Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger
la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final
lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa,
le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único
que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación
contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para
que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin
probar bocado.
La esposa de Tom
King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo
observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase
humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones
conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de
enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio
peniques que le quedaban los había invertido en pan.
Tom King se sentó
junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir
su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e
introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar
tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de
contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y
premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le
abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada
simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus
destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de
las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante
tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines)
tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se
quitaban con nada.
Bastaba verle la
cara a Tom King para comprender cuál era su profesión. Aquel rostro
era el típico del boxeador, del hombre que ha pasado muchos años en
el cuadrilátero y que, a causa de ello, ha desarrollado y subrayado
en sus facciones los rasgos característicos del animal de lucha. Era
una fisonomía que intimidaba, y para que ninguno de aquellos rasgos
pasara inadvertido iba perfectamente rasurado. Sus labios informes,
de expresión extremadamente dura, daban la impresión de una
cuchillada que atravesara su rostro. Su mandíbula inferior era
maciza, agresiva, brutal. Sus ojos, de perezosos movimientos y
dotados de gruesos párpados, apenas tenían expresión bajo sus
tupidas y aplastadas cejas. Estos ojos, lo más bestial de su
semblante, realzaban el aspecto de brutalidad del conjunto. Parecían
los ojos soñolientos de un león o de cualquier otro animal de
presa. La frente hundida y angosta lindaba con un cabello que,
cortado al cero, mostraba todas las protuberancias de aquella cabeza
monstruosa. Una nariz rota por dos partes y aplastada a fuerza de
golpes, y una oreja deforme, que había crecido hasta adquirir el
doble de su tamaño y que hacía pensar en una coliflor, completaban
el cuadro. Y en cuanto a su barba, aunque recién afeitada, apuntaba
bajo la piel, dando a su tez un tono azulado negruzco.
Si bien aquella
fisonomía era la de uno de esos hombres con los que no deseamos
encontrarnos a solas en un callejón oscuro o en un lugar apartado,
Tom King no era un criminal ni había cometido nunca una mala acción.
Dejando aparte las reyertas en que se había visto mezclado y que
eran cosa corriente en los medios que frecuentaba, no había hecho
daño a nadie. No se le consideraba un pendenciero. Era un
profesional de la contienda y reservaba toda su combatividad para sus
apariciones en el ring. Fuera del tablado, era un hombre bonachón,
de movimientos tardos, y en su juventud, cuando ganaba el dinero a
espuertas, había sido, no ya generoso, sino despilfarrador. Para él
el boxeo era un negocio. Cuando estaba en el cuadrilátero, pegaba
con intención de hacer daño, de lesionar, de destruir; pero no
había animosidad en sus golpes: era una simple cuestión de
intereses. El público acudía y pagaba para ver cómo dos hombres se
vapuleaban hasta que uno de ellos quedaba inconsciente. El vencedor
se quedaba con la parte del león de la bolsa. Hacía veinte años,
cuando Tom King se enfrentó con el «Salta Ojos», de
Woolloomoolloo, sabía que la mandíbula de su contrincante sólo
estaba firme desde hacía cuatro meses, pues anteriormente se la
habían partido en un combate celebrado en Newcastle. Por eso dirigió
todos sus golpes contra ella, y consiguió fracturarla nuevamente en
el noveno asalto. No lo movía ningún resentimiento contra su
adversario: procedió así porque era el medio más seguro de dejar
fuera de combate a aquel hombre y, de este modo, ganar la mayor parte
de la bolsa ofrecida. En cuanto al «Salta Ojos», no le guardó
rencor alguno. Ambos sabían que así era el boxeo, y había que
atenerse a sus reglas.
Tom King no era nada
hablador. En aquel momento en que permanecía sentado junto a la
ventana, se hallaba sumido en un huraño silencio, mientras se miraba
las manos. En el dorso de ellas se destacaban las venas gruesas e
hinchadas. El aspecto de los nudillos, aplastados, estropeados,
deformes, atestiguaba el empleo que había hecho de ellos. Tom no
había oído decir nunca que la vida de un hombre dependía de sus
arterias, pero sabía muy bien lo que significaban aquellas venas
prominentes, dilatadas. Su corazón había hecho correr demasiada
sangre por ellas a una presión excesiva. Ya no funcionaban bien.
Habían perdido la elasticidad, y su distensión había acabado con
su antigua resistencia. Ahora se fatigaba fácilmente. Ya no podía
resistir un combate a veinte asaltos con el ritmo acelerado de antes,
con fuerza y violencia sostenidas, luchando infatigablemente desde
que sonaba el gong, acosando sin cesar a su adversario, retrocediendo
hasta las cuerdas o llevando a su oponente hacia ellas, recibiendo
golpes y devolviéndolos. Ya no multiplicaba su acometividad y la
rapidez de sus golpes en el vigésimo y último asalto, levantando al
público de sus asientos y provocando sus aclamaciones, cuando él
acometía, pegaba, esquivaba, hacía caer una lluvia de golpes sobre
su adversario y recibía otra igual mientras su corazón no dejaba de
enviar, con impetuosa fidelidad, sangre a sus venas jóvenes y
elásticas. Sus arterias, dilatadas durante el combate, se encogían
de nuevo, pero no del todo; al principio, esta diferencia era
imperceptible, pero cada vez quedaban un poco más distendidas que la
anterior. Se contempló las venas y los estropeados nudillos. Por un
momento le pareció ver los magníficos puños que tenía en su
juventud, antes de romperse el primer nudillo contra la cabeza de
Benny Jones, apodado el «Terror de Gales».
Experimentó de
nuevo la sensación de hambre.
–¡Lo que daría
yo por un buen bistec! –murmuró, cerrando sus enormes puños y
lanzando un juramento en voz baja.
–He ido a la
carnicería de Burke y luego a la de Sawley –dijo la mujer en son
de disculpa.
–¿Y no te
quisieron fiar?
–Ni medio penique.
Burke me dijo que…
Vacilaba, no se
atrevía a seguir.
–¡Vamos! ¿Qué
dijo?
–Que como esta
noche Sandel te zurraría de lo lindo, no quería aumentar tu cuenta,
ya es bastante crecida.
