En aquellos tiempos, el género humano parecía estar a punto de
extinguirse. La órbita solar tenía la frialdad de la luna. Un
invierno eterno resquebrajaba el suelo. Las montañas que habían
surgido, vomitando hacia el cielo las entrañas llameantes de la
tierra, se habían vuelto grises por la lava helada. Las comarcas
estaban surcadas por ranuras paralelas o en forma de estrella; las
grietas prodigiosas, abiertas de repente, destrozaban lo que había
encima, engulléndolo, y se veía dirigirse hacia ellas, resbalando
lentamente, largas filas de bloques erráticos. El aire oscuro estaba
salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría
los campos; la universal radiación plateada parecía esterilizar el
mundo.
Ya no quedaba
vegetación, salvo algunos restos de líquenes pálidos sobre las
rocas. La osamenta del mundo se había separado de la carne, hecha de
tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. Y, atacando la
muerte invernal primero a la vida inferior, los peces y los animales
marinos habían desaparecido, prisioneros en el hielo, y después los
insectos que bullían sobre las plantas trepadoras, y los animales
que acarreaban a sus crías en las bolsas del vientre, y los seres
semivoladores que habían frecuentado las grandes selvas; tan lejos
como la vista alcanzaba no quedaban ya árboles ni hierbas, y no se
encontraba nada vivo salvo lo que quedara en cavernas, grutas o
cuevas.
De este modo, entre
los hijos de los hombres dos razas se habían extinguido ya: los que
habían vivido en nidos hechos de liana, en la copa de grandes
árboles, y los que se habían retirado al centro de los lagos en
casas flotantes; las selvas, bosques, montes y matorrales cubrían el
brillante suelo, y la superficie de las aguas estaba dura y
reluciente como la piedra pulida.
Los Cazadores de
Fieras, que conocían el fuego, los Trogloditas que sabían hollar la
tierra hasta llegar a su calor interno, y los Comedores de Pescado,
que se habían aprovisionado de aceite marino en sus agujeros de
hielo, todavía resistían el invierno. Pero las fieras escaseaban,
atrapados por el hielo tan pronto como el hocico llegaba a ras de
suelo, y la madera para hacer fuego estaba a punto de agotarse, y el
aceite estaba sólido como una piedra amarilla coronada de blanco.
Sin embargo, un
matador de lobos llamado Odjigh, que vivía en una gruta profunda y
poseía un hacha de jade verde, enorme, pesada y temible, tuvo
compasión de los seres animados. Cuando estaba al borde del gran mar
interior cuyo extremo se extiende al este de Minnesota, dirigió su
mirada hacia las regiones septentrionales en donde el frío parecía
amontonarse. En lo más profundo de su gruta helada tomó la pipa
sagrada, vaciada en piedra blanca, la llenó de hierbas aromáticas
cuyo humo se eleva en círculos, y sopló el incienso divino en el
aire. Los círculos subieron hacia el cielo y la espiral gris se
inclinó hacia el norte.
Hacia el norte se
encaminó Odjigh, el matador de lobos. Cubrió su cara con una piel
de ratón forrada y llena de agujeros cuya cola se balanceaba como un
penacho por encima de su cabeza, ató alrededor de su cintura, con un
cordón de cuero, una bolsa llena de carne seca hecha picadillo y
mezclada con grasa y, moviendo el hacha de jade verde, se dirigió
hacia las espesas nubes del horizonte.
Conforme pasaba, la
vida se iba apagando. Los ríos se habían callado hacía ya mucho
tiempo. El aire opaco sólo traía sonidos asfixiados. Las moles
heladas, azules, blancas y verdes, radiantes por la escarcha,
parecían los pilares de una carretera monumental.
Odjigh extrañaba de
corazón el bullir de los peces nacarados entre las mallas de las
redes de hilo, y el nadar serpentino de las anguilas marinas, y el
caminar pesado de las tortugas, y la carrera ladeada de los
gigantescos cangrejos de ojos bizcos, y los vivos bostezos de los
animales terrestres: criaturas provistas de un pico plano y de
garras, criaturas vestidas de escamas, criaturas moteadas de diversas
maneras que alegraban la vista, criaturas amantes de sus crías, que
daban saltos ágiles o hacían giros extraños o vuelos peligrosos.
Y, por encima de todos los animales, echaba de menos a los lobos
feroces, sus pieles grises y sus aullidos familiares, acostumbrado
como había estado a cazarlos con el mazo y el hacha de piedra en las
noches brumosas, bajo la luz roja de la luna.
En ese momento
apareció a su izquierda un animal de madriguera que vive en lo más
profundo del suelo y que se resiste a ser sacado de su agujero: un
tejón flaco de pelo erizado. Odjigh lo vio y se alegró, sin pensar
siquiera en matarlo. El tejón se acercó a él, manteniendo la
distancia. Después, a la derecha de Odjigh, salió de repente de un
pasadizo helado un pobre lince de ojos insondables. Miraba a Odjigh
de lado, temerosamente, y reptaba con inquietud. Pero el matador de
lobos también se alegró y siguió caminando entre el tejón y el
lince.
Mientras avanzaba
con la bolsa de carne dándole en el costado, Odjigh oyó tras de sí
un débil aullido de hambre. Volviéndose como tras haber oído una
voz familiar, vio un lobo escuálido que lo seguía tristemente.
Odjigh se compadeció de todos aquéllos a los que había partido el
cráneo. El lobo tenía la humeante lengua fuera y los ojos
enrojecidos.
