Toldees, Mondath, Arizim, éstas son las Tierras Interiores, las
tierras cuyos centinelas, puestos en los confines, no ven el Mar. Más
allá, por el Este, hay un desierto que jamás turbaron los hombres,
y es amarillo, manchado está por la sombra de las piedras, y la
muerte yace en él como leopardo tendido al sol. Están cerradas sus
fronteras; al Sur, por la magia; al Oeste, por una montaña, y al
Norte, por el grito y la cólera del viento Polar. Semejante a una
gran muralla es la montaña del Oeste. Viene desde muy lejos y se
pierde muy lejos también, y es su nombre Poltarnees, la que mira al
Mar. Hacia el Norte, rojos peñascos, tersos y limpios de tierra y
sin mota de musgo o hierba, se escalonan hasta los labios mismos del
viento Polar, y nada hay allí sino el rumor de su cólera. Muy
apacibles son las Tierras Interiores, y muy hermosas sus ciudades, y
no mantienen guerra entre sí, mas quietud y holgura. Y otro enemigo
no tienen sino los años, pues la sed y la fiebre se asolean tendidas
en mitad del desierto, y no rondan jamás por las Tierras Interiores.
Y a vampiros y fantasmas, cuyo camino real es la noche, las fronteras
de la magia los contienen al Sur. Y muy chicas son todas sus gratas
ciudades, y en ellas los hombres todos tienen trato entre sí, y se
bendicen unos a otros en las calles, saludándose por sus nombres. Y
existe en cada ciudad una vía amplia y verde, que viene de un valle
o bosque o loma, y entra en la ciudad y sale de ella por entre las
casas y cruzando las calles; y nunca pasean por ella las gentes; mas
todos los años, en el tiempo oportuno, entra por allí la Primavera
desde las tierras florecientes, abriendo anémonas en la vía verde,
y todos los goces de los bosques repuestos o de los valles apartados,
profundos, o de las triunfantes lomas, cuyas cabezas se yerguen tan
altivas en la distancia, lejos de las ciudades.
A veces entran
carreros o pastores por aquella vía, de los que vienen a la ciudad
desde las serranías nebulosas; y los ciudadanos no se lo impiden,
porque hay un paso que mancilla la hierba y un paso que no la
mancilla, y todo hombre sabe en los adentros del corazón cómo es su
paso. Y en los claros soleados del bosque y en sus umbrías, lejos de
la música de las ciudades y de la danza de las ciudades, conciertan
la música de los lugares campestres y danzan las danzas campestres.
Amable, próximo y amistoso se les muestra a estos hombres el Sol, y
les es propicio y cuida de sus tiernos viñedos; y ellos, en cambio,
se muestran benévolos para con los menudos seres de los bosques y
atentos a todo rumor de hadas o leyendas antiguas. Y cuando la luz de
alguna pequeña ciudad distante pone un leve rubor en el confín del
firmamento y las felices ventanas de oro de las mansiones solariegas
abren los ojos brillantes en la oscuridad, entonces la vieja y
sagrada figura de la Fábula, velada hasta el rostro, baja de las
colinas boscosas y manda alzarse y danzar a las sombras oscuras, y
saca de ronda a las criaturas del bosque, y enciende al instante la
lámpara del gusano de luz en su enramada de hierba, e impone
silencio a las tierras grises, y de ellas suscita desmayadamente en
las colinas lejanas la voz de un laúd. No hay en el mundo tierras
más prósperas y felices que Toldees, Mondath y Arizim.
De estos tres
pequeños reinos llamados las Tierras Interiores huían
constantemente los mozos. Íbanse uno tras otro, sin que supiera
nadie por qué, sino tan sólo que tenían un anhelo de ver el Mar.
Poco hablaban de aquel anhelo; pero un mozo guardaba silencio unos
días, y luego, una mañana, muy temprano, se escabullía trepando
poco a poco por la dificultosa pendiente de Poltarnees, y, llegado a
la cumbre, pasábala y no volvía nunca. Algunos se quedaron atrás,
en las Tierras Interiores, y envejecieron; pero, desde los tiempos
más primitivos, ninguno de los que subieron a lo alto de Poltarnees
regresó jamás. Muchos dirigiéronse a Poltarnees jurando que
volverían. Hubo un rey que envió a todos sus cortesanos, uno por
uno, para que le revelaran el misterio, y después él mismo se fue
allá; ninguno volvió.