Tom King lanzó un
gruñido por toda respuesta. Se acordaba del bulldog que tuvo en su
juventud, al que echaba continuamente bistecs crudos. En aquella
época, Burke le habría concedido crédito para mil bistecs. Pero
los tiempos cambian. Tom King estaba envejecido, y un viejo que tenía
que enfrentarse con un boxeador joven en un club de segunda categoría
no podía esperar que ningún comerciante le fiase.
Aquella mañana se
había levantado con el deseo de comer un bistec, y aquel deseo no lo
había abandonado. No había podido entrenarse debidamente para aquel
combate. En Australia el año había sido de sequía y los tiempos
eran difíciles. Había dificultades para encontrar trabajo, fuera de
la índole que fuere. No había tenido sparring, no siempre había
comido los alimentos debidos y en la cantidad necesaria. Había
trabajado varios días como peón en una obra, y algunas mañanas
había corrido para hacer piernas. Pero era difícil entrenarse sin
compañero y teniendo que atender a las necesidades de una esposa y
dos hijos. Cuando se anunció su combate con Sandel, los tenderos
apenas le concedieron un poco más de crédito. El secretario del
Gayety Club le adelantó tres libras –la cantidad que percibiría
si perdía el combate–, y se negó a darle un céntimo más. De vez
en cuando consiguió que sus antiguos compañeros le prestasen unos
centavos, pero no pudieron prestarle más, porque corrían malos
tiempos y ellos también pasaban sus apuros. En resumen, que era
inútil tratar de ocultarse que no estaba debidamente preparado para
la pelea. Le había faltado comida y le habían sobrado
preocupaciones. Además, ponerse «en forma» no es tan fácil para
un hombre de cuarenta años como para otro de veinte.
–¿Qué hora es,
Lizzie? –preguntó.
Su mujer fue a
preguntarlo a la vecina y, al regresar, le dio la respuesta.
–Las ocho menos
cuarto.
–El primer match
empezará dentro de unos minutos –observó Tom–. No es más que
un combate de prueba. Después hay un encuentro a cuatro asaltos
entre Dealer Wells y Gridley, y luego uno a diez asaltos entre
Starlight y un marinero. Yo aún tengo para una hora.
Otros diez minutos
de silencio y Tom se puso en pie.
–La verdad es,
Lizzie, que no me he entrenado todo lo que debía.
Cogió el sombrero y
se dirigió a la puerta. No le pasó por la mente besar a su mujer
–nunca la besaba al marcharse–, pero aquella noche ella lo hizo
por su cuenta y riesgo: le echó los brazos al cuello y lo obligó a
inclinarse hacia su rostro. Se veía menudita y frágil junto al
macizo corpachón de su marido.
–Buena suerte, Tom
–le dijo–. Tienes que ganar.
–Sí, tengo que
ganar –repitió él–. Ni más ni menos.
Se echó a reír,
tratando de mostrarse despreocupado, mientras ella se apretaba más
contra él. Tom contempló la desnuda estancia por encima del hombro
de su esposa. Aquel cuartucho, del que debía varios meses de
alquiler, era, con Lizzie y los niños, cuanto tenía en el mundo. Y
aquella noche salía en busca de comida para su hembra y sus
cachorros, no como el obrero de hoy que va a la fábrica, sino al
estilo antiguo, primitivo, arrogante y animal de las bestias de
presa.
–Tengo que ganar
–volvió a decir a su esposa, esta vez con un rictus de
desesperación–. Si gano, son treinta libras, con lo que podré
pagar todas las deudas y, además, verme un buen sobrante en el
bolsillo. Si pierdo, no me darán nada, ni un penique para tomar el
tranvía de vuelta, pues el secretario ya me ha dado todo lo que me
correspondería en caso de perder. Adiós, mujercita. Si gano,
volveré inmediatamente.
–Te espero –dijo
ella cuando Tom estaba ya en el rellano.
Había más de tres
kilómetros hasta el Gayety y, mientras los recorría, recordó sus
días de triunfo, cuando era el campeón de pesos pesados de Nueva
Gales del Sur. Entonces habría tomado un coche de punto para ir al
combate, y con toda seguridad alguno de sus admiradores se habría
empeñado en pagar el coche para tener el privilegio de acompañarlo.
Entre estos admiradores se contaban Tommy Burns y el yanqui Jack
Johnson, que poseían automóvil propio. ¡Y ahora tenía que ir a
pie! Como todo el mundo sabe, una marcha de tres kilómetros no es la
mejor preparación para un combate. Él era un viejo para el
pugilismo, y el mundo no trata bien a los viejos. Él sólo servía
ya para picar piedra, e incluso para esto era un obstáculo su nariz
rota y su oreja hinchada. Ojalá hubiera aprendido un oficio. A la
larga, habría sido mejor. Pero nadie se lo había enseñado. Por
otra parte, una voz interior le decía que él no habría prestado
atención si alguien hubiera tratado de enseñárselo. Su vida fue
demasiado fácil. Ganó mucho dinero. Tuvo combates duros y
magníficos, separados por períodos de descanso y holgazanería.
Estuvo rodeado de aduladores que se desvivían por acompañarle, por
darle palmadas en la espalda, por estrecharle la mano; de petimetres
que lo invitaban a beber para tener el privilegio de charlar con él
cinco minutos. Además, ¡aquellos magníficos combates ante un
público delirante de entusiasmo! ¡Y aquel último asalto en que se
lanzaba a fondo como un torbellino y el árbitro lo proclamaba
vencedor! ¡Y leer su nombre en las secciones deportivas de todos los
periódicos al día siguiente…!
¡Ah, qué tiempos
aquéllos! Pero, de pronto, su mente tarda y premiosa comprendió que
en aquellos lejanos días él dejaba fuera de combate a los viejos.
Él era entonces la juventud que despuntaba, y sus adversarios la
vejez que decaía. Era natural que resultara fácil para él: ellos
tenían las venas hinchadas, los nudillos rotos y los huesos
desvencijados por una larga serie de combates. Recordaba el día en
que «noqueó» al maduro Stowsher Bill en Rush-Cutters Bay al
decimoctavo asalto y luego lo vio llorando en los vestuarios,
llorando como un niño. Acaso el viejo Bill debía también varios
meses de alquiler, y acaso lo esperaban en su casa su mujer y sus
hijos. ¡Y quién sabe si aquel mismo día, el del combate, había
sentido el deseo de comerse un buen bistec! Bill combatió
valientemente, recibiendo a pie firme una soberana paliza. Ahora que
él pasaba el mismo calvario, comprendía que aquella noche de hacía
veinte años Bill luchó por algo más importante que su adversario,
el joven Tom King, que sólo trataba de ganar dinero y gloria
fácilmente. No era extraño que Stowsher Bill hubiese llorado en los
vestuarios amargamente después del combate.