El matador continuó
su camino junto con sus compañeros animales: el tejón subterráneo
a la izquierda, el lince que lo ve todo sobre la tierra a su derecha,
y el lobo de vientre hambriento detrás.
Llegaron al centro
del mar interior que sólo se distingue del continente por el vasto
color verde del hielo. Allí Odijgh, el matador de lobos, se sentó
sobre un témpano y colocó frente a sí la pipa de piedra. Y puso
también delante de cada uno de sus compañeros vivos un pedazo de
hielo, parecido a los incensarios en los que se alimenta el humo, que
cortó con el pico del hacha. Rellenó las cuatro pipas con hierbas
aromáticas y después chocó una contra otra las piedras que crean
el fuego; las hierbas se prendieron, y cuatro finas columnas de humo
ascendieron hacia el cielo.
La espiral gris que
se elevaba ante el tejón se inclinó hacia el oeste, la que se
elevaba frente al lince se curvó hacia el este y la que se elevaba
ante el lobo hizo un arco hacia el sur. Mas la espiral gris de la
pipa de Odjigh ascendió hacia el norte.
El matador de lobos
volvió a ponerse en camino, y, mirando a su izquierda, se
entristeció: el tejón que ve bajo la tierra se perdía hacia el
oeste; mirando hacia la derecha, echó de menos al lince que lo ve
todo sobre la tierra y que huía hacia el este. Pensaba en efecto que
ambos compañeros animales eran prudentes y avezados, cada uno en el
ámbito que se le había asignado.
No obstante, siguió
caminando, intrépido, llevando tras de sí al lobo famélico de ojos
enrojecidos por el que sentía lástima.
La masa de nubes
frías situada al norte parecía tocar el suelo. El invierno se
encrudecía aún más. Los pies de Odjigh sangraban, cortados por el
hielo, y su sangre se helaba en costras negras. Pero él avanzaba
durante horas, días, semanas sin duda, puede que meses, chupando un
poco de carne seca, echando los despojos a su compañero el lobo, que
le seguía.
Odjigh caminaba con
una esperanza confusa. Se compadecía del mundo de los hombres, de
los animales y de las plantas que perecían, y se sentía fuerte para
luchar contra la causa del frío.
Al final, su camino
fue interrumpido por una inmensa barrera de hielo que cerraba la
cúpula sombría del cielo como una cadena de montañas de cima
invisible. Los grandes témpanos sumergidos en la capa sólida del
océano eran de un verde límpido; luego se enturbiaban al
amontonarse y, a medida que se elevaban, parecían de un azul opaco
parecido al color del cielo en los hermosos días de antaño, pues
estaban hechos de agua dulce y nieve.
Odjigh agarró su
hacha de jade verde y talló escalones en las escarpaduras. Así fue
subiendo lentamente hasta una altura prodigiosa, donde le parecía
que su cabeza estaba envuelta en nubes y que la tierra había huido.
Y sobre el escalón, justo por debajo de él, estaba sentado el lobo,
que aguardaba confiado.
Cuando creyó haber
llegado a la cima, vio que estaba formada por una muralla azul
vertical, brillante, y que no se podía continuar. Pero miró tras de
sí y vio al animal vivo y hambriento. La piedad por el mundo animado
le dio fuerzas.
Hundió el hacha de
jade en la muralla azul y cavó en el hielo. Las esquirlas volaban a
su alrededor, multicolores. Cavó durante horas y horas. Los miembros
se le pusieron amarillos y arrugados del frío. La bolsa de la carne
estaba marchita desde hacía mucho. Había masticado la hierba
aromática de la pipa sagrada para engañar el hambre y, de pronto,
infiel a los Poderes Superiores, tiró la pipa a las profundidades,
junto con las dos piedras para hacer fuego.
Cavaba. Oyó un
chirrido seco y gritó, porque sabía que el ruido venía de la hoja
de su hacha de jade, que estaba a punto de rajarse por el frío
excesivo. Entonces, como no tenía nada para calentarla, la alzó y
la hundió rabiosamente en su muslo derecho. El hacha verde se tiñó
de sangre tibia. Y Odjigh cavó de nuevo en la muralla azul. El lobo,
sentado detrás de él, lamió gimiendo las gotas rojas que le
llovían.Y de improviso la pulida muralla estalló. Surgió un
inmenso hálito de calor, como si las estaciones cálidas se hubiesen
acumulado al otro lado, en la barrera del cielo. La grieta aumentó y
el fuerte soplo rodeó a Odjigh. Oyó el ruido de todos los brotes de
la primavera y sintió llamear el verano. En la gran corriente que lo
alzó le pareció que todas las estaciones volvían al mundo para
salvar la vida general de la muerte en los hielos. La corriente
arrastraba los rayos blancos del sol, y las lluvias tibias y las
brisas que acarician y las nubes cargadas de fecundidad. Y en el
aliento de la vida cálida las nubes negras se amontonaron y crearon
el fuego.
Surgió un largo
trazo de llamas con el estrépito del trueno, y la brillantísima
línea le dio a Odjigh en el corazón como una espada roja. Cayó
contra la muralla pulida, dando la espalda al mundo hacia el que las
estaciones volvían en el río de la tempestad. El lobo hambriento,
subiendo tímidamente, las patas apoyadas sobre sus hombros, se puso
a roerle la nuca.
El rey de la máscara de oro, 1892.
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