En varios países de Asia se
venera a los elefantes, en especial los blancos. Tienen por establo
un palacio, comen en recipientes de oro, todos los hombres se postran
ante ellos y los pueblos luchan para arrebatarse tan preciado tesoro.
Uno de estos elefantes, gran pensador, inteligente, le preguntó un
buen día a uno de sus conductores por qué le rendían tantos
honores, dado que en el fondo él no era más que un simple animal.
-¡Ay!
Eres demasiado humilde -fue la respuesta-. Todos conocemos tu
dignidad y toda la India sabe que, al abandonar esta vida, las almas
de los héroes armados por la patria habitan por un tiempo en los
cuerpos de los elefantes blancos. Nuestros sacerdotes lo han dicho,
por lo tanto debe ser así.
-¡Cómo!
¿Somos considerados héroes?
-Sin
duda.
-De
no serlo, ¿podríamos disfrutar en paz, en la selva, de los tesoros
de la naturaleza?
-Sí,
señor.
-Amigo
mío, entonces déjame ir, porque te han engañado, te lo aseguro; si
reflexionas comprenderás de inmediato el error: somos altivos pero
cariñosos; moderados pero poderosos; no injuriamos a los más
débiles; en nuestro corazón, el amor sigue las leyes del pudor;
pese a la situación privilegiada en la que nos encontramos, los
honores no han modificado nuestras virtudes. ¿Qué más pruebas se
necesitan? ¿Cómo es posible que alguien haya visto en nosotros el
menor rasgo humano?
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