No cabía duda de
que cada púgil podía soportar un número limitado de combates. Era
una ley inflexible del boxeo. Unos podían librar cien encuentros
durísimos, otros sólo veinte. Cada cual, según sus dotes físicas,
podía subir al ring tantas o cuantas veces. Después, quedaba al
margen.
Él se había pasado
de la raya, había librado más combates encarnizados de los que
debía, encuentros en que el corazón y los pulmones parecía que
iban a estallar; contiendas que hacían perder elasticidad a las
arterias y convertían un cuerpo esbelto y juvenil en un montón de
músculos nudosos; combates que desgastaban los nervios y los
músculos, el cerebro y los huesos, por obra del esfuerzo. Sí, él
había resistido más que nadie. No quedaba ya ni uno solo de sus
antiguos compañeros. Él era el último de la vieja guardia. Había
visto cómo iban cayendo todos y había contribuido a poner punto
final a la carrera de algunos de ellos.
Lo opusieron a los
boxeadores ya viejos y él los fue liquidando uno tras otro. Y
después, cuando los veía llorar en los vestuarios, como había
llorado el viejo Stowsher Bill, se reía. Pero ahora el viejo era él,
y a su vez tenía que enfrentarse con los jóvenes. Con Sandel, por
ejemplo. Había llegado de Nueva Zelanda precedido de un brillante
historial. Pero como en Australia aún era un desconocido, se acordó
enfrentarlo con el viejo Tom King. Si Sandel hacía un buen combate,
se le opondrían mejores púgiles y las bolsas serían más crecidas.
Así, pues, era de esperar que luchara como un demonio. Aquel combate
era decisivo para él, ya que si ganaba tendría dinero, cobraría
nombre y habría dado el primer paso de una brillante carrera. Tom
King no era para él más que el muro viejo que le cerraba el paso a
la fama y la fortuna. En cambio, a lo único que Tom King podía
aspirar era a recibir treinta libras, que le servirían para pagar al
dueño de la casa y a los tenderos. Y mientras cavilaba así, Tom
King vio alzarse ante sus ojos hinchados el cuadro de la juventud
triunfadora, exuberante e invencible, de músculos suaves y piel
sedosa, de corazón y pulmones que no sabían lo que era el cansancio
y se reían del jadeo de los viejos. Los jóvenes destruían a los
viejos sin pensar que, al hacerlo, se destruían a sí mismos,
dilatando sus arterias y aplastando sus nudillos, para ser, al fin,
aniquilados por una nueva generación de jóvenes. Pues la juventud
ha de ser siempre joven.
Al llegar a la calle
de Castlereagh dobló a la izquierda y, después de recorrer tres
manzanas, llegó al Gayety. Una multitud de golfillos apiñados
frente a la puerta se apartaron respetuosamente al verle y oyó que
decían:
–¡Es Tom King!
Una vez dentro,
cuando se dirigía a los vestuarios, encontró al secretario, un
joven de mirada viva y expresión astuta, que le estrechó la mano.
–¿Cómo te
encuentras, Tom? – le preguntó.
–Estupendamente
–respondió King, a sabiendas de que mentía y de que le hacía
tanta falta un buen bistec, que si tuviera una libra la daría a
cambio de él sin vacilar.
Cuando salió de los
vestuarios, seguido por sus segundos, y se dirigió al cuadrilátero,
que se alzaba en el centro de la sala, estalló una tempestad de
aplausos y vítores en el público. Él respondió saludando a
derecha e izquierda, aunque conocía muy pocas de aquellas caras. En
su mayoría, eran muchachos que aún tenían que nacer cuando él
cosechaba sus primeros laureles en el ring. Saltó con ligereza a la
alta plataforma y, después de pasar entre las cuerdas, se dirigió a
su ángulo y se sentó en un taburete plegable. Jack Ball, el
árbitro, se acercó a él para estrecharle la mano. Ball era un
boxeador fracasado que desde hacía diez años no pisaba el ring como
púgil. King se alegró de tenerlo por árbitro. Ambos eran
veteranos. Si él apretaba las tuercas a Sandel algo más de lo que
permitía el reglamento, sabía que Ball haría la vista gorda.
Subieron al tablado,
uno tras otro, varios jóvenes aspirantes a la categoría de pesos
pesados, y el árbitro los fue presentando sucesivamente al público.
Asimismo, expuso sus carteles de desafío.
–Young Pronto
–anunció Ball–, de Sidney del Norte, reta al ganador por
cincuenta libras.
El público aplaudió
y los aplausos se renovaron cuando Sandel trepó ágilmente al ring y
fue a sentarse en su rincón. Tom King, desde el ángulo opuesto, lo
miró con curiosidad, pensando que minutos después ambos estarían
enzarzados en implacable combate, y pondrían todo su empeño en
noquearse. Pero apenas pudo ver nada, pues Sandel llevaba, como él,
un mono de entrenamiento sobre su calzón corto de pugilista. Su cara
era muy atractiva. Estaba coronada por un mechón rizado de pelo
rubio, y su cuello grueso y musculoso anunciaba un cuerpo de atleta
verdaderamente magnífico.
Young Pronto se
dirigió sucesivamente a los dos ángulos y, después de estrechar
las manos a los boxeadores, salió del ring. Continuaron los
desafíos. Un joven tras otro pasaba entre las cuerdas. Aquellos
muchachos desconocidos pero ambiciosos estaban convencidos, y así lo
pregonaban, de que con su fuerza y destreza eran capaces de medirse
con el vencedor. Unos años antes, cuando su carrera se hallaba en su
apogeo y él se consideraba invencible, aquellos preliminares
hubieran divertido y aburrido a Tom King. Pero a la sazón los
contemplaba fascinado, incapaz de apartar de sus ojos la visión de
la juventud. Siempre existirían aquellos jóvenes que subían al
ring, y saltaban por las cuerdas para lanzar su reto a los cuatro
vientos; y siempre tendrían que caer ante ellos los boxeadores
gastados. Ascendían hacia el éxito trepando sobre los cuerpos de
los viejos púgiles. Y continuaban afluyendo en número creciente,
como una oleada de juventud incontenible que arrollaba a los viejos,
para envejecer a su vez y seguir el camino descendente, a impulsos de
la juventud eterna, de los nuevos mozos que desarrollaban sus
músculos y derribaban a sus mayores, mientras tras ellos se formaba
una nueva masa de jóvenes. Y así ocurriría hasta el fin de los
tiempos, pues aquella juventud voluntariosa era algo inseparable de
la humanidad.