Ahora bien, el
pueblo de las Tierras Interiores guardaba el culto de los rumores y
las leyendas del Mar, y todo cuanto del Mar pudieron saber sus
profetas escrito estaba en un libro sagrado que los sacerdotes leían
en los templos con devoción profunda en las festividades o en los
días de aflicción. Y abríanse todos los templos hacia Poniente,
sostenidos por columnas, para que la brisa del mar entrara en ellos;
y abríanse hacia Levante, sostenidos por columnas, para que la brisa
del Mar no se detuviera, sino que entrara en ellos, dondequiera que
estuviese el Mar. Y ésta es la leyenda que tenían del Mar nunca
visto por ser alguno de las Tierras Interiores. Decían que el Mar es
un río que corre hacia Hércules, y decían que llega hasta el
confín del mundo y que Poltarnees lo domina. Decían que todos los
mundos celestes corren, entrechocándose, por aquel río, y la
corriente los arrastra, y que aquella Infinitud es una intrincada
espesura de selvas donde el río precipita su curso arrebatando todos
los mundos celestes. Por entre los colosales troncos de aquellos
árboles oscuros, en las más breves frondas, en cuyas ramas muchas
noches se reconcentran, andan los dioses. Y cuando su sed,
resplandeciente en el espacio como un magno sol, cae sobre los
animales, el tigre de los dioses se desliza hasta el río para beber.
Y el tigre de los dioses bebe ruidosamente hasta hartarse,
destruyendo mundos; y el nivel del río se sume dentro de sus
riberas, mientras la sed del animal va saciándose y dejando de
resplandecer como un sol. Y multitud de mundos se amontonan entonces,
secos, en la orilla, y ya no vuelven a andar por ahí los dioses,
porque les lastiman los pies. Son aquellos los mundos sin destino,
cuyas gentes carecen de dioses, y el río fluye sin parar. Y el
nombre del río es Oriathon, pero los hombres le llaman Océano. Tal
es la Creencia Inferior de las Tierras Interiores. Y hay una Creencia
Superior, de que nunca se habla. Según la Creencia Superior de las
Tierras Interiores, el río Oriathon corre por las selvas de la
Infinitud y de pronto cae rugiendo sobre un confín, desde donde el
tiempo llamaba antiguamente a sus horas para que pelearan en la
guerra contra los dioses; y cae apagado por el resplandor de las
noches y los días, con millas de olas no medidas nunca, en las
profundidades de la nada.
Ahora bien, conforme
iban transcurriendo siglos y el camino único accesible a los hombres
para subir a Poltarnees desgastándose de tantas huellas, más y más
hombres lo pasaban para no volver. Y aún se ignoraba en las Tierras
Interiores el misterio que desde Poltarnees se descubría. Y un día
tranquilo y sin viento, mientras los hombres caminaban felices por
sus hermosas calles o guardaban rebaños en la campiña, saltó de
pronto el viento del Oeste y entróse por ellas desde el Mar. Y llegó
velado, gris, luctuoso, y trajo hasta alguno el grito hambriento del
Mar que reclamaba huesos de hombres. Y el que lo oyó revolvióse sin
descanso durante horas, y al cabo se levantó de súbito,
irresistiblemente, vuelto hacia Poltarnees, y dijo, como se
acostumbra en el país cuando alguien se despide por poco tiempo:
«Hasta que venga el recuerdo al corazón del hombre», lo cual
significa: «Hasta luego»; mas los que lo amaban, viéndole mirar a
Poltarnees, contestáronle tristes: «Hasta que los dioses olviden»,
que quiere decir: «Adios».
