sábado, 5 de septiembre de 2020

El jamón. Francisco García Pavón.

A José Antonio Torres Torres.


El abuelo se cansó muy pronto de los autos y dijo que quería volver a lo antiguo. Que como disfrutaba él era con una tartana y un buen caballo, como toda la vida de Dios. Así, los domingos y días de fiesta podríamos salir de campo al río, al monte, a la huerta de Matamoros o a la de Virutas y asar chuletas con la lentisca y hacer pipirranas, freír carne con tomate, o conejo y pisto, a la sombra de un buen árbol.
«Que con el coche no se podía ir tranquilo, ni hablar a gusto, ni ver el campo a placer, ni liar un cigarro como Dios manda. Que el auto se quedase para los chicos, pero que él iba a comprar una tartana».
Y como le habían ofrecido una en Almodóvar del Campo, le dijo a Lillo, que era su mejor amigo y muy entendedor de carruajes por su oficio, que nos iba a llevar el tío Luis a Almodóvar del Campo para ver la tartana, hecha en Valencia por el mejor fabricante.
Lillo se puso muy contento, porque le gustaba mucho viajar con el abuelo, y dijo que no teníamos más remedio que acercarnos a Tirteafuera, que está muy cerca de Almodóvar, para probar el jamón de su amigo Jerónimo, que era el que mejor sabía curarlos de todo el universo mundo. Que desde que probó dos veces en su vida el jamón de Jerónimo, ya no había jamón que le agradase. Porque, decía él y yo no lo cogía bien, que con el jamón pasa lo que con las mujeres: que el que cata una suculenta, todas le parecen remedos o semejanzas.
Nos llevó el tío en el coche, y no recuerdo por qué, tardamos muchísimo. En Almodóvar estuvimos dos horas o tres mirando la tartana y hablando con un hombre muy gordo, que era el dueño. A pesar de que nos invitó a vino y a olivas en una taberna, no se cerró el trato porque Lillo le dijo al abuelo que aquello era un armatoste que no valía dos gordas y en nada de tiempo y por muy poco dinero le iba a hacer una tartana preciosa, ligera y forrada de terciopelo rojo por los asientos y respaldos. El abuelo se entusiasmó con la idea y añadió que le iban a poner unas maderas muy buenas que tenía él guardadas desde no sé cuándo, y un farol eléctrico, y un cenicero, y una visera de lona verde.
Total: que nos fuimos a comer a Tirteafuera, a casa del amigo Jerónimo, que ya estaba avisado por carta de nuestra ida. Y pasamos junto al Valle de Alcudia, que es donde se concentran todos los ganados de España en no sé qué época.
Como dijo el abuelo que Tirteafuera era un pueblo de pesca, le respondió Lillo que allí lo bueno era el jamón de su amigo Jerónimo. Estaban las calles muy desiguales y feas y el auto andaba malamente. Hasta el punto que hubo que dejarlo junto a la iglesia, que, no sé por qué mengua del pueblo, queda en una punta del lugar.
La gente se asomaba a las puertas y ventanas por ver a los forasteros, hasta que llegamos a la casa de Jerónimo, que nos esperaba sentado en su puerta fumando un cigarro hecho con papel negro, que al abuelo le gustó mucho.
Estuvimos largo rato en la puerta, mientras se saludaban y Jerónimo y Lillo hablaban de cosas antiguas. Le entregó Lillo una caja de puros que llevaba de presente y una botella de marrasquino, «que a Jerónimo le gustaba más que bailar el agarrao», según Lillo.
Entramos a la casa por una puerta muy baja, pasamos la cocina, en la que hervían muchos pucheros para nosotros, y llegamos a una especie de camarón de mucha luz y con varios jarrones colgados de las vigas. Y en una mesa de pino, una cazuela muy grande de barro llena hasta los topes de tacos de jamón muy cuadradotes y sólidos, junto a una bota de vino hinchada hasta reventar.
Nos mandó sentar el amigo Jerónimo con mucha prosopopeya y pidió a Lillo que fuera él quien tomara el primer tarugo de jamón.
Alargó su mano larguirucha con mucho tiento, casi temblando, y tomó un trozo muy oscuro. Se lo acercó Lillo a su nariz de alfanje, como si se lo quisiera comer por allí, y al oler entornó los ojos cual si le llegara el soplo mismo de la vida. Sin abrir los ojos se lo metió en la boca y empezó a masticarlo muy despacico muy despacico, mientras todos lo mirábamos en silencio y a media risa. Y comía remeneando tanto las quijadas y dando tales lengüetazos, que yo solté la carcajada; y luego el abuelo, y luego el amigo Jerónimo, y luego el tío, y luego la Gregoria, que entró y era la mujer de Jerónimo; y luego la Casiana, moza muy coloreada y gordita, que era una sobrina de Jerónimo que tenían allí recogida.
Cuando hubo tragado bien el jamón, Lillo abrió ojos y dijo:
—Luis, volveros al pueblo cuando os cuadre, que yo aquí me quedo hasta el final de mis días.
La moza Casiana le puso la fuente de barro casi a la altura de las barbas a Lillo para que tomase otro trozo, y él, con el tarugo entre dedos, quedó mirando a la moza con aquel su aire de viejo picaresco y le dijo:
—Y además esto… Que aquí me quedo.
Casiana nos repartió a todos jamón y empezamos a masticarlo como en misa, porque nadie decía palabra. Yo noté que, de puro sabroso, le hacía a uno tanta saliva rica en la boca, que no había lugar a hablar, ni a reír, ni a otra cosa que no fuese concentrarse en aquella ricura que llenaba toda la boca, y se crecía, y hacía desear que no acabase nunca.
—¡Coño! —dijo el abuelo—. ¡Si llego a morirme antes de probar este jamón!
—Nunca lo comí igual. Ni vino quiero beber hasta el fin porque no me quite este gustazo —volvió a decir el abuelo.
—No ves, Luis, por no hacerme caso y no haber venido antes, lo que te estabas perdiendo.
—¿Y cómo lo cura usted? —preguntó el abuelo a Jerónimo.
Jerónimo sonrió y bajó los ojos.
—No te molestes, Luis, que no se lo dirá a nadie.
—Se lo diré a Casiana cuando vaya a morirme. Es el mejor capital que puedo dejarle.
Y ella se reía satisfecha con uno de aquellos taruguillos vinosos entre sus dientes blancos y parejos. Comíamos jamón sin cesar, con la ayuda del vino, que no hubo forma de dejarlo mucho tiempo en el olvido.
Llegaron más hombres que había invitado Jerónimo y cayeron rápidos sobre el vino y el jamón, que, según decía uno, «era la mejor finca del pueblo». Se fueron calentando las risas y las palabras, hasta el extremo de que Lillo contó cosas picarescas que le habían ocurrido en unas posadas con el abuelo cuando iban por Cuenca y por Soria a comprar madera. Y con aquellas picardías, las dos mujeres se reían más, especialmente la moza Casiana, que se ponía las manos en los ijares y tronchábase. Una vez que bebió vino, con la risa se le fue la puntería, le cayó el chorrillo por el canal y dio un gritito. Nos reímos todos de la sagacidad del tintorro, y Lillo aprovechó para contar otra historia de una posadera que por las noches se arrimaba a la yacija de un arriero, su huésped, no por amor a él, sino por beberle de la bota que tenía siempre colgada junto a sí, llena de un vino de no sé qué partida de viñas de Manzanares, que son las mejores de la Mancha. Y como el arriero descubrió la maniobra entre sueños, a la noche siguiente se ató la bota a la cintura por ver si la posadera se atrevía. Y Lillo dijo que se atrevió. Las mujeres volvieron a reír tanto, especialmente la moza que Lillo dijo «que a pesar de haber tanto sol, podría haber aguas».
Sirvieron la comida en un mesetón muy grande, que pusieron en la misma cámara, y menos las mujeres que servían, comimos todos con mucha alegría, sin olvidar el jamón, que abundaba en fuentes de barro sobre la mesa, de manera que entre cucharada y cucharada, a manera de entremés, acuñábamos un taruguillo de aquel jamón, que, según Lillo, debía ser vitalicio. Hubo gallina en pepitoria, sopa, gorrino frito y unos melones tan babosos y dulzones, que ni el abuelo ni Lillo sabían ya de dónde sacar palabras para alabarlos, porque muchos requiebros se los quedó el jamón, algunos la pepitoria, y bastanticos el vino, que era del bueno de Moral de Calatrava, según dijo Jerónimo, que comía con la boina arrumbada en el cogote. Luego hubo café hecho en puchero, gordo como chocolate; copa de marrasquino y puro. Y todavía, de repostre, se empeñó en sacar Jerónimo unas uvas en aguardiente, casi rojo, que nos hicieron llorar de puro fuertes.
Ya a manteles vacíos, se sentaron con nosotros las mujeres y dijeron que cada uno debía decir un brindis, según costumbre de Tirteafuera en las comidas de varios.
Y como no hubo más remedio, cada uno dijo unas palabras, menos los de Tirteafuera, que hablaron en verso, así como las mujeres. Jerónimo se quedó para el último, y todos le pidieron que recitase el «bota mía».
Jerónimo, sin hacerse rogar, tomó entre sus manos la bota casi vacía, que batimos mientras el aperitivo, y mirándola con mucha tristeza comenzó a decir:


Bota mía de mi vida,           (Y la abrazó como si
dulcísima compañera,            fuese un niño pequeño.)
a quien doy toda mi vida,       (Y la palpaba casi
mis sentidos y potencias.        llorando, metiendo los
Bota, ya te vas quedando       dedos gordos entre los
como barriga de vieja:           pliegues del cuero.)
floja, seca y arrugada,           (Ahora la alzaba riéndose
sin sangre ni fortaleza.           con los ojos entornados.)
Esto es mejor que toros,     (Y apuró unas gotas con
que títeres y comedias.          desespero. Luego la apretó
El vino se va a acabar.       entre sus manos y acabó tirándola
Ya murió. Réquiem eterna.    sobre la mesa con cara muy triste.)

Jerónimo nos dio unas como suelas de jamón, para que lo «probasen las mujeres», pero no consintió en que se viniese la Casiana como quería Lillo.

 



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