King dirigió una
mirada al palco de la prensa y saludó con un movimiento de cabeza a
Morgan, del Sportsman, y a Corbett, del Referee. Luego tendió las
manos para que Sid Sullivan y Charles Bates, sus segundos, le
pusieran los guantes y se los atasen fuertemente, bajo la atenta
fiscalización de uno de los segundos de Sandel, que ya había
examinado con ojo crítico las vendas que cubrían los nudillos de
King. Uno de los segundos de Tom cumplía la misma misión en el
ángulo ocupado por Sandel. Este levantó las piernas para que le
despojasen de los pantalones del mono y luego se levantó para que
acabaran de quitarle la prenda por la cabeza. Tom King vio entonces
ante sí una encarnación de la juventud, un pecho ancho y
desbordante de vigor, unos músculos elásticos que se movían como
seres vivos bajo la piel blanca y satinada. Todo aquel cuerpo estaba
pletórico de vida, de una vida que aún no había dejado escapar
nada de ella por los doloridos poros en los largos combates en que la
juventud ha de pagar su tributo, dejando algo de ella misma en los
tablados.
Los dos púgiles
avanzaron hacia el centro del cuadrilátero y cuando los segundos
saltaron por las cuerdas, llevándose los taburetes plegables, ellos
simularon estrecharse las manos enguantadas e inmediatamente se
pusieron en guardia. Acto seguido, como un mecanismo de acero puesto
en marcha por un fino resorte, Sandel se lanzó al ataque. Asestó a
Tom un gancho de izquierda al entrecejo y un derechazo a las
costillas. Luego, entre fintas y sin cesar de saltar sobre las puntas
de los pies, se alejó ligeramente de su contrincante para volverse a
acercar en seguida, ágil y agresivo. Era un boxeador rápido e
inteligente, que había iniciado la pelea con una espectacular
exhibición. El público vociferaba entusiasmado. Pero King no se
dejó impresionar. Había librado demasiados encuentros y había
visto a demasiados jóvenes. Supo apreciar el verdadero valor de
aquellos golpes: eran demasiado rápidos y hábiles para ser
peligrosos. Evidentemente, Sandel trataba de forzar el curso del
combate desde el comienzo. No le sorprendió. Esto era muy propio de
la juventud, inclinada a malgastar sus espléndidas facultades en
furiosos ataques y locas acometidas, alentada por un ilimitado deseo
de gloria que redoblaba sus fuerzas.
Sandel atacaba,
retrocedía, estaba aquí y allá, en todas partes. Con pies ligeros
y corazón vehemente, deslumbrante con su carne blanca y sus potentes
músculos, tejía un ataque maravilloso, saltando y deslizándose
como una ardilla, eslabonando mil movimientos ofensivos, todos ellos
encaminados a la destrucción de Tom King, del hombre que se alzaba
entre él y la fortuna. Y Tom King soportaba pacientemente el
chaparrón. Conocía su oficio y sabía cómo era la juventud, ahora
que la había perdido. Se dijo que tenía que esperar a que su
oponente fuese perdiendo fogosidad, y sonrió para sus adentros
mientras se agachaba para parar un fuerte directo con la base del
cráneo. Era una argucia innoble, pero correcta, según el reglamento
del pugilismo. El boxeador tenía que velar por sus nudillos y, si se
empeñaba en golpear a su adversario en la cabeza, allá él. King
podía haberse agachado más para que el golpe no lo alcanzara, pero
se acordó de sus primeros encuentros y de cómo se partió por
primera vez un nudillo contra la cabeza del «Terror de Gales». Aun
ajustándose a las reglas del juego, al agacharse había atentado
contra los nudillos de Sandel. De momento, éste no lo notaría.
Seguro de sí mismo e indiferente, seguiría propinando golpes con la
misma fuerza durante todo el combate. Pero, andando el tiempo, cuando
en su historial tuviera muchos encuentros, el nudillo lesionado se
resentiría, y entonces él, volviendo la vista atrás, recordaría
el potente golpe asestado a la cabeza de Tom King.
El primer asalto lo
ganó Sandel por puntos. El joven boxeador mantuvo a la sala en vilo
con sus fulminantes arremetidas. Lanzó sobre King un verdadero
diluvio de golpes, y King no devolvió ni uno solo: se limitó a
cubrirse, mantener una guardia cerrada, esquivar y llegar a veces al
cuerpo a cuerpo para eludir el castigo. De vez en cuando hacía
alguna finta, movía la cabeza cuando encajaba un directo, e iba
evolucionando imperturbable por el ring, sin saltar ni bailar para no
malgastar ni un átomo de energías. Debía dejar que Sandel
desahogara el ardor de su juventud y sólo entonces replicarle, pues
no debía olvidar sus cuarenta años.
Los movimientos de
King eran lentos y metódicos. Sus ojos, casi inmóviles bajo los
gruesos párpados, le daban el aspecto de un hombre adormilado y
aturdido. Sin embargo, no se le escapaba ningún detalle: su
experiencia de más de veinte años le permitía verlo todo.
Sus ojos no
pestañeaban ni se desviaban al recibir un golpe, porque así podían
ver y medir mejor las distancias.
Cuando, al terminar
el asalto, fue a sentarse en su rincón para descansar, se recostó
con las piernas extendidas y apoyó los brazos en el ángulo recto
que formaban las cuerdas. Entonces su pecho y su abdomen empezaron a
subir y a bajar en profundas aspiraciones, mientras le acariciaban el
rostro el aire de las toallas con que le abanicaban sus segundos.
Con los ojos
cerrados, Tom King escuchaba el clamoreo del público.
–¿Por qué no
luchas, Tom? –le gritaron–. ¿Es que tienes miedo?