Tenía el rey de
Arizim una hija que jugaba con las flores silvestres del bosque, y
con las fuentes del palacio de su padre, y con los pajaritos azules
del cielo que en la invernada llegábanse a su puerta buscando
refugio contra la nieve. Y más hermosa era que las flores silvestres
del bosque, y que todas las fuentes del palacio de su padre, y que
los pajaritos azules del cielo, cuando con todo su plumaje invernal
buscan refugio contra la nieve. Los viejos y sabios reyes de Mondath
y Toldees viéronla una vez cuando andaba ligera por los estrechos
andenes de su jardín, y volviendo los ojos a las nieblas del
pensamiento, reflexionaron sobre el destino de sus Tierras
Interiores. Y la miraron atentos junto a las flores majestuosas, y
sola, en pie, a la luz del sol; y vieron pasar y repasar
contorneándose las aves purpúreas que los recoveros del rey habían
traído de Asagéhon. Cuando ella cumplió los quince años, el rey
de Mondath convocó un Consejo de reyes. Y con él se reunieron los
reyes de Toldees y Arizim. Y el rey de Mondath, en su Consejo, habló
de esta suerte:
«El grito del Mar
implacable y hambriento (y a la palabra Mar los tres reyes inclinaron
la cabeza) atrae cada año, sacándolos de nuestros reinos felices, a
más y más súbditos nuestros, y aún ignoramos el misterio del Mar,
y ningún juramento se ha inventado que nos devuelva a un hombre
solo. Ahora bien, tu hija, Arizim, es más bella que la luz del sol,
y más bella que las majestuosas flores que tan altas crecen en tu
jardín, y tiene mayor gracia y hermosura que esas extrañas aves que
los afortunados recoveros traen en rechinantes carros de Asagéhon, y
en cuyo plumaje la púrpura alterna con el blanco. Pues el que se
enamore de tu hija Hilnaric, sea quien fuere, ése podrá subir a
Poltarnees y regresar, como nadie hasta aquí lo hizo, y contarnos lo
que se divisa desde Poltarnees, porque acaso tu hija sea más hermosa
que el Mar.»
Alzóse entonces de
su sitial del Consejo el rey de Arizim. Y dijo:
«Temo que hayas
blasfemado del Mar, y me asusta que tu blasfemia pueda acarrearnos
desgracia. No había reparado, a decir verdad, en su hermosura. ¡
Hace tan poco que era niña chica y llevaba el pelo suelto y no
recogido aún al modo de las princesas, y se iba sin que nadie la
vigilara a los bosques silvestres, y volvía con las vestiduras
manchadas y desgarradas, y no escuchaba regaños con sumisión, sino
haciendo muecas aun en mi patio de mármol todo rodeado de fuentes!»
Luego habló el rey
de Toldees:
«Vigilémosla más
atentos y contemplemos a la princesa Hilnaric en la estación de los
huertos floridos, cuando las grandes aves se despiden del Mar, que
conocen, y buscan descanso en nuestros palacios del interior; y si
fuera más hermosa que el amanecer sobre nuestros reinos unidos,
cuando los huertos están en flor, acaso sea más hermosa que el
Mar.»
Y el rey de Arizim
dijo:
«Temo que sea
terrible blasfemia, mas lo haré según lo decidisteis en Consejo.»
Y llegó la estación
de los huertos floridos. Una noche, el rey de Arizim llamó a su hija
para que saliese al balcón de mármol. Y la luna surgía, grande,
redonda, sagrada, sobre los bosques oscuros, y todas las fuentes
cantaban a la noche. Y la luna tocó los aleros del palacio de
mármol, y resplandecieron sobre la tierra. Y la luna tocó las cimas
de todas las fuentes, y las grises columnas se quebraron en luces de
magia. Y la luna dejó los oscuros caminos del bosque e iluminó todo
el blanco palacio y sus fuentes, y brilló en la frente de la
princesa, y el palacio de Arizim ganó en resplandores, y las fuentes
se trocaron en columnas de relucientes joyas y cantos. Y de la luna,
al levantarse, salió una melodía, que no llegó del todo a oídos
mortales. E Hilnaric estaba en pie, maravillada, vestida de blanco,
con el brillo de la luna en la frente; y acechándola desde la
sombra, en el terrado, estaban los reyes de Mondath y Toldees. Y
dijeron:
«Es más hermosa
que el nacer de la luna.»
Y otro día, el rey
de Arizim hizo que su hija se asomara al amanecer, y ellos volvieron
a situarse cerca del balcón. Y el sol salió sobre un mundo de
huertos, y las nieblas marinas se retiraron de Poltarnees hacia el
Mar; leves voces silvestres levantáronse de todos los matorrales,
las voces de las fuentes comenzaron a desfallecer, y alzóse, en
todos los templos de mármol, el cantar de las aves consagradas al
Mar. E Hilnaric estaba en pie, resplandeciente aún del sueño
celestial.
«Es más hermosa
—dijeron los reyes— que el alba.»
