-Como seguridad de pulso -interrumpió Gonzalo-, no conozco nada que
equivalga al hecho del capitán Funes.
-Y ¿cómo es?
-preguntamos en coro.
-Breve y sabroso.
Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero,
pero de primer orden para hace veinte años.
Nos aburríamos
oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos
para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje. Se truqueaba por
poca plata, y las bromas eran pesadísimas.
Al llegar a Santos,
fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó
un nuevo brío de chistes e indiadas.
Para mejor, subió
un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y
pretensiosa, hacerlo víctima de nuestras invenciones.
El más animado del
grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y
presentarnos luego.
Al rato no más,
volvía, diciéndonos satisfecho:
-¡Es una mina,
hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental,
revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.
Nos presentó esa
misma noche, en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y
tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para
oír otras.
-¿Así que usted,
capitán -le decía Pastor-, ha peleado mucho?
-Bastante -movía
los hombros como coqueteando.
-Ha de saber lo que
son balas -guiñándonos los ojos-; ¿hasta por el olor las conocerá?
-¡Por el olor, no;
pero por el chiflido, pueda!
-Y ¿qué diferencia
hay entre unas y otras?
-Pero muy grande, mi
amigo, muy grande: las de remington silban gordete; así: chchch...
-nos mordíamos los labios-; mientras que las de carabina son más
altitas, así: ssssss...
-Pero vea -decía
Pastor con gravedad-: así que las de remington hacen... ¿cómo?
-Chchchch...
-¡Curioso! ¿Y las
de carabina?
Nosotros debíamos
estar violetas a fuerza de contenernos.
-Las de carabina,
ssssss...
-¿Y las de cañón?
El capitán nos miró, riendo de buena gana.
-Pa eso no me
alcanza la voz.
Aprovechamos la
coyuntura para aflojar la risa que nos retozaba en el vientre. Nos
reíamos, pero desmesuradamente, largando todo el embuchao, queriendo
sujetar y volviendo, como a una enfermedad, a nuestras carcajadas
inconcluibles.
El capitán Funes
tuvo un pequeño encogimiento de cejas, imperceptible.
-Así que no podría,
capitán... claro está...; pero cuando hace como la de carabina...
vea, es igualito..., me parece estarlas oyendo..., formal... Y
dígame, capitán, las de revólver, ¿cómo hacen?
-¡Así, mi amigo!
-y antes que pensáramos siquiera, dos balazos llenaron de humo el
aposento. Hubo un ruido de sillas y mesas volteadas. Recuerdo un
tumulto de empujones dados y recibidos, una multitud de gente caía
por todas partes, mientras, en pelotón confuso, rodábamos hacia
cubierta. Pastor y Funes luchaban a brazo partido, y este último,
más débil, corría el riesgo de ser echado al mar, por sobre la
borda, cosa que Pastor trataba de lograr con todas sus fuerzas.
Los separamos, al
fin. Queríamos ver la herida de nuestro amigo, cuya sangre nos
manchaba.
El capitán Funes,
retenido por dos marineros, gritaba:
-No lo he querido
matar de lástima; pero ya sabe ese mocito que si no sé cómo silban
las balas de revólver, sé manejarlas.
-¿Y en qué quedó
Pastor? -preguntamos.
-Pastor ha quedado
señalado con una muesca en cada oreja, y lo peor es que cada vez
menos puedo resistir la tentación de preguntarle cómo silbaban las
balas que lo hirieron.
-No te aconsejo
-dijo alguien.
-Yo tampoco
-concluyó Gonzalo, pero temo que la tentación me venza.
Cuentos de muerte y de sangre. 1915.
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