–Le pesan los
músculos –oyó que comentaba un espectador de primera fila–. No
puede moverse con más rapidez. ¡Dos libras contra una a favor de
Sandel!
Sonó el gong y los
dos púgiles abandonaron sus rincones. Sandel recorrió tres cuartas
partes del cuadrilátero, ansioso de reanudar la contienda. King
apenas se apartó de su rincón. Esto formaba parte de su plan de
ahorro de fuerzas. No había podido entrenarse como era debido, no
había comido lo suficiente, y el menor movimiento innecesario tenía
su importancia. Además, había que tener en cuenta que había
recorrido a pie más de tres kilómetros antes de subir al ring.
Aquel asalto fue una repetición del primero: Sandel atacaba en
tromba y el público, indignado, abucheaba a King al ver que no
combatía. Aparte algunas fintas y varios golpes lentos e ineficaces,
se limitaba a mantener una guardia cerrada, parar golpes y agarrarse
al adversario. Sandel deseaba acelerar el ritmo del combate, y King,
hombre de experiencia, se negaba a secundarlo. En su rostro deformado
por los golpes había una melancólica sonrisa, y Tom seguía
economizando fuerzas celosamente, como sólo puede hacerlo un
boxeador maduro. Sandel era joven y derrochaba sus energías con la
prodigalidad propia de su juventud. El generalato del ring
correspondía a Tom, y suya era también la sabiduría cosechada a
costa de largos y dolorosos combates. Observaba a su adversario con
mirada fría y ánimo sereno, moviéndose lentamente, en espera de
que se agotara el ardor de Sandel. Para la mayoría de espectadores,
aquello era buena prueba de que King era incapaz de medirse con su
joven adversario, opinión que expresaban en voz alta, apostando a
razón de tres a uno a favor de Sandel. Pero aún quedaban algunos
espectadores prudentes que conocían a King desde hacía años y
aceptaban estas ofertas, con grandes esperanzas de ganar.
El tercer asalto
comenzó como los anteriores. Sandel llevaba la iniciativa y
castigaba duramente a su adversario. Pero, cuando aún no había
transcurrido medio minuto, el joven, excesivamente confiado, se
olvidó de cubrirse, y los ojos de King centellearon a la vez que su
brazo derecho se lanzaba como un rayo hacia adelante. Fue su primer
golpe de verdad: un gancho reforzado, no sólo por el hábil
movimiento del brazo, sino por el peso de todo el cuerpo. El león
adormecido acababa de lanzar un imprevisto zarpazo. Sandel, tocado en
un lado de la mandíbula, cayó como un buey abatido por el matarife.
El público se quedó pasmado: algunos aplaudieron tímidamente,
mientras por toda la sala corrían murmullos de admiración.
¡Caramba, caramba! King no tenía los músculos tan embotados como
se creía, sino que era capaz de asestar verdaderos mazazos.
Sandel quedó casi
inconsciente, hizo girar su cuerpo hasta ponerse de costado e intentó
levantarse, pero, al oír los gritos de sus segundos que le
aconsejaban esperar hasta el último instante, no acabó de ponerse
en pie, sino que quedó con una rodilla en el suelo. El árbitro se
inclinó hacia él y empezó a contar los segundos con voz estentórea
junto a su oído. Cuando oyó decir «¡nueve!» Sandel se levantó
con gesto agresivo y Tom King hubo de hacerle frente, mientras se
lamentaba de no haberle dado el golpe un par de centímetros más
cerca del mentón, pues entonces habría conseguido el fuera de
combate y vuelto a casa con treinta libras para su mujer y sus hijos.
El asalto continuó
hasta que se cumplieron los tres minutos reglamentarios. Sandel
empezó a mirar con respeto a su oponente. Por su parte, King seguía
moviéndose con lentitud y su mirada aparecía tan soñolienta como
antes. Cuando el asalto estaba a punto de terminar, King se dio
cuenta de ello al ver a los segundos agazapados junto al
cuadrilátero. Estaban preparados para subir, pasando entre las
cuerdas. Entonces llevó el combate hacia su rincón, y, cuando sonó
el gong, pudo sentarse inmediatamente en el taburete que ya tenían
preparado. En cambio, Sandel tuvo que cruzar de ángulo a ángulo
todo el ring para llegar a su sitio. Esto era una pequeñez, pero
muchas pequeñeces juntas pueden formar algo importante. Al verse
obligado a dar aquellos pasos de más, Sandel perdió no sólo cierta
cantidad de energía, sino una parte de los preciosos sesenta
segundos de descanso. Al principio de cada asalto King salía
perezosamente de su rincón, con lo que obligaba a su adversario a
recorrer una distancia mayor, y cuando el asalto terminaba, King
estaba en su sitio y podía sentarse inmediatamente.
Transcurrieron otros
dos asaltos en los que King economizó sus fuerzas con toda
parsimonia, mientras Sandel derrochaba energías. Los esfuerzos que
el joven púgil hacía por imponer un ritmo más vivo a la lucha
resultaron bastante enojosos para King, que hubo de encajar una parte
bastante crecida del diluvio de golpes que cayó sobre él. Sin
embargo, King mantuvo su deliberada lentitud, sin importarle el
griterío de los jóvenes vehementes que querían verle pelear.
En el sexto asalto,
Sandel volvió a tener un descuido, y la terrible derecha de Tom King
lanzó un nuevo disparo contra su mandíbula. Otra vez contó el
árbitro hasta nueve.
Al comenzar el
séptimo asalto se vio claramente que el ardor de Sandel se había
esfumado. El joven boxeador se percataba de que estaba librando el
combate más duro de su carrera. Tom King era un boxeador gastado,
pero el de más calidad que se le había opuesto hasta entonces; un
boxeador maduro que no perdía la cabeza, que se defendía con
extraordinaria habilidad, cuyos golpes eran verdaderos mazazos y que
tenía un fuera de combate en cada puño. Pero Tom King no se atrevía
a utilizar estos potentes puños demasiado, pues no se olvidaba de
que tenía los nudillos lesionados y sabía que, para que pudieran
resistir todo el combate, tenía que racionar los golpes
prudentemente.
Mientras permanecía
sentado en su rincón, mirando a su adversario, pensó que la unión
de su experiencia y de la juventud de Sandel producirían un campeón
mundial. Pero esta mezcla era imposible. Sandel no sería campeón
del mundo. Le faltaba experiencia y ésta sólo podía obtenerse a
costa de la juventud. Cuando Sandel tuviera experiencia, advertiría
que había gastado su juventud para adquirirla.