Otra prueba
impusieron aún a la hermosura de Hilnaric, porque la observaron en
las terrazas a la puesta del sol, cuando ya los pétalos de los
huertos estaban caídos y en toda la linde de los bosques vecinos
florecían el rododendro y la azalea. Y el sol se puso tras la
escarpada Poltarnees, y la niebla del Mar se vertió sobre su cumbre
interior. Y los templos de mármol se levantaban claros en el
atardecer, pero nubecillas de crepúsculo se extendían entre montaña
y ciudad. Entonces, de la cornisa de los templos y del tejaroz de los
palacios soltáronse atrevidamente los murciélagos, y desplegando
las alas, flotaron arriba y abajo por las vías ya oscuras; empezaron
a encenderse las luces en las doradas ventanas, los hombres se
envolvieron en sus capas por temor a la niebla marina gris, levantóse
el son de algunas cancioncillas, y el rostro de Hilnaric convirtióse
en lugar de reposo de misterios y ensueños.
«Más que todo
—dijeron los reyes— es hermosa; pero ¿quién puede saber si es
más hermosa que el Mar?»
Tendido en un macizo
de rododendros, en la linde de las praderas de palacio, había
esperado un cazador a que el sol se pusiera. Cerca de él había un
estanque profundo donde crecían los jacintos y en el que flotaban
extrañas flores de anchas hojas; a él iban a beber los toros
salvajes, a la luz de las estrellas, y en su acecho vio él la blanca
forma de la princesa apoyada en el balcón. Antes de que brillaran
las estrellas y se llegaran a beber los toros dejó él su escondrijo
y se acercó al palacio para ver más próxima a la princesa.
Cubiertas estaban las praderas de palacio de no hollado rocío y todo
yacía en calma cuando él las cruzó, empuñando su luengo venablo.
En el más escondido rincón de la terraza, los tres viejos reyes
discutían acerca de la hermosura de Hilnaric y del destino de las
Tierras Interiores. Caminando ligero, con paso de cazador, acercóse
más el que acechaba junto al estanque, en la quietud del anochecer,
sin que aún la princesa le viese. Así que la hubo visto de cerca,
exclamó de súbito:
«Ha de ser más
hermosa que el Mar.»
Volvióse la
princesa, y en su porte y luengo venablo conoció que era un cazador
de toros salvajes.
Cuando los tres
reyes oyeron la exclamación del mozo, dijéronse por lo bajo:
«Este ha de ser el
hombre.»
Mostráronsele
luego, y le dijeron, con propósito de probarle:
«Señor, habéis
blasfemado del Mar.»
Y el mancebo
murmuro:
«Es más hermosa
que el Mar.»
Y dijeron los tres
reyes:
«Más viejos somos
y más sabios que vos, y sabemos que nade existe más hermoso que el
Mar.»
Y el mozo, destocado
y postrado al ver que hablaba con los reyes, contestó, empero:
«Por este venablo;
es más hermosa que el Mar.»
Y, entre tanto, la
princesa le miraba, reconociéndole por un cazador de toros salvajes.
Dijo el rey de
Arizim al que acechaba en el estanque:
«Si subes a
Poltarnees y vuelves, como nadie volvió, y nos refieres qué
atracción mágica tiene el Mar, te perdonaremos tu blasfemia, y
tendrás a la princesa por esposa, y te sentarás en el Consejo de
los reyes.»
Y el mozo al punto
mostró su asentimiento con alegría. Y la princesa le habló y le
preguntó su nombre. Y él le dijo que se llamaba Athelvok, y se
llenó de gozo al oír la voz de ella. Y prometió a los tres reyes
salir a tercero día para escalar la pendiente de Poltarnees y
regresar, y éste fue el juramento con que le ligaron para que
volviera:
«Juro por el Mar
que arrastra los mundos, por el río de Oriathon, a quien los hombres
llaman Océano, y por los dioses y su tigre, y por el sino de los
mundos, que volveré a las Tierras Interiores después de haber
contemplado el Mar.»
Y prestó con
solemnidad el juramento aquella misma noche en uno de los templos del
Mar; pero los tres reyes fiaron aún más en la hermosura de Hilnaric
que en el poder del juramento.
