amparo. El
confesionario tuvo tanto éxito que fue desbordado por las multitudes
que acudían desde la enemiga ciudad de Tegucigalpa y desde todas
partes. Largas colas de hombres se veían en las laderas de la
colina, esperando turno para contar dudas y secretos, miedos
guardados, sueños y pesadillas. La iglesia no era competencia. Los
curas, como usted sabe, sólo reciben la confesión de los pecados,
que es lo que la gente menos necesita confesar.
Mientras tanto,
Calamity se ocupaba de arreglar papeles con el señor Gobierno. Había
estrenado pollera, ella que siempre vestía pantalones. En la liga,
bajo la falda, guardaba una bayoneta Collins, y el dinero en el
corpiño.
— Que sea con
sobre —exigió el señor Gobierno, cuando Calamity le deslizó un
puñado de billetes calientes. Y un decreto exoneró de impuestos al
burdel, por tratarse de una cooperativa sin fines de lucro, y
prohibió la instalación de nuevos lenocinios en todo el territorio
nacional.
Y en aquel año de
loca prosperidad, llegó el arcángel. Según la tradición, el
palacio de las pecadoras cerraba sus puertas todos los Viernes de
Cuaresma. Y según la tradición, cuando Jesús Nazareno había
recorrido, en hombros de las beatas, la calle del Calvario, y ya
resonaban los últimos ecos de los cánticos de pasión y los rezos
del Viacrucis, un jinete sin cabeza surgía, al galope, de la boca de
la noche. El caballo pateaba las puertas del burdel, lanzando
relinchos espeluznantes, y tras rajar las puertas se alejaba,
perseguido por humaredas de azufre y remolinos de tormenta. Entonces,
según la tradición, una de las ovejas descarriadas se arrepentía y
llorando abandonaba la lujuria para iniciar vida honesta.
Aquel viernes, el
jinete sin cabeza atropelló, ciego de furia, como todos los años,
pero las puertas estaban abiertas de par en par. El caballo negro
atravesó el burdel y se perdió en la lejanía; el jinete rodó por
los suelos, chocó con una lámpara Tiffany y se estrelló contra la
pared. Despertó en brazos de mujer:
—Oiga, señora
—protestó.
—Señorita
—corrigió Calamity Jane.
El jinete era un
arcángel, un enanito de edad avanzada, con nariz roja y voz de niño,
que Dios disfrazaba de diablo decapitado para meter miedo a las
mujeres de vida licenciosa.
Hubo relámpagos y
lluvia durante toda la noche y el mundo amaneció más luminoso que
nunca. La mañana sorprendió al arcángel en pleno baño de asiento,
metido en un tacho de leche de papaya verde. El pobrecito se había
lastimado el culo cuando se rompió la cuerda que lo bajó del cielo.
A su lado, Calamity, con la boca abierta, se dejaba hacer. El
arcángel le estaba limpiando, con miel y canela, la lengua sucia de
procaces maldiciones.
Por favor, se lo
ruego, no me ofenda usted preguntando si esta historia ocurrió. Yo
se la estoy ofreciendo para que usted haga que ocurra. No le pido que
describa la lluvia de aquella noche de la visitación del arcángel:
le exijo que me moje. Decídase, señor escritor, y por una vez al
menos sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del
aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está
en vivir lo que se escribe; y a sus años ya va siendo hora de que
usted se entere.
Continúo.
Como sabrá usted por la iconografía disponible, los arcángeles no
tienen sexo, pero tienen barriga. Si había sucumbido Adán por una
manzana cualquiera, ¿cómo no iba a sucumbir el arcángel? El burdel
le ofreció las delicias de su huerto: la dorada carne del mango, el
aliento mareador del maracuyá, la frescura de la piña, las
suavidades de la guanábana y el aguacate.
Y como cualquiera
sabe, los arcángeles tienen alma; y el alma necesita confesión,
aunque no peque. Calamity hablaba mal del Lejano Oeste y el arcángel
se quejaba del Cielo. De día los acompañaba el chocolate; de noche,
el ron. Decía ella que si fuera dueña de Wyoming y del infierno,
alquilaría Wyomlng y viviría en el infierno; y él decía que se
había pasado toda la eternidad sirviendo al Señor en el Paraíso,
en los más pesados menesteres, y el ingrato le pagaba mandándolo a
la tierra a redimir putas y borrachos. Ella contaba escabrosas
confidencias del general Custer y del sheriff Wild Bill Hickok y él
se desahogaba contra los asesores del Altísimo; y charlando
descubrían que habían estado toda la vida solos, y que no lo
sabían.
Algunas tardes,
Calamity paseaba al arcángel por las calles de Comayagua, en un
cochecito de bebé. Andaban muy orondos, invulnerables al rencor y la
envidia. Los perseguían las malas lenguas de los antiimperialistas,
los ateos y los abogados de la virtud y las buenas costumbres,
mientras los escépticos que nunca faltan se daban codazos
cuchicheando: ¿Cómo es que Calamity Jane no entiende ni una palabra
de inglés? ¿Qué clase de arcángel es éste, que no tiene alas, ni
espada de fuego, ni sabe una jota de latín? ¿Por qué hablan los
dos con acento de por aquí nomás?
No sé si fue: yo
sólo sé que mereció haber sido. Lo demás es lo de menos. El
tiempo ha borrado todas las huellas. Cabe imaginar que el arcángel
lo pasaba de lo más bien, la vida era mucho más divertida que la
salvación; pero también se puede suponer que Calamity, a la larga,
se cansó de todo aquello. Se puede suponer que en aquel palacio,
tapizado de espejos que la delataban, ella ya no encontraba refugio
para esconderse de sus años. Que el burdel estaba en plena gloria,
con la Orquesta Sinfónica Nacional tocando hasta el amanecer, y una
noche Calamity bailó la danza del ombligo, desnuda bajo las gasas
rojas, y el público la celebró riendo a las carcajadas y ella se
aguantó las lágrimas. Y que al día siguiente se fue. Se fue sin
despedirse, cuando nadie la veía. Su caballo, Satán, se arrodilló
para ayudarla a montar. Ella no volvió al norte, al origen; siguió
viaje al sur, al destino. Alguien ha de haber escuchado, entre dos
luces, el ruido de cascos y el silbido. Ella silbaba. ¿Para
acompañarse? ¿Para darse coraje? Usted elige.
¿Y el arcángel?
¿Se lo llevó Calamity en el regazo? ¿Volvió al cielo, o intentó
volver? ¿Se convirtió, macho al fin, en un nuevo Idilio Gallo? Ni
se moleste en preguntar. Nadie sabrá responderle, en Comayagua ni en
ningún otro lugar de este planeta. Lo lamento, señor escritor,
mamífero plumífero: no tendrá usted más remedio que inventarlo.
Suyo,
(Firma
ilegible)
Las palabras andantes, 1994.
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