King recurrió a
todas las tretas y argucias. No desaprovechaba ocasión de agarrarse
a su adversario y, cada vez que llegaba al cuerpo a cuerpo, clavaba
con fuerza el hombro en las costillas de Sandel. En la teoría
pugilística no había diferencia entre un hombro y un puño si con
ambos podía hacerse el mismo daño, y el hombro aventajaba al puño
en lo concerniente a la pérdida de energías. Asimismo, cuando se
agarraban los dos púgiles, King descargaba todo el peso de su cuerpo
sobre su contrincante y se resistía a soltarse. Esto obligaba al
árbitro a intervenir para separarlos, en lo cual hallaba las mayores
facilidades por parte de Sandel, que todavía no había aprendido a
descansar de este modo. El joven no podía dejar de emplear sus
magníficos brazos ni su lozana musculatura. Cuando King se aferraba
a él, clavándole el hombro en las costillas e introduciendo la
cabeza bajo su brazo izquierdo, Sandel le golpeaba el rostro pasando
su brazo derecho por detrás de su espalda. Era un castigo
espectacular que provocaba murmullos de admiración en el público,
pero sin ninguna eficacia. Por el contrario, sólo servía para hacer
perder energías a Sandel. Éste, incansable, no se daba cuenta de
que todo tiene un límite. King sonreía y no se apartaba de su
prudente táctica.
Sandel asestó un
sonoro derechazo al cuerpo de King, que la masa de espectadores
consideró como un rudo castigo, pero los pocos expertos que había
en la sala percibieron el hábil movimiento del guante izquierdo de
Tom, que tocó el bíceps de Sandel en el momento en que éste
lanzaba el fuerte derechazo. Sandel repitió una y otra vez este
golpe, consiguiendo que siempre llegara a su destino, pero nunca con
eficacia, debido al ligero contragolpe de King.
En el noveno asalto,
y en un solo minuto, Tom alcanzó con tres ganchos de derecha la
mandíbula de Sandel, y las tres veces el corpachón del joven besó
la lona y el árbitro hubo de contar hasta nueve. Sandel quedó
aturdido y ligeramente conmocionado, pero conservaba las energías.
Había perdido velocidad y economizaba sus fuerzas. Tenía el ceño
fruncido, pero seguía contando con el arma más importante del
boxeador: la juventud. El arma principal de King era la experiencia.
Cuando empezó el declive de su vitalidad, cuando su vigor empezó a
disminuir, lo reemplazó con la astucia, la sabiduría cosechada en
mil combates y una escrupulosa economía de sus fuerzas. King no era
el único que sabía eludir los movimientos superfluos, pero nadie
como él poseía el arte de incitar al adversario a despilfarrar sus
energías.
Una y otra vez,
haciendo fintas con los pies, los puños y el cuerpo, siguió
engañando a Sandel: obligándolo a saltar hacia atrás sin motivo, a
esquivar golpes imaginarios, a lanzar inútiles contraataques. King
descansaba, pero no daba descanso a su rival. Era la estrategia de un
boxeador maduro.
Al iniciarse el
décimo asalto, King detuvo las embestidas de Sandel con directos de
izquierda a la cara, y Sandel, que ahora procedía con cautela,
respondió esgrimiendo su izquierda, para bajarla en seguida,
mientras lanzaba un gancho de derecha a la cara de Tom King. El golpe
fue demasiado alto para resultar decisivo, pero King notó que ese
negro velo de inconsciencia tan conocido por los boxeadores se
extendía sobre su mente. Durante una fracción casi inapreciable de
tiempo, Tom dejó de luchar. Momentáneamente, desaparecieron de su
vista su adversario y el telón de fondo formado por las caras
blancas y expectantes del público…, pero sólo momentáneamente.
Le pareció que abría los ojos tras un sueño fugaz. El intervalo de
inconsciencia fue tan breve, que no tuvo tiempo de caer. El público
sólo lo vio vacilar y doblar las rodillas. Inmediatamente, Tom King
se recuperó y ocultó más su barbilla en el refugio que le ofrecía
su hombro izquierdo.
Sandel repitió
varias veces este golpe, aturdiendo parcialmente a King. Pero el
experto boxeador consiguió elaborar su defensa, que fue también una
forma de contraatacar. Retrocediendo ligeramente sin dejar de hacer
fintas con el brazo izquierdo, lanzó a Sandel un uppercut con toda
la potencia de su puño derecho. Lo calculó con tanta precisión,
que consiguió alcanzar de pleno la cara de Sandel cuando éste se
agachaba haciendo un regate. El joven, levantado en vilo, cayó hacia
atrás y fue a dar en la lona con la cabeza y la espalda. King
repitió este golpe dos veces. Después dio rienda suelta a su
acometividad y acorraló a su adversario contra las cuerdas, lanzando
sobre él una lluvia de golpes. Sus puños funcionaron sin cesar
hasta que el público, puesto en pie, le tributó una estruendosa
salva de aplausos. Pero Sandel poseía una energía y una resistencia
inagotables, y se mantenía en pie. Se mascaba el knock-out. Un
capitán de policía, impresionado por el terrible castigo que
recibía Sandel, se acercó al cuadrilátero para suspender el
combate, pero en este preciso instante sonó el gong, señalando el
fin del asalto, y Sandel regresó tambaleándose a su rincón, donde
aseguró al capitán que estaba bien y conservaba las fuerzas. Para
demostrarlo, dio un par de saltos, y el policía, convencido, volvió
a sentarse.
Tom King, mientras
descansaba en su rincón, jadeante, se decía, contrariado, que si el
combate se hubiera suspendido, el árbitro se habría visto obligado
a declararlo vencedor y la bolsa hubiera ido a parar a sus manos. A
diferencia de Sandel, él no luchaba por la gloria ni para abrirse
paso, sino para ganar treinta libras esterlinas. En aquel minuto de
descanso, Sandel se recuperaría.