Al otro día de
mañana fue Athelvok al palacio de Arizim, cruzando las campiñas del
Este desde el país de Toldees, e Hilnaric salió al balcón y se
reunió con él en las terrazas. Y le preguntó si había matado
algún toro salvaje, y él le dijo que tres, y luego le contó que
había cazado el primero junto al estanque del bosque. Había cogido
el venablo de su padre, se fue a la orilla del estanque, se tendió
bajo las azaleas a esperar que las estrellas saliesen, porque a su
primera luz van los toros salvajes a beber de aquellas aguas. Y fue
muy temprano, y tuvo mucho que esperar, y el pasar de las horas se le
hizo más largo de lo que era. Y todos los pájaros acudieron a aquel
lugar en la noche. Y ya había salido el murciélago, y ningún toro
se acercaba al estanque. Y Athelvok estaba persuadido de que ninguno
se acercaría. Y tan pronto como su mente adquirió esta certidumbre,
abrióse sin rumor la maleza y un enorme toro salvaje se presentó a
sus ojos, a la orilla del agua, y sus largos cuernos surgían a los
lados de su cabeza, encorvándose por los extremos, y medían cuatro
pasos de punta a punta. Y no había visto a Athelvok, porque el
enorme toro estaba al otro extremo del reducido estanque, y Athelvok
no podía ir arrastrándose hasta él por miedo de cortar el viento
(pues los toros salvajes, que apenas ven en las selvas oscuras, se
guardan por el oído y el olfato). Mas pronto se tramó el plan en su
mente, mientras el toro erguía la cabeza a veinte pasos justos de
donde estaba él, con el agua por medio. Y el toro olfateó con
cautela el viento, se puso a escuchar, y luego bajó la cabeza hasta
el estanque y bebió. En aquel punto saltó Athelvok al agua y
atravesó rápidamente sus algosas profundidades, por entre los
tallos de las extrañas flores que flotaban con sus anchas hojas en
la superficie. Y Athelvok asestaba su venablo, recto, y mantenía
rígidos y cerrados los dedos de la mano izquierda, sin salir a la
superficie, de modo que la fuerza del salto le llevó adelante y le
hizo pasar sin que se enredara por entre los tallos de las flores.
Cuando saltó Athelvok al agua, el toro hubo de levantar la cabeza,
se asustó al verse salpicado y luego debió de escuchar y ventear, y
como no oyera ni olfateara peligro ninguno, hubo de quedarse rígido
por unos instantes, porque en esta actitud le encontró Athelvok al
surgir sin aliento a sus pies. Hiriendo de pronto, Athelvok le clavó
la lanza en el cuello, antes de que pudiera bajar la cabeza y los
cuernos terribles. Pero Athelvok se había colgado de uno de los
cuernos y se vio arrastrado a tremenda velocidad por entre los
matorrales de rododendros, hasta que el toro cayó, para levantarse
de nuevo y morir de pie, luchando sin cesar, ahogado en su propia
sangre.
Hilnaric escuchaba
el relato como si un héroe de la antigúedad surgiese de nuevo ante
sus ojos en toda la gloria de su legendaria juventud.
Mucho tiempo se
pasearon por las terrazas, diciéndose lo que siempre se había dicho
y se dijo luego, lo que repetirán labios aún por formarse. Y sobre
ellos se erguía Poltarnees, mirando al Mar.
Y llegó el día en
que Athelvok debía marcharse. E Hilnaric le dijo:
«¿Es cierto que
volverás, luego que hayan mirado tus ojos desde la cumbre de
Poltarnees?»
Athelvok repuso:
«Cierto que
volveré, porque tu voz es más hermosa que el himno de los
sacerdotes cuando cantan los loores del Mar; y aunque muchos mares
tributarios fluyan hacia Oriathon y él y los otros viertan su
hermosura en un estanque a mis pies, volvería jurando que tú eres
más hermosa. »
E Hilnaric
contestóle:
«La sabiduría del
corazón me dice, o una antigua ciencia o profecía, o un raro saber,
que nunca más he de oír tu voz. Y por ello te perdono.»
Pero él, repitiendo
el juramento prestado, se fue, mirando muchas veces atrás, hasta que
la pendiente se hizo tan empinada que su faz tocaba a la roca. Púsose
en camino por la mañana y estuvo subiendo todo el día, con pequeño
descanso, por los hoyos que había pulimentado el roce de muchos
pies. Antes de llegar a la cima escondiósele el sol y fueron
oscureciéndose cada vez más las Tierras Interiores. Apresuróse
para ver, antes que fuere de noche, lo que había de mostrarle
Poltarnees. Ya era profunda la oscuridad sobre las Tierras
Interiores, y las luces de las ciudades chispeaban entre la niebla
marina cuando llegó a la cumbre de Poltarnees, y el sol, de la otra
parte, aún no se había retirado del firmamento.