La juventud será
servida… Esta frase cruzó como un relámpago por el cerebro de
King. Se acordó también de la ocasión en que la oyó: fue la noche
en que dejó fuera de combate a Stowsher Bill. El señorito que la
había pronunciado tenía razón. Aquella noche, tan lejana ya, él
encarnaba a la juventud. «Pero esta noche –se dijo– la juventud
se sienta en el rincón de enfrente.» Ya llevaba media hora de pelea
y los años le pesaban. Si hubiese luchado como Sandel, no hubiera
resistido ni quince minutos. Lo peor era que no se recuperaba. Sus
venas hinchadas y su corazón fatigado no le permitían recobrar las
perdidas fuerzas en los descansos entre asalto y asalto. Las energías
le faltarían ya desde el comienzo de los asaltos. Notaba las piernas
pesadas y empezaba a sentir calambres. No debió haber hecho a pie
aquellos tres kilómetros que mediaban desde su casa a la sala de
deportes. Y para colmo de desdichas, aquel bistec que no se había
podido comer aquella mañana y que tanto había deseado. Se despertó
en él un odio terrible contra los carniceros que se habían negado a
fiarle. Un hombre de sus años no podía boxear sin haber comido lo
suficiente. ¿Qué era, al fin y al cabo, un bistec? Una
insignificancia que valía unos cuantos peniques. Sin embargo, para
él significaba treinta libras esterlinas.
Cuando el gong
señaló el comienzo del undécimo asalto, Sandel se levantó
impetuosamente, aparentando una gallardía que estaba muy lejos de
poseer. King supo apreciar el justo valor de semejante actitud: se
trataba de un farol tan antiguo como el mismo boxeo. Para no gastar
fuerzas en balde, Tom se abrazó a su adversario. Luego, cuando lo
soltó, permitió que el joven se pusiera en guardia. Esto era lo que
King esperaba. Hizo una finta con la izquierda, consiguió que su
contrincante se agachara para rehuirla, y al mismo tiempo le lanzó
un gancho de derecha. Seguidamente King, retrocediendo un poco,
asestó a Sandel un uppercut que lo alcanzó en plena cara y lo
derribó. Después no le dio punto de reposo. Encajó mucho, pero
pegó mucho más. Acorraló a Sandel contra las cuerdas mediante una
serie de ganchos y con toda clase de golpes. Después de desprenderse
de sus brazos, le impidió que lo volviera a abrazar, propinándole
un directo cada vez que lo intentaba. Y cuando Sandel iba a caer, lo
sostenía con una mano y lo golpeaba inmediatamente con la otra para
arrojarlo contra las cuerdas, donde no le era posible desplomarse.
El público parecía
haber enloquecido. Todos los espectadores, puestos en pie, lo
animaban con sus gritos.
–¡Duro con él,
Tom! ¡Ya es tuyo! ¡Lo tienes en el bolsillo!
Querían que el
combate terminara con una lluvia de golpes irresistibles. Esto era lo
que deseaban ver; para esto pagaban.
Y Tom King, que
durante media hora había economizado sus fuerzas, las derrochó a
manos llenas en lo que debía ser el esfuerzo final, un esfuerzo que
no podría repetir. Era su única oportunidad. ¡Ahora o nunca! Las
fuerzas lo abandonaban rápidamente, y todas sus esperanzas se
cifraban en que, antes de que lo abandonasen del todo, habría
conseguido que su adversario permaneciera tendido en la lona durante
diez segundos. Y mientras seguía pegando y atacando, calculando
fríamente la fuerza de sus golpes y el daño que causaban,
comprendió lo difícil que era dejar a Sandel fuera de combate. La
resistencia de aquel hombre, realmente extraordinaria, era la
resistencia virgen de la juventud. Desde
luego, Sandel tenía
ante sí un futuro lleno de promesas. Él también lo tuvo. Todos los
buenos boxeadores poseían el temple que demostraba Sandel.
Sandel retrocedía
dando traspiés, perseguido por King, que empezaba a sentir calambres
en las piernas y cuyos nudillos comenzaban a resentirse. Sin embargo,
siguió asestando sus terribles golpes, sin detenerse ante el dolor
que cada uno de ellos producía en sus manos, en sus pobres manos,
viejas y torturadas. Aunque en aquellos momentos no recibía ninguna
réplica de su adversario, King se debilitaba a toda prisa, de modo
que pronto su estado igualaría el de Sandel. No fallaba un solo
golpe, pero éstos ya no poseían la potencia de antes y cada uno de
ellos suponía para Tom un esfuerzo extraordinario. Sus piernas
parecían de plomo y se arrastraban visiblemente por el ring. Los
partidarios de Sandel lo advirtieron y empezaron a dirigir gritos de
aliento al joven boxeador.
Esto decidió a King
a realizar un postrer esfuerzo y asestó dos golpes casi simultáneos:
uno con la izquierda, dirigido al plexo solar y que resultó un poco
alto, y otro con la derecha a la mandíbula. Estos golpes no fueron
demasiado fuertes, pero Sandel estaba ya tan conmocionado, que cayó
en la lona, donde quedó debatiéndose. El árbitro se inclinó sobre
él y empezó a contarle al oído los segundos fatales. Si antes del
décimo no se levantaba, habría perdido el combate. En la sala
reinaba un silencio de muerte. King apenas se mantenía en pie sobre
sus piernas temblorosas. Se había apoderado de él un mortal
aturdimiento y, ante sus ojos, el mar de caras se movía y se
balanceaba mientras a sus oídos llegaba, al parecer desde una
distancia remotísima, la voz del árbitro que contaba los segundos.
Pero consideraba el combate suyo. Era imposible que un hombre tan
castigado pudiera levantarse.
Solamente la
juventud se podía levantar… Y Sandel se levantó. Al cuarto
segundo, dio media vuelta, quedando de bruces, y buscó a tientas las
cuerdas. Al séptimo segundo ya había conseguido incorporarse hasta
quedar sobre una rodilla, y descansó un momento en esta postura,
mientras su aturdida cabeza se bamboleaba sobre sus hombros. Cuando
el árbitro gritó «¡nueve!» Sandel se levantó del todo,
adoptando la adecuada posición de guardia, cubriéndose la cara con
el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. Así defendía sus
puntos vitales, mientras avanzaba agachado hacia King, con la
esperanza de agarrarse a él para ganar más tiempo.
Tan pronto como
Sandel se levantó, King se le echó encima, pero los dos golpes que
le envió tropezaron con los brazos protectores. Acto seguido, Sandel
se aferró a él desesperadamente, mientras el árbitro se esforzaba
por separarlo, ayudado por King. Éste sabía con cuánta rapidez se
recobraba la juventud y, al mismo tiempo, estaba seguro de que Sandel
sería suyo si podía evitar que se repusiera. Un enérgico directo
lo liquidaría. Tenía a Sandel en su poder, no cabía duda. Él
había llevado la iniciativa del combate, había demostrado mayor
experiencia que su contrincante, le llevaba ventaja de puntos. Sandel
se desprendió del cuerpo de King, tambaleándose, vacilando entre la
derrota y la supervivencia. Un buen golpe lo derribaría
definitivamente, y, ante esta idea, Tom King, presa de súbita
amargura, se acordó del bistec. ¡Ah, si lo hubiera tenido y contara
con su fuerza para el golpe que iba a asestar! Concentró sus últimas
energías en el golpe decisivo, pero éste no fue bastante fuerte ni
bastante rápido. Sandel se tambaleó, pero no llegó a caer. Con
paso vacilante, retrocedió hacia las cuerdas y se aferró a ellas.
King, también tambaleándose, lo siguió y, experimentando un dolor
indescriptible, le asestó un nuevo golpe. Pero las fuerzas lo habían
abandonado. Únicamente le quedaba su inteligencia de luchador,
turbia, oscurecida por el cansancio. Había dirigido el puño a la
mandíbula, pero tropezó en el hombro. Su intención había sido
darlo más alto, pero sus cansados músculos no lo obedecieron. Y,
por efecto del impacto, el propio Tom King retrocedió, dando
traspiés. Poco faltó para que cayera. De nuevo lo intentó. Esta
vez su directo ni siquiera alcanzó a Sandel. Era tal su debilidad
que cayó sobre el joven y se abrazó a su cuerpo, para no
desplomarse definitivamente a sus pies.
King ya no hizo nada
por separarse. Había puesto toda la carne en el asador: ya no podía
hacer más. La juventud se había impuesto. Incluso en aquel abrazo
notaba cómo Sandel iba recuperando sus fuerzas. Cuando el árbitro
los separó, King vio claramente cómo se recobraba su joven
adversario. Segundo a segundo, Sandel se iba mostrando más fuerte.
Sus directos, débiles y vacilantes al principio, cobraron dureza y
precisión. Los ofuscados ojos de Tom King vieron el guante que se
acercaba a su mandíbula y se propuso protegerla alzando el brazo.
Vio el peligro, deseó parar el golpe, pero el brazo le pesaba
demasiado y no pudo: le pareció que tenía que levantar un quintal
de plomo. El brazo no quería levantarse y él deseó con toda su
alma levantarlo. El guante de Sandel ya le había llegado a la cara.
Oyó un agudo chasquido semejante al de un chispazo eléctrico y el
negro velo de la inconsciencia envolvió su mente.
Cuando abrió de
nuevo los ojos, se encontró sentado en su rincón y oyó el clamoreo
del público, semejante al rumor del oleaje de la playa de Bondi.
Alguien le oprimía una esponja empapada contra la base del cráneo,
y Sid Sullivan le rociaba la cara y el pecho con agua fría. Le
habían quitado ya los guantes y Sandel, inclinado sobre él, le
estrechaba la mano. No sintió rencor alguno hacia el hombre que lo
había dejado fuera de combate, y le devolvió el apretón de manos
tan cordialmente que sus nudillos se resintieron. Luego Sandel se
dirigió al centro del cuadrilátero y el griterío del público se
acalló para oírle decir que aceptaba el desafío de Young Pronto, y
que proponía aumentar la apuesta a cien libras. King lo contemplaba,
indiferente, mientras sus segundos secaban el agua que corría a
raudales por su cuerpo, le pasaban una esponja por la cara y lo
preparaban para abandonar el cuadrilátero. King sentía hambre; no
era aquélla la sensación de hambre ordinaria, sino una gran
debilidad, una serie de palpitaciones en la boca del estómago que
repercutían en todo su cuerpo. Se acordó del momento en que había
tenido ante él a Sandel tambaleándose, al borde del knock-out. ¡Ah,
si hubiese tenido aquel bistec en el cuerpo! Entonces nada habría
salvado a Sandel. Le había faltado sólo esto para asestar el golpe
decisivo con eficacia. Había perdido por culpa de aquel bistec.
Sus segundos
trataron de ayudarlo a pasar entre las cuerdas, pero él los apartó,
se agachó y saltó solo al piso de la sala. Precedido por sus
cuidadores, avanzó por el pasillo central abarrotado de público.
Poco después, cuando salió de los vestuarios y se dirigió a la
calle, se encontró con un muchacho que le dijo:
–¿Por qué no le
pegaste de firme cuando lo tenías atontado?
–¡Vete al diablo!
–le respondió Tom King mientras bajaba los escalones del portal.
Las puertas de la
taberna de la esquina estaban abiertas de par en par. Tom King vio
las luces cegadoras del local y las sonrientes camareras, y, entre el
alegre tintineo de las monedas que saltaban en el mármol del
mostrador, oyó diversas voces que comentaban el combate. Alguien lo
llamó para invitarlo a una copa, pero él rechazó la invitación y
siguió su camino.
No llevaba un
céntimo encima. Los tres kilómetros que lo separaban de su casa le
parecieron muy largos. Era evidente que envejecía. Cuando cruzaba el
Dominio, se dejó caer de pronto en un banco. La idea de que su mujer
estaría esperándolo, ansiosa de saber cómo había terminado el
encuentro, lo sumió en una angustiosa desesperación. Esto era peor
que un knock-out: no se sentía con fuerzas para mirarla a la cara.
Estaba desfallecido
y amargado. El vivo dolor que sentía en los nudillos le hizo
comprender que, aunque encontrase trabajo como peón de albañil,
tardaría lo menos una semana en poder empuñar la pala o el pico.
Las palpitaciones que le producía el hambre en la boca del estómago
le hacían sentir náuseas. Una profunda desolación se apoderó de
él y notó que sus ojos se llenaban de lágrimas incontenibles. Se
cubrió la cara con las manos y lloró. Y mientras lloraba se acordó
de la paliza que propinó a Stowsher Bill una noche ya lejana. ¡Pobre
Stowsher Bill! Ahora comprendía por qué lloró aquella noche en los
vestuarios.
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