Y a sus pies se
fruncía el viejo Mar, sonriendo y murmurando cantares. Y daba el
pecho a unos barcos chicos de velas deslumbradoras, y en las manos
tenía los vetustos restos de naufragios tan echados de menos, y los
mástiles todos tachonados de clavos de oro que desgajó en su cólera
de los soberbios galeones. Y la gloria del sol reinaba en las olas
que arrastraban a la deriva maderos de islas de especias, sacudiendo
las cabezas doradas. Y las corrientes grises se arrastraban hacia el
Sur, como solitarias serpientes enamoradas de algo lejano con amor
inquieto, fatal. Y toda la llanura de agua resplandeciente al sol
postrero, y las olas y las corrientes, y las velas blancas de los
navíos, formaban, juntas, la faz de un extraño dios nuevo que mira
a un hombre por primera vez a los ojos en el instante de su muerte; y
Athelvok, mirando al maravilloso Mar, supo por qué no vuelven nunca
los muertos: porque hay algo que los muertos sienten y conocen y los
vivos no entenderán nunca, aunque los muertos vuelvan a contarles lo
que han visto. Y el Mar le sonreía, alegre en la gloria del sol. Y
había en él un puerto para las naves que regresaban, y junto a él
una soleada ciudad, y la gente andaba por sus calles ataviada con las
inconcebibles mercancías de las costas más lejanas.
Una fácil pendiente
de roca suelta y menuda llevaba desde la cumbre de Poltarnees hasta
la orilla del Mar.
Athelvok detúvose
un largo rato lleno del pesar de lo perdido, dándose cuenta de que
había entrado en su alma algo que no entenderían jamás los de las
Tierras Interiores, porque sus pensamientos no iban más allá de los
tres breves reinos. Luego, mirando los buques errantes, y las
maravillosas mercancías de países remotos, y el color ignorado que
ceñía la frente del Mar, volvió los ojos a las Tierras Interiores.
En aquel punto
entonó el Mar un canto fúnebre al ocaso por todo el daño que causó
en su cólera y por toda la ruina que acarreó a los navíos
aventureros; y había lágrimas en la voz del tiránico Mar, porque
amaba a las galeras hundidas, y llamaba a sí a todos los hombres y a
todo lo viviente para disculparse, porque amaba los huesos que había
desparramado. Y volviéndose, Athelvok puso un pie en la pendiente
suelta, y otro después, y anduvo un poco para acercarse al Mar, y
luego le sobrecogió un sueño y sintió que los hombres juzgaban mal
del Mar, tan digno de ser amado, porque mostró alguna cólera,
porque a veces fue cruel; sintió que reñían las mareas, porque el
Mar había amado a las galeras fenecidas. Siguió andando, y las
piedras menudas rodaban con él, y en el momento en que se desvaneció
el ocaso y apareció una estrella, llegó él a la dorada costa, y
siguió adelante hasta que las olas le tocaron las rodillas, y oyó
las bendiciones, semejantes a las plegarias, del Mar. Mucho tiempo
estuvo así, mientras iban saliendo estrellas y copiando su brillo en
las olas; más estrellas salían, atorbellinándose en su carrera,
del Mar; parpadeaban las luces en toda la ciudad del puerto, colgaban
linternas de las naves y ardía la noche de púrpura; y la Tierra,
ante los ojos de los dioses, que están sentados tan lejos de ella,
refulgía como en una llama. Entonces entró Athelvok en la ciudad
del puerto, en donde encontró a muchos que habían dejado antes que
él las Tierras Interiores; ninguno deseaba volver al pueblo que no
había visto el mar; muchos se habían olvidado de los tres breves
reinos, y se susurraba que un hombre que una vez intentó volver
halló imposible la subida por la pendiente movediza, deleznable.
Hilnaric no se casó
jamás. Pero su dote se destinó a edificar un templo en que los
hombres maldicen al Océano.
Una vez al año, con
solemnes ritos y ceremonias, maldicen las mareas del Mar; y la luna
se mira en él y los aborrece.
Cuentos de un soñador, 